Aportes de la biología del suelo a la agroecología

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2.3.5. Acumulación de material orgánico e inorgánico, como biomasa aérea y/o subterránea, gases, entre otros, en la superficie terrestre

Las primeras plantas poseían poco anclaje y desarrollo subterráneo, por lo tanto, su acceso a los nutrientes era limitado. Debió suceder entonces otro hito evolutivo, la formación de sistemas radicales. Los ancestros acuáticos de las nuevas plantas probablemente no necesitaban raíz, puesto que los nutrimentos y condiciones estaban ahí. Recordemos que nutrientes como el N y el P, esenciales para la nutrición vegetal, en el agua están disponibles normalmente. Sin embargo, en la superficie terrestre la situación era totalmente diferente, el material parental era duro, difícil de penetrar, propenso a la sequía local. Los pocos nutrientes que la planta obtenía los invertía especialmente en un escaso crecimiento aéreo y subterráneo aún más limitado. Surge entonces la estrategia evolutiva de formar sistemas radicales.

Como se puede observar en la figura 2.6, los sistemas radicales de las plantas ancestrales, además de escasos y generalmente gruesos, tenían una mínima penetración y trataban de reptar superficialmente. No se sabe en qué momento la planta comenzó a invertir parte de sus fotosintatos (biomasa fotosintética) y desplazarlos al sistema radical para nutrirlo. Parte de ellos los exudaba y, en esta forma, la raíz y su entorno se convirtió en un lugar apropiado para la vida, en especial la microbiana. Este ambiente ofrecía a los organismos, además de hábitat, la oportunidad de obtener nutrientes y construir nichos compartidos. Así se creó una región especializada en el hábitat de las plantas, denominada rizosfera, bioacumuladora de los materiales excretados y secretados por las raíces de las plantas y los organismos que las habitan, generadora de una región de interacción material parental —raíces de plantas—, micro y macroorganismos asociados, con ubicación geoespacial y condiciones ambientales presentes y propiciadas por las interrelaciones que surgen en este complejo (Sánchez de Prager et al., 2007, p. 63, Sánchez de Prager et al., 2012, p. 13; Siqueira, Moreira, Grisi, Hungría y Araújo, 1994, p. 23)

Es en este entorno rizosférico cambiante que alcanza unos pocos milímetros discontinuos —algunos cálculos sitúan los alcances de la rizosfera, entre 1 y 2 mm longitudinales, cambiantes de lugar—, pero con profundas implicaciones físicas, químicas y sobre todo biológicas, que van a influir en la disponibilidad de nutrientes, cambios en el pH local, y presencia de moléculas de comunicación y defensa. A esta zona rizosférica se deben dirigir las prácticas de manejo agronómicas y agroecológicas (Cardoso, Tsai y Neves, 1992, p. 41; Marschner, 2011, p. 127; Sánchez de Prager et al., 2007, p. 55; Siqueira et al., 1994, p. 9). Esta rizosfera constituyó y constituye una estrategia exitosa en el establecimiento y conservación de los ecosistemas, y con mayor razón de los agroecosistemas.

La explosión de la biodiversidad de plantas sin flores (hace 500 millones de años) hasta aquellas con flores (hace aproximadamente 100 millones de años), de los mamíferos, de los insectos a la par de las primeras plantas, de los animales terrestres y de nuevos microorganismos permite la organización comunitaria y acumulación de materia orgánica sobre la superficie terrestre construida y degradada a través de redes complejas, donde los microorganismos, gracias a sus sistemas enzimáticos, intervienen desde el principio hasta el final del proceso, dotando al sistema de comida y nutrientes disponibles, pero también generando una masa de material que se degrada más lentamente y se almacena en los primeros centímetros, constituyendo lo que hemos denominado materia orgánica del suelo (MOS) (Capra, 1998, p. 245).

2.3.6. Excedentes de material que se degrada y combina, originan una fracción que actúa como reservorio de nutrientes y de biota: MOS

El material orgánico vivo y no vivo que circula arriba y abajo se acumula en el suelo e interacciona con las arcillas, limos, arenas. Entre más se descompone, más estrecha es la interacción hasta formar complejos arcillo-húmicos que hacen parte de los agregados del suelo.

Cuando las condiciones ambientales son propicias, este material orgánico se degrada, en su mayor parte, en un proceso mediado por la actividad enzimática principalmente de los microorganismos. Al conjunto se le denomina mineralización: el sustrato es materia orgánica acumulada que se descompone hasta las moléculas más sencillas: CO2, minerales y agua.

Una fracción pequeña, que se ha denominado recalcitrante, por la resistencia que presenta a la degradación, se acumula, permanece más tiempo en el suelo y da origen al denominado humus o materia orgánica del suelo (MOS), que le confiere beneficios al convertirse en depósito y caja de ahorros, que se libera lentamente cuando el suelo está funcionando sin estreses, pero incrementa su velocidad de degradación cuando estos aparecen (Sánchez de Prager et al., 2000, p. 109). El esquema elaborado por Foth (1970), recogido por Burbano (1989), facilita la interpretación del movimiento de la materia orgánica como una sinfonía permanente en el suelo (figura 2.13). De esta MOS se ha estimado que alrededor del 70-90 % permanece en el suelo como material altamente estabilizado y un 10-30 % interviene activamente en la disponibilidad de nutrientes para las plantas (Foth, 1990, pp. 132, 135).

Nuevas escuelas de pensamiento impulsadas por Van Breemen y Buurman (2002) sostienen que el humus como molécula es inexistente; son estados transitorios de biomoléculas recalcitrantes, como la lignina, celulosa, hemicelulosa, y otras procedentes de diferentes microorganismos y macroorganismos con alto grado de resistencia a la descomposición, que se van degradando lentamente, formando un complejo molecular muy dinámico el cual «gira» depósitos y recibe nuevos, participando en las redes metabólicas que aseguran la disponibilidad de nutrientes (p. 4). Al aceptar esta escuela tan interesante y que profundiza en estos conocimientos, los principios de la materia orgánica divulgados y practicados por maestros como Kononova (1966) aún permiten explicar beneficios que este material recalcitrante presta al suelo vivo. Actualmente, en los laboratorios de análisis de suelos de las instituciones de investigación, se sigue evaluando y teniendo en cuenta las metodologías para cuantificar MOS con un valioso significado práctico (p. 317). Considero que en la conjunción de ambas escuelas de pensamiento acerca de MOS podemos tener una respuesta, sobre todo para el trabajo práctico en los agroecosistemas y el diálogo academia–agricultores y manejo agroecológico a implementar. En la tabla 2.3 se resumen algunas de las cualidades de ese material recalcitrante denominado humus que afectan al suelo vivo.


Figura 2.13.

La melodía entonada en la construcción y degradación de la materia orgánica del suelo que se traduce en acumulación y disponibilidad de nutrientes.

Fuente: Foth (1970). Adaptado por Sánchez de Prager et al. (2007, p. 50) [adaptado en 2017].

Tabla 2.3.

Efecto del humus (MOS) en el suelo


Propiedad Observación Efecto en el suelo
Color El típico color oscuro de muchos suelos se debe a la materia orgánica. Puede facilitar el calentamiento.
Mineralización La capacidad total de intercambio de las fracciones que se separan del humus fluctúa entre 300 y 1400 meq /100 g de suelo. Puede incrementar la capacidad de intercambio catiónico del suelo.
Acción quelatante Forma complejos estables con Cu2+, Mn2+, Zn2+, y otros cationes polivalentes. Puede limitar y suplir la disponibilidad de micronutrientes a las plantas, y también prevenir su pérdida.
Acción amortiguadora (efecto tampón) La materia orgánica muestra acción amortiguadora en los rangos ligeramente ácido, neutro y alcalino. Ayuda a mantener uniforme la reacción en el suelo.
Acondicionamiento físico Se combina con minerales de arcilla y produce cementación de las partículas del suelo, formando unidades estructurales llamadas agregados. Permite el intercambio de gases. Estabiliza la estructura. Incrementa la permeabilidad.
Retención de H2O La materia orgánica puede retener hasta 20 veces su peso en agua. Ayuda a prevenir la desecación. Puede mejorar significativamente la retención de humedad en suelos arenosos.
Solubilidad en el agua La insolubilidad de la materia orgánica se debe a su asociación con las arcillas. Las sales de cationes di y trivalentes con la materia orgánica también son insolubles. La materia orgánica separada es parcialmente soluble en agua. Poca materia orgánica se pierde por lixiviación.
Combinación con arcillas y moléculas orgánicas (complejos organominerales o arcillohúmicos) Afectan disponibilidad de nutrientes, evitan sus pérdidas y la bioactividad, persistencia y biodegradabilidad de los pesticidas. Modifica la tasa de disponibilidad y pérdida de nutrientes y la actividad de pesticidas.
Especialmente aquellos capaces de degradar compuestos recalcitrantes, como es el caso de algunos hongos basidiomycetos y ascomycetos, que generan a partir del humus moléculas más sencillas para el resto de microbiota. Suplen al suelo de alimento y nutrientes en épocas de escasez de materiales orgánicos frescos
Efecto rizogénico Estimula el crecimiento radical y aéreo de las plantas. Asegura disponibilidad de nutrientes y biomoléculas con propiedades activadoras, fitotoxinas y aleloquímicas.

Fuente: Siqueira et al. (1994, pp. 29-30); Sánchez de Prager et al. (2007, p. 53).

 

2.3.7. Un sistema de regulación abajo-arriba-abajo que contribuye a la homeostasis de los eco y agroecosistemas

Los procesos metabólicos ideados por los microorganismos: fermentación, la respiración y la fotosíntesis, en sus diferentes modalidades, además de asegurar la nutrición en los ecosistemas y agroecosistemas, se convierten en procesos reguladores en el suelo que trascienden a la atmósfera terrestre, siendo los agentes responsables del equilibrio o desequilibrio del llamado invernadero planetario. Esto lo hacen en la medida que propician un balance de gases como CO2, CH4, NO2, O2, H2, O3y H2O, en la atmósfera terrestre y con la biosfera (Capra, 2003, p. 247; Sánchez de Prager et al., 2007, p. 60). Es de recordar que CO2, CH4 y NO2 constituyen los llamados gases con efecto invernadero (GEI), uno de los problemas climáticos más serios que afronta la Tierra actualmente (figura 2.14). En la atmósfera, a estos GEI se suma la presencia de H2S que se desprende del suelo, pero también de las industrias y otros componentes que cumplen una función en el desarrollo de las sociedades con consecuencias negativas —lluvia ácida— en la homeostasis planetaria. Este sistema de regulación que ofrece el suelo es de gran importancia en la mitigación del cambio climático, sin embargo, debe complementarse con decisiones que corresponden al ser humano, querámoslo o no. Este tema se abordará nuevamente en las siguientes secciones del libro.


Figura 2.14.

El sistema de regulación arriba-abajo-arriba que actúa como regulador de la variabilidad y cambio climático.

Fuente: Sánchez de Prager et al. (2012, pp. 29-30).

2.3.8. Estratificación sobre y bajo la superficie terrestre que cuenta una historia en la medida en que el suelo madura

El suelo, al formarse, va construyendo una huella, una «impronta» superficial y en profundidad que marca su desarrollo, cuenta la historia de las condiciones ambientales que han sucedido y de situaciones puntuales —como erosiones en masa—, de plantas que han formado parte de la sucesión vegetal ocurrida, de prácticas culturales, como el entierro de la materia orgánica por uso inadecuado de maquinaria, de la salinización extensiva en algunos suelos del mundo y del país (figura 2.15), de la muerte del suelo por uso de agroquímicos, entre otros.


Figura 2.15.

Perfiles de suelo que cuentan diferentes historias de evolución y manejo antrópico.

Fuente: Perfil A: Endoaquert Ústico Isohipertérmico Fino 1 % en La Unión, Valle del Cauca. Perfil

B: ultisol u oxisol en Pradera, Valle del Cauca. Perfil C: no identificado, Leticia, Amazonas.

Fotografías: A. Sánchez de Prager (2003a, p. 107-108). B. Perea-Morera (2017), suelo en El Líbano, Pradera, Valle a 1500-1800 m.s.n.m. C. Pinilla (2005) en Sánchez de Prager et al. (2007, p. 175), Reserva Natural Cerca Viva, Amazonía colombiana.

Estas capas constituyen el llamado perfil del suelo. En ellas se pueden caracterizar aquellos con escasa estratificación a pesar del tiempo que haya transcurrido, tal vez por condiciones ambientales que dificultan su profundización, como por ejemplo la topografía, agua en exceso, manejo, hasta aquellos en los cuales las condiciones ambientales —por ejemplo, topografía plana— y manejo agronómico han favorecido que se profundicen y definan estratos que la ciencia denomina desde estrato A —superficial con subdivisiones, dependiendo de los contenidos de materia orgánica—, hasta estratos B, C y regolito o roca madre.

El suelo como sistema vivo y cognitivo expresa en el perfil la interacción de los componentes que lo forman: los colores que toma nos hablan de la presencia y dinámica de materia orgánica y también del material parental. Normalmente los colores superficiales oscuros se han asociado con contenidos altos de MOS, su aparición en profundidad se interpreta como movimiento vertical de esa MOS por diferentes motivos, el color zapote brillante, con alta presencia de hierro en estado férrico, los colores azulosos acompañados de ambientes acuosos, muestra manifestaciones de minerales como S. En fin, hay una tabla de colores (tabla Munsell) para comprender la expresión de los matices que observamos. Los porcentajes de minerales secundarios, como arcilla, arena y limos, permiten hacer inferencias del material parental original y/o del movimiento de ellos. La agregación habla de madurez y permite hacer afirmaciones de movimiento de agua, gases y nutrientes. Habría muchas cosas más para agregar, el pensamiento generado en el lector puede llevar a complementos.

El suelo también posee cualidades invisibles al ojo y a la inferencia humana directa, pero que son deducibles y están íntimamente ligadas a la complejidad de las redes que se tejen al interior de él. Por ejemplo, la sanidad de un ecosistema y/o agroecosistema es una manifestación de la complejidad del suelo y de los «caminos de creatividad evolutiva» de los organismos, especialmente microorganismos, que permiten la regulación de poblaciones a través de diferentes mecanismos: fagocitosis, depredación, antagonismos, simbiosis, asociaciones, entre otros (Sánchez de Prager et al., 2007, p. 144, 2000, p. 21).

Dentro de estos criterios se enmarcan los denominados suelos supresivos, donde microorganismos reconocidos por su carácter fitopatógeno, por ejemplo Fusarium sp., aunque están presentes, pueden invisibilizar su actividad dañina ante la presencia de otros que limitan su crecimiento considerablemente. La presencia de micorriza en especies colonizadoras permite el desarrollo de sistemas radicales más extensos y profundos que penetran y son capaces de trascender de un estrato del suelo maduro a otro menos formado.

El tema de la cooperación, antes que la competencia en la formación y conservación del suelo, merece especial atención y nos detendremos allí.

2.3.9. Propiedades emergentes fruto de las interrelaciones de las redes tejidas arriba-abajo-arriba: fertilidad, productividad, resiliencia, inmunidad (salud) y sostenibilidad del suelo

El pensamiento sistémico, al considerar el suelo vivo como un todo, conceptualiza que sus propiedades son fruto de procesos conjuntos, de las interrelaciones, de la complejidad y ninguno de los componentes aislados las explica. Trascienden arriba y debajo de él. Es desde esta escuela de pensamiento sistémico donde se enmarcan las denominadas propiedades emergentes del suelo vivo: fertilidad, calidad del suelo, sanidad, resiliencia, productividad, sostenibilidad del suelo, entre otras (Capra, 1998, pp. 238, 313; Morin, 1996, p. 32; Sánchez de Prager, Barrera et al., 2017, pp. 254-255; Sánchez de Prager et al., 2014, p. 9).

Es sistémico a la vida y al permear la ciencia con la visión de totalidad, antes que de compartimentos, ha ganado espacio y ha avanzado en la conceptualización de la tierra como un sistema vivo (Lovelock y Margulis, 1973, p. 5) en su hipótesis de Gaia, y de allí se puede desprender el suelo viviente como componente resultado de propiedades emergentes que se extienden a todo el sistema.

La comprensión actual de la formación y funcionamiento del suelo —como un sistema complejo, fruto de redes dinámicas en un espacio y tiempo definidos, como sistemas finitos cuya continuidad está ligada a sus componentes, manejo y, al degradarse por diferentes causas, las consecuencias trascienden el espacio local y se proyectan en todo el planeta— ha llevado a replanteamientos en las denominadas propiedades, las cuales se analizaban cotidianamente desde la individualidad de la química, física y, por último, desde la biología, cuya faceta ha sido aceptada y desarrollada en los últimos años, a pesar de su estudio centenario.

Esta mirada sistémica que considera al suelo como un todo, fruto de interacciones funcionales, donde es inexplicable una respuesta observada con base en uno o dos factores, ha llevado a que se acuda, para el análisis, al concepto de propiedades emergentes, consideradas como resultantes de la interacción funcional, sincronías, asincronías, sinergismos y complementariedades, es decir, a la integralidad del sistema suelo. Su aplicación conceptual y acogida permite que se puedan explicar cualidades del suelo que anteriormente se ligaban a hechos o procesos puntuales. La aplicación del concepto de propiedades emergentes allana la explicación para cualidades como la fertilidad, salud, productividad, calidad, resiliencia y sostenibilidad del suelo.

Como se conoce ampliamente, la investigación de la fertilidad del suelo se enfocó inicialmente desde la química —explicable por el desarrollo científico temprano y aplicado de esta área del conocimiento—, posteriormente llegó el apoyo de la física. La biología ganó espacio solamente a mediados del siglo XX, a pesar del conocimiento de los habitantes del suelo. La fertilidad estuvo muy ligada a la consideración del suelo como un sustrato cuyas necesidades solo tenían que ser complementadas y/o suplementadas. El concepto actual de fertilidad del suelo solo puede «ser explicado desde lo holístico a partir de la red dinámica que integra lo químico, físico y biológico del suelo, dentro de un entorno y tiempo definidos, teniendo en cuenta que dicha capacidad de sostenimiento es finita» (Sánchez de Prager et al., 2012, p. 26).

Dentro de esta misma perspectiva están la salud y productividad del suelo. Es de recordar que la primera mirada que se tuvo sobre los microorganismos, hoy considerados componentes fundamentales de estos dos atributos, fue como agentes patogénicos que dañan la salud de las plantas y afectan la productividad. Se los estudiaba aislados y se preguntaba cómo combatirlos con agroquímicos. Actualmente, la comprensión del ciclaje de nutrientes y su disponibilidad, mediados por ellos, las simbiosis —obligadas y/o facultativas— y las moléculas que confieren resistencia a plagas y enfermedades son objeto de intensos estudios, algunas veces, todavía desde la individualidad, pero cada vez avanzan más los estudios sistémicos (Perfecto y Pack, 2017; Vandermeer, 2017) que integran los procesos que van a influir en la salud no solo de las plantas, sino de los agroecosistemas en conjunto y su productividad.

Pankhurst & Gupta (1997) recoge el aporte de diferentes autores y propone considerar la salud del suelo en términos de producción de cultivos sanos y nutritivos (p. 23). Entonces, suma a la salud vegetal, la humana, animal y del planeta. Adiciona la «seguridad y calidad de los alimentos, del ambiente y la permanencia del suelo en el tiempo». (Sánchez de Prager, 2003a, p. 200; Sánchez de Prager et al., 2007, p. 59, Sánchez de Prager et al., 2012, p. 26)

 

Este mismo autor informa que la Sociedad Americana de la Ciencia del Suelo incursiona en el concepto de «calidad del suelo como atributo que se infiere de sus características y observaciones indirectas sobre compactación, erodabilidad, fertilidad, entre otras» (Pankhurst, Doube y Gupta, 1997, p. 12; Sánchez de Prager et al., 2012, p. 26).

La calidad del suelo se aproxima a la capacidad que éste tiene para asegurar las condiciones y la disponibilidad de nutrientes requeridos para producir cultivos sanos, nutritivos, que se reflejen en salud y bienestar en forma sustentable a largo plazo, sin impactar los recursos naturales o dañar el ambiente.

Ante el incremento de la variabilidad climática y los riesgos —amenaza14 multiplicada por vulnerabilidad15— de diferente índole que conlleva el cambio climático, cobran especial importancia dos propiedades emergentes: la resistencia y la resiliencia. La primera, como su nombre lo indica, se refiere a la capacidad de resistir, de contrarrestar el estrés causado por la alteración ocasionada por un evento ecológico o económico (Nicholls et al., 2015, p. 9; Sánchez de Prager, 2003a, p. 217; Sánchez de Prager et al., 2007, p. 23; 2012, p. 16). La resiliencia, se centra en la capacidad de recuperación, de volver a un estado cercano y/o similar al que tenía antes del desastre ocurrido. En esta propiedad emergente fuera de los componentes biológicos del agroecosistema vulnerado, la evaluación de la dimensión social es fundamental (Altieri, 2009, p. 106; Márquez Serrano y Funes-Monzote, 2013, p. 51; Nicholls et al., 2015, p. 11; Ríos-Osorio, Salas-Zapata y Espinosa-Alzate, 2013, p. 62; Vázquez, 2011, pp. 94-95).

El concepto de sostenibilidad se popularizó a finales del siglo XX (1987) cuando se materializaban los anunciados problemas ambientales ocasionados por los sistemas productivos industriales, entre ellos, la revolución verde. Se ha definido como: «atender a las necesidades actuales sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras de satisfacer las suyas, garantizando el equilibrio entre crecimiento económico, cuidado del medio ambiente y bienestar social» (Nel-lo, Campos y Sosa, 2015, p. 180; Universidad de La Guajira, s. f.). Es lo que se conoce como triple vertiente de la sostenibilidad. Esto es difícil e imposible de alcanzar dentro del sistema económico dominante, que considera los bienes naturales como infinitos y solo le interesa el rendimiento económico presente, sin importar los costos sociales, naturales y ambientales.

Surge entonces la Comisión mundial del medio ambiente y desarrollo, denominada Comisión Brundtland, que buscaba «la creación de estrategias medioambientales para el manejo de los recursos naturales y el ambiente necesario para alcanzar un desarrollo económico y humano a largo plazo» (Naciones Unidas, 1987, p. 173). Este mismo objetivo de sostenibilidad, explicitado en «un crecimiento social con la naturaleza en lugar de contra ella», lo retoma el protocolo de Kyoto sobre cambio climático (Naciones Unidas, 1998, p. 11).

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