Narrar el oficio

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Y en ese movimiento de desplazamientos y reacomodos, la operación museística opera un segundo ejercicio: el de la oclusión del pasado del objeto. La bandera argentina con cinta aislante negra formando las letras del “Esc. Alacrán”. El traje de etiqueta de un comisario ultimado. Una placa de sereno, lustrosamente dorada. Detrás de los vidrios, lo expuesto aparece congelado en un instante en el tiempo. Estático en su forma y su significado. Sometido a la admiración en tanto presencia palpable –la valentía, la muerte, el sacrificio– de una significación ulterior. Lavado, por lo tanto, de todos los pasos que lo llevaron a ser lo que es. El procedimiento que lo logra es extremadamente sencillo: se trata de colocar un objeto y un cartelito sobre una base, tarima o vitrina iluminada. Y de esperar entonces que ese acto de llevar unas partículas insignificantes al grado de signo petrifique el objeto y su carga histórica.

6

 Así, la cosa exhibida se presenta sin fisuras; cuaja en símbolo. Se obtura su proceso de construcción.



La operación es, en todo museo, ilusoria. Nos lleva a asumir a todo insumo como un elemento detenido. Pero ningún objeto –ningún museo– es estático, sino una entidad dinámica y mutable, capaz tanto de añadirse como de descartarse, de ser preservado o de ser destruido (Alberti, 2005). Objetos y espacios se mueven y se reacomodan, al vaivén de necesidades edilicias o de nuevos ordenamientos temáticos. En los museos de las fuerzas de seguridad, sin embargo, esta operación ilusoria adquiere tintes particulares, cargados como están, sus objetos, de una cierta biografía. De un cierto pasado “delictual”.



No hay que olvidar, después de todo, que muchos de ellos fueron (son) evidencias o pruebas de delitos cometidos. Algunos no evitan la vinculación explícita con el crimen y la violencia. Las balas servidas recogidas en el lugar del enfrentamiento donde tal oficial perdió la vida. El orificio de entrada de bala en el esqueleto de Chonino, primer perro muerto en cumplimiento del deber. Pero cuando lo violento viene de la propia mano, cuando es índice de fuerza estatal, el rastro tiende a ocluirse. El objeto, por decirlo de algún modo, se sanitiza. Ahí están, por ejemplo, las esposas en vitrinas, cuya exposición prolija y numerada nos hace olvidar las prácticas concretas que las subyacen –detenciones, secuestros, procedimientos de diversa índole–. Y ahí están también las armas, convidadas por excelencia de estos museos. Presentadas como piezas tecnológicas. Custodiadas por cartelitos que especifican alcances, calibres y disparos por minuto. Ordenadas por tipologías o arregladas cronológicamente para dar noción de mejoras y evoluciones. Esterilizadas, en suma, de su carga de violencia, de su vinculación con la comisión o la represión de delitos (Jones, 1996; Scott, 2015). El éxito de esta operación sanitizante reposa en un mecanismo: el de hacer que el trabajo político de la memoria sobre el tiempo no opere rememorando sino re/des/conectando. No enmascarando al objeto –no suprimiendo las armas–, sino enmascarando su conexión con determinadas aristas de la experiencia (Rufer, 2018).



Un objeto –nos enseña el museo– no es por ende una cosa dada de antemano, algo que porta verdad de por sí, sino un espacio de relaciones sociales y sujeto, por lo tanto, a multiplicidad de ordenamientos e intervenciones. Un objeto, parafraseando a Olivia Maria Gomes da Cunha (2010), resulta un artefacto que fue hecho o rehecho innumerables veces. Esto es, que fue manipulado, cambiado, reubicado. Que fue hasta purificado. ¿Cómo llegó al museo un determinado elemento? ¿Quién decidió conservarlo y por qué? ¿Qué matices de su trayectoria se enfatizan o se silencian? Preguntarse en este volumen también por estos procesos materiales es una vía más para interrogar los modos en que los museos de las fuerzas de seguridad configuran, alientan y reproducen determinados relatos institucionales. La perspectiva entraña un desafío: el de ver a la cosa

en sí

. Ya no como soporte material que

ilustra

un argumento, sino en sí misma como significado (Henare, Holbraad y Wastell, 2007).



Este desafío se redobla en el caso del registro fotográfico. Las fotos constituyen, en los museos de las fuerzas de seguridad, técnicas de enunciación que desempeñan un papel tan fundamental como soslayado. Las hay de congresos internacionales, por ejemplo: un racimo de hombres de bigotes atusados y frac impecable. Las hay también de otra clase de hombres: más humildes, a caballo, nutriendo las filas de las patrullas terrestres. Montadas mayormente sin adornos ni marcos, navegando solitarias en paredes desnudas o agrupadas en miríadas sobre el yeso o la cartulina, las fotos se exhiben como meros rectángulos informativos de cartón. Como si se tratase de insignificantes pedazos de papel entre los objetos. Dispuestas de este modo, se vuelven gráficamente ingenuas, simples fotos “de” cosas, en cuyo estilo “sin estilo” se ha suprimido la mediación (Edwards, 2006).



Lo que emerge de este uso es la foto como prueba de verdad. Como documento capaz de dar cuenta fiel del mundo. Los expertos han señalado lo mecánico de su procedimiento como deudor de esta ilusión mimética: una naturaleza técnica capaz de crear la fantasía de una imagen aparecida de modo “automático”. Un procedimiento que, al contrario de la pintura creada por el artista, es capaz de realizarse sin la intervención de la mano humana. La fotografía, concebida de este modo, se vuelve un dispositivo idóneo para la conservación objetiva del pasado. Se muestra, en resumidas cuentas, como un auténtico auxiliar de la memoria. Como testimonio crudo de lo que efectivamente ha sucedido (Dubois, 1986; Alimonda y Ferguson, 2004; Barrios Cristaldo y Giordano, 2015).



Pero la fotografía no es un artefacto de plena visibilidad (como no lo es ningún objeto). No se rige solo por lo que muestra, sino a su vez por lo que ocluye. Se ha dicho también largamente: las fotos son relatos inacabados. O, si se quiere, relatos fragmentarios. Narrativas incompletas que no muestran todo lo que sucede. Susan Sontag (1993) lo ha resumido limpiamente: fotografiar es encuadrar, y encuadrar es excluir. Y lo que se excluye –añadiría Philippe Dubois (1986)– es tan importante como lo que se exhibe. Ahí tenemos, sin ir más lejos, las fotos antiguas que empapelan la primera sala del Museo de Gendarmería. Un grupo de hombres con sombreros y bolsas al hombro atravesando un ramaje tupido. Nuevos hombres de sombrero ante una torre erigida entre pastizales. Primero planos de suelos. Sujetos vistos a lo lejos. Espacios agrestes y remotos. El desierto como desproporción. Las variaciones son mínimas de foto a foto. Y lo que se rubrica es claro: la tecnología llegando a los confines vacíos del país, el poder del estado fotografiándose a sí mismo mientras gana territorio. Pero lo que no se muestra también deja huella en lo que se ve: un espacio que nunca, ni siquiera por entonces, ha dejado de estar habitado, transitado y simbolizado por poblaciones indígenas. El resultado es bifronte: un espacio

narrativamente

 vacío para ocultar su ocupación (Tell, 2001; Alimonda y Ferguson, 2004; Masotta, 2009).



Una foto es, así, una ventana que se pretende lineal hacia el mundo. Un artefacto de fuerte potencia simbólica para la construcción de discursos institucionales. Como todo objeto museístico, por lo demás. Puesta cierta atención, todo objeto (toda foto) revela marcas: del paso de la historia, de los movimientos institucionales. También un museo es, en sí mismo, un objeto revelador: de políticas institucionales, de diálogos con eventos políticos y sociales, de interacciones con otras agencias. ¿Cómo pensar los museos de las fuerzas de seguridad? ¿Cómo pensar lo que muestran? ¿Cómo pensar lo que niegan?



Este volumen gira en torno a estas preguntas mayores, desgranando interrogantes, oscilando entre miradas generales y puntuales, posando la atención sobre amplitudes o recortes específicos. Abordando el extenso compás de sus registros: desde piezas hasta formas de montaje, desde las capas que añade al relato la persona que nos guía hasta el recorrido en que vamos hilando los objetos. Abarcando lo político, pero también lo ético y lo estético de su exposición. Para no olvidar que todo museo es un objeto vivo y que el arte de su escenificación es una curiosa conversación entre el orden de lo ficticio y lo real.



Sobre esto versan las contribuciones de este libro. Sobre la potencialidad de recorrer pasillos y vitrinas para mostrar las relaciones y los sentidos que transforman objetos y palabras en relatos institucionales. Sobre la necesidad de mirar los museos de las fuerzas de seguridad y sus artefactos, para descubrir en ellos las historias que buscan ser contadas.





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1

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2

. Para ciertas contribuciones tempranas en el ámbito local, ver Caimari 2012 y Sirimarco 2014.



3

. La afirmación es formalmente cierta pero, aun así, no completamente exacta. La Policía de Seguridad Aeroportuaria fue creada en 2005, a partir de un decreto del Poder Ejecutivo Nacional que transfirió la entonces llamada Policía Aeronáutica Policial –institución militar dependiente de la Fuerza Aérea Argentina– del ámbito del Ministerio de Defensa a la órbita del Ministerio del Interior. El movimiento hizo que perdiera su nombre y su pertenencia castrense, así como su vinculación con el Museo Nacional de Aeronáutica, creado en 1960, que continúa bajo el mando de las fuerzas armadas. Similar vaivén guarda la Policía de la Ciudad, que comenzó a operar en CABA subsumiendo a parte de la Policía Federal Argentina y la Policía Metropolitana (en funciones desde 2010). Como se ve, no se trata entonces de fuerzas de seguridad

sin

 museos, sino de fuerzas que han perdido la vinculación administrativa con la historia institucional mayor.



4

. Tomás Saraceno,

Cómo atrapar el universo en una telaraña

, exposición en el Museo de Arte Moderno, Buenos Aires, 2017-2018.



5

. Miriam Peña, “Museo Policial Inspector Mayor Constantivo Vesiroglos. Una breve historia”, Museo Policial, Policía de la Provincia de Buenos Aires, 2019, mimeo.



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