Vida De Azafata

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Quiero ser azafata

—¡Basta, estoy harta! Mario se ha vuelto insoportable, ha llegado a perseguirme hasta cuando me tomo un café con mis amigas, no quiere que vaya al gimnasio y hasta me prohíbe saludar a mi ex. Quiero pensar más en mí misma y ser independiente. ¿Por qué no creamos algo nuestro y abrimos un negocio juntas? ¿Qué contemplas para el futuro, Anna? ¿Qué trabajo te gustaría tener? —eso me dijo Stefania en nuestra cita habitual matutina para tomarnos un café en el «Bar della Finanza», enfrente de casa, disgustada ante su perspectiva de futura ama de casa, mucho más codiciada por el celosísimo novio que por ella.

Nunca me había hecho esa pregunta en serio, ni tampoco había hecho futuros proyectos laborales bien definidos.

Tras finalizar la educación secundaria y matricularme en la Facultad de Derecho de la universidad, dado que las asignaturas científicas no eran mis favoritas, busqué un empleo de secretaria para poder costearme los estudios y darme algún pequeño capricho.

De modo que, todas las mañanas, me levantaba a la misma hora y, tras un rapidísimo desayuno, me lanzaba al caótico tráfico de la ciudad enfrentándome a tres cuartos de hora de interminable fila en los semáforos y a las ruidosas hileras de coches que, en los cruces, trataban de adelantarme por todos lados para ahorrarse un puñado de minutos necesarios y así llegar a tiempo a la oficina.

Cada día, en la avenida Barriera del Bosco, donde me hallaba atascada en el caluroso punto clave habitual, el semáforo, durante al menos unos quince minutos, me encontraba a menudo con el mismo hombre: un indigente, sentado siempre sobre un pequeño montículo de tierra levantado con sus manos.

Acurrucado bajo la sombra de un árbol, observaba aquel interminable vaivén, siempre igual, día tras día.

La mirada de este individuo era serena y contemplaba una realidad lejana a la suya: todos aquellos hombres, mujeres y niños que pasaban, aprisionados, dentro de sus coches.

Él era bastante discreto, como si no quisiera que se notara que estaba allí, mirando con atención, sorprendido por encontrar cada día los mismos rostros nerviosos y agotados, los mismos coches atascados unos detrás de otros, haciendo rompecabezas siempre distintos, y todos esos cláxones en señal de protesta. Creo que se preguntaba lo difícil que resultaría a esas personas encontrar la tranquilidad que él parecía haber alcanzado.

Sus pupilas se movían atentamente y dirigían una mirada que rozaba la benevolencia y la indulgencia a aquellos numerosos conductores que, a su vez, con compasión y desprecio, lo escrutaban a él y a sus harapos, depositados sobre la hierba, a menudo mojada.

Cada mañana, me preguntaba quién estaba realmente chiflado: yo, una conductora de los nervios, o él.

Pensé todo la noche en la pregunta que me hizo Stefania sobre mi futuro.

La respuesta llegó a última hora de la tarde, a la hora habitual en que regresaba del trabajo dentro de mi «cochecito», tras evitar un choque frontal con un imbécil que se había cruzado por delante tras una interminable jornada de trabajo lidiando con un jefe pendenciero amante de los abusos, y con compañeros falsos y prevaricadores a los que habría evitado con gusto.

Tras salir del edificio, abandoné aquel aparcamiento qué había buscado durante tanto tiempo por la mañana, y que conseguí tras haber discutido de forma bastante violenta con un maleducado convencido de que había visto el hueco antes que yo, que me ordenaba groseramente que me marchara obstruyéndome el paso.

Aquella tarde me encontré un arañazo en la carrocería y el limpiaparabrisas posterior girado de mala manera.

Cada día, al llegar a casa exhausta, ponía las cosas en orden y preparaba rápidamente la cena a causa del hambre famélica que lograba hacer callar temporalmente cogiendo del frigo las sobras frías del día anterior y unos trozos de queso amarillento, porque, en un descuido, el envoltorio de plástico se quedó abierto.

—¡QUIERO VOLAR! —grité de repente—. ¡Sí! ¡Ya lo sé! ¡Quiero volar!

Lo que me seducía de lejos era evitar las mismas rutinas cotidianas, el tráfico de la ciudad, el ver siempre idénticas caras y los mismos lugares. Me encantaría entablar relaciones con gente distinta cada vez, cambiar mis espacios, ampliar mi mentalidad, tener la posibilidad de recorrer el mundo y deleitarme con recetas de la gastronomía internacional.

Lo pensé mientras me comía un cracker y la última oliva que me quedaba.

Mi sueño era volar, quería ser azafata.

Llamé a Stefania de inmediato.

Stefania se entusiasmó con la idea y me anunció que ella también querría hacerlo; su única preocupación era encarar a su novio.

Tiempo después, con los ojos brillantes y con una página de revista rota en la mano, leímos atentamente y llenas de fervor las siguientes indicaciones:

Cómo convertirse en azafata

Una azafata es sinónimo de confianza y dedicación, estilo y cordialidad, extraordinarias capacidades de organización, tenacidad, resistencia al cansancio y, sobre todo, pasión por trabajar para los demás, enfrentarse a culturas y países diversos; estas son habilidades necesarias para hacer frente al trabajo de forma óptima.

En el proceso de selección se buscan sentido práctico, capacidad de anticipación y resolución de problemas, capacidades racionales, responsabilidad, autocontrol, estabilidad emocional y mental, y buena voluntad ante las novedades.

Requisitos:

Edad comprendida entre los 18 y los 32.

Estatura mínima: 164 centímetros para las mujeres y 172 centímetros para los hombres.

Nivel de estudios: título de educación secundaria.

Idiomas: italiano y nivel excelente de inglés, preferentemente, conocimiento de una tercera lengua.

Buenas capacidades atléticas y nadadoras.

Ausencia de tatuajes visibles.

Todo coincidía con nuestras características y aspiraciones. Podíamos probar, podíamos lograrlo.

—Mandemos una solicitud a la compañía aérea con nuestros currículos lo antes posible —dije.

Dicho y hecho.

Stefania rellenó los formularios de participación a pesar de recibir amenazas veladas por parte de su novio, y juntas preparamos todo, acompañado de fotos que sacamos con diligencia y atención.

No dije nada a mis padres, porque estaba convencida de que ni aprobarían ni respaldarían esta idea.

«Venga, hazla, ¡hazla ahora!».

Habíamos escogido nuestra vestimenta con sumo cuidado: el estilo es importante en estos casos, el business-dress era lo ideal.

«Ciérrate la camisa, por favor».

«No, gira un poco la cara a la derecha y mantén los brazos ligeramente flexionados con las manos detrás de la espalda».

Tras quitarnos los vaqueros rotos, la camiseta vintage que escogimos juntas en el mercadillo del viernes y las zapatillas color rosa shocking de algodón de la marca Superga, nos pusimos un horrendo traje de chaqueta azul que habíamos lucido en la boda de Agata, una pariente lejana, que quedó olvidado en el armario durante años; una bonita camisa blanca, pantis transparentes y zapatos del mismo tono que el vestido completaban el conjunto.

Nos recogimos el pelo y lo fijamos con laca y gomas elásticas negra, maquillaje ligero, una radiante sonrisa falsa y andando:

«¡Haz la foto!».

«¡Perfectas!».

Cosa de un mes después, recibimos las cartas con las invitaciones para participar en las primeras pruebas.

Me temblaban las piernas al abrir el sobre; Stefania casi se desmaya.

Cogimos un par de días para hacer un curso intensivo con el que refrescar nuestro inglés, que estaba bastante oxidado.

Estaba decidida a convencer a mis padres, al menos para participar en el proceso de selección. Mi obstinación superó la suya; no lograron impedírmelo y esperaban, como el novio de Stefania, que no consiguiera pasar las pruebas.

Cogimos un avión para llegar a Roma, la ciudad escogida para nuestro importante encuentro.

Stefania tenía que comprarse un atuendo adecuado para la ocasión. Se decantó por un traje de chaqueta negro, bien ajustado, pero un poco rígido, porque no le proporcionaba naturalidad ni comodidad al moverse; yo arreglé el mío debidamente.

En el avión no era la primera vez que contemplábamos con admiración a aquellas mujeres uniformadas que paseaban con gran soltura y profesionalidad por la cabina, pero aquella vez sentí envidia sana.

Justo después de despegar, miré por la ventana del avión.

Vi cómo se encogían los mismos automóviles, siempre en fila, que veía cada mañana de camino al trabajo y apreté con fuerza la mano de Stefania.

Pasamos, sin problema, casi todas las pruebas, que se desarrollaron a lo largo de varios días, impulsadas por las ganas, las agallas y un entusiasmo inimaginables, vencimos nuestra timidez y demostramos, también a nosotras mismas, una insólita tendencia hacia el liderazgo.

La prueba con el psicólogo fue, para Stefy, la más dura.

Yo fui la primera en entrar a una sala luminosa donde se hallaba un hombre que tenía la misión de último examinador, antes del meticuloso reconocimiento médico final.

Para mí fue una charla agradable y relajante, pero noté que aquel hombre quería incomodarme, aunque yo intentaba no ceder a sus intenciones.

Estaba feliz.

Inesperadamente, y tras una breve entrevista inicial de presentación, afirmó que no creía que yo fuera aquella persona positiva, correcta y sociable como me había descrito; le contesté que lo lamentaba, pero que no me preocupaba y que su opinión, tal vez, se debía a que nos habíamos conocido muy apresuradamente.

 

Me invitaron a participar en la siguiente prueba.

Al salir, le guiñé el ojo a Stefy.

—Nada de qué preocuparse, ve tranquila —le dije.

Stefania entró justo después.

Pasaron pocos minutos y la vi salir con mala cara.

—A la mierda, ¿quién se piensa que es este maleducado?

—Stefania, dime, ¿qué ha pasado?

—¡No sé quién es, pero no quiero volver a tratar con un tipo así! ¡Ha dicho que llevo el pelo desaliñado y que mi ropa es no es adecuada!

—¡Qué maleducado! ¡Cómo se atreve!

—Me ha hecho preguntas inapropiadas, por decirlo suavemente, muy privadas, ¡y yo le he respondido que no era asunto suyo! Después me ha dicho: «Pero ¿quién te crees que eres?». Y yo, llegados a ese punto, encolerizada e histérica le he dicho que cuidara sus palabras, y a continuación le he cerrado la puerta en las narices.

Era la prueba que comprobaba nuestro grado de tolerancia al estrés. Con un trabajo con un contacto continuo con el público, esta era una habilidad necesaria.

No hace falta decir que no invitaron a Stefania a la siguiente prueba.

Regresó a casa pasmada, preguntándose qué había hecho mal. Su novio fue el único satisfecho con el desenlace negativo de la prueba, y sus preguntas quedaron para siempre sin respuesta.

Por el contrario,yo en mi caso inicié un curso de tres meses de duración donde me enseñaron a apagar incendios y a cómo actuar en caso de emergencia.

Estudié, además, las características técnicas de varios tipos de aviones y la composición de las tripulaciones, alguna pincelada de medicina para la habilitación en tareas de primeros auxilios y, tras aprobar los exámenes de técnica, medicina e inglés de Civilavia (el organismo italiano competente para la concesión de patentes), estaba lista para subir a un avión desempeñando el papel que tanto había ansiado: el de azafata.

En el curso conocí a tres chicas y nos hicimos amigas: Eva, Valentina y Ludovica.

Compartimos la misma habitación de hotel durante aquel período y, tras ser contratadas, decidimos alquilar una casa en Fregene, una localidad marítima situada cerca del aeropuerto de Roma Fiumicino, nuestra base de partida.

Así empezó nuestra aventura.

Eva, Valentina, Ludovica y yo

La casa tenía dos habitaciones, cada una con una cama de matrimonio, y el único baño estaba muy concurrido: era muy difícil encontrarlo libre, al igual que el teléfono fijo.

Tratamos de adaptarnos a aquella situación y conseguimos convivir, no sin pequeñas diferencias, tratando de cumplir unos pequeños compromisos mínimos (lo más difícil era decidir cuándo y quién tenía que lavar los platos sucios).

Eva tenía un precioso cabello pelirrojo, ondulado y suave, que se deslizaban sobre sus hombros; sus ojos de color marrón claro parecían verdes en días muy soleados. Era de complexión esbelta y delgada. Procedía de Bérgamo Alta, como ella decía, y tenía alma de «napolitana auténtica», extrovertida y afectuosa; le encantaba su desorden, siempre llevaba una mascarilla en la cara, y a menudo deambulaba por casa con su favorita: arcilla verde ventilada, y usaba aceite de almendras dulces para suavizar el pelo.

Ludovica nunca paraba de hablar, y yo no sabía cómo detener aquel chorro de palabras que te arrollaba en cuanto abría la boca. Ella era rubia con preciosos tirabuzones, ojos de un azul intenso, y tez lisa y clara. Era una mujer de armoniosas curvas. Era ordenada y cuidadosa (¡lo contrario a Eva!), vestía trajes de firma y guardaba sus jerséis de forma individual en bolsas de plástico transparente; cocinaba de maravilla.

Era de Cerdeña y estaba con un chico, paisano suyo, que a menudo se quedaba con nosotras, lo que a veces obligaba a su compañera de habitación, Eva, a dormir en el sofá de la sala de estar.

A Ludovica le encantaba alisarse el pelo.

Yo dormía en la habitación con Valentina, una chica llena de vida y entusiasmo, muy sensible, honesta y generosa.

Su cabello era oscuro y liso, con corte de casco, sus ojos negros, muy profundos y sensuales, era de físico delgado y definido.

Por la noche, a Valentina le encantaba quedarse despierta hasta tarde antes de irse a dormir, mejor si estaba en compañía de su licor de hierbas favorito: Montenegro con hielo. Por la mañana tardaba mucho tiempo en el baño porque sus lentillas eran un incordio.

Estábamos muy unidas.

—Hoy nos han invitado a la fiesta de bienvenida a casa de los pilotos que viven en Via Masotta, frente a nuestra casa —dijo Eva emocionada.

—¿Por qué no nos pasamos? —dije.

—Sí —asintió Valentina—. Siento curiosidad por conocer mejor a nuestros vecinos.

Ludovica fue a secarse el pelo de inmediato, yo me probé casi toda la ropa que tenía en el armario y me pregunté si lograría subir la cremallera lateral de unos fantásticos pantalones azules; Eva se puso su nuevo aceite perfumado de lirio del valle y Valentina se apresuró a maquillarse en primer lugar.

Felices, dimos nuestros primeros pasos hacia aquel pequeño mundo que nos pertenecía, desconocido hasta ese momento: el reino de los «volátiles», muy distinto del de los meros «pasajeros», como suelen distinguir quienes trabajan en los aviones.

Lo que notamos de inmediato en «ellos» era que conocían y frecuentaban lugares que solo habíamos visitado en sueños, y la facilidad extrema de llegar hasta ellos debido a la costumbre de viajar; la capacidad de adaptarse a cualquier parte del mundo debido al conocimiento de sus pueblos y territorios, de la cultura y de las tradiciones, la multitud de amistades en diversos lugares que podían mantenerse vivas porque te relacionabas constantemente; la apertura mental necesaria para mantenerse en contacto con el mundo y sus habitantes, así como muchas obsesiones y fijaciones que todos llevaban consigo desde su casa hasta la maleta, su pequeño segundo hogar.

«Una vez que os convirtáis en volátiles, lo seréis para toda la vida», nos dijeron en voz baja, como si fuera una verdad oculta, una etiqueta que llevaríamos toda la vida. Entendimos que empezar a «volar» sería como vivir dos vidas paralelas que se alternan cada vez que te vas a trabajar y en cuanto regresas a la única realidad privada; es como hablar un nuevo idioma, incomprensible para los demás, donde el mundo es tu hogar, y el hogar es tu mundo.

Descubrimos que casi todas las noches se organizaba algo. Éramos una especie de gran familia que se reunía con los que regresaban de los vuelos y descansaban entre turnos, pero si había que salir al día siguiente, prometíamos, todas las veces, acostarnos temprano para evitar los molestos dolores de cabeza y náuseas matutinas que, volando, se duplicarían con la altitud y el aire acondicionado.

Durante el trabajo había que ser impecable, los vuelos y los pasajeros a los que nos enfrentaríamos serían una prueba dura, lo sabíamos bien.

Tras firmar el contrato de trabajo en la amplia sala de un majestuoso edificio y, con gran sorpresa, al designar al beneficiario de la póliza de seguro en caso de fallecimiento, nos dimos cuenta con gran emoción de que nosotras también nos convertiríamos pronto en «volátiles voladores».

El primer vuelo

El primer vuelo es inolvidable para cualquiera.

Me asignaron un turno hacia París, estaba súper emocionada, cohibida por entrar por primera vez en aquel avión, completamente vacío, listo para acoger a nuestra tripulación antes que a los pasajeros. Empecé a conocer los «secretos del galley», que era una especie de cocina de a bordo, donde se encontraban los microondas para calentar los platos, el frigorífico para mantener las bebidas frías, todos los carritos con la comida, la zona destinada a contener la basura y los equipos necesarios para la evolución del vuelo. En esta zona se prepara todo el servicio antes de su inicio, y para las azafatas, es el lugar más confidencial e íntimo, el único lugar lo suficientemente discreto para conceder unos cuantos minutos de aislamiento de los pasajeros, gracias a una cortina que regala valiosos momentos de privacidad en vuelos excesivamente largos: en este lugar, a menudos se cuenta y desvelan secretos y confesiones en voz baja, es el «cofre de las confidencias» de las azafatas.

Comprobé, junto a la tripulación, que todo se hubiera limpiado de forma minuciosa, que el cáterin hubiera abastecido adecuadamente todos los carritos, los microondas y el frigorífico, que los equipos y las luces de emergencia fueran eficientes y estuvieran en orden.

Yo era todo lo contrario a mis compañeras, deshinibidas y seguras a cada paso, convertidas en veteranas de la empresa», así se les llama.

En el curso vimos todas las puertas, carros y cajones hacinados en el interior del avión; eran interminables, completamente llenos de material necesario para el buen desarrollo del vuelo.

Decidí abrirlos para ver qué contenían y memorizarlos para usarlos con mayor rapidez.

Los cerré y olvidé la posición y el contenido de cada uno, eran demasiados, todos iguales por fuera.

Lo hice numerosas veces. A menudo la suerte me ayudaba a adivinar la ubicación de lo que estaba buscando, otras veces, me rendía al no lograr encontrar los vasitos de plástico después de una victoria parcial con las bolsitas de café y la leche en polvo. Creo que los antifaces para dormir cambiaban de lugar en cada vuelo, casi como un truco de magia: después de verlos en un cajón, o eso pensaba, los encontraba en otro.

Me miraba la falda que apenas cubría la rodilla, los pantis lisos y transparentes que hasta ese momento no había utilizado antes, los zapatos de estilo clásico de piel, del mismo tono que el bolso, con tacón también de estilo clásico; una camisa bien planchada, pañuelo al cuello, chaqueta con emblema y placa de identificación obligatoria.

Ahora lo llevaba puesto. Vestía aquel uniforme por primera vez, de la manera más cuidadosa que pude, sobre aquella insignia estaba grabado mi nombre, y para mí era un gran orgullo; la llevaba con gran estima, entusiasmo, casi con solemnidad: era el inicio de un magnífico sueño.

Me habría gustado hacer otra fotografía y mandársela a mi Stefania; esta vez, la sonrisa peaada a mi rostro que aparecería en la foto sería sincera, no como con nuestras fotos del proceso de selección; le escribiría que la echaba de menos y que me hubiera gustado que estuviera conmigo.

En aquel instante, la vergüenza y la emoción del primer vuelo me «regalaron» una rigidez extrema.

El color de la chaqueta del uniforme era muy parecido al del respaldo de los asientos, y yo me identificaba más con eso que con una «auténtica» azafata.

Afortunadamente, me las apañaba bien y nadie, o eso creo, se dio cuenta de mi inquietud durante todo el vuelo. Quizás se notó durante mi primera presentación del briefing, para visualizar los equipos de seguridad y las diversas salidas de la aeronave.

Todas las miradas estaban puestas en mí, no estaba preparada para enfrentarme con desenvoltura a aquellas innumerables miradas que me contemplaban por de arriba abajo.

Sentí un rubor en las mejillas, y las manos empezaron a sudarme, a temblar ligeramente, cuando mostré cómo abrocharse el cinturón.

Jamás había tenido problemas para meter la hebilla metálica dentro de la ranura, pero en tales circunstancias, me costaba hacerlo; trataba de bloquear aquel temblor incesante de mis dedos que impedía identificar la entrada correcta.

Empapada en sudor, conseguir finalizar aquella extraña demostración, como un baile realizado por los movimientos de mis manos.

Me sentía como la actriz de cine mudo con tanto público que seguía el texto leído y difundido por los altavoces del avión que enfatizaban las instrucciones dadas con mis gestos.

Durante los anuncios de bienvenida, fue extraño e inusual escuchar mi voz por todo el avión, y solo tras muchos vuelos conseguí modularla cada vez mejor, tratando de evitar, cuidadosamente, el empleo del dialecto, sobre todo la pésima pronunciación de la vocal «o», y que debía adoptar una fonética limitada y cerrada, que frecuentemente debía repetir:

«Buenoos días, bienvenidoos a boordo».

«Bienvenidoos a Rooma».

Me di cuenta de que, apretando los mofletes, entrecerrando la boca y la mandíbula, contrayendo y sacando los labios, y evitando la entrada de aire en las fosas nasales, conseguía acortar ese sonido.

«Buenoos», «boordo» y «Rooma» se convirtieron en «buenos», «bordo» y «Roma».

 

Después de una ruta nacional Roma-Bolonia y una posterior ruta internacional Bolonia-París, llegué a mi destino final, a pesar de que la maldita «o» era omnipresente.

Tras despedirnos de todos los pasajeros, un autocar estacionado al lado nos acompañó a mí y a mi tripulación al hotel y, como solía suceder, después de recoger la llave, reservamos para irnos de cena todos juntos.

«Nos vemos a las ocho, puntualidad».

Eso me dijeron mis compañeros antes de ir a sus habitaciones a cambiarse de ropa.

He aprendido, por las malas, que es importante ser puntual.

Estaba contenta de estar bien acompañada y de que ellos, que conocían bien la zona, pudieran guiarme.

Cenaríamos en el famoso restaurante La Coupole, en el Boulevard Montparnasse, famoso por su entrecot y un excelente vino tinto.

Saborearía las ostras con el aperitivo y haría innumerables fotos para recordar el evento, se las enseñaría a Stefania, a mi madre, a mi padre, a mis primas… Sería su princesa parisina que cenó en un famoso restaurante francés en compañía de personas que viajaban, que conocían el mundo y residían en hoteles lujosos, y yo estaba allí, formando parte de aquel sueño hecho realidad.

Se me ocurrió no ser perfectamente puntual a la cita en la recepción del hotel, porque «una señora siempre debe hacerse de rogar», al menos por mi parte.

Aprendí que «una compañera» no puede hacerlo, porque puntualidad significa «como máximo se permiten cinco minutos de retraso».

Cené sola en el bar del hotel, que solo servía sándwiches gratinados: cogí un croque monsieur de jamón serrano y una divina soupe d’oignons, vulgarmente llamada «sopa de cebolla». Allí todo era distinto, hasta la sopa.

No estaba acostumbrada a comer sola y casi me muero de la vergüenza; escondí mi sofoco tras un libro de Hemingway, abierto al lado del plato, y tenía el teléfono en la mano. Las mesas eran típicas, pequeñas y próximas las unas de las otras. A mi lado tenía a una señora elegante con el pelo recogido y vestida con un traje de Chanel.

A la mañana siguiente, después de visitar la Torre Eiffel, dar una vuelta rapidísima por el Arco del Triunfo y las centelleantes vitrinas de los Campos Elíseos, comí apresuradamente en el famoso Relais de Venice de Porte Maillot, Rue Pereire, y no me privé de pasarme por el respetado peluquero Carita, experto en cambios de estilo, que te cortaba el pelo tras estudiar tus facciones y adaptaba el corte al rostro.

Me lo recomendó una admirable compañera «que entiende del tema» y que llevaba un corte fantástico, a la que me encontré transitando por el aeropuerto.

Nunca se deben seguir a ciegas los consejos de las compañeras.

Con un flequillo horrible por encima de las cejas y la cuenta bancaria temblando (menos mal que llevaba la tarjeta de crédito y que el champán y los canapés de salmón fueron un obsequio del peluquero), regresé al hotel con el tiempo justo para ponerme el uniforme, intentar disimular el flequillo con gomina y tratar de cerrar la maleta que, quién sabe por qué oscuro motivo, a mi regreso parecía no tener la misma capacidad que a mi llegada, y ningún vuelo era la excepción.

En esta ocasión, la falta de espacio se debía a un sombrero de estilo retro de ala ancha circular plisada que, aunque estaba convencida de que jamás me pondría, me hizo soñar, así que no pude resistirme y me lo compré tras verlo en el mercadillo de Saint-Ouen.

Una compañera de aquel vuelo me contó que, durante la parada, había estado, en los grandes almacenes Lafayette, en una tienda en Rue du Bac, donde puedes encontrar desde sillones de P. Starck hasta linternas tan voluminosas como una tarjeta telefónica, pasando por los bolsos de compras más extravagantes y un armario hecho con cuerdas y botones. Tomé nota: yo también iría la próxima vez.

Inmediatamente después de aterrizar, mis compañeros prepararon un happy landing en mi honor, una bebida a base de vino espumoso y zumo de naranja para festejar juntos mi «primera vez».

Regresé a casa exultante, decidida a enseñarle mi nuevo sombrero a Eva, la única que, más que las demás, apreciaría la compra y seguramente me lo pediría prestado. Al menos alguien le daría uso.

Valentina dormía en la cama, exhausta por su vuelo de larga distancia, pues no estaba acostumbrada a aquel repentino cambio de horario y temperatura.

En Buenos Aires es invierno cuando en Italia es verano, y la diferencia horaria es de cuatro horas.

Su cuerpo sentía que era de noche, ya que había estado en pie durante tres horas (aproximadamente la duración del vuelo), pero la luz del sol y aquellos rayos tan potentes confirmaban que era hora de comer, algo insólito, porque hacía poco que había cenado a bordo.

Aquella noche no podría dormir, ni yo tampoco, ya que compartíamos la misma habitación.

El maquillaje emborronado del rostro de Ludovica y sus rizos, como si quisieran rebelarse de los coleteros, cansados de un largo recogido, confirmaban que ella también necesitaba descansar, vistas sus piernas hinchadas como globos debido a la presurización del avión.

No era una novedad que su novio «no volátil», como todos los futuros maridos de azafatas, por la mañana quisiera ir a dar un paseo con su amada a la que no veía con demasiada frecuencia; la hora de comer sería ideal para picar algo, por la tarde, una vuelta por la ciudad, y qué gran idea ir al cine después de cenar.

Es inútil siquiera explicar la necesidad de un largo descanso, sea cual sea el horario que establezca el meridiano de Greenwich.

Cuesta hacerle entender a tu novio que no te has ido a pasar unas vacaciones de placer y que ese sillón suave con reposabrazos y respaldo inclinable está destinado a los pasajeros, no a las azafatas, y que no tenemos tiempo para deleitarnos con la película que proyectan en estreno.

Trabajamos durante largas horas y acabamos reventadas.

Abro el frigo y cato el bife de lomo (filete de ternera) que Vale ha traído de Argentina y que ha conservado con hielo seco durante el vuelo.

En la cocina, al ver el nuevo cuchillo con hoja de cerámica y varias bolsitas de té verde intuyo el por qué de los rizos rebeldes de Ludovica; el vuelo a Tokio dura, al menos, doce horas, aunque su alisado siempre resiste perfectamente. Ludovica, antes de despedirse de nosotras para el necesario «descanso posvuelo», describe sus impresiones de la ciudad, demasiado frenética en contraste con la delicadeza de sus habitantes, con su extrema timidez, que a menudo les lleva a reírse tapándose la boca con las manos, con sus miles de reverencias para saludar. Se quedó impactada por los vertiginosos rascacielos, la multitud de coches y peatones por la calle, por la escritura incomprensible de los caracteres japoneses. Nos contó que estuvo en el mercado de pescado de Tsukiji, el más grande del mundo, muy limpio y ordenado, que había visto papelerías de nueve pisos y bares cuyo aforo máximo es de cinco personas; que se había perdido en Harajuku, un barrio a la última en la minúscula calle Takeshita, entre tiendas de moda frecuentadas por jóvenes de vestimenta llamativa y extravagante; que había descubierto que existían unos restaurantes llamados Maid Cafè, donde las camareras dan de comer a los clientes para demostrar su sumisión, les dan masajes y los entretienen con bailes y canciones, al estilo de las antiguas geishas. Por el contrario, en el Butler Cafè, son los mayordomos los que sirven a las mujeres de forma similar. Nos informó de que los precios de los nuevos modelos de cámaras de foto y videocámaras son muy competitivos y que también pueden encontrarse de segunda mano, pero en perfectas condiciones, al igual que las últimas novedades tecnológicas que todavía no han llegado a Italia, y que los relojes de prestigiosas marcas tienen precios un 35 % más bajos frente a las tarifas italianas, y que también los encuentras usados con garantía en las tiendas Best. Por último nos contó, antes de caer rendida en la cama por el cansancio, que en un restaurante llamado Al dente, los espaguetis son excepcionales, casi tan buenos como los italianos, y que se quedó contentísima por el masaje quiropráctico que le dieron en la zona de Shinjuku.