Vida De Azafata

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Aprendimos sencillas, aunque necesarias, reglas que debíamos seguir, que yo escribí diligentemente en una hoja de papel y pegué en el frigo con un imán que Valentina trajo de Buenos Aires, que representaba a dos bailarines de tango con la frase «Bienvenido a Argentina», el primero de una larga serie de imanes procedentes de todo el mundo que, literalmente, inundaban el frigo, y que seguidamente nos hicieron perder de vista aquel recordatorio que en un principio nos fue súper útil y que consultábamos antes de cada vuelo. Con los años se han convertido en parte de mí.

El recordatorio rezaba lo siguiente:

Qué no hacer:

Dar la impresión de tener prisa, jamás.

Hablar de asuntos personales con compañeros durante el servicio, jamás.

Emplear expresiones aburridas o apáticas, o adoptar actitud de estirada.

Utilizar frases autoritarias del tipo:

«¡Cierre la mesa!».

«¡Cinturón!».

«¡Teléfono!».

En su lugar, debemos invitar educadamente a seguir las directrices.

Hablar con los compañeros en voz alta.

Desanimarse al buscar asientos cercanos para personas que viajan juntas en cualquier desplazamiento, mejor es mejor sugerirles que vayan al mostrador de check-in para que tengan mejores posibilidades en la asignación de asientos.

Cosas que recordar:

A. Requisitos fundamentales: capacidad de garantizar la seguridad a bordo, la responsabilidad y la profesionalidad.

B. El pasajero necesita consuelo psicológico, protección ante el estrés y el miedo a volar.

C. Aspectos que no pueden faltar: educación, atención y disponibilidad durante todo el vuelo.

Con el tiempo, entendimos que nuestra actitud es fundamental para contribuir a la resolución de un problema a bordo:

Algunos inconvenientes y disfunciones eran, con razón, objeto de quejas por parte de pasajeros e implicaban la necesidad de una intervención; conseguir comunicar claramente y tratar de resolver dificultades y problemas que surgían a bordo no siempre era tarea fácil.

Había que tener en cuenta la gravedad del problema, el contexto del momento, el carácter y el estado psicofísico del individuo con el que tratabas, porque jamás conocías a la persona con la que te relacionabas, la situación que se podría generar y posibles desviaciones que podrían surgir.

Era fundamental ayudar con calma y determinación, asumiendo como tuyo el problema del otro y presentándose como un referente seguro, así como entender los motivos de lo sucedido y comprender el problema.

Resultaba vital escuchar lo que la otra persona tenía que decir, pero también observar la situación objetivamente, informar y explicar con sensibilidad y responsabilidad, exponiendo las posibles soluciones con transparencia.

Con frecuencia, la insatisfacción del pasajero se veía influenciada por factores externos, como retrasos, tránsitos complicados, embarques desordenados, aviones incómodos, limpieza apresurada… Por ende, un estilo comprensivo y proactivo podía ayudarnos en la resolución de problemas.

Miedo a volar

Un día de octubre, Eva se puso insoportable tras las habituales discusiones sobre la orden que debíamos mantener en casa, porque las advertencias se dirigían a ella principalmente.

Escuché sus palabrotas, amenizadas con frases en dialecto napolitano, en contraste con su discurso, que por lo general carecía de inflexión dialectal.

¿Serían las frecuentes radiaciones cósmicas, los campos magnéticos, las vibraciones o el ruido de los aviones lo que le provocaban esos cambios de humor?

Ludovica, mientras tanto, decidió reservar un masaje ayurvédico para tonificar los músculos, relajar el cuerpo y estimular la circulación en la esteticista india que había abierto un local en el vecindario, y me informó de que se pondría a dieta a partir del lunes porque Eva le había dicho que últimamente la veía más rellena.

Yo me encontraba acurrucada en el sofá, con mi cómoda ropa de estar por casa y un cárdigan masculino deforme de color crema; una manta sobre las piernas me protegía de las primeras corrientes de aire invernales, y estaba decidida a concederme una desconexión mental, una relajación.

No lograba dormir porque la adrenalina del «posvuelo» aún no había desaparecido.

De repente, me asaltó el recuerdo del día que acababa de transcurrir.

A bordo, había conocido al matrimonio Lucherini: la señora Lucrecia y Don Massimo.

Durante el embarque, rápidamente me percaté de signos de tensión en su comportamientos: ambos se apresuraron a ocupar su sillón, con la espalda ligeramente encorvada, caminando de forma rígida, con la barbilla hacia abajo, al igual que la cabeza, y una actitud pasiva, derrotista.

Los brazos de él estaban rectos, estirados de forma rígida a los costados; ella los tenía cruzados, prácticamente tratando de protegerse instintivamente, y los dos miraban a su alrededor, como si estuvieran buscando algo, una vía de escape; tenían las pupilas tan dilatadas que parecía que sufrían midriasis.

Los movimientos de sus cuerpos eran lentos, y yo notaba como me dirigían una ligera sonrisa, que les devolví con delicadeza.

Se sentaron rígidos, apoyados en el borde externo del asiento, con un pie hacia delante y otro hacia atrás, parecía que querían escapar, no paraban de cambiar de posición, como si su asiento quemase.

Mi responsable, físicamente el doble de James Dean, siempre alegre, pero con una nota triste, casi imperceptible, me indicó con la mirada que me ocupara de ellos.

Me acerqué a la pareja y les pregunté si necesitaban mi ayuda. La señora respondió que no, mientras sacudía la cabeza como diciendo que sí, y comenzó a balancear el torso, tratando de contener el aliento para no llamar la atención.

Rápidamente comprendí la situación. La señora sufría un trastorno, muy común en muchas personas, que crea diversos problemas y que afecta de forma indiscriminada: el miedo a volar.

Durante el curso, estudié cómo comportarme en estos casos: el miedo excesivo corre el riesgo de desembocar en pánico; el temor puede volverse insuperable y dar pie a una falta de control.

Los síntomas provocan vértigos, náuseas, nudos en la garganta, palpitaciones, sudor frío y taquicardia.

Aunque no me los pidieron, les di algunos consejos sobre qué conducta seguir en caso de malestar; reprimir la ansiedad no hace más que aumentarla. Por el contrario, hay que aceptar el miedo y adoptar una postura positiva para poder manejarlo y controlarlo.

Además, les recomendé que no tomaran nada de cafeína, que cogieran un buen libro o un crucigrama para mantener la mente ocupada.

Durante el despegue vi cómo palidecían y cómo su posición era una llamada de auxilio.

Me desabroché el cinturón de seguridad y me acerqué para comprobar la situación.

La señora empezó a abrirse:

—Perdone si la molesto —se atrevió a decir con timidez—. Me gustaría informarle de que estoy aterrorizada, en cuanto noto el mínimo bote tengo la impresión de que el estómago se me parte en dos. Mi problema es que la bolsa de aire me provoca una sensación desagradable. Necesito coger el avión para reunirme con mi madre, que es muy anciana, en Alemania, y no puedo evitarlo.

Vi que se pasó la mano entre el pelo y empezó a tocarse un mechón de forma frenética.

Su marido la rodeó con el brazo como para mimarla, ligeramente encorvado y abochornado, con los labios tensos y las manos sudorosas; él también mostraba claros signos de malestar.

—¿Es peligroso el temporal? —me preguntó con voz muy baja, comiéndose fragmentos de palabras, por sílabas y con movimientos continuos de los músculos faciales.

Las manos del marido empezaron a dar golpecitos con los dedos en la mesa de enfrente.

Con tono firme y decidido dije:

—No, todo está bajo control. No habríamos salido si existiera el menor peligro. Todo está bajo control —repetí—. La lluvia no representa ningún problema para nuestra seguridad. El viento provocará alguna molesta sensación que causará un balanceo completamente normal.

Regresé al galley para organizar el trabajo junto a una compañera.

La señora me llamó poco después.

—¡Le ruego que me ayude! Quiero gritar, llorar. Cada vuelo es una tragedia. Me pongo nerviosa un mes antes de salir, ante la mera idea de hacer la maleta. Me avergüenza, pero no sé qué hacer. ¡Me gustaría desaparecer! —imploró con fervor y humildad.

—Esté tranquila, puede darle la impresión de que el avión da tumbos, pero solo es el ajuste de la cota. —Me acerqué lentamente hasta llegar a su lado, sin titubeos. Con voz baja, de forma clara y pronunciando bien cada palabra le dije curvando ligeramente la espalda y aproximándome para intentar proporcionarle la ayuda que deseaba, poner fin a su sofoco y mitigar su ansiedad—: No se preocupe, estoy aquí.

Respetaba su miedo irracional y comprendía el malestar.

Le agarré el brazo con firmeza, y lo apreté delicadamente con ambas manos mientras la miraba a los ojos para establecer un mejor contacto.

La acompañé a su asiento.

La señora se parecía a mi madre, misma edad, muy educada, aparentemente frágil; en esta ocasión, fue fácil conectar con sus sentimientos.

Durante el vuelo, pasé a la cabina más veces, y la acompañaba con la mirada para tranquilizarla.

Volvió a llamarme tras la enésima vibración y yo traté de disipar aquellas dudas y temores que persistían y que se mostraban a través de su postura, permanentemente rígida.

Le comenté que la seguridad en el avión es de un nivel altísimo, que los controles técnicos y el mantenimiento son continuos, y que los pilotos están perfectamente formados.

 

Durante la preparación de la cabina para el aterrizaje me preguntó con falsa indiferencia:

—¿El estruendo es normal o hay algo que va mal?

Le informé de la procedencia de todos los ruidos que pudieran generar desconfianza: el posicionamiento del tren, la apertura de puertas, la aceleración y variación de los motores, la liberación de los flaps y slats, el tintineo de nuestro microteléfono, los avisos de llamada a los pasajeros…

Notaba que valoraba recibir esta información, aunque seguía mordiéndose las uñas sin darse cuenta.

La invité a inspirar y espirar profunda y lentamente, para oxigenar el cuerpo y así relajar los músculos, dándole indicaciones sobre la técnica de entrenamiento autógeno para un relajamiento progresivo.

Ahora, la señora estaba sentada más cómoda, más a sus anchas, al igual que el señor Lucherini, aunque su rostro conservara una expresión de incertidumbre, un poco ortopédica, con la parte derecha de la sonrisa ligeramente situada más arriba que la izquierda.

—Eres nuestro ángel de la guardia— dijo.

Durante el descenso, solo hubo ligeros temblores al cruzar la perturbación, y el vuelo terminó con un aterrizaje suave.

—Señoras y señores, bienvenidos. Les deseamos una estancia agradable.

Llegamos a Fráncfort puntuales.

La señora, antes de cruzar la puerta de salida, me abrazó con discreción y elegancia y me dijo: «Gracias».

Era yo quien agradecía su amabilidad.

El marido me apretó la mano vigorosamente, con fuerzas renovadas, haciendo gala de la clase que lo había caracterizado desde el principio.

—¡Hasta pronto!

Esos eran los recuerdos del vuelo que acababa de hacer, que aparecieron de improviso en mi mente cuando estaba disfrutando de la calidez de la casa. De pronto, oí la puerta cerrarse.

Eva había salido.

Me cubrí el rostro con la manta para atenuar la luz que entraba por la ventana.

Había llegado la hora de relajarse. Estaba casi dormida, perdiéndome en mis pensamientos, deliberando que volar, limitados y obligados a permanecer en el interior del avión era antinatural, de modo que desarrollar temores inconscientes y remotos es totalmente lícito. En aquel momento, recordé episodios de mi pasado. Comprendí hasta qué punto pueden influenciarte el resto de tu vida.

La adolescencia

De joven, el hecho de tener siempre poco tiempo a mi disposición era motivo de sufrimiento, porque me sentía una especie de prisionera con pocos espacios personales y breves momentos de libertad concedidos ya que debía, atenta y rigurosamente, respetar los horarios impuestos.

No era dueña de mi tiempo.

Recuerdo que, hasta que cumplí los dieciocho, mi hora de regreso, los pocos sábados que me permitían salir, era las diez y media de la noche.

Mis amigos quedaban a las nueve para decidir dónde ir a cenar, e inevitablemente, no estábamos todos sentados a la mesa hasta las diez.

Siempre llevaba prisa, me ponía nerviosa si el camarero tardaba en llegar, no lograba disfrutar de la compañía de los demás porque sabía que tenía que regresar a casa demasiado temprano.

Solo me concedían el tiempo de pedir, confiando en que un veloz servicio me permitiera, al menos, probar la pizza, si es que no había perdido el apetito porque empezaba a sentir los nervios en el estómago y cómo los jugos gástricos se mezclaban por la agitación.

En cualquier caso, me levantaba de la mesa con un perfecto retraso para llegar a casa a la hora acordada. Siempre era difícil convencer a alguien para que me acompañara e interrumpiera su cena, pero el horario de regreso era ineludible y categórico y yo no disponía de medio de transporte alguno.

Durante el trayecto a casa no se respetaba ninguna prohibición de velocidad, bajo mi inconsciente y suplicante petición. Con frecuencia, las luces rojas de los semáforos eran ignoradas con irresponsable temeridad.

El exceso de velocidad con el coche me daba pavor y sigue siendo así incluso a día de hoy. Veía esas luces nocturnas pasar como una bala, como en una pesadilla; los faros de los otros coches y las farolas pasaban demasiado rápido ante mis ojos.

Era el precio que tenía que pagar para evitar las humillaciones y las feroces reprimendas a mi regreso; si me hubiera atrevido a retrasarme, habría encontrado la puerta de mi casa cerrada por dentro y me habría visto obligada a inventar cualquier excusa para no ver la mueca amenazadora en la cara de mi padre, encolerizado por mi desobediencia y mi falta de respeto, más que por preocupación.

La intimidación, el castigo y la desaprobación se manifestaban repetidamente con gritos, bofetadas y nuevas y más estrictas prohibiciones.

Todo esto incluso por un retraso de unos cuantos minutos.

Unos cuantos minutos.

Sin duda, papá era demasiado estricto.

Recuerdo un día en que estaba súper contenta por que me dejaron ir a la fiesta de cumpleaños de mi mejor amiga, pasé días tratando de convencerlo.

Allí coincidiría con un chico, un compañero de clase que me gustaba mucho.

A pesar de que tuve cuidado de que mi ropa siguiera las directrices de mi padre, o quizás sería mejor decir, la rigidez, es decir, nada de faldas demasiado cortas, ropa ajustada o zapatos de tacón, decidí experimentar con una bolsa de maquillaje que me habían regalado.

Mis manos inexpertas exageraron al maquillar las mejillas con aquel colorete tan rosado y que tanto me gustaba, y ese pintalabios tan brillante, tan rojo en mis labios que me hizo sentir más guapa, y un toque de rímel en las pestañas para terminar.

Tenía dieciséis años y aquel maquillaje y resultó horrendo a ojos de mi padre, inadecuado para su pequeña que trataba de aparentar ser una muchacha demasiado seductora.

Crispado, restregó su mano con fuerza sobre mi boca, y me llenó las mejillas de pintalabios con el fin de borrar lo que había pintado cuidadosamente en mi rostro.

Mis ojos comenzaron a lagrimear y se formó un halo negro en los párpados, ahora hinchados por el llanto; me miré en el espejo del baño y vi la máscara de un payaso.

Tras lavarme con un jabón que me quemó los ojos, pero que me quitó todos los residuos del rímel, al final me dieron permiso para asistir y fui a la tan anhelada fiesta, ligeramente colorada y túmida, pero sin maquillaje.

No logré divertirme.

Durante el período de la adolescencia, me habría gustado huir, irme lejos muy lejos, partir, viajar, vivir sola.

Los sueños, armados de terquedad y fuerza mental, a veces se hacen realidad. Pero, aquel día, entendí dónde y cuándo nacieron.

Poco a poco, día a día, mes a mes, año a año, aprendí cosas importantes y experiencias necesarias para poder relacionarme mejor con mis compañeros y con pasajeros que tenían personalidades y características variadas y heterogéneas.

Sin embargo, pronto comprendí que la organización básica de mi vida se decidía a finales de mes, a través del ansiado, siempre con gran impaciencia, «folio de turnos»: un listado aparentemente anónimo y frío que informa del programa de trabajo del mes siguiente.

La aerolínea introducía las comunicaciones oficiales en los buzones personales, una especie de extensión de interminables buzones colocados en una sala digna de una película de detectives en el aeropuerto, que acaban de ser sustituidos por correos electrónicos.

El «folio de turnos», anhelado mes tras mes, me generaba inquietud y, con frecuencia, entusiasmo y grandes expectativas, otras veces, desilusiones, por los descansos y las codiciadas vacaciones solicitados que no siempre eran aprobadas.

Todas las citas, compromisos, bodas de las que también podría haber sido testigo, finales de partidos de fútbol, entradas reservadas para el primer teatro, la despedida de soltera de mi mejor amiga, el cumpleaños de un novio, la comida de Navidad, el aniversario de mis padres, la semana en un apartamento en la montaña, el curso de tango de los jueves por la tarde... a menudo tenían muy pocas posibilidades, la asistencia a todos estos eventos siempre tenía que adaptarse a las decisiones tomadas por el ordenador de la empresa del grupo de trabajo.

A partir de ese momento era posible aceptar o rechazar invitaciones, programar citas importantes, fijar horarios inhumanos para ir al gimnasio, hacer los saltos mortales para llegar a tiempo a cualquier lugar, o llegar, aunque fuera tarde, a la junta de vecinos, decir adiós al torneo de brisca, pero, en cambio, tener la «satisfacción» de ver a Gigi Marzullo, incapaz de pegar ojo debido a la diferencia horaria.

Los días de descanso mensuales eran unos diez, mientras que los veinte restantes requerían el uniforme.

Eva, Valentina, Ludovica y yo siempre esperamos tener horarios y días de salida escalonados entre sí, tanto para tener más espacio en casa, como para una mejor organización del tiempo con el principal inconveniente: el uso prolongado del baño.

Fácilmente, los vuelos despegaban por la mañana muy temprano y el despertador, al amanecer, normalmente se programaba una hora antes.

Después de un desayuno rapidísimo y una buena ducha revitalizante, me ponía el uniforme que había dejado preparado el día anterior, y comprobaba que los zapatos estuvieran brillantes y que los pantis no se hubieran desteñido por los lavados ni estuvieran rotos.

La mayoría de nosotras teníamos un secreto «inconfesable»: nos pillábamos la camisa con los pantis horribles, que a menudo era graduados para evitar la aparición de varices y la hinchazón por la presurización, porque solo así podíamos evitar que la camisa se soltara de la falda al levantar los brazos para guardar el equipaje y ayudar a los pasajeros.

¡Debajo de la falda íbamos espantosas!

Una vez arreglada la ropa, pasábamos a un cuidadoso maquillaje, nos asegurábamos de que el pelo estuviera perfecto y luego revisábamos los documentos.

En la bolsa de mano no podían falta un traje de vuelo, una linterna, un folleto de anuncios, un manual de instrucciones, pantis de repuesto, zapatos de tacón bajo para rutas más largas y guantes de cuero. En el aeropuerto, en el Crew Briefing Center, el punto de encuentro de todas las tripulaciones, la sesión informativa comenzaba en cada una de las salas reservadas.

Allí nos reuníamos para conocer a la tripulación, presentarnos, tratar los aspectos críticos del vuelo, las condiciones meteorológicas, y también nos informaban de los aspectos comerciales, el tipo de servicio y los pasajeros que estarían a bordo.

La clasificación era casi militar, existía una jerarquía y como tal había que respetarla.

Toda la tripulación estaba encabezada primero por el comandante y luego por el copiloto, a quienes seguían por las azafatas, según su rango.

Todos los auxiliares de vuelo, en lo que respecta al servicio prestado y a la relación con los pasajeros, tenían como punto de referencia al responsable de su sector de trabajo, que trabajaba con el jefe de cabina, quien dirigía todo el progreso del vuelo y mantenía contacto con el cockpit, la cabina de vuelo, es decir, la de los pilotos.

Al final del vuelo, cada auxiliar se sometía a un juicio escrito y refrendado, en el que se evaluaba su profesionalidad, sus habilidades técnicas, su conocimiento del idioma extranjero, la asistencia prestada a los pasajeros y si su estética se ajustaba a la normativa.

Y así pasaron los años, vuelo tras vuelo, reunión tras reunión zonas entre diferencias horarias y noches sin pegar ojo, idiomas variopintos, países calurosos y continentes helados, comidas picantes y sabores difíciles, cielos despejados y turbulencias inesperadas.