Vida De Azafata

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Una vida imprevisible

Llegó la primavera, y tras un invierno durísimo, al final me encontraría la maleta seca, que en el costado del avión se halla indefensa ante las precipitaciones atmosféricas durante ese breve lapso que los cargadores necesitan para colocarla en el compartimento de carga.

Habría sido maravilloso pasar la Pascua con Valentina, que descansaba aquel fin de semana.

Me habían asignado una «reserva en casa» y estaba a la espera de saber en qué ciudad del mundo tendría que dormir esa misma noche.

Ya había comprendido bien que la vida privada y las necesidades cotidianas se caracterizaban por su mutabilidad y variabilidad: tenían que adaptarse a los cambios constantemente.

Al personal de vuelo le resulta verdaderamente difícil estar al día de todo, especialmente aquellos que tienen familia e hijos, y esto ocurre sobre todo en ese mes en el que aparece la infame «reserva».

Durante el año laboral, durante varios períodos, los auxiliares de vuelo podríamos ser asignados, en el turno que se entrega a final de mes, un período de esa infame «reserva», es decir, una repentina sustitución de personal por lesión, enfermedad u otro motivo.

Por reserva, entendemos la espera diaria de poder salir hacia cualquier turno de cualquier destino con un aviso de una hora para poder preparar, hacer la maleta y organizar una ausencia de casa, de una duración de hasta siete días.

Por lo tanto, no resulta nada agradable escuchar sonar el teléfono, que acaba con tus esperanzas de una comida o cena en familia.

La oficina de turnos, que regula y organiza todas las salidas, se encarga de esta tarea y, dadas las diversas dificultades operativas debidas a la ausencia ocasional de personal de vuelo, distribuye los cambios de personal de servicio descubiertos temporalmente. La reserva puede comenzar a las cinco de la mañana y el tono del teléfono a esa hora es verdaderamente escalofriante, por lo que la maleta «básica» con el mínimo necesario ya debería estar lista para evitar descuidos fáciles resultantes de las prisas por estar lista a tiempo.

Un jersey de lana y un traje de baño serían útiles en cualquier destino.

El neceser siempre debe estar preparado y no podemos olvidarnos de cambiar la pasta de dientes cuando esté a punto de terminarse.

Las camisas de repuesto del uniforme son muy importantes; limpias y planchadas para el vuelo de regreso y un par de zapatos cómodos adecuados para cualquier temperatura, camisón para dormir y maquillaje.

Ahora hacía la maleta casi de memoria.

De cualquier modo estaba —y aún estoy— convencida de que tengo uno de los trabajos más bonitos del mundo: a pesar de todas las dificultades y aspectos negativos, del continuo hacer y deshacer de maletas, con el deseo de regresar a casa, a pesar de las ganas constantes de ver a tus seres queridos. Yo no valgo para la rutina, y el mundo nunca deja de intrigarme, el intercambio de puntos de vista con otros mundos y con personas siempre distintas me impulsa. Además, regresar a casa me regala suspiros y una alegría inusual en comparación con quién está ahí a diario; las cosas pequeñas adquieren un valor inmenso.

Mientras tanto, lo cotidiano me oprimía.

«¿Me marcharé? ¿No me marcharé? —me pregunté aquél día».

Nada, ninguna comunicación, ni una llamada sobre los turnos.

«¡Podrían avisarme con un poco de antelación, es Pascua!».

Nerviosa y un poco impaciente, me puse a meter en la maleta las cosas que me servirían en casi cualquier destino, doblé las camisas y, aunque por una parte esperaba fervientemente no marcharme, por otra deseaba descubrir de inmediato el destino, en caso de no tener la posibilidad de quedarme en casa.

A las tres de una tarde larguísima, Valentina se apresuró a avisarme:

—Ha llamado la guardia operativa, te han cambiado el turno, estás en «reserva en campo», y tienes la presentación a las cinco. Diría que eres una mujer con suerte, tienes casi dos horas para prepararte y llegar al aeropuerto.

Abrí de inmediato el huevo de chocolate para ver la sorpresa, me comí casi la mitad y «fui corriendo» a la habitación, con el corazón cada vez más acelerado por las prisas.

Entre los cajones buscaba prendas muy prácticas para ponerme todos los días, versátiles: con la «reserva en campo» sales de forma inmediata y con pocos minutos de antelación directamente del aeropuerto, con el uniforme ya puesto, y hay que hacer la maleta incluso antes de conocer el destino.

«Vaqueros, cinturón, ropa interior de repuesto, una camisa azul, una camiseta blanca, y también la negra, porque llevaré el bolso y los zapatos negros que pegan con todo, una bufanda gris perla y un jersey del mismo color que, con una falda, crean un look elegante y sobrio… ¿Y si me encuentro con un apuesto compañero que ronda por Milán?».

Eché también la blusa con florecitas rosas y verdes que estaba apoyada en la silla.

No me daba tiempo a plancharme el pelo, justo ese día no me encontraría al susodicho.

Siempre tenía la tentación de llevarme todo. Cogí también una lata de atún, nunca se sabe, puede que se me hiciera tarde y encontrará todo cerrado, que mis compañeros me abandonaran, que hubiera un terremoto… Así me quedaba más tranquila.

Llegué al aeropuerto agotada y caí en la cuenta de que podría trabajar cuatro días seguidos.

Con las prisas, solo había cogido un par de pantalones, y se me habían olvidado el cargador del móvil y la gabardina bon ton con el interior de leopardo: un básico.

«¿Hará ya buen tiempo en Europa? —me pregunté».

En caso contrario, sin embargo, tendría una excusa excelente para irme de compras.

Llegué al briefing, nuestro centro de recepción, firmé mi asistencia y me instalé en la sala dispuesta a tal fin, sobre el cómodo sillón reclinable de piel negra, a la espera junto a otros compañeros uniformados a la espera de que me llamaran en caso de cualquier emergencia o enfermedad repentina de algún miembro de la tripulación en servicio.

Unas cuantas horas después sonó el teléfono: «ganó» un vuelo Roma/Atenas.

Decidí ir primero a la zona de salidas nacionales del aeropuerto para comprar unas tiritas que ponerme encima del talón, por el dolor punzante que me habían provocado los zapatos nuevos que acababa de comprarme, y que descubrí, en aquel momento, que no se habían adaptado perfectamente.

Mi dispuse a hacer un nuevo descubrimiento.

¿Alguna vez has probado a pasearte por el aeropuerto con el uniforme?

Durante veinte minutos, estuve bloqueada respondiendo a las preguntas de todo con el que me encontraba: dónde estaban las farmacias, las paradas de taxi, los autobuses hacia Ostia, los aseos, las puertas de embarque… las preguntas se sucedieron, a pesar de que les explicaba que yo era una azafata que llegaba tarde a su vuelo.

Por ello, tuve que renunciar a las tiritas y corrí exhausta y cojeando a bordo.

El grupo de compañeros ya se había formado, ya tenían cierta confianza entre sí, porque llevaban dos días en rotación, mientras que a mí, llegada última hora me vieron como una intrusa en un primer momento, un tratamiento, por otro lado, bastante habitual con las reservas.

Intenté integrarme y entrar con educación en la armonía que percibí entre ellos.

Me presenté al comandante en la cabina de pilotaje y después a todos mis compañeros de trabajo, desenfundando mi mejor sonrisa.

La compañera que trabajaba en mi zona, al fondo del avión, tenía un aspecto fantástico: cuerpo armonioso, caderas perfectas, rasgos delicados, cabello de un bonito castaño con matices ámbar, ojos verdes pintados con delineador marrón, que resaltaba su color claro, y nariz recta, poco pronunciada.

Antes de la llegada de pasajeros nos pusimos a hablar y, como siempre, revelamos algún pequeño secreto sobre nuestras respectivas vidas privadas.

Mi compañera se comió un caramelo de menta y me ofreció uno, se roció el perfume que tenía en el bolso, se echó crema de manos y fue al baño a retocarse el maquillaje, que ya estaba perfecto.

Echamos un vistazo a los titulares de un periódico que había en el galley.

Llegaron los pasajeros, nos colocamos en la cabina y les recibimos: «¡Bienvenidos a bordo!».

El avión estaba lleno, en aquella época, todos iban de vacaciones. Tras el embarque, me abroché el cinturón, y ya estaba lista para el despegue.

Justo antes de que el avión adoptara una posición aerodinámica que le permitiera estar perfectamente en equilibrio, todos nos pusimos en pie para preparar los carros, calentar la comida de primera clase y ofrecer las welcome drinks.

Establecí contacto, lamentablemente, con algo que tiene poco que ver con el mundo del vuelo y mucho más con una idiotez difundida en cualquier entorno: un pasajero con el que fue amable solo y exclusivamente de manera profesional, y que en un momento determinado me tocó el trasero con la mano y, reprimiendo el instinto de agarrarle la muñeca y retorcérsela 180 grados, preferí, al ser todavía novata en esto, limitarme a fulminarlo con la mirada, reprobarlo por su comportamiento en voz baja y amenazarlo, a regañadientes, con denunciarlo en caso de que volviera a repetirse. Empecé a preguntarme, aquel día y como siempre pasa, si quizás no había sido culpa mía que me había excedido con la confianza y le había creado la convicción de que podía permitirse aquel gesto ofensivo: me culpabilizaba inútilmente. Me respondí a mí misma, y esto lo aplicaría para siempre, que no había sido así, y que jamás consentiría a nadie un comportamiento similar.

Más tarde, me llamó el responsable de cabina porque el detector de incendios del baño estaba parpadeando. Esperaba no verme obligada a usar el extintor para controlar un posible inicio de fuego, pero en mi mente ya había enfocado la ubicación del material necesario más cercano a mí; me acerqué con cautela, y después de llamar a la puerta, la abrí con determinación y me encontré a un hombre de unos cincuenta años que todavía tenía la colilla en la mano y un persistente hedor a humo que emanaba hasta de su ropa. Me transmitió firmemente sus disculpas por el percance y corrió a sentarse.

 

Una anciana pidió que le dieran su equipaje, colocado en el portaequipaje, porque el aceite de oliva extravirgen embotellado en su país estaba goteando desde arriba, mientras un niño lloraba porque su madre lo obligaba a tener el cinturón de seguridad abrochado.

Había que hacerlo todo de correprisa, pues el aterrizaje era inminente.

El pasajero del asiento 5B dijo que en ese momento no tenía hambre, que comería «después»: me dejó sorprendida, pero solo era el principio de una serie interminable de extravagancias que con el paso de los años han acompañado y seguirán acompañando cada vuelo.

Había que reponer los carritos y todas las bandejas, hacer los anuncios, contar y precintar las bebidas alcohólicas antes del aterrizaje y rellenar el formulario que, a primera vista, me parecía complicado.

«¿Dónde estarán los sellos de seguridad? ¿Cómo se introducen correctamente en la ranura? ¿Dónde escribo el número para la aduana? ¿Qué documentos debo comprobar? ¿Sirven las tarjetas de embarque?».

Mi escasa experiencia a menudo me llevaba a pedir ayuda a mi compañera.

Zaira me lo explicaba todo con calma, con sus delicadas maneras, casi arrollándome con la luz de su fascinación; conocía a la perfección las dinámicas del servicio y los procedimientos de emergencia, e incluso me enseñó, con suma disposición, la reubicación de todos los equipos.

Era una mujer no demasiado joven, creo que hacía tiempo que había cumplido los cuarenta, pero esto no le suponía ningún problema ni parecía preocupada por el paso de los años. De hecho, creo que sabía, de forma significativa, que podía contar más con su experiencia y fortaleza intelectual que con su belleza física que, evidentemente, había poseído en su juventud.

En mi interior sentía que ella sabía claramente cómo controlar las emociones, cómo mantenerlas a raya y adaptarlas a las circunstancias.

Sabía que, recientemente, había afrontado un problema muy grave: su pareja, al que tanto quería, fue atropellado por un coche que conducía a toda leche, indiferente de los pasos de peatones, y recibió el impacto de lleno.

Coma profundo: según los médicos, irreversible.

Zaira había transformado su dolor en silencio, un sonido mudo. Y había seguido amándolo, y lo amaría eternamente, aunque supiera que no volvería a vivirlo como antes.

Hablaba poco, pero aun así lograba desenfundar una sonrisa radiante delante de los pasajeros, desempeñando un perfecto servicio al mostrar empatía y afecto con todos. Su madurez infundía seguridad.

Nunca realizaba juicios apresurados sobre una persona, era una perfecta «anfitriona», siempre estaba disponible; llevaba el uniforme de manera impecable, con los zapatos brillantes y el pelo arreglado; la única excepción a la regla era un pequeña pulsera de oro blanco de Tiffany & Co., que le regalaron un cumpleaños.

La observaba tratando de sacar su fortaleza, con un estilo muy elegante en el modo de mostrarse ante los demás, tan femenino, muy profesional.

Lograba ponerse en la piel de los demás y evitaba los enfrentamientos prudentemente, siempre ofrecía atención y solidaridad.

Según las reglas, sin duda: ese manual de existencia que cada uno de nosotros lee y al mismo tiempo escribe en su interior.

Siempre la tomaba como ejemplo y fue, sin ella saberlo, mi punto de referencia en el plano laboral. A día de hoy aún lo es.

Ella era especial, distinta.

Sobre todo en comparación con otros compañeros más «veteranos», no demasiados, por suerte, y de hecho, a través de los cuales me di cuenta rápidamente de que las novatadas no son un fenómeno exclusivamente militar.

Las azafatas llamadas «novatas» o «temporales», en otras palabras, las que hacían sus primeros vuelos, en mis tiempos estaban sometidas a sutiles formas de hostigamiento mal disimulado, una especie de mentoría inicial.

En los vuelos intercontinentales de largo radio del Boeing 747 eran las encargadas de cortar los limones y, principalmente, se dedicaban a comprobar y calentar la comida en el galley, por este motivo en italiano se las llamaba ghelliste.

Toleraban, de buen grado, alguna broma por parte de compañeros más veteranos y burlones: a menudo perdían tiempo con agotadoras búsquedas de material inexistente a bordo, por ejemplo, sillas, o una escoba que colocaban en el compartimento eléctrico, un lugar casi inalcanzable y de difícil acceso que se encuentra bajo una pesada trampilla del pasillo; en otras ocasiones, las peticiones respondían a servicios sobre presuntas tareas imprevistas, y de las cuales no estaban al tanto; todo ello aderezado con alegría, espíritu de equipo, estima y respeto mutuos.

Las más jóvenes, las de contrato de duración determinada, siempre estaban en el punto de mira, y una sola valoración negativa podría evitar su contratación para la próxima temporada, de modo que sufrían por la precariedad e inseguridad que generaba estaba situación, que se agravaba aún más por las continuas crisis económicas y políticas que azotaban a nuestro país, Italia.

Estas chicas siempre debían estar disponibles, hasta en las épocas en que no trabajaban, para que las aerolíneas pudiera contactar con ellas en caso de una abrupta vuelta al trabajo, y debían estar preparadas para organizarse en poco tiempo y encontrar un alojamiento en la ciudad de la base de partida requerida. A mí, por suerte, ya me habían contratado a tiempo indeterminado y no sufría las mismas exacciones.

Sus hojas de evaluación contenían criterios mucho más severos y debían manifestar motivación e interés en el correcto desempeño de su trabajo, mantener, inequívocamente comportamientos y actitudes serenos y colaborativos con los pasajeros y la tripulación, mostrarse constantemente atentas y sonrientes, hablar de forma correcta y delicada, y buscar oportunidades de contacto, incluso más allá de los servicios solicitados, debían reconocer y respetar, sin excepciones, la jerarquía de a bordo, y prepararse adecuadamente y con diligencia para el vuelo.

Cualquier pequeña evaluación negativa podría poner en evidencia la necesidad de profundizar en la formación personal, en las normas técnicas, en los servicios que prestar, o en las competencias lingüísticas, lo que pondría en peligro su contratación definitiva.

Únicamente los más «veteranos», con más años de trabajo a sus espaldas, poseían una mayor relevancia y disponían de mayor poder a bordo.

Conseguir una amplia experiencia laboral era un valor añadido, un bien preciado: la antigüedad, en este caso, mejora la calidad profesional porque confiere un gran dominio de las situaciones, una elevada competencia, y ayuda a prevenir y hacer frente a los problemas con facilidad y rapidez, pero, por desgracia, también sucede que a veces alguien se aprovecha de este poder.

Regresé a casa y, al encontrarme con Valentina, recibí una fuerte confirmación al respecto.

Los retornos a casa son un momento especial y, a pesar de los años, como descubriría más tarde, siempre generan el mismo impacto.

—Hola, Vale. ¿Cómo ha ido? Pareces destrozada, esperaba que te hubieras divertido en esos cinco días en las Maldivas.

—La isla es estupenda: playas de arena blanca, extensiones de palmeras, agua cálida, un paisaje extraordinario, pero ahora estoy cansada, Anna. No veo la hora de quitarme este uniforme —eso me dijo Valentina, que acababa de llegar a casa, mientras se quitaba, primero los zapatos, y luego tiraba los pantis al suelo. Parecía disgustada.

—Espera, necesito unos minutos, en cuanto prepare la maleta, estoy contigo.

Mientras tanto, Eva estaba tumbada en la cama de su habitación. No lograba conciliar el sueño y se levantó a beber agua. Había regresado de Hong Kong, y me contó brevemente que había bailado con sus compañeros en la discoteca Joe Bananas y que había visitado la isla de Kowloon, cerca de su hotel.

Eva me contó un extraño suceso: a bordo, se había encontrado con una compañera llamada Rebecca, estaban de servicio en la misma tripulación.

Yo conocía bien a Rebecca. Éramos vecinas en Fregene y, en alguna ocasión, vi a su hermana gemela: idénticas como dos gotas de agua. Ella misma me contó que desde pequeñas todo el mundo las confundía, nadie lograba distinguirlas, ni su madre.

Incluso en el colegio, conseguían tomarle el pelo a los profesores en los exámenes: iban al baño y se cambiaban ya fuera la ropa o el banco al entrar a clase. Solo un pequeño lugar en la nariz de Rebecca podía revelar su auténtica identidad, pero podía pintarlo en la nariz de su hermana con la ayuda de un lápiz de ojos negros. Hasta sus voces eran iguales.

Eva continuó:

—La he mirado a los ojos en cuanto he subido a bordo y no me ha reconocido. He ido a su encuentro con una sonrisa para saludarla. Le he dicho: «¡Buenos días», y con un escueto «buenos días» me ha respondido apresuradamente.

Eva añadió que se había percatado de que el uniforme no le quedaba como un guante, y que había notado una molestia mal disimulada al moverse, como si se encontrará en un ambiente poco conocido.

—Rebecca guardaba las distancias con todo el mundo. Creo que en la lista tenía a su hermana a bordo, como pasajera del vuelo.

Sin embargo, poco después me dijo que «encontró» a la Rebecca que siempre había conocido cuando volvía del baño, y que parecía ligeramente más delgada de como estaba unos minutos antes.

Se rumoreaba por ahí que la hermana también había deseado siempre tener nuestro trabajo, y que al principio hicieron el proceso de selección juntas, y que ambas lo pasaron, pero la comisión examinadora no podía contratarlas a las dos por normas claras del reglamento, lo que infligió un gran desilusión a la excluida.

Imaginemos que, por un día, Rebecca hubiera «regalado» a su hermana un breve «paseo por la cabina con el uniforme de azafata»; no lo comentaríamos con nadie explícitamente y esta sería, para siempre, una de las tantas leyendas de los cielos.

Después de cada vuelo, todas nosotras necesitamos tiempo para poder «readaptarnos al entorno», «establecer contacto con la casa», que habíamos abandonado durante días, y reacostumbrarnos al clima y a la diferencia horaria. Y cada una lo hace a su manera.

Escuchar los mensajes del contestador automático, leer el periódico, llamar a un amigo o tumbarse en el sofá después de soltarse el pelo y masajearse los pies eran las costumbres de Valentina.

Ludovica, por el contrario, tenía que deshacer rápidamente la maleta y meter en el cesto de la colada la ropa sucia, y separaba la que lavaba a mano o de la lavaba en la lavadora, y después se relajaba limpiando con un trapo los zapatos antes de volver a guardarlos en el armario.

Eva, cada vez que regresaba, dejaba todo tal cual, ya lo ordenaría al día siguiente y, tras un plato de pasta, a cualquier hora del día, se iba a dormir con un antifaz para evitar la luz.

A veces, tomaba pastillas de melatonina que compraba en los supermercados Duan Read en Estados Unidos, que la ayudaban a conciliar el sueño.

Yo, a mi regreso, deambulaba por la cocina, aún con el uniforme puesto, aunque sin chaqueta ni zapatos, y comía galletas con un buen capuchino descafeinado hirviendo.

Solía llamar a Stefania, impaciente por contarle todo lo que me había pasado.

Y dormía, pero no sin antes echarme crema hidratante en la cara.

Eva volvió a la cama, y yo fui a ver a Valentina.

—Bueno, Vale, ¿qué ha pasado? Y no me engañes: se ve a kilómetros que estás molesta.

—Nada, nada. Roberto, el compañero responsable del Bronx es un gran… un gran… maleducado.

—¿¿Bronx??

—Hoy he descubierto que llaman así a las últimas filas de la clase económica del avión, ¡que están repletas de pasajeros! No vas creerte…

—¿No voy a creerme qué? Venga, escúpelo.

—Vale, ese capullo ha… ha intentado ponerme las manos encima.

—¿Encima?

—Sí, y me ha pedido que lo bese, y me ha asegurado que si lo hacía, tendría una buena valoración profesional al final del vuelo.

 

—Ya había escuchado ese rumor, ¿sabes? Creo que lo intenta con todas las compañeras más jóvenes, pero ¿tú que has hecho?

—Básicamente, he intentado hacerle entender que no me interesaba, pero él, como respuesta, me ha empujado sobre nuestro sofá de descanso y ha estado a punto de tumbarse encima de mí.

—¡Menudo capullo!

—He salido corriendo, no sabía cómo reaccionar. No le he dirigido en palabra en toda la estancia en esa isla tan pequeña. Podía cruzarla a pie y solo había un restaurante. La arena era sumamente blanda, los peces, variopintos, el sol acariciaba la piel, un paraíso en la tierra de no ser por ese imbécil, ¡qué rabia! Creo que me ha dado una valoración negativa en venganza, pero le explicaré todo al jefe de sección en caso de que me llame, como es probable que haga para aclarar los motivos de la opinión negativa.

—¡Qué desgraciado! Todas las valoraciones son importantes, sobre todo para nosotras, que estamos empezando.

—Tal cual, y algunos se aprovechan.

No sabía qué decirle, qué aconsejarle. Intenté decirle algo que la ayudara, al menos, a superar el malestar, compartiendo con ella algunas de mis experiencias.

—A mí me pasó que en un vuelo a Río de Janeiro mi responsable, la señora Micalini, me ordenó con tono prepotente que me quitara los pendientes porque no le parecía que cumplieran con la normativa de seguridad, y no le gustaba mi trenza porque creía que no era reglamentaria, que tendría que habérmela cortado o sujetado con horquillas. Seguí a rajatabla sus estrictos consejos, pero debería mejorar sus maneras. Es una mujer que habla cinco idiomas, incluso árabe, conoce bien su trabajo, pero tiene una actitud desdeñosa y presuntuosa, hay modos y modos de decir las cosas.

En aquel momento, la puerta entreabierta se abrió. Era Ludovica.

—Dormir en esta casa es algo imposible, ¿no? Por cierto, lo he oído todo. Ahora os tragáis lo que me ha pasado a mí.

Tras sentarse en una esquina de la cama, confesó que un compañero «veterano», en la India, la había llamado a su habitación y le había «comunicado» que, poco después, iría a su habitación para hacerle unos masajes, porque acababa de terminar un curso de shiatsu y que, seguramente, este procedimiento terapéutico le beneficiaría.

«No, gracias, no me interesa, solo quiero descansar», le contestó al compañero, apodado «el principito», por sus modales poco ortodoxos.

Unos minutos después, oyó que llamaban a la puerta.

«Soy yo, abre, pequeña».

La puerta, naturalmente, permaneció cerrada.

Al final, conseguimos reírnos y después, dormir.

Aquella charla, con el tiempo, se convertiría en una cita recurrente.

Parece que algunos hombres están ligeramente sordos, sobre todo cuando se encuentran con chicas guapas, jóvenes y solteras, y siempre es necesario ser muy claras, resueltas y concisas para prevenir situaciones poco agradables pues, con frecuencia, las formas educadas y los buenos modales se malinterpretan y perciben como «incentivos» para acercamientos de todo tipo, pero cada una de nosotras ha tenido que aprender esta lección a su costa.

Y, dada la frecuencia de este tipo de acontecimientos, con el relato de los días transcurridos en el aire y las anécdotas que las chicas compartíamos cuando nos encontrábamos juntas en casa, pudimos elaborar una lista basada en nuestras experiencias, que trataba sobre los distintos tipos de acercamientos con los que nos habíamos encontrado personalmente cada una de nosotras. De hecho, con un trabajo siempre en contacto directo con el público y a menudo con paradas en variadas ciudades, logramos catalogar estos comportamientos, obra de hombres de las nacionalidades y profesiones más dispares, así como por parte de compañeros que sufren soledad al dormir en habitaciones de hotel.

Al llegar a casa, cada una guardábamos en una funda diferenciada con su nombre la enésima tarjeta de visita que recibíamos: ya teníamos una colección considerable.

«¿Quién tendrá más a final de año».

Mucha gente tiene fantasías con las azafatas.

Eva, Valentina, Ludovica y yo solíamos sentarnos en círculo en la cocina, delante de una taza de té indio al limón hirviendo y algunas galletas, y nos contábamos mutuamente, a menudo a carcajadas, los episodios de los variados cortejos con los que nos habíamos encontrado.

Al final, constatamos que los tipos de acercamientos en el avión, a pesar de ser distintos entre sí en ocasiones, que se desarrollan de forma articulada, compleja y original, en realidad tienen muchas similitudes por defecto y, por pura diversión, redactamos una lista en un intento por catalogar las distintas tipologías basándonos en experiencias vividas personalmente.

Prototipo 1: el galante

Durante un intercambio de información y un breve diálogo con un pasajero, ocurre que este te pregunte —fingiendo que lo hace distraídamente, con una interpretación que se merece el Óscar a mejor actor no protagonista— la ciudad y el hotel donde irás a dormir, para saber si su destino final es también el tuyo y tener alguna oportunidad con una posible invitación para cenar.

Prototipo 2: el doble

A: educado en un principio + B: insistente después

Este lo creamos a partir de una de mis experiencias.

Me encontraba en el vuelo Roma-Milán de las 13:20.

Era la primera de las tres «idas y venidas», término acuñado para las rutas breves con idénticos destinos que tendría que realizar aquella tarde.

Turno: Roma-Milán con despegue a las 13:20 y llegada a las 14:20.

Milán-Roma: despegue a las 16:20 y llegada a las 17:20.

Roma-Milán: despegue a las 19:20 y llegada a las 20:20.

El vuelo terminaba con una parada en Milán.

Al lado de mi asiento, situado en la número tres a la izquierda del avión Airbus 321 se sentaba un distinguido caballero, de unos treinta y cinco, aproximadamente, que me llamó la atención por su discreción.

El traje que llevaba era de sastrería fina, la corbata combinaba bien, pero llevaba el nudo ligeramente aflojado, y el primer botón del cuello de la camisa suelto, los zapatos limpios, el pelo cortado con un corte impecable, las manos cuidadas, gafas, la maleta de piel de Napa, buenos modales y aire de intelectual.

Estos fueron los primeros datos que tuve de él.

Leía en silencio un libro: El arte de saber callar, y creo que se percató de que estaba fisgoneando el título.

Durante el servicio, intercambiamos unas pocas palabras, y cuando regresaba a mi asiento para efectuar el aterrizaje, me preguntó si me detendría en Milán.

—Sí, pero no de inmediato, pararemos solo después de volver a Roma y de una salida posterior.

—Yo vivo en Milán, y también viajo a menudo por trabajo, casi todas las semanas voy a Roma por negocios.

—Hemos llegado, el desembarco tendrá lugar por la puerta delantera, el finger le llevará directamente al aeropuerto.

—Adiós.

—Adiós.

Al final del día, recién llegada al hotel en Milán, recibí, inesperadamente, un ramo de rosas rojas y la copia del libro que estaba leyendo aquel pasajero, junto a su tarjeta de visita, sin una palabra escriba.

No le costó demasiado identificar el hotel de nuestra estancia.

Unos días después, lo llamé para darle las gracias. Sin embargo, me pareció que había sido amable y no creía interesarle en absoluto. Era, sin lugar a duda, una novata.

—Solo ha sido una forma de expresar mi gratitud por su asistencia durante el vuelo. Si vuelve a pasar por Milán, me encantaría tomar un café con usted.

—Gracias, hasta la próxima —le respondí.

Me quedó un buen recuerdo de lo ocurrido, pero olvidé su nombre.

Uns semanas más tarde, me di cuenta de que cada vez que iba a Milán, él, quizás tras sobornar al portero del hotel y conseguir acceso a mis turnos, me llamaba a la habitación o me enviaba mensajes y dejaba notitas al enterarse de mi llegada.

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