120 días de Sodoma

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Aquel de los señores que falte a todas estas cosas, o que crea tener un adarme de razón y sobre todo quiera pasar un día sin acostarse borracho pagará diez mil francos de multa.

Cuando un amigo tenga una gran necesidad, una mujer de la clase que él juzgue a propósito lo acompañará para atender a los cuidados que puedan ser indicados durante este acto.

Ninguno de los sujetos, hombres o mujeres, podrá entregarse a los deberes de limpieza, sean cuales sean, y sobre todo los de después de la necesidad mayor, sin un permiso expreso del amigo que esté de turno, y si se le niega y a pesar de ello lo hace recibirá uno de los más rudos castigos.

Las cuatro esposas no gozarán de ninguna clase de prerrogativas sobre las otras mujeres; al contrario, serán siempre tratadas con más rigor e inhumanidad, y a menudo serán empleadas en los trabajos más viles y penosos, tales como, por ejemplo, la limpieza de los retretes comunes y particulares de la capilla. Estos retretes serán vaciados cada ocho días, siempre por ellas, y serán castigadas con rigor si se resisten o lo hacen mal.

Si un sujeto cualquiera emprende una evasión durante el tiempo de la reunión, será al instante castigado con la muerte, sea quien fuere.

Las cocineras y sus ayudantes serán respetadas, y cualquiera de los señores que infrinja esta ley pagará mil luises de multa. En cuanto a las multas, su importe será empleado, al regresar a Francia, para los primeros gastos de una nueva partida del tipo de esta o de cualquier otro.

Promulgados estos reglamentos el día 30, el duque pasó la mañana del 31 verificándolo todo; ensayándolo todo y, sobre todo, examinando con cuidado el lugar con el objetivo de ver si no era susceptible de ser asaltado o de favorecer alguna evasión.

Una vez que pudo comprobar que se requeriría ser pájaro o diablo para salir o entrar de allí, informó al grupo de amigos de su cometido y dedicó la noche del 31 a arengar a las mujeres.

Estas se reunieron por orden suyo en el salón de los relatos, y tras subir a la tribuna o especie de trono destinado a la narradora, he aquí poco más o menos el discurso que les dirigió:

“Seres débiles y encadenados, únicamente destinados a nuestros placeres, no habréis pensado, creo, que ese dominio tan ridículo como absoluto que se os deja en este mundo os sería concedido en estos lugares. Mil veces más sometidas de lo que lo estarían las esclavas, sólo debéis esperar humillación, y la obediencia debe ser la única virtud que os aconsejo tengáis aquí: es la única que conviene a vuestro estado. No os engañéis confiando en vuestros encantos; demasiado hastiados de tales trampas, fácilmente podéis imaginar que no sería con nosotros con quienes podrían tener éxito dichos cebos. Recordad siempre que nos serviremos de todas vosotras, pero ninguna debe acariciar la idea de poder suscitar en nosotros sentimientos de piedad. Indignados contra los altares que han podido arrancarnos algunos granos de incienso, nuestro orgullo y libertinaje los destruyen en cuanto la ilusión ha satisfecho los sentidos, y el desprecio casi siempre seguido del odio remplaza inmediatamente en nosotros el prestigio de la imaginación. ¿Qué ofreceréis, por otra parte, que nosotros no sepamos de memoria, qué ofreceréis que no pisoteemos a menudo en el instante del delirio?

“Es inútil que os lo oculte, vuestro trabajo será rudo, penoso y riguroso, y las menores faltas serán inmediatamente castigadas con penas corporales y aflictivas. Debo, pues, recomendaros exactitud, sumisión y una abnegación total para atender sólo a nuestros deseos; que éstas sean vuestras únicas leyes, volad delante de ellos, anticipaos a ellos y suscitadlos. No porque tengáis mucho que ganar con esta conducta, sino más bien porque perderíais mucho si no la observarais.

“Examinad vuestra situación, lo que sois, lo que somos nosotros, y que estas reflexiones os hagan estremecer: os encontráis fuera de Francia, en lo más profundo de un bosque inhabitable, más allá de las escarpadas montañas cuyos pasos han sido destruidos inmediatamente después de haberlas traspuesto. Estáis encerradas en una ciudadela impenetrable, nadie sabe que estáis aquí, alejadas de vuestros amigos y parientes, estáis ya muertas para el mundo, y sólo respiráis para nuestros placeres. ¿Y a qué seres estáis ahora subordinadas? A criminales profundos y reconocidos que no tienen otro Dios que su lubricidad, otras leyes que su depravación, otro freno que sus orgías, unos truhanes sin Dios, sin principios y sin religión, el menos criminal de los cuales ha cometido más infamias que las que podría yo contar, y para quien la vida de una mujer, qué digo de una mujer, de todas las que viven en la superficie del globo, le importa tanto como la destrucción de una mosca. Habrá pocos excesos a los que no nos entreguemos, que ninguno os repugne; ofreceos sin pestañear y oponed a todos la paciencia, la sumisión y el valor. Si desgraciadamente alguna de vosotras sucumbe a la intemperancia de nuestras pasiones, que tome su partido valientemente; no estamos en este mundo para vivir eternamente, y lo mejor que puede ocurrirle a una mujer es morir joven. Se os han leído reglamentos muy sabios y adecuados a vuestra seguridad y a nuestros placeres, obedecedlos ciegamente, y esperad lo peor de nosotros si nos irritáis con una mala conducta. Algunas de vosotras tienen lazos con nosotros, lo sé, que tal vez os enorgullecen, y de los cuales esperáis indulgencia; sería un gran error que confiarais en ellos: ningún lazo es sagrado a los ojos de gente como nosotros, y cuanto más sagrado os parezcan, más excitará la perversidad de nuestras almas el romperlos. Hijas, esposas, es pues a vosotras a quienes me dirijo en estos momentos: no esperéis ninguna prerrogativa de nuestra parte, os advertimos que seréis tratadas incluso con más rigor que las demás, y esto precisamente para haceros ver cuán despreciables son para nosotros los lazos con que tal vez nos creeis atados.

“Por lo demás, no esperéis que os especifiquemos siempre las órdenes que queramos que ejecutéis; un gesto, un guiño, a menudo un simple sentimiento interno nuestro os lo indicará, y seréis tan castigadas por no haberlos adivinado o previsto como si, después de haber sido notificadas, los hubieseis desobedecido. A vosotras os toca comprender nuestros impulsos, nuestras miradas, nuestros gestos, captar la expresión, y sobre todo no engañaros respecto de nuestros deseos; pues, supongamos por ejemplo que este deseo fuese el ver una parte de vuestro cuerpo y que, torpemente, ofrecierais otra, os podéis imaginar hasta qué punto un error de tal índole turbaría nuestra imaginación y todo lo que se arriesga enfriando la cabeza de un libertino que, supongo, sólo esperase un culo para su eyaculación y se le ofreciese, imbécilmente, un coño.

“En general, ofreceos siempre poco por delante, recordad que esta parte infecta que la naturaleza sólo formó desatinadamente, es siempre la que más nos repugna. Y en cuanto a vuestros culos, hay aún precauciones que deben ser tomadas, tanto para al ofrecerlo disimular el antro odioso que lo acompaña como para evitar mostrarnos en ciertos momentos ese culo en el estado en que otra gente desearía siempre encontrarlo; debéis entenderme, y por otra parte recibiréis de las cuatro dueñas instrucciones ulteriores que acabarán de explicarlo todo.

“En una palabra, temblad, adivinad, obedeced, prevenid, y con esto, si no sois muy afortunadas, por lo menos no seréis quizás del todo desgraciadas. Por otra parte, nada de intrigas entre vosotras, ningún vínculo, nada de esa imbécil amistad de las muchachas que, al reblandecer por un lado el corazón, lo hacen por el otro más reacio y menos dispuesto a la sola y simple humillación a que os destinamos; pensad que de ningún modo os consideramos como criaturas humanas, sino únicamente como animales que se alimentan para el servicio que se espera de ellos y que se muelen a golpes cuando se niegan a dicho servicio.

“Habéis visto hasta qué punto se os prohíbe todo lo que puede parecer un acto de religión cualquiera; os prevengo que habrá pocos crímenes más severamente castigados que éste. Sabemos perfectamente que todavía hay entre vosotras algunas imbéciles que no pueden aceptar la idea de abjurar de ese infame Dios y de aborrecer la religión: éstas serán cuidadosamente examinadas, no os lo oculto, y no se ahorrará ningún acto extremo, si, desgraciadamente, son descubiertas en flagrante delito religioso. Que estas tontas criaturas se persuadan, se convenzan de que la existencia de Dios es una locura que no tiene hoy en el mundo más de veinte seguidores, y que la religión que invocan no es más que una fábula ridículamente inventada por bribones cuyo interés en engañarnos es evidente ahora. En una palabra, decidid vosotras mismas: si existiera un Dios, y ese Dios fuese todopoderoso, ¿permitiría que la virtud que lo honra y que profesáis fuese sacrificada, como lo será, al vicio y al libertinaje? ¿Permitiría, ese Dios todopoderoso, que una débil criatura como yo, que ante sus ojos no soy más que una pústula de sarna para un elefante, permitiría, digo, que esta débil criatura lo insultase, lo ultrajara, lo desafiara, se enfrentase a él y lo ofendiera como lo hago cuando quiero en cada instante del día?”.

Pronunciado este pequeño sermón, el duque bajó de la cátedra y, excepto las cuatro viejas y las cuatro narradoras que sabían bien que ellas estaban allí más como sacrificadoras y sacerdotisas que como víctimas, excepto estas ocho digo, las otras se deshicieron en lágrimas, y el duque, importándole eso muy poco, las dejó conjeturar, cuchichear y quejarse entre ellas, con la seguridad que las ocho espías le darían buena cuenta de todo, y se fue a pasar la noche con Hercule, uno de la tropa de cogelones que se había convertido en su más íntimo favorito como amante, ya que el pequeño Zéphyr seguía ocupando como querida el primer lugar en su corazón. Debiendo al día siguiente encontrarse las cosas tal como habían sido dispuestas, cada cual se las arregló como pudo para pasar la noche, y en cuanto dieron las diez de la mañana el escenario del libertinaje se abrió tal como había sido rigurosamente prescrito hasta el 28 de febrero.

 

Es ahora, querido lector, cuanto tienes que preparar tu corazón y tu espíritu para el relato más impuro que nunca antes haya sido narrado desde que el mundo existe, ya que no se ha encontrado un libro parecido ni entre los antiguos ni entre los modernos. Imagínate que todo el placer aceptado o prescrito por esta bestia de la cual hablas sin cesar y sin conocerla, y que llamas naturaleza, que estos placeres, digo, serán expresamente excluidos de este libro y que si por azar los encuentres irán acompañados de algún crimen o coloreados por alguna infamia.

Sin duda, muchos de los extravíos que verás pintados te disgustarán, lo sé, pero habrá algunos que te enardecerán hasta el punto de costarte semen, que es lo que se requiere. ¿Si no lo hubiésemos dicho todo, analizado todo, cómo querrías que hubiésemos podido adivinar lo que te conviene? Eres tú quien tiene que tomarlo o dejarlo y abandonar el resto; otro hará lo mismo que tú, y poco a poco todo habrá encontrado su lugar. Supón una magnífica comida donde se ofrecen seiscientos platillos a tu apetito. ¿Los comerás todos? No, sin duda, pero este número prodigioso amplía los límites de tu elección, y encantado por este aumento de facultades no regañas al anfitrión que te oferta. Haz lo mismo aquí: escoge y deja el resto sin declamar contra él, sólo porque no tiene el talento de complacerte. Piensa que complacerá a otros, y se filósofo.

En cuanto a la diversidad, puedes estar seguro de que es exacta; estudia bien la pasión que te parezca que no se diferencia en nada de otra, y verás que esta diferencia existe, y que por leve que sea tiene ese refinamiento, ese tacto que distingue y caracteriza al libertinaje del que se trata en este libro.

Por lo demás estas seiscientas pasiones se han fundido en el relato de las narradoras. Una cosa más que debemos prevenir al lector: sería demasiado monótono enumerarlas una a una sin incorporarlas al relato. Pero como algún lector poco ducho en estas materias podría tal vez confundir las pasiones designadas con la aventura o el simple acontecimiento de la vida de la narradora, se han diferenciado cuidadosamente cada una de estas pasiones con una señal al margen, encima del cual está el nombre que puede darse a esta pasión. Esta señal es la línea justa donde comienza el relato de esta pasión, y hay siempre un párrafo aparte donde termina.

Pero como hay muchos personajes en acción en esta especie de drama, que a pesar de la atención que se ha tenido en pintarlos y nombrarlos a todos... haremos un índice que contendrá el nombre y la edad de cada actor con un breve esbozo de su retrato; cuando se encuentre un nombre que nos embrolle los relatos se podrá recurrir a este índice y a los retratos más detallados si el breve esbozo no basta para que se recuerde de quién se trata.

Personajes de la novela de la escuela del libertinaje

El duque de Blangis, de cincuenta años de edad, formado como un sátiro, dotado de un miembro monstruoso y de una fuerza prodigiosa; se le puede considerar como el receptáculo de todos los vicios y de todos los crímenes. Mató a su madre, a su hermana y a tres de sus mujeres.

El obispoes su hermano; tiene cuarenta y cinco años; más delgado y delicado que el duque, con una boca desagradable. Es un bribón. Hombre hábil, fiel seguidor de la sodomía activa y pasiva, desprecia absolutamente cualquier otra clase de placer; hizo morir cruelmente a dos niños para los cuales un amigo había dejado en sus manos una considerable fortuna; tiene una sensibilidad nerviosa tan aguda que casi se desmaya al descargar.

El presidente Curval, sesenta años; es un hombre alto y enjuto, flaco, de ojos hundidos y apagados, boca podrida, la imagen andante de la crápula y del libertinaje, de una suciedad horrible relacionada con la voluptuosidad. Fue circunciso, su erección es rara y difícil, aunque tiene lugar y eyacula todavía casi todos los días. Tiene preferencia por los hombres; sin embargo, no desprecia nunca una virgen. Sus gustos tienen de singular la inclinación por la vejez y por todo lo cochino. Está dotado de un miembro casi tan grueso como el del duque.

Desde hace algunos años está como embrutecido por el desenfreno y bebe mucho. Debe su fortuna a asesinatos y es principalmente culpable de uno horrible y que puede encontrarse en el detalle de su retrato. Al eyacular experimenta una especie de cólera lúbrica que lo lleva a la crueldad.

Durcet, financiero, cincuenta y tres años, gran amigo y compañero de escuela del duque; es bajito y rechoncho, pero su cuerpo es fresco, hermoso y de piel blanca. Tiene todos los gustos y la finura de una mujer; privado a causa de la pequeñez de su consistencia de darles placer, las imita y se hace joder muchas veces al día. Le gusta el goce de la boca; es el único placer en el que actúa como agente. Sus únicos dioses son sus placeres, para los que está siempre dispuesto a sacrificarlo todo. Es delicado, astuto y ha cometido muchos crímenes; ha envenenado a su madre, a su mujer y a su sobrina para hacerse de una fortuna. Su alma es firme y estoica, absolutamente insensible a la piedad. No tiene erecciones y sus eyaculaciones son raras. Sus instantes de crisis están precedidos por una especie de espasmo que lo lanza a una cólera lúbrica peligrosa para aquellos o aquellas que sirven a sus pasiones.

Constance es la mujer del duque e hija de Durcet; tiene veintidós años, es una belleza romana, con más majestad que finura, maciza pero bien formada, un cuerpo soberbio, el culo singularmente hermoso y digno de servir de modelo; los cabellos y los ojos muy negros.

Tiene ingenio y se da cuenta profundamente de todo el horror de su destino. Un gran fondo de virtud natural que nada ha podido destruir.

Adélaïde, esposa de Durcet e hija del presidente; es una linda muñeca, tiene veinte años, es rubia, con los ojos muy tiernos y de un azul vivo, tiene todo el aspecto de una heroína de novela. Su cuello es largo y bien torneado; la boca, un poco grande, es su único defecto.

Pequeños senos y pequeño culo, pero todo esto, aunque delicado, es blanco y bien moldeado. De espíritu romántico, corazón tierno, excesivamente virtuosa y devota y se oculta para cumplir con sus deberes cristianos.

Julie, mujer del presidente e hija mayor del duque; tiene veinticuatro años, gorda, rolliza, con hermosos ojos castaños, linda nariz, rasgos acusados y agradables, pero una boca horrible. Poco virtuosa e incluso con grandes disposiciones para la suciedad, la borrachera, la glotonería y el puterío. Su marido la quiere a causa de su defecto de la boca; esta singularidad entra dentro de los gustos del presidente. Nunca se le han inculcado principios morales ni religión.

Aline, su hermana menor, considerada como hija del duque, aunque en realidad es hija del obispo y de una de las mujeres del duque; tiene dieciocho años, rostro pícaro y muy agradable, muy lozana, ojos castaños, nariz respingona, aire travieso, aunque profundamente indolente y holgazana. No parece tener todavía temperamento y detesta sinceramente todas las infamias de que es víctima. El obispo la desvirgó por detrás a los diez años. Ha sido dejada en una ignorancia crasa, no sabe leer ni escribir, detesta al obispo y teme mucho al duque. Quiere mucho a su hermana, es sobria y limpia, contesta chuscamente y de un modo pueril; tiene un culo encantador.

La Duclos, primera narradora; tiene cuarenta y ocho años, es todavía hermosa, lozana y con el más hermoso culo que pueda tenerse. Morena, ancha de cintura y regordeta.

La Champville, tiene cincuenta años; es delgada, bien formada y ojos lúbricos, es lesbiana y todo en ella lo delata. Su oficio actual es el de alcahueta. Fue rubia, tiene hermosos ojos, el clítoris largo y cosquilloso, un culo muy gastado a fuerza de servir y, sin embargo, es virgen por este lado.

La Martaine tiene cincuenta y dos años; alcahueta, es una mamá gorda, rozagante y sana, está obstruida y sólo ha conocido el placer de Sodoma para el que parece haber sido especialmente creada porque tiene, a pesar de su edad, el más hermoso culo posible; es muy gordo y tan acostumbrado a las introducciones que aguanta los mayores miembros sin pestañear. Tiene todavía bonitos rasgos, que empiezan sin embargo a marchitarse.

La Desgranges tiene cincuenta y seis años; es la mujer más malvada que haya existido nunca; es alta, delgada, pálida, había sido morena, es la personificación del crimen. Su culo marchito parece de papel arrugado, con un enorme orificio. Tiene sólo una teta, le faltan tres dedos y seis dientes, “fructus belli”. No existe un solo crimen que no haya cometido o hecho cometer, habla bien, tiene ingenio y es actualmente una de las alcahuetas tituladas de la sociedad.

Marie, la primera de las dueñas, tiene cincuenta y ocho años; está azotada y marcada, fue criada de ladrones. Ojos turbios y legañosos, nariz torcida, dientes amarillentos, una nalga roída por un absceso. Parió y mató a catorce niños.

Louison, la segunda dueña, tiene sesenta años; es bajita, jorobada, tuerta y coja, pero tiene aún un hermoso culo. Está siempre dispuesta a cometer crímenes y es extremadamente perversa. Tanto ella como Marie están al servicio de las muchachas; las dos que siguen, a los muchachos.

Thérèse tiene sesenta y dos años, parece un esqueleto, sin pelo ni dientes, boca hedionda, el culo acribillado de heridas y con un agujero muy ancho. Es de una suciedad y un hedor atroces, tiene un brazo torcido y cojea.

Fanchon, de sesenta y nueve años, fue ahorcada seis veces en efigie y ha cometido todos los crímenes imaginables; es bizca, chata, de baja estatura, gruesa, casi sin frente y sólo tiene dos dientes. Una erisipela le cubre el culo, un bulto de hemorroides le sale del agujero, un chancro le devora la vagina, tiene un muslo quemado y un cáncer le roe el seno. Siempre está borracha y vomita, suelta pedos y se caga por todas partes y en cualquier momento, sin advertirlo.

Serrallo de muchachas

Augustine, hija de un barón del Languedoc, quince años, cara linda y despierta.

Fanny, hija de un consejero de Bretaña, catorce años, aire dulce y tierno.

Zélmire, hija del conde de Tourville, señor de Beauce, quince años, aspecto noble y un alma muy sensible.

Sophie, hija de un gentilhombre de Berry, rasgos encantadores, catorce años.

Colombe, hija de un consejero del Parlamento de París, trece años, muy lozana.

Hébé, hija de un oficial de Orléans, aire muy libertino y ojos encantadores, tiene doce años.

Rosette y Michette, ambas tienen aire de hermosas vírgenes. Una tiene trece años y es hija de un magistrado de Chalon—sur— Saône, la otra tiene doce y es hija del marqués de Sénanges; fue raptada en el Borbonés, en casa de su padre.

Sus talles, el resto de sus atractivos y principalmente sus culos están por encima de toda descripción. Fueron escogidas entre ciento treinta.

Serrallo de muchachos

Zelamir, trece años, hijo de un gentilhombre de Poitou.

Cupidon, la misma edad, hijo de un gentilhombre de cerca de La Flèche.

Narcisse, doce años, hijo de un hombre destacado de Rouen, caballero de Malta.

Zéphyr, quince años, hijo de un oficial general de París. Está destinado al duque.

Céladon, hijo de un magistrado de Nancy. Tiene catorce años. Adonis, hijo de un presidente de la Cámara de París, quince años, destinado a Curval.

Hyacinthe, catorce años, hijo de un oficial retirado en la Champagne.

Giton, paje del rey, doce años, hijo de un gentilhombre del Nivernés.

Ninguna pluma podría describir las gracias, los rasgos y los encantos secretos de esos ocho niños porque están por encima de toda ponderación, y escogidos, como sabemos, entre un gran número.

Los ocho cogelones

Hercule, veintiséis años, bastante guapo, pero muy perverso, favorito del duque; su miembro tiene ocho pulgadas dos líneas de circunferencia por trece de largo. Eyacula mucho.

Antinoüs tiene treinta años, hombre hermoso; su pito tiene ocho pulgadas de circunferencia por doce de largo.

Brise-cul, veintiocho años, parece un sátiro; su pito está torcido, la cabeza o glande es enorme, tiene ocho pulgadas tres líneas de circunferencia y el cuerpo del pito, ocho pulgadas por trece de largo. Este majestuoso miembro es completamente curvo.

 

Bande-au-ciel tiene veinticinco años, es muy feo, pero sano y vigoroso; gran favorito de Curval. Siempre en erección, su pito tiene siete pulgadas once líneas de circunferencia por once de largo.

Los otros cuatro tienen miembros de nueve a diez y once pulgadas de largo por siete y medio y siete pulgadas nueve líneas de circunferencia, y están entre los veinticinco y treinta años.

Fin de la introducción.

Omisión que he hecho en esta introducción 1°. Hay que decir que Hercule y Bandeau—ciel son el uno muy mala persona y el otro muy feo, y que ninguno de los ocho ha podido gozar nunca de hombre ni de mujer.

2°. Que la capilla sirve de retrete, y detallarla de acuerdo con este uso.

3°. Que las alcahuetas y los alcahuetes, en sus expediciones, tenían a matones bajo sus órdenes.

4°. Detallar un poco los senos de las sirvientas y hablar del cáncer de Fanchon. Describir también un poco más los rostros de los dieciséis niños.

Primera jornada

El día 1 de noviembre se levantaron a las 10 de la mañana, tal como estaba prescrito por los reglamentos, de los cuales se habían jurado mutuamente no apartarse en nada. Los cuatro cogelones que no habían compartido el lecho de los amigos les llevaron, en cuanto se levantaron, a Zéphyr a la habitación del duque, Adonis a la de Curval, Narcisse a la de Durcet y Zélamir a la del obispo. Los cuatro eran muy tímidos, todavía embarazados, pero, alentados por sus guías, desempeñaron bastante bien sus deberes, y el duque eyaculó. Los otro tres, más reservados y menos pródigos de su semen, se hicieron penetrar tanto como él, pero no pusieron nada del suyo.

A las once se pasó al aposento de las mujeres, donde las ocho jóvenes sultanas se presentaron desnudas y sirvieron así el chocolate. Marte y Louison, que presidían este serrallo, las ayudaban y dirigían. Se manoseó, se besó mucho, y las ocho pobres pequeñas y desgraciadas víctimas de la más insigne lubricidad se ruborizaban, se tapaban con las manos, tratando de defender sus encantos, y lo mostraban todo en seguida, al advertir que su pudor excitaba y molestaba a sus amos. El duque, que pronto estuvo con el miembro en alto, midió el contorno de su instrumento con la cintura delgada y ligera de Michette, y sólo hubo tres pulgadas de diferencia. Durcet, que estaba de turno, efectuó los exámenes y las visitas prescritas; a Hébé y Colombe, culpables de algunas faltas, se les impuso inmediatamente un castigo que debería ser aplicado el sábado próximo a la hora de las orgías. Lloraron, pero no conmovieron.

De allí se pasó al de los muchachos. Los cuatro que no habían aparecido por la mañana, a saber, Cupidon, Céladon, Hyacinthe y Giton, se quitaron los calzones, de acuerdo con las órdenes, y se divirtieron unos momentos con lo que sus ojos contemplaron. Curval besó a los cuatro en la boca y les meneó el pito un rato, mientras el duque y Durcet hacían otra cosa. Las visitas se efectuaron, nadie fue encontrado en falta.

A la una, los amigos se trasladaron a la capilla donde, como se sabe, se había establecido la sala de los retretes. Como las necesidades que se preveían para la noche habían hecho que se negaran muchos permisos, sólo comparecieron Constance, la Duclos, Augustine, Sophie, Zélamir, Cupidon y Louison. Los demás la habían pedido, pero se les había obligado a reservarse para la noche. Nuestros cuatro amigos, situados alrededor del mismo asiento, construido a propósito, hicieron colocar sobre dicho asiento a los siete sujetos, uno tras otro, y se retiraron después de haberse cansado del espectáculo. Descendieron al salón donde, mientras las mujeres comían, charlaron entre ellos hasta el momento en que se les sirvió. Los cuatro amigos se colocaron entre dos cogelones, siguiendo la regla que se habían impuesto de no admitir nunca mujeres a su mesa, y las cuatro esposas desnudas ayudadas por viejas vestidas en hábitos grises, sirvieron la más magnífica y suculenta comida que se pueda hacer.

Nada más delicado y hábil que las cocineras que habían llevado consigo, las cuales estaban tan bien pagadas y disponían de tantos suministros que todo iba a pedir de boca. Aquella comida, que tenía que ser menos abundante que la cena, se compuso de cuatro servicios soberbios de doce platos cada uno. El vino de Borgoña fue escanciado con los entremeses, el Burdeos se sirvió con los primeros platos, el champán con los asados, el ermitage con los platos ligeros y el tokay y el madeira durante los postres.

Poco a poco las cabezas se calentaron; los cogelones a los cuales en aquellos momentos les habían sido concedidos todos los derechos sobre las esposas, las maltrataron un poco.

Constance, incluso, fue empujada y golpeada además por no haber traído inmediatamente un plato a Hercule, el cual, advirtiendo que contaba con el favor del duque, creyó poder llevar la insolencia hasta el punto de golpear y molestar a su esposa, cosa que sólo hizo reír al duque.

Curval, muy borracho a la hora de los postres, lanzó un plato al rostro de su mujer, que hubiera resultado descalabrada si no lo hubiese esquivado. Durcet, advirtiendo que a uno de sus vecinos se le empalmaba, no se le ocurrió otra ceremonia, aunque estaban en la mesa, que desabrocharse los calzones y ofrecer su culo. El vecino lo enfiló y, efectuada la operación, continuaron bebiendo como si nada hubiese sucedido. El duque imitó pronto con Bande—au—ciel la pequeña infamia de su antiguo amigo y apostó, aunque el pito era enorme, beberse tres botellas de vino a sangre fría mientras lo enculaban. ¡Qué práctica, qué calma, qué sangre fría en el libertinaje! Ganó la apuesta, pero como antes de aquellas tres botellas había bebido ya quince, se levantó de allí un poco aturdido. El primer objeto que se presentó a sus ojos fue su mujer, que lloraba por los malos tratos de Hercule, y esta vista lo animó hasta tal punto que se lanzó con ella a excesos que aún no podemos mencionar. El lector, que se da cuenta de lo incómodos que nos sentimos en estos comienzos para poner orden en nuestros materiales, nos perdonará que dejemos todavía sin desvelar muchos pequeños detalles.

Finalmente se pasó al salón, donde nuevos placeres y nuevas voluptuosidades esperaban a nuestros campeones. Allí, el café y los licores les fueron presentados por una cuadrilla encantadora: estaba compuesta por los guapos muchachos Adonis y Hyacinthe y por las muchachas Zelmire y Fanny. Thérése, una de las dueñas, los dirigía, porque era una regla que allí donde se encontrasen reunidos dos o tres jóvenes los condujera una dueña.

Nuestros cuatro libertinos, medio borrachos, pero decididos sin embargo a observar sus leyes, se contentaron con besos y caricias, pero que sus cabezas libertinas supieron sazonar con todos los refinamientos del desenfreno y la lubricidad. Durante un momento se pensó que el obispo iba a perder el semen ante las cosas tan extraordinarias que exigía de Hyacinthe, mientras Zelmire le meneaba el miembro. Ya sus nervios se estremecían y su crisis de espasmo se apoderaba de todo su cuerpo, pero se contuvo, rechazó los tentadores objetos que estaban a punto de triunfar sobre sus sentidos y, sabiendo que había aún trabajo por hacer, se reservó por lo menos hasta el final de la jornada. Se bebieron seis clases diferentes de licores y tres tipos de café, y cuando sonó por fin la hora, las dos parejas se retiraron para ir a vestirse.