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Cuando regreso a la sala de espera la anciana ya no está. Están en el número 101. Intento colarme por delante del usuario que lleva ese número y estoy a punto de verme envuelto en otro altercado similar al anterior. No se trata de un scally, pero las arrugas de su frente y las facciones de su cara me dicen que es un tipo duro, un mal enemigo. Le dejo pasar y salgo del Job Centre sin resolver nada.

Para mí Inglaterra significaba fútbol, rugby, hooligans. Para mí Inglaterra era Boby Charlton, Paul Gascoine, el Manchester United. Algo lejano que solo podía ver por televisión. A veces recuerdo cómo afronté mi metamorfosis. Saber dónde está tu lugar no resulta fácil. Pero si lo encuentras debes advertirlo a tiempo. De otro modo, te arrepentirás toda la vida y querrás volver a la estación donde no cogiste aquel tren. Hace unos meses me di cuenta de que este país es mi sitio. Mi destino. Tengo una teoría sobre los españoles que decidimos establecernos en Inglaterra: somos tipos raros, introvertidos, buscamos empezar siempre de cero, huimos sin saber muy bien de qué o de quién y no echamos de menos el sol, ni tampoco los platos de cuchara. Me encanta este país hasta cuando todo sale mal.

Hay días en los que todo se lía, todo sucede al mismo tiempo, todo confluye en un mismo punto. Y tienes que elegir. Aunque dudo por un instante si el trabajo es más prioritario que la vivienda, decido encargarme de lo relativo a esta. Dejo atrás el Job Centre y pongo rumbo a la casa ocupa. Quiero ver la habitación, cerrar el asunto con Jesús y empezar a llevar mis cosas cuanto antes. Comienza a llover y yo, sin saber muy bien por qué, me acuerdo del título de una película: Aguirre, la cólera de Dios. No la he visto, pero me hace gracia el uso de la coma, esa coma después de Aguirre. ¿Quién sería ese Aguirre? Asocio el título con su cartel, que me recuerda al de La misión, y me veo a mí mismo como el personaje de Jeremy Irons: intentando conquistar un nuevo mundo.

Subo a toda prisa por Woodhouse Lane pisando todos los charcos del camino. Un problema menor a pesar de que calzo un modelo de Munich por el que he pagado más de cien libras. Deben de ser las once de la mañana. Mi móvil se ha quedado sin batería y no puedo mirar la hora. ¡Vaya día! En la calle no hay ni un alma. Aunque tampoco podría verla: todo es tan gris...

Hyde Park es un pequeño parque. Bueno, en realidad, comparado con los españoles, debería denominarlo un gran parque. Es el típico jardín inglés; un espacio abierto y natural sin cemento ni columpios. En este país, en cuanto salen tres rayos de sol la gente invade los jardines. El verde se cubre con el rosado de las pieles sajonas y el cielo se llena de humo de barbacoa. Huele a salchicha industrial, a campo, a frescor, a marihuana.

El parque está al lado del campus universitario de Leeds. Aquí la población estudiantil es casi tan numerosa como la paquistaní que, un poco más abajo, en la zona de la Gran Mezquita, perfuma el barrio con especias. Llego a Hyde Park empapado, cruzo la explanada en diagonal, bajo por una de las calles en pendiente y, unos metros más adelante, veo la casa ocupa. Es una antigua residencia estudiantil. La valla y la puerta están abiertas. Ni hay timbre ni tiene sentido que llame, así que decido entrar. El ladrido de un perro y el tufillo de la marihuana me guían por los pasillos. Alcanzo el salón y encuentro a un rastafari pelirrojo tirado en uno de los sofás. Supongo que la habitación del asturiano estará en las plantas superiores. Cuando me giro para reemprender la marcha, veo a Jesús detrás de mí. Además de asustarme, me dedica una media sonrisa que no sé cómo interpretar. Subimos arriba y me enseña la que será mi habitación. Cama y armario son los únicos bienes muebles presentes.

—¿Tú crees en la libertad? —me espeta sin venir a cuento.

—¿En la libertad? Sí, claro, pero no sé muy bien a qué te refieres.

—Pues a la libertad total. No ceñirse a ninguna norma, regla, creencia, dogma o imposición socio-cultural. A la conquista del verdadero intelecto, del libre pensamiento, ese que te permite hacer todo y experimentar con todo.

—Una cosa es la teoría y otra bien distinta es la práctica. Puedes ser libre a nivel de pensamiento, pero si estás dentro de este sistema... De hecho, tú mismo tienes que trabajar legalmente de vez en cuando. Para ser totalmente libre tendrías que vivir como un eremita.

—Bueno, yo me adapto al sistema según lo necesito. Digamos que, en vez de dejarme pervertir, intento sacarle partido. El sistema se basa en el control del individuo. Teniendo esto claro, lo demás es relativamente fácil de gestionar. Pero yo, salvo un número de la Seguridad Social, no tengo nada que me convierta en un ser legal, controlable. Aquí no hay D.N.I, no tengo carné de conducir y no pago tasas de vivienda, ni vivienda, claro. Es decir, si puedo, vivo al margen del sistema, pero si este me da un subsidio, por ejemplo, no me importa interpretar el papel de falso súbdito. Para el tipo de vida que yo llevo este es el mejor país del mundo. Pero todo eso lo damos por asumido aquellos que vivimos en libertad sin necesidad de ser eremitas, yo me refería a otro tipo de libertad.

—¿Cuál?

—La sexual, por ejemplo.

—Es lo que más me gusta de las islas. Aquí he follado todo lo que no había follado antes, ja, ja.

—¿Y has probado otras cosas?

—Sí, he hecho bastantes guarradas.

—¿Quieres hacer el amor conmigo?

—¿Cómo?

—Sí, en esta casa funciona el amor libre. Quería que lo supieras.

—Sí, vale, bien... pero si es libre, podré hacer lo que me dé la gana, ¿no? No hace falta que me coacciones tú con ese tipo de propuestas. La respuesta es no. No tengo ningún interés en hacer el amor contigo.

—Ok. Siéntete como en casa. La puerta está siempre abierta. Trae tus cosas cuando quieras.

7

Salgo a toda velocidad de la antigua residencia de estudiantes y pongo rumbo a la que todavía es mi casa. Me siento como un chiquillo que ha sufrido su primera novatada. Me siento imbécil, débil, vulnerable. No. No me apetece lo más mínimo acostarme con un tío. Y menos con él.

Camino en zigzag por la trasera de las colmenas de ladrillo naranja del barrio pakistaní y alcanzo el Headingley Stadium, uno de los recintos más célebres de Inglaterra. Un estadio doble donde trabajé de camarero. El edificio me da aire. Los deportes me dan buen rollo, me devuelven a la realidad, a lo estructurado de las clasificaciones, a los datos numéricos. En la casa ocupa me sentí asfixiado y ahora, empequeñecido ante la magnitud del graderío, me encuentro a gusto mientras camino.

Recién llegado a casa me dirijo a la nevera. Está vacía. Decido no comer y, aunque no tengo claro si mudarme a la casa ocupa, me pongo a hacer las maletas. Una duda sobre mi orientación sexual asola mi cabeza. Son imágenes veloces. Dos segundos llenos de fotos. Cuarenta y ocho fotogramas que se evaporan con la misma rapidez con la que entraron en mi mente. Dejo las maletas, me desplazo a la calle paralela y entro sin llamar en la oficina de mi casera. Nada más verla, embutida en esa falda, sufro una erección y esbozo una sonrisa. La sonrisa es la alegría de saber que aún me sobra testosterona. Está tremenda. Falda corta y botas altas. Se gira y no logro mirarla a los ojos. Su escote busca una respuesta. En ese momento sé que no me iré a vivir a la casa ocupa, que prefiero soplar nucas antes que morder almohadas, que estoy enamorado de esa británica con sangre española que me ha regalado un motivo por el que luchar. Desconozco si es un sentimiento real o una ilusión provocada por mis bajas defensas emocionales, pero se trata, en cualquier caso, de un objetivo más fácil que el de conseguir trabajo como cortador.

—Al final he decidido quedarme, Lisa.

—Aquí la que decide soy yo. Reitero lo que dije antes: tienes una semana para largarte.

Ahora sí que estoy seguro de que nunca me la tiraré. Tengo una semana para arreglar los desperfectos de mi habitación y recuperar la fianza íntegra. Una semana para encontrar un trabajito que me permita pagar las primeras mensualidades de un nuevo alojamiento legal. Una semana para vender algunos artículos a bajo coste, para empezar de nuevo, para cortar algo más que jamón. Pensar en todo esto me produce ansiedad, estrés, desazón. Lo mejor es tomarse el día de relax. Nino es la solución.

Conduce un Ford Focus rojo tuneado y es de aspecto hindú, pero su acento denota que ha nacido en Gran Bretaña. Es un indio de tercera generación que trafica con hierba, éxtasis y cocaína. Yo solo necesito un poco de hierba. Preferiría hachís, pero aquí es difícil encontrarlo. Tal vez por mi condición de español, por tener fácil acceso al costo, no me he acostumbrado aún a los globazos que provoca esta mierda de hierba transgénica adulterada con potenciadores de THC; es demasiado fuerte. Pero aún retumban en mis oídos las collejas del hooligan pelirrojo, la humillación de la mulata con pendientes de oro, la sensación de encierro que tuve en la casa ocupa y la expulsión de mi habitación. Estoy hundido. Me apetece fumar. Y necesito a Nino.

Me dice que tardará un par de horas. ¡Maldita sea! Me tumbo en el sofá, pongo la tele, comienzo a ver una película titulada This is England y me quedo dormido. En Inglaterra no es costumbre dormir siesta, pero la astenia primaveral se nota como en ninguna otra parte.

La llamada de Nino me despierta. Tardo unos segundos en orientarme y descuelgo. Me informa de que estará en el lugar de siempre en unos minutos. Llevo mucho rato dormido.

Nino llega a la puerta del estadio a las 17:58. Dos minutos antes de lo acordado. Ya digo que nació en Gran Bretaña. Monto en el coche y le doy las veinte libras pertinentes. La bolsa con la mercancía está bajo el freno de mano, como de costumbre. Yo mismo tengo que cogerla con disimulo mientras esperamos en el semáforo. El modus operandi es siempre igual. Una vuelta a la manzana y retorno al punto de salida. Pocas palabras entre nosotros, la mayor parte de las veces intercambiamos opiniones sobre la potencia del material o sobre futuras compras de estupefacientes.

 

El semáforo se pone en ámbar y luego en verde. Las señales de tráfico sajonas son más versátiles; también anticipan el verde. Noto el acelerón en cuestión de centésimas. El asiento Recaro absorbe mi cuerpo anulando su masa. Óxido nitroso. Cuando los demás conductores desembragan, el Focus rojo ya ha avanzado cien metros. Primera-segunda-tercera. La explosión de gasolina y aire se ha trasladado de los cilindros a mi cabeza. Volamos por Headingley Street bajo un ruido ensordecedor. Por alguna razón, Nino se comporta de manera extraña. Está rabioso, tenso, agresivo. Nunca lo había visto conducir de forma tan violenta. Cinco-mil-seiscientas-revoluciones-por-minuto-en-tercera. Tuerce a la derecha. Las ruedas chirrían. El coche se desliza y trompea, pero Nino consigue equilibrar la fuerza g y rectificar la trayectoria. Estoy tan acojonado que casi me meo encima. Aunque, por otro lado, siento que estoy vivo, que he salido de mi aburrimiento endémico, de mi monotonía. Estoy disfrutando la experiencia. Estoy gozando tanto que por un momento pienso: ¿y por qué no? ¿Por qué no morir?

La señora que maniobra marcha atrás debe de estar pensando lo mismo. Si Nino fuese a una velocidad moderada el frenazo debería ser suficiente. Pero Nino va de rally...

Veo el cuerpo volando. Es mi último recuerdo. Atraviesa el cristal como una bola lanzada por un cañón. Cuando comenzó aquel movimiento fatal no llevaba el cinturón puesto. El impacto es espectacular. No ha habido tiempo de reacción, salimos demasiado rápido de la curva. El Focus rojo está literalmente insertado en el Escarabajo amarillo. El morro metido en el asiento trasero. Una enculada en toda regla. Supongo que perdí el conocimiento unos segundos. Despierto y noto que alguien me intenta sacar del coche. Don’t move him!, se oye al fondo. Estoy sangrando por la nariz. Pero no me duele nada. Miro a mi izquierda y veo a Nino fuera del vehículo. Lo veo a través del cristal mientras me hace un gesto con la mano para que vaya con él. Las mismas personas de antes me ayudan a salir del amasijo de hierro rojo en que se ha convertido el Focus del camello de moda. Se trata de una pareja que ha presenciado el choque. Les insto a que se preocupen de la señora del otro coche y me dirijo hacia la posición de Nino, que cojea ostensiblemente y sangra por la cabeza. Entonces veo la señal de prohibido circular a más de 30 millas por hora.

—Tenemos que irnos —me dice—. ¡Desaparece de aquí! Estoy cargado de mierda y llevo un arma. ¡Mueve el culo! —me grita fuera de sí.

El miedo llega a mí. No quiero problemas con la policía. Ya tengo suficientes. Nino salta la valla de una residencia de la tercera edad y se pierde en sus inmensos jardines. Tiene cojones, el tío. A simple vista parecía más malherido que yo. Los dos chicos le toman el pulso a la señora del Escarabajo. ¡Está muerta!, dice el chaval. Ella se va a buscar refuerzos y él saca su móvil para llamar a la ambulancia. Vuelvo sobre mis pasos y aprovecho el momento de confusión para abrir la puerta del copiloto del Volkswagen y hacer una inspección. Cojo el bolso del asiento y lo saco del auto. El chico me mira desconcertado, pero focaliza toda su energía en contestar a las preguntas que le hacen los de emergencias. Está nervioso y comienza a andar en dirección a la calle principal. Yo aprovecho para saltar la valla de la residencia y perderme en el bosque.

8

Cobijado en la maleza oigo las primeras sirenas. Está atardeciendo y nadie puede verme desde el exterior. De Nino ni rastro. Seguramente esté más acostumbrado que yo a estos asuntos turbios. Nunca he sido un angelito, pero la omisión de socorro taladra mi conciencia. No sé qué hacer. Tengo la mente bloqueada y el cuerpo dolorido. Me siento en el suelo. Al tocarme la nariz recupero la sensación de dolor que el miedo había anulado. La sangre corre por mis manos y me asusto. Reaccionar no es la solución. Necesito pensar.

—¿Está bien, joven?

Levanto la vista y veo la silueta de un hombrecillo calvo y cheposo.

—¿Está usted bien, joven?

—Sí, no se preocupe. Me he caído.

—¿Trabaja usted aquí?

—Oh, no, verá... soy comercial. Vine a vender un producto y me confundí de salida.

El hombre gana un par de pasos y se pone en cuclillas, a escasos dos metros de mí.

—Está usted sangrando, joven. Acompáñeme a la enfermería. Allí le curarán.

Acudir a un hospital podría delatarme, así que accedo a acompañar al viejo. Se muestra cortés, me ayuda a levantarme y me conduce por un camino flanqueado por pequeños cipreses. La estampa es tétrica, pero la presencia del anciano me inspira confianza.

—Así que comercial, ¿eh? Se está poniendo duro esto del trabajo. El neoliberalismo solo sirve para las épocas de bonanza. ¿Ahora qué? ¿Por qué no despedimos a todos los maestros y a los médicos?

—Son imprescindibles —acerté a decir nasalmente.

—No, joven, lo único imprescindible es el dinero. Si no hay dinero, porque este no se genera al ritmo que se gasta, no hay sueldos para todos los médicos, ¿no lo ve usted así?

—Sigue habiendo demanda —dije para aparentar naturalidad en la conversación.

—Pero no es comercial. Un paciente no compra un producto, busca sobrevivir. Por eso no tiene sentido decir que el Estado es un problema. ¿Entiende joven?

Las luces naranjas de los faroles pergeñan la forma al edificio de tres plantas. El viejo está empezando recordarme a la señora de esta mañana. Pero hablar con él sí puede reportarme beneficios. Me pide que me limpie los zapatos en el felpudo. Tiene razón; el barro de mis pies borra la w y la e de welcome.

Hola, John, dice una voz proveniente de una esquina. Una enfermera, sentada tras el mostrador, nos dedica una sonrisa. Hola, Linda, responde el anciano mientras se para. Yo sigo caminando en línea recta para evitar el escrutinio. Pero John me delata. He encontrado a este vendedor en el parque, se ha caído y está sangrando por la nariz, le dice a la enfermera. Pues pasad, Lilly aún está dentro.

Una luz blanca modela la silueta de Lilly, la doctora. Mis ojos hinchados han reducido su visión al formato cinemascope, suficiente para ver el giro de su cuello al oírnos entrar. La escena me recuerda una estampa de Kim Novak en Vértigo. No tengo claro si su cara está iluminada o es en sí misma un foco de luz. Una leve sonrisa y un gesto vacilón anteceden a la pregunta: ¿Qué ocurre, John? Este le explica lo mismo que a Linda y se dispone a abandonar la sala. Un placer, me dice.

—Así que vendedor, ¿eh?

—Sí —digo carraspeando.

—¿Y qué es lo que vende, cuchillos?

—No, ja, ja, vendo... mobiliario de oficina.

—Ya... No me consta que haya venido un vendedor en el día de hoy.

—Bueno... estuve en Administración.

—No es muy común que un vendedor tenga esos cortes en los dedos.

—Ja, ja, un accidente doméstico. Mi mujer tiene un hombro mal y no puede cortar jamón.

—Entonces es usted español, ¿no? Dudaba si era español o italiano.

—Sí, je, je, me gusta cortar jamón.

—Dicen que es un arte. Mi padre organiza eventos V.I.P. A veces contrata cortadores de jamón profesionales que vienen desde España.

—¿Cómo? ¿Desde España?

—Sí, por aquí no abundan —dice haciéndose la graciosa.

—¡No!, ¡no puede ser!

—Bueno, si no quiere creerme...

—Oiga, Lilly... se llama Lilly, ¿verdad?

—Doctora Lilly.

—Pues bien, doctora, escúcheme atentamente, esto es muy importante para mí: yo puedo cortar jamón como un profesional. ¡Qué coño! ¡Yo soy un profesional! Dígale a su padre que me contrate cada vez que necesite un cortador de jamón profesional. Quiero cambiar de trabajo. Me aburre esto de vender sillas... ¿Lo hará?

—Parece usted un poco raro. Es un tipo misterioso y no sé qué hace aquí con la nariz rota, pero su entusiasmo me inspira confianza. Parece saber más de jamón que de sillas de oficina.

—¿Lo hará?

—Está bien, déjeme su número y su nombre, señor...

—Álvarez, Francisco José Álvarez.

—Muy bien, señor Álvarez, eche la cabeza para atrás.

Ha atardecido por completo y parece que las sirenas han desaparecido junto con la luz. Todo está oscuro. Todo está en silencio. De Nino ni rastro. Mi campo de visión se ha reducido aún más. Noto la pesadez de mis párpados, la hinchazón de los pómulos, dos pelotas de tenis bajo los ojos. Lilly me ha vendado la nariz y tengo que respirar por la boca. Una minucia, un precio económico a cambio de la importancia de su ofrecimiento. He tenido un día horrible, lleno de acontecimientos negativos, de duras emociones. Uno de esos días que sirven para pararse, reflexionar, convocar elecciones y arreglar los problemas. Pero el día me ha ofrecido también una contraprestación, un ticket-regalo, la oportunidad de mi vida.

Antes de alcanzar la calle y dirigirme a la que aún es mi casa, hago una parada en los arbustos donde he escondido el bolso de la señora del Escarabajo. Cojo todo aquello que considero útil: ochenta libras, un paquete de Richmond y dos entradas para el teatro, y me largo.

¿Y si invito a mi casera al teatro? Además de que le encanta el arte dramático, las entradas son para un palco V.I.P. Y ese esnobismo de clase media española le gusta incluso más que el teatro.

No queda mucho para que empiece la función. La llamaré por teléfono. Aunque, pensándolo bien, es una idea inútil, a estas horas ya estará cenando con alguno de sus novios.

Me deshago de una de las entradas y abandono el recinto.

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1

¿Cuál es el objetivo de una mujer de setenta años que está sola en el mundo? Esa era la pregunta comodín de Julianne Redgrave en su espacio cero.

Julianne llamaba espacio cero a los momentos pasivos en los que la mente comienza a pensar de manera autónoma. Situaciones en las que no apetece leer, ni ver la tele, ni pasear. Instantes tan sinceros como incómodos.

El ser humano define su camino en función de la libertad que es capaz alcanzar. Julianne había alcanzado muy poca en sus siete decenios de vida. La frustración se oponía a la libertad, a las variaciones de ruta, a la improvisación. La cobardía es la semilla que hace germinar los complejos. Resignarse no es una buena opción cuando no se asume la derrota. A Julianne le enseñaron lo que era una vida modelo. La mujer, como demiurgo, necesita mimos y cuidados, necesita sentirse protegida, necesita la seguridad de un hombre a cambio de unas dosis de satisfacción carnal y emocional. Eso es lo que le contaron. Y durante un tiempo se lo creyó. Perder la virginidad, tener un estatus, ver crecer a sus hijos. Eran otros tiempos. Julianne no podía recordar si fue feliz, pero sí sabía que el recuerdo de aquella época era la única felicidad a la que podía agarrarse. Luego llegó la vida, la de verdad, la que aparece un día y te espeta: hola, yo soy la vida y ya veré cómo te trato, pero sea como fuere tendrás que aguantarme. Y entonces se dio cuenta de la verdadera realidad, de que ya no podía volver atrás en un DeLorean, de que hay un momento preciso para hacer ciertas cosas, de que no se había adaptado a un tiempo que se estaba agotando. Y temblaba, y pensaba que no le importaría estar con su marido, otra vez.

Año 1983. Gran Bretaña está envuelta en una guerra con Argentina. Las Malvinas para unos, las Falklands para otros y las Fucklands para los más críticos. La Thatcher, la reconversión, las grandes huelgas, los disturbios, la emigración, el paro. Inglaterra vivía una de las épocas más turbulentas de su historia en medio de un proceso de metamorfosis cuyas consecuencias a largo plazo eran aún desconocidas. Julianne fue una de las primeras personas en conocerlas, y en sufrirlas. Su marido, un sargento del ejército británico, fue uno de los caídos en combate. El mayor de sus hijos, que tenía por entonces catorce años, se había rebelado contra la ley marcial de su padre convirtiéndose en un yob; un gamberro quinceañero dispuesto a enfrentarse al mundo. El pequeño, que tenía diez, apuntaba los primeros síntomas de una especie de autismo. Julianne estaba acostumbrada a gestionar los problemas de su casa, pero no sabía tomar decisiones. La situación le desbordó y cuatro años después de la muerte de su marido, sus hijos se fueron a vivir a Londres. El mayor para trabajar y el pequeño para estudiar. Nunca más volvieron a residir en Leeds.

 

La primavera llegó sin luz, pero Julianne se levantó con fuerza. Había descansado bien. Por la noche estuvo en su espacio cero, a solas con la reflexión. Y se durmió tranquila. No pensaba en sí misma, sino en toda la sociedad, en el sistema. Cuando uno llega a cierta edad, cuando se viene de vuelta, muchas cosas se dan por asumidas. Miras atrás y rememoras cómo afrontabas antes esos mismos problemas. Y te ríes. Te ríes de ti mismo, de la vida, de lo fugaz que es todo en el tiempo perdido. Las canas no han de ser una carga, se pueden asumir con dignidad, con estilo, con la misma coquetería que hace treinta años. Pero la degeneración no es tan fácil de aceptar. Julianne tenía cita en la peluquería a primera hora de la mañana. Una chica de ascendencia caboverdiana, Marisa, le cardaba el pelo como si fuera una estrella de Hollywood. Se sentía digna, segura, llena de autoestima. No sabía cuál era su objetivo en lo que le restaba de vida, pero sí sabía que quería vivirla, que no estaba dispuesta a perder más tiempo.

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