Sabor al amor prohibido. Crónicas del Siglo de Oro

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Capìtulo 9

Por la noche despertó a la chica Doña Encarnación.

– ¿Qué te pasa, mi niña? – le preguntó, alarmada, pasándole la mano por la cabeza. En sus ojos grises Marisol leyó una gran preocupación.

– ¿Qué hora es? – preguntó la chica, mirando a todos lados – no recuerdo como me dormí.

– Ya es de noche, está oscuro. No pudimos retirarnos del baile más temprano, habría sido indecoroso, – le contestó Doña Encarnación – tuve que explicar que te tenías dolor de la cabeza por no soportar el bochorno.

– Gracias, mamá.

– ¿Sigues sufriendo por aquel dichoso Enrique? – volvió a preguntarle Doña Encarnación.

– No lo sé, mama. Intentaba quitármelo de la cabeza, ya que comprendo que no vale nada, no es un hombre decente, pero cuando le ví con esta … – se quedó callada por un rato, – me puse mal. Además apareció este dichoso Jose María. No lo soporto, me parece muy antipático, y no sé porqué le invité a acompañarme a la sala de entremeses, por culpa de eso ahora va a perseguirme.

Doña Encarnación abrazó a su hija.

– ¡Pobrecita niña mía! Si, es verdad, nuestro pariente lejano es una persona muy desagradable. Tiene algo siniestro adentro. Es mejor que estés apartada de él. Intentaré a arreglarlo todo.

Las dos salieron de la habitación de Marisol, dirigiéndose al salón, allí les estaba esperando Roberto, sentado en el sofá.

– Marisol ¿cómo estás? – le preguntó a su hermana levantándose de su asiento – Todos estábamos muy preocupados por ti ¿qué te pasa, quién te hizo daño, hermanita?

– Estoy bien, mi hermano – le contestó la chica con voz baja, sentándose en un sillón grande, en el rincón del salón. Se veía que no tenía ganas de hablar.

Doña Encarnación se acercó a su hijo, le cogió del brazo y se sentó a su lado.

– Tu hermana está muy disgustada con Enrique Rodriguez – le dijo – porque se había portado mal con ella. Hace dos años, cuando Marisol y Elena, hermana de Enrique, estaban en nuestra finca en Andalucía, este hombre las visitaba varias veces y se prendió de María Soledad. Le propuso hacerse su novio y le prometió pedir su mano cuando cumpliera con su servicio militar, pero como ves, de momento está a punto de casarse con otra. Así son estos Rodríguez ¡personas de poca confianza!

Roberto se puso muy enfadado, se levantó del sofá e incluso se puso rojo de la ira.

– ¡Y este se llama caballero de Su Majestad! – exclamó con indignación.

El hermano de Marisol, normalmente, era un hombre bastante reservado y sabía controlarse a si mismo, pero de vez en cuando le sucedían reventones de rabia, y en aquel preciso momento no pudo mantener su calma. ¡Insultaron el honor de su familia! En estos asuntos Roberto era implacable y nunca lo podría perdonar.

– ¡Este canalla maltrató a mi hermana! ¡la engañó y la hizo sufrir! ¿cómo pudo tratarla de esta manera, como si fuera una sirviente? – gritaba Roberto, caminando muy rápido por el salón de aquí para allá – ¡se lo haré pagar todo! ¡todas las lágrimas de mi querida hermana! – exclamó arrancando su espada.

Doña Encarnación y Marisol se levantaron bruscamente de sus sitios y se acercaron corriendo al muchacho, intentando calmar la tempestad de sus sentimientos.

– Tranquilízate, querido hermano, – le decía Marisol, – este hombre no vale lo suficiente como para ir con venganzas hacia él. Todo pasará, yo ya comprendo que no es una pareja adecuada para mí.

– ¿Cómo que no vale? ¡insultó a toda nuestra familia!. No puedo dejarlo así, o ¡no soy un caballero de Su Majestad! ¡tiene que responder por todo!

– ¿Qué piensas hacer, Roberto? – le preguntó Doña Encarnación muy alarmada. Marisol también parecía perpleja.

– ¡Ahora mismo me voy a su casa para desafiarle!, hablaremos como dos hombres!, me lo tiene que aclarar todo!

Las dos mujeres se pusieron a persuadirlo para que no lo hiciera, pero Roberto parecía implacable. Se liberó de sus manos, cogió su capa y salió corriendo de la casa.

– ¡Oh, Dios! y ahora ¿qué será? – le preguntó la chica a su madre, muy pasmada y sobresaltada.

Doña Encarnación suspiraba dolorosamente.

– Lamentablemente, no lo podremos retener – dijo con tristeza – soy yo quien tiene la culpa, no debí contárselo. Ahora habrá un escándalo, ya sabes, para Roberto la cuestión de honor está por encima de todo.

Entre tanto, Roberto montado en su caballo corría a todo correr hacia la casa de los Rodríguez. Como vivían cerca, al cabo de unos minutos ya estaba allí, se desmontó a la entrada y llamó a la puerta.

El portero le abrió y al reconocerlo, inclinó su cabeza con respetuosidad y le hizo pasar.

Roberto prosiguió a la sala donde se encontraban sólo el dueño de la casa, Don Luis, y la abuela de Elena y Enrique. Al ver al huésped a esa hora en su casa, los dos se pusieron de pie ante lo inesperado.

– ¡Mis respetos, señores! – les saludó Roberto con reverencia – He venido para ver a Enrique, tengo que conversar con él, ¿está en casa?

El muchacho intentaba mantener la calma, pero su aspecto agitado y enfurecido les provocó un desagradable escalofrío a los dueños de la casa. Entre tanto al oír el ruido, entró en la sala el mismo Enrique, y seguidamente apareció Elena. Todos miraban con gran asombro al huésped inesperado.

– Buenas noches, señor Echevería, – le contestó Don Luis, muy alarmado, – pero ¿qué es lo que pasa, a que debemos su visita a esta hora?

– He venido por ti, – dijo Roberto dirigiéndose directamente a Enrique, – salgamos para hablar como dos caballeros de Su Majestad.

Enrique sin contestar nada, cogió su capa y siguió a Roberto. Los demás presentes los miraban con ansiedad, y los dos muchachos salieron a la calle.

Enrique conjeturaba el motivo por el que había venido el hermano de Marisol, pero guardaba silencio.

La calle estaba tranquila, parecía que sólo las estrellas en el cielo nocturno los observaban a los dos.

– Te hago el desafío – empezó a decir Roberto directamente, sin rodeos, mirando directamente a los ojos del joven – creo que sabes cuál es la razón. Prometiste casarte con mi hermana, pero la engañaste; esto es un insulto para mi abolengo, que se lavará sólo con la sangre.

Enrique se puso pálido y alterado, su respiración y corazón se aceleró. Roberto era uno de los mejores tiradores de espada en el país y uno de los caballeros de Su Majestad más fieles. Batirse con él significaba condenarse a si mismo a una muerte verdadera.

– Era simplemente un enamoramiento que pasó pronto – masculló el muchacho.

– Supongamos que así fue – le contestó Roberto – pero nadie te tiraba de la lengua. ¿Para qué le diste una promesa a mi hermana si no estabas seguro de que pudieras cumplirla?. La palabra de un caballero es ley. Marisol te creyó y te estaba esperando todos estos años, sin embargo ni siquiera moviste un dedo para explicarle todo o pedirla perdón. Te portaste como un cobarde.

Enrique se quedó callado, no tenía nada que responder.

– Mañana a las seis en punto te espero cerca del encinar en las afueras de la ciudad; espero que te portes como un caballero y no rechaces el desafío, sino, deshonestarás a toda tu familia y todo el mundo va a saberlo.

Enrique no le contestó nada, sólo bajó su cabeza.

Roberto, entonces, sin añadir nada más, se montó de un salto en su caballo y partió fuera alejándose a toda prisa.

Capítulo 10

A Roberto le dieron ganas de cabalgar un poco, y por eso se fue al campo a pesar de que ya era de noche. Al encontrarse fuera de la ciudad, soltó a su caballo y le dejó trotar y correr a rienda suelta. El muchacho necesitaba dejar salir toda su rabia y así calmarse.

Al cabo de una hora, después de haber jineteado a satisfacción, volvió a casa. A pesar de que ya era plena noche parecía que nadie dormía. Estaban encendidas las velas y al entrar al salón vio a su madre, a Marisol y a Elena que le estaban esperando, y al verle las tres se levantaron bruscamente.

– ¡Roberto por favor, perdona a mi hermano, te lo ruego! – exclamó Elena, poniéndose ante sus plantas – sé que se portó muy indignamente, pero ¡aún es tan joven!. Está claro que no quedará vivo tras este desafío, pues todos saben que eres uno de los mejores caballeros de Su Majestad; no hay nadie que use la espada igual que tú. Voy a persuadir a Enrique para que le pida perdón a Marisol. Tu hermana dice que ya lo ha perdonado; por favor, niégate al desafío, te lo ruego! – y Elena se puso a sollozar.

Marisol y Doña Encarnación, a su vez, le pidieron también a que renunciara al duelo.

Roberto se quedó perplejo.

– Cancelar el duelo no es decente para los caballeros de Su Majestad. Bueno, les prometo que no le causaré daño, tan sólo le espantaré un poco, aunque no me cueste nada ganarlo, no le haré nada, se lo prometo. Doy mi palabra de caballero, ¡pero que no deje de pedir perdón a mi hermana! – y con estas palabras el muchacho se retiró del salón.

Todos los presentes suspiraron con alivio, pues Roberto nunca decía palabras vanamente y siempre cumplía sus promesas.

Elena se despidió con reverencia y se apresuró para llegar a su casa lo más rápidamente posible, para calmar a sus familiares.

***

Al día siguiente por la mañana, en el encinar que se encontraba cerca de la puerta de la ciudad, Roberto Echevería de la Fuente se encontró en el duelo con Enrique Rodríguez Guanatosig, llevando consigo a otros dos caballeros como padrinos.

Los duelistas eligieron para el combate una hectárea en donde resaltaban desde el terreno unas grandes piedras.

El sol recién amanecido, se levantó sobre los árboles, en los que entre sus ramas cantaban los aves sonoramente, y el aire fresco sacudía las caras de los duelistas. Los muchachos se quitaron su armadura de caballeros, dejando tan sólo las camisas sobre sí mismos.

 

Cruzaron las espadas y se inició el duelo. Roberto de un golpe tomó la iniciativa y al cabo de unos minutos hizo entrar a su adversario en los márgenes de la hectárea.

Luego todo se desarrolló muy rápido. Enrique subió de un salto a una de las piedras, para lograr que a una pequeña altura, pudiera parar el golpe de Roberto, pero no pudo tenerse en pie y se cayó, dándose un golpe en su cabeza contra otra piedra.

Al ver que su adversario no se levantaba, Roberto se le acercó corriendo, y descubrió que estaba inconsciente con una herida sangrante en la cabeza. Las gotas de sangre caían sobre la hierba.

Roberto se inclinó sobre el muchacho que no revelaba señales de vida. Los padrinos también se acercaron hacia ellos.

– Está respirando – dijo Roberto – hay que llevarlo a casa ¡ojalá se recupere!

Uno de los padrinos sacó un pañuelo, y frotando un poco quitó la sangre de la cabeza de Enrique.

– Quédate por aquí, con él – dijo Roberto a un hombre, y tú – se dirigió al otro – vete a su casa a por el coche.

Después volvió su cabeza a su adversario herido que permanecía sin conciencia.

– Perdóname, Enrique, Dios que lo ve todo, sabe que no quería hacerte daño.

Con estas palabras se montó de un salto en su caballo gris y desapareció.

Volvió a casa donde le esperaban todos los miembros de la familia. Casi nadie había dormido esa noche; al verlo sombrío y preocupado, todos comprendieron que había pasado algo imprevisto. Roberto relató a sus familiares lo que había sucedido en el encinar.

– Todo ocurrió tan rápido que ni siquiera tuvo tiempo para prevenir su caída – dijo muy bajo – Dios es testigo, no le hice daño. No es mi culpa. Os di la palabra y la cumplí. No sé por qué el Señor lo dispuso así. Hoy mismo me vuelvo a Toledo – añadió el hijo mayor de Doña Encarnación, alejándose a su habitación.

Marisol, Doña Encarnación y otros familiares se quedaron muy desolados. Nadie esperaba tal viraje del asunto. Todos estaban seguros que nadie sería víctima del duelo y todo terminaría con la reconciliación de las partes.

– ¡Qué pena! – dijo Doña Encarnación suspirando dolorosamente – ¡pobre Enrique! ojalá se recupere!. Hay que visitar a los Rodríguez para preguntar por su salud. Debemos rezar por él.

Marisol también estaba muy triste, e Isabel y Jorge miraban a las dos, perplejos y asustados.

Entre tanto Roberto se marchó a Toledo, y por la tarde Doña Encarnación decidió ir a la casa de Rodríguez para llegar a saber de Enrique y proponer una ayuda, pero ni siquiera la dejaran atravesar los umbrales. Allí estaban seguros que Roberto no había cumplido su promesa y Enrique se había quedado herido por su culpa.

– Han llegado malos tiempos, hijos míos – dijo Doña Encarnación al volver a casa – sólo nos queda orar para que no le pase nada a este muchacho y se recupere, si no, hay que esperar lo peor.

Todos permanecían callados.

– Es mejor que nos vayamos de la ciudad hasta que se arregle todo – dijo la madre a sus hijos – voy a disponer que preparen el coche y el equipaje para mañana.

Poco a poco todos los habitantes de la casa se fueron a sus habitaciones, y en la casa reinó un silencio siniestro; hasta los menores no salían.

Al quedarse sola Marisol se echó a su cama y se puso a llorar para relajarse de la tensión nerviosa que había sufrido. Todo lo sucedido en los últimos días le pareció una pesadilla.

Luego, de súbito, sintió que ya no tenía lágrimas.

– ¡Pobre Enrique! – dijo ella – ¡ojalá que quede vivo!

Se acercó a la imagen de la Virgen María en el rincón de su habitación y se persignó, “protégeme por favor, Santísima Madre de Dios – pronunció mentalmente – quita mi dolor, aclara mi mente y dime que hago”.

Se sentó en la silla de al lado de la ventana y descorrió las cortinas macizas de color beige; estaba oscureciendo y no había nadie en la calle, como si se hubieran muerto todos los habitantes.

– ¿Qué será de mi, de todos nosotros? – se preguntó a sí misma – cuando lleguemos a nuestra finca, tengo que confesarme.

De repente un pensamiento entró en su cabeza. Ante su mirada interior surgió la imagen del cantante joven de quien se había separado hacía unos años. Una revelación inesperada la afectó como un rayo, ¡Enrique no fue predestinado para ella, no es su prometido!, y aquel joven, quien entonces se había apoderado de su corazón, era precisamente él!

Marisol volvió a llorar, pues se preguntaba: ¿para qué había tenido ganas de vengar a Enrique, para qué tenía celos de él?.. “¿Por qué intentaba coger lo que no fue predestinado para mi? – pensó la chica – a lo mejor, El Señor lo había apartado de mí, y de verdad no lo quería y no quiero, sino que simplemente intentaba aprovecharle para olvidar a otro hombre”.

– ¿Por qué resultó herido si Roberto se había negado a vengarle y sólo quería observar las reglas de urbanidad?.. Y ahora, no se sabe que pasará, si se recuperará o no. De todos modos, nuestras familias han llegado a ser enemigos, ¡qué pena! – seguía afligiéndose.

Marisol se sintió muy culpable por todo lo sucedido. “Y esta pobre chica, su novia, ¿cómo estará?.. seguro que también sufre – recordó a Laura y se puso mal – y si yo estuviera en su lugar?”

Luego se acordó de cómo había coqueteado en el baile con José María y sintió frío; en efecto ¡simplemente lo había utilizado para vengar a Enrique!; así que la chica, poco a poco, llegó a la débil conclusión de que no se olvidaría de este hombre así como así, era algo que sospechaba.

Por otra parte el muchacho a quien ella amaba, ¡tampoco estaba predestinado para ella, sino para Dios!; esta idea la traspasó el corazón a Marisol como una flecha, de manera que volvió a llorar.

– Oh Señor, ¿por qué? ¿para qué tengo que soportar todo eso? ¿cómo lo puedo solucionar? – se interrogaba la chica, levantando los ojos hacia el cielo, hacia el icono de la Virgen María, pero no oía ninguna voz, ni había ninguna repercusión dentro de su alma. Sólo se le aparecía la imagen del cantante joven, que desde el coro de la iglesia volvía a ofrecérsele ante sus ojos, y le pareció a la chica que le estaba sonriendo.

Marisol secó las lágrimas, sacó un gran bolso y se puso a recoger sus cosas para el viaje a Andalucía.

Capítulo 11

Por la mañana del día siguiente toda la familia, menos Roberto que ejercía su servicio en la corte, estaba a punto de marcharse de la casa para ir a su finca familiar en Andalucía. El equipaje ya había sido preparado y el coche estaba esperando cerca de la entrada principal. Doña Encarnación estaba dando las últimas disposiciones a los sirvientes que se quedaban para atender la casa. Roberto había de venir de Toledo a casa los fines de semana.

Era una mañana gris, estaba nublado, parecía que iba a llover. Por la madrugada Doña Encarnación había mandado a un sirviente a la casa de los Rodríguez, para preguntar por el estado de Enrique, y aquel volvió con la noticia, que el menor del señor Rodríguez había vuelto en si y estaba mejorando.

Doña Encarnación se persignó y comunicó la noticia a sus hijos. Todos recobraron el ánimo; “Gracias, Santísima Virgen María – mentalmente rezó Marisol – ojalá Enrique se recupere pronto”.

Todos los viajeros, con dos sirvientes a quienes llevaban consigo, ya estaban subiéndose al coche, cuando de repente enfrente de la casa apareció un jinete de traje azul. El hombre se desmontó del caballo, y Marisol y Doña Encarnación, con disgusto, vieron que era José María.

Entonces la chica sintió frío adentro, y Doña Encarnación le preguntó con voz alto, turbada y preocupada por el motivo de su visita tan repentina e inesperada.

– He venido para ver a Marisol y preguntarla cuando me dará una respuesta – contestó el hombre con arrogancia. Doña Encarnación agitó las manos, moviendo la cabeza.

– Ahora no es tiempo para esto, Jose María – le dijo la señora. – Todos hemos sufrido una gran conmoción, sobre todo María Soledad, por eso nos vamos a Andalucía, a nuestra finca familiar. Todos necesitamos descansar y tranquilizarnos.

– ¿Por qué no puedo acompañarles? – insistía su pariente.

– No hace falta que lo hagas – le contestó Doña Encarnación – este camino está siendo muy bien vigilado, no tienes que preocuparte por nosotros.

Jose María preguntó entonces cuando volverían a Madrid.

– En otoño – contestó la señora al instante – Bueno, ya es hora de irnos, adiós Jose María, déjanos, atiende tus propios asuntos, seguro que te quedan muchos pendientes para realizar.

Todos se acomodaron en el coche y los caballos se pusieron en marcha trotando por el pavimento de la ciudad.

Jose María les siguió con una mirada endurecida y adusta durante unos minutos, luego se montó de un salto en su caballo y desapareció.

– Ya te dije, hija mía, que no te dejará en paz así como así – pronunció Doña Encarnación con preocupación en su voz, cuando ya se habían alejado una poca distancia – En vacío coqueteaste con este hombre en el baile, no parece una buena persona. No sabemos además que tiene adentro, en su mente.

Marisol sólo suspiró. Sin embargo, pronto salieron fuera de la ciudad y nuevas impresiones del viaje eclipsaron todas esas sensaciones negativas producidas por el encuentro con aquel hombre.

Al cabo de una semana los viajeros llegaron a su finca, su dominio, cerca de Córdoba. Era pleno verano, y en el gran jardín todo florecía y perfumaba con intensa fragancia el ambiente. En el follaje de los árboles, alegremente cantaban los aves y hacía bastante calor.

Tras llegar, Marisol e Isabel, con mucho gusto, muchas ganas y alegría, se cambiaron de ropa quitándose sus trajes de viaje y poniéndose vestidos ligeros, y enseguida se precipitaron a la alberca. Jorge Miguel siguió a sus hermanas.

Doña Encarnación miraba a sus hijos batiendo en el agua con regocijo, riéndose y rociándose unos a otros con nubes de salpicones.

– Ay mamá, ¡qué bien se está aquí! – exclamaba Marisol – ¡nunca más quiero volver a nuestra lúgubre casa de Madrid! ¡me gustaría quedarme por aquí para siempre!

– A mi también me gusta mucho nuestra finca – apoyaba con sus palabras Isabel – ¿por qué no nos trasladamos para vivir aquí?

– Eso es imposible, mis niñas – les contestó doña Encarnación con un suspiro – allí en Madrid, tenemos obligaciones. Somos personas nobles y tenemos que frecuentar la sociedad. Por aquí apenas encontraréis a muchachos decentes con quienes podríais casaros!

– Pero es que Córdoba también es una gran ciudad! ¡y en donde vive tanta gente! – exclamó Isabel.

Doña Encarnación no se puso a discutir, “que las chicas disfruten de nuestro hermoso jardín, respirando el aire fresco y bañándose en la alberca. De todos modos, más tarde, seguramente tendrán ganas de volver a Madrid”, – pensaba, tranquilizándose la mujer a sí misma.

Tras bañarse a satisfacción y después de cambiarse de ropa, todos los hijos de Doña Encarnación con gran apetito comieron los deliciosos platos que había preparado para ellos la cocinera, Doña María, y después se alejaron a sus dormitorios para descansar. Pasadas unas horas, cuando ya empezaba a atardecer, las hermanas pidieron permiso a su madre para que las dejara pasear por el jardín. Doña Encarnación sabía que no les pasaría nada ya que el jardín por todos lados estaba rodeado por la alta muralla de piedra, así que por eso las dejó pasear libres a voluntad.

Las dos chicas empezaron a deambular por su hermoso jardín, les gustaba visitar sus diferentes y variados rinconcitos ocultos, donde desde su infancia habían tenido sus secretos.

En un rincón lejano donde se encontraba una broza, en la ciega muralla, había un paso que apenas se distinguía – sólo dos hermanas, o quizás el viejo jardinero Don Eusebio, sabían de su existencia. Aún en su niñez las hermanas a veces, se escapaban de la casa por esta apertura estrecha y secreta, para ir al río.

Cerca de la finca pasaba el río Guadalquivir que suavemente llevaba sus aguas majestuosas hacia el Mediterráneo. Y ahora las dos chicas, como antes, cuando eran niñas, sin convenir de antemano, se dirigieron al paso en la muralla. Colándose por la abertura, se encontraron así en el bosque de eucaliptos, entre la espesura de boneteros y hierbalunas. Las hermanas tantearon un sendero que estaba dentro de una espesa hierba, y por este, se precipitaron hacia el río.

Al cabo de un rato el sendero apareció destrozado, y las chicas se encontraron al borde de un derrocadero. Debajo de ellos alegremente llevaba sus aguas el caudaloso Guadalquivir. Las chicas se quedaron pasmadas disfrutando de un hermoso paisaje que se descubría ante sus miradas.

 

Antes, cuando eran niñas, se bañaban en este río algunas veces. A poca distancia la orilla se hacía más en declive, y poco a poco se iba trasformando en una playa arenal. Las hermanas se dirigieron allí y pronto llegaron a una orilla desierta.

Las chicas se quitaron su ropa y entraron en el agua. Estaba fresca y la corriente era bastante fuerte. Tras bañarse a placer, salieron a la orilla, y después de secarse, se pusieron sus vestidos y se sentaron en la arena muy contentas y plácidas.

No lejos de ellas se veían ruinas de unas construcciones antiguas. Todo a su alrededor parecía fascinante y misterioso. Las chicas se calmaron y aplanaron mucho, al sentir que una energía especial existía en este lugar.

De repente Marisol sintió algo extraño, como si se cayera a algún sitio viajando a través del tiempo. La chica se vio aquí mismo, pero todo era distinto; había mucha gente alrededor, vestidos muy raros; unos edificios desconocidos se levantaban por todos lados, y la gente estaba reuniéndose, como preparándose para algo importante.

Y de súbito, surgió ante su mirada la imagen del joven cantante desde el coro de la iglesia – Marisol, no se sabe por que, se daba cuenta que era precisamente él, aunque parecía que era un hombre de aspecto muy diferente. Se encontraba entre la multitud contando algo a la gente, y ella le miraba y estaba orgullosa de él.

Marisol volvió en si porque Isabel le tiraba del brazo.

– Marisol, ¿qué te pasa? – le preguntó su hermana, asustada – parecía como si te hubieras dormido, aunque estabas con los ojos abiertos.

La muchacha entornó los ojos y sacudió la cabeza.

– De verdad, ha sido un momento muy extraño, como si tuviera un sueño, pero muy raro – le contestó Marisol a su hermana, aún bajo los efectos de su visión. – Estuve en este mismo lugar, pero había mucha gente desconocida, muy rara, y yo estaba entre ellos. Una ciudad antigua, una gran reunión – no sé pues que me ha pasado, no sabría explicarte, … no sé que era todo esto.

La muchacha parecía un poco confundida.

Isabel miraba a su hermana con sumisión, quería mucho a Marisol y sabía que era muy distinta, no tal y como las demás.

– Bueno, hermanita, ya es tiempo para volver a casa – dijo Marisol levantándose. – Isabel, te lo ruego, no le digas a nadie de nuestro paseo, de este lugar, del paso en la muralla. Y sobre todo, nadie debe saber de mi sueño, que se quede todo entre nosotras dos, si no pensarán que estamos locas. No le revelaremos a nadie nuestros secretos.

– Muy bien, vale pues, te lo juro, Marisol, ¡nadie se enterará de nuestro arcano! – exclamó Isabel.

Las chicas se pusieron en camino para volver a la casa y pronto se encontraron en el patio de su finca.

Doña Encarnación ya empezaba a preocuparse por ellas, pero sabía que el jardín era muy grande, rodeado por una muralla tras la cual era imposible escalar, por eso su madre no tenía miedo que a sus hijas les pudiera suceder algo, así que simplemente las regañó porque todavía les gustaba esconderse de los mayores aunque ya no eran niñas.

– Perdónanos mamá, por favor – le dijo Marisol – nuestro jardín es tan grande, con tantos hermosos rincones, que ¡no nos dan ganas de irnos de aquí!

– Bueno, os habéis liberado y disfrutado a voluntad, pajaritas – les contestó Doña Encarnación, riéndose – ¡disfrutad de la libertad!