Quemar el cielo

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Fue un día frío y soleado tras la lluvia el del sepelio de Jáuregui. Los autos iban en su redondez de entonces. Muchos quedaron afuera y no pasaron a la sala del velatorio, organizado en el sindicato de Gráficos. Lila había llegado puntual, y miraba más el piso que las caras, aunque a algunos de la Federación Universitaria había reconocido. Le ofrecieron una bandera nacional con crespón negro, primero se negó y marcharon, después la reclamó y la obtuvo. La consigna era tan grande que en nada cabía. Al pasar por Casa de Gobierno, inclinaron las banderas en repudio. Ocupaban cuadras y cuadras. También Lila hizo cordón humano por la calle en la procesión, dio dos manos y le devolvieron las de otros. Marcharon por las avenidas del Bajo, estudiados de cerca por los carros celulares. Unos policías, malavenidos a trajes de civil, andaban a la par. Tras dos horas, cuando alcanzaban el cementerio de la Recoleta unos salieron de un bar a increparlos.

Al entrar a la Recoleta, Lila, si hubiera sido otra, habría llorado a la vista de todos. No era otra. El muerto iba en su puesto. Habría oradores como hay tormentas, con vientos y clamores. La multitud se acomodaba en los pliegos y pasillos del cementerio.

Decía Ernesto Che Guevara en la carta de despedida que le dejara a sus hijas...

Lila se había ubicado a media distancia, a un costado, sobre un montículo.

... que una era de las más lindas virtudes que podía tener un revolucionario.

Alguien que al verla había cabeceado, ahora por detrás se le acercó.

La de sentir como propia la injusticia que se comete contra cualquiera en cualquier lugar del mundo.

–¿Quién habla?

–No sé bien. Uno del sindicato, creo.

–¿A Tito Livio se lo llevaron el miércoles de la facultad?

Emilio Jáuregui comprendía que el problema que hoy se plantea en este país y en todo el mundo es el problema de la lucha por un orden social más justo para toda la humanidad.

Lila buscó equilibrio en puntas de pie.

El problema de la liquidación del imperialismo en todo el mundo, y a eso Emilio Jáuregui entregó su vida.

La lluvia no sólo había dejado su lustre en cada cosa, sino en concurso con el musgo su pátina. Se resbaló y volvió a subirse.

Una mujer contrahecha como un lienzo, apisonada lloraba.

Son años de cosas que se muestran brillantes en la pantalla.

Me pican los ojos de cosas. También la garganta. Otros han desmentido, en aquella época, las flacas versiones policiales.

Voy corriendo en busca de la bibliotecaria, que rumea su decepción como cualquiera, sólo que a la vista de todos.

¿Revista Primera Plana?

No está.

El diario La Razón es inútil.

La Prensa me salva.

Porque la policía federal desmintió en la víspera las versiones recogidas entre algunos vecinos del lugar donde se produjo la muerte de Jáuregui. Esas versiones –como informamos– afirmaban que el citado dirigente gremial fue encerrado por dos automóviles y muerto sin que efectuara ningún disparo. Sin embargo, la información policial ratificaba al cierre de esta edición que el muerto disparó varios tiros que hirieron a un agente y que este repelió el ataque.

Unas columnas más adelante en la antigualla de este papel de 1969, gris y amarillo, que va y viene bajo el antojo de la actualidad de mi dedo, se afirma que un joven de apellido Balé, quien en el momento del hecho se encontraba en el edificio en el que funciona el club Macabi, dice haber bajado y haber visto, en la intersección de las calles Tucumán y Anchorena, un patrullero estacionado en que varios policías querían introducir a otro agente uniformado que se resistía. En un momento este logró soltarse y fue por Anchorena hacia la calle Lavalle, pero inmediatamente fue alcanzado por los demás.

Un agente obligado, pienso, a hacer de falso moribundo en algún hospital.

Leída y saciada, devuelvo triunfal todo.

Curada la bacteria del sentimiento del orden, arrojado lo vulgar de lo bueno como un envoltorio, salgo de la biblioteca, tomo un taxi de vuelta a casa por puro contento, compro pan y vino bíblicamente, subo, apenas me emborracho.

El tío Julio ha de esperar.

En su silla del geriátrico, con su costado impropio, que ha dejado de pertenecerle desde la apoplejía y le hace colgar a un lado la boca. Vuelvo a preguntar a la sibila y me muestra fotos de un hombre llamado Jáuregui de grandes cejas. Uno va, de frase en frase, de foto en foto, con ligereza y descuido. Tenía una mujer y un hijo, y si vinieran a verme ahora, les haría grandes regalos como en una embajada oriental.

Escuchaba a Wagner, había estudiado en París.

No es necesario hablar mucho, compañeros, en el día de hoy, en que se da la triste paradoja, para nosotros, de que mientras enterramos aquí a nuestro querido compañero muerto, el señor Rockefeller se permite llegar a la Argentina, y no hay que hablar demasiado para saber dónde está el camino de la lucha.

–Lo vi morirse. Cuando llegué ya habían hecho un cerco para que nadie lo alcanzara. Ahí en la vereda. Lo avistaron, lo apuntaron y lo mataron. No tienen perdón.

Dijo Lila.

Nos parece que está muy claro que Emilio Jáuregui ha caído al comienzo de una lucha muy larga, de una lucha que va a ser muy difícil, y que como bien comprendía Emilio Jáuregui, va a ser cada vez más dura y más violenta.

Un pacto extemporáneo entre el cielo y una nube por un momento los reconfortó.

Violenta, necesariamente violenta, como tan claramente lo planteaba Emilio, porque el enemigo nos está mostrando todos los días, cada vez con más descaro, hasta dónde llegan sus métodos de represión. Y con los asesinos de Emilio Jáuregui, compañeros, no hay otro lenguaje más que el de la violencia.

Otro orador vino, y luego con el muerto ya en su puesto definitivo salieron todos.

Apenas franquearon los portones de la Recoleta, uno gritó que viviera el general, carajo, y otros le hicieron de coro. El nombre prohibido hizo su efecto, porque roto el silencio con el vocablo Perón, los agentes del orden del desorden intervinieron, y unos corrieron, y otros se apostaron.

Cada día tiene su huida y tiene su barricada.

Una mujer ha perdido un zapato, fino y roto, suelto como al viento una hoja.

En la barricada que se improvisó en Junín, donde la calle baja en hondonada, Lila y su acompañante defendieron posiciones arrojando certeras piedras, dos o tres cada uno, no porque creyeran que iban a ganar esa batalla sino porque esa resistencia, escasa y débil, era la única forma que les quedaba de decir que todo aquello era injusto, que estaban en desacuerdo, que lo injusto les dejaba ronchas en la cara y en el cuerpo, y en los pulmones zonas carcomidas, tanto que les resultaba difícil respirar aunque el aire estuviera aún limpio, justo antes de que llovieran los gases.

Uno iba empapado todo el día de estas cosas lacrimógenas.

Uno se pasaba el día conteniendo y exhalando a destiempo esto.

Desde una puerta cercana a la avenida, apretando bolsas, a pesar del vocerío alguien los llamaba. Ellos estaban sumidos en su empresa de la resistencia. La mujer corrió hasta la punta de la barricada, tiró del brazo del acompañante de Lila, y él de ella, y los arrancó del frente, escondiéndolos pronto tras una puerta.

La reconocieron entonces. Era una pariente que vivía cerca y que no perdió oportunidad de quejarse de todos, de ellos y de los otros, mientras subían las escaleras. En esa casa cerca del cementerio de la Recoleta se refugiaron unas horas. Cuando salieron tenían la noche y el estómago alimentado.

Caminaron. Carlos, su acompañante, se reía del frío.

Al día siguiente fueron juntos a una cita, de a dos cuando era para uno solo, en Once, muy cerca de donde habían matado a Jáuregui tres días antes. Caminaron cuadras, la gente compraba y vendía, se compraba y se vendía, en la convicción de que nada pasaba y nada pasaría tampoco, urgente en lo lento, meditando la merienda, el transporte, la hora y otras blandas correspondencias.

Es una hora correcta, así que lo llamo. Pedro no atiende en su hemisferio. Con Lucas, que es padre y no duerme, no me hace falta hablar. Tengo una lista de entrevistas en el debe que, como amanece, miro. Son nombres las deudas. Esteban T., Mario N., al evitar apellidos voy ensayando mi recién estrenada clandestinidad. Me propongo no grabar las entrevistas y apenas apuntar lo que me digan, entregarme a la asociación y a la memoria, que elijo como cómplice. Contemplo una pila de recortes y digo no hay miedo. Después del que han pasado los otros, cómo temer una pila de diarios viejos, ni siquiera originales, en blancas fotocopias pulidas.

–No tendría que contarte. Con Lara estuvimos en el tema de los Minimax.

–¿Estás militando?

El bullicio de la calle era una niebla. Los supermercados Minimax, propiedad de la familia Rockefeller, habían volado al unísono en distintos puntos unos días antes.

–¿Son de la facultad? Si son de la facultad tengo que saberlo.

–Es un grupo nada más, de un amigo.

–¿Tito?

–No, Tito Livio es un imbécil con el culo frío en Devoto. Nos mandaron a recabar información, cuándo abrían y cerraban los Minimax, si te revisaban el bolso al entrar. Con Lara nos tocó el local de ahí a la vuelta del cementerio, fuimos varias veces, un día me crucé con la tía, ni con miedo ni nada fuimos.

–Porque tampoco sabían para qué los mandaban.

–Pero algo nos imaginamos.

La cita era en un bar de techos bajos y sillas de madera vencida, con una mesa de billar en los fondos.

Entraron. Carlos le indicó la esquina correcta. Había un hombre sentado a un lado de la puerta, a una soledad abrazado. Hizo un gesto con dos dedos al acompañante de Lila. Ella dijo, puesto que eran las mismas cejas gruesas y el mismo pelo en abismo:

 

–El muerto.

Quisiera que hubiera una matemática sensible de lo mío, que no estuviera reducida a saber dividir esto de aquello, a disfrutar y penar a conciencia, atada y desatada de lo propio: el hijo y la mesa y una porcelana si la hubiera.

La nueva cita que al fin consigo tiene lugar en una casa de perros y gatos de toda índole, que circulan y reclaman atenciones desde que entro.

Ocurre la conversación, no es que hablemos.

–Yo estoy en busca de Lila. ¿Ustedes compartieron casa en aquella época?

–Un tiempo, muy al principio, nos conocíamos de la facultad. Una casa en Villa Martelli.

–Villa Martelli, donde mataron a Santucho.

–Eso fue mucho tiempo después. Yo estaba en el sindicato de los gráficos, pero empecé a militar entre el 69 y el 70, en algún momento, después de la muerte de Jáuregui. Eso a los gráficos nos marcó mucho. A Lila también, siempre me habló de esa noche, cuando vio morir a Emilio. Después ya no nos cruzamos más, me abrí, no pude.

–¿No pudo qué cosa?

Esto que ha ocurrido entre nosotros, que diga Lila de su boca, me llena de una agitación sorda.

–¿Y ella cómo era, qué hacía?

Insisto. Un gato se lame, salta, me huele el pelo desde el respaldo del sillón.

–Iba y venía todo el día como todos nosotros, creo que tenía en esa época un trabajo legal y además la militancia, eso te lleva horas. Después yo ya no milité más. Le puedo pasar el contacto de otra gente, lo que yo le diga no creo que le sirva.

–Sí que me sirve. ¿Y operaban, accionaban?

–¿Accionar? Una sola acción me acuerdo juntos.

–¿Qué acción?

–No me acuerdo.

Se levanta y echa alimento en una pecera. Un gato blanco había estado observando desde abajo el movimiento del pez rojo como el péndulo de un reloj.

–Tengo una pistola. Uno de ustedes me la dio.

–¿Un militante de antes? Hay también militantes de ahora. Pero la persona que se la dio está confundida.

–Pero usted sabe de estas cosas.

–¿Yo? Nada no.

Era sólo un espejismo el parecido con el muerto, concitado por las cejas y lo anguloso de la cara. Una cara que trabajaba terriblemente para sus adentros, y que debía mover montañas para sonreír, y lo lograba de vez en cuando. Demostrado, como otras cosas, quedó esa misma noche. Lila se sentó frente a él y Carlitos, su acompañante, ante una mujer de anteojos de gran marco, como un bicho. Habían sido semanas de una gran agitación que nadie podía esconder, ventilada por las revistas en el espectáculo del presente: desde los levantamientos de Córdoba, se sucedían las tomas de las facultades, habían explotado los Minimax hacía unos días y el gráfico Emilio Jáuregui había sido asesinado en la protesta contra la llegada del enviado de Nixon.

–Se cargaron a Vandor.

Dijo el hombre de la cara geológica. Había lanzado el diario al medio de la mesa que les servía de excusa y de retardador, como todas las mesas del mundo lo hacen si hay dispuestos al alcance.

–Hoy a la mañana.

Los otros se abalanzaron sobre el diario. Habían sido dos hombres, según un testigo del sindicato, los que entraron al edificio custodiado de la CGT vestidos de policías, preguntando por Vandor. Estaba lleno de actividad y de gente. Apenas los dejaron entrar, mostraron una ametralladora y una cuarenta y cinco.

–A todos nosotros nos pusieron contra la pared, los brazos en alto. Uno de los sujetos le dijo al que empuñaba la pistola “andá a buscar a Vandor”, y en seguida oímos tres o cuatro disparos. Acá lo dice el diario.

–¿Para qué lo matan?

–Fueron los de la otra central obrera.

Dijo la mujer, fumando con una liquidadora sensualidad.

–El viernes estuve en la otra central obrera.

Dijo Lila. Sólo entonces el hombre, con todo lo ancestral de su cara, le prestó atención.

–De ahí salió el cortejo de Jáuregui. Nadie parecía venir de asesinar a nadie.

–Fue justo.

Dijo el hombre.

–Yo no estoy de acuerdo.

Cuando se hizo la hora pidieron algo de comer, y entró un agente, y escondieron por instinto las páginas de la mesa y el hombre de piedra volvió a poner el diario a la vista, corrigiéndolos, diciendo que era un diario y un muerto y nada más.

Al salir, se las ingeniaron para quedar solos los que debían, y en compañía los que también, Lila y el hombre antiguo. Él había estado en la toma lo mismo que ella, sin que ella lo hubiera visto, aunque no, no pertenecía a la facultad, sólo conocía a alguien, había ido a dar apoyo y a ver.

–¿Ver qué?

El tío Julio ha puesto la silla de espaldas a la puerta, esa es su forma de esperarme en su habitación del geriátrico. A un costado la televisión aúlla sus miserias con los heraldos habituales.

–¿Por qué nada, Monique, ni dulces ni flores?

Me dice. Debe haberme visto llegar por algún reflejo que no descubro.

Me acerco, ensayo un beso en su mejilla; no hay lugar donde pueda sentarme y nos miramos a los ojos pronto así que así permanezco, de pie, el saco de escudo.

–Las flores, me dijiste la otra vez, son para los muertos.

–Pero le gustaron a mi enfermera, y ella me gusta a mí, y está la regla de tres simple.

Una fatiga repentina me hace cerrar los párpados.

–No te duermas. Sos la única que todavía viene. Eso te eleva mucho entre nuestros parientes. Y quedan pocos, hay que reconocer.

Eso es persistente en él: el espadeo al que me invita.

Me guardo de blandir ninguna cosa que prolongue nuestra contienda. Le alcanzo los papeles del banco en una carpeta –para eso he venido–, que firma con la única mano útil que le queda. A pesar de las limitaciones que le dejó la apoplejía, y que le ha puesto la cara como una mancha, me inquiere por unas copias de diarios que asoman detrás, en la misma carpeta. De mi colección de debilidades para con este hombre elijo una: le respondo. Es cierto que es hermano de un padre que apenas nunca se detuvo en mí.

–Son fotocopias de diarios. Me interesa mi prima. Estoy investigando.

–¿La loca de mierda de Lila?

–No tu Lila, la verdadera.

–Qué bien te queda la ingenuidad.

En la noche marcharon, Lila y el hombre, y se sentaron en la porción de naturaleza que les dejaba disponible en esta altura de calles y edificios la ciudad. Ella esperó en su punta como un reptil, hasta que se acercó y le tocó un hombro, en esos modos en que una mano es un comando, y algo desencadena. Se intercambiaron besos y tactos de reconocimiento. La hipótesis era sostenible, esa de la ecuación que los sumaba, al menos esa noche.

Los amantes llevan una urgencia y los militantes otra; ellos ambas entonces.

El tío Julio está listo con las firmas pero retiene los papeles, separa los recortes con dos dedos buenos, los va acercando a un ojo como si los olfateara.

–¿Estuvo en lo de las bombas a los Minimax? Me acuerdo de las bombas.

–No sé. Pero estuvo en una toma de la facultad de Filosofía y Letras. Varios terminaron en Devoto.

–Era tarea predilecta de la querida Guardia de Infantería repartir palos entre los estudiantes.

–La Guardia que ustedes mandaban.

–¿Quiénes nosotros? La universidad era pura política y había que pacificar al país.

Le echo en cara, con la ingenuidad que ya me ha descubierto, que lo hubieran intentado disolviendo el Congreso y los partidos. Le pregunto qué se creían. No sé qué me creo.

–Era un golpe, mi chiquita.

Me dice arrastrando la lengua. Quiere hablar y sigue hablando.

–Ante esas provocaciones un gobierno debe reaccionar. Aunque el presidente Onganía era un hombre medido y tenía aversión a las medidas extremas cuando la situación no lo era.

–Recién ahora me doy cuenta de todo lo que colaboraste con la dictadura. ¿Cómo no me di cuenta en todos estos años? Tengo cincuenta y cuatro.

–Era un gobierno de fuerza, que actuó muchas veces con justicia.

–Matando.

–Fueron casos aislados. ¿Y ahora sos de izquierda vos? Qué sorpresa.

Debo haber soltado la espada, porque un brazo me tiembla débil a un costado.

–Tu prima se equivocó, nada más. Ella se equivocó mucho y nosotros teníamos bastante razón. Es eso. Y ahora se te da por revolver, con qué sentido. Debe ser la frustración de estar sola, ¿no? ¿No te sube la noche? Yo puedo dar cátedra de eso. Pero no necesito mentirme ni cantarle a la parentela muerta.

–¿Muerta?

Pregunto con queja. Entra una enfermera zigzagueante.

Lila pidió que no fuera en este hotel ni en el siguiente, en la casa sí, ¿en qué casa? Él conocía una casa y allá fueron con la consabida prisa. Se entendieron en todo o casi, por encima y por debajo del abrigo de la manta, pero con la luz primera, sin haber dormido, tomando a duras penas sentados un mate de la apenas mañana, él dejó de mirarla.

Tenía esa terrible lejanía.

Ella fue vencida y preguntó en qué pensaba.

–En cosas.

–¿Tantas?

–No, pocas. Pero importantes.

La casa estaba casi vacía. Lila se vistió; recién entonces empezó a imaginar una excusa ante sus padres por la ausencia. Era la primera vez de muchas otras coartadas a esgrimir en los años venideros.

Entró a un cuarto sin muebles con toda una pared negra, una mancha que subía hasta el techo como un extraño empapelado.

–¿Qué hubo en ese cuarto?

Quiso saber.

–Un accidente.

–¿Con explosivos?

No había nada más que sacar del pozo de aquella garganta.

Ordenaron las mantas y pusieron de pie el colchón, como una bandera.

–¿Quiénes mataron a Vandor?

Pidió ella.

–¿Para eso te quedaste esta noche? No sé bien quién lo mató.

–No por eso. No del todo. Un poco. Un poco para saber.

–¿Qué querés saber?

–Cosas. Qué hace falta.

–Eso es bueno.

–Si hacía falta matar a Vandor, por ejemplo.

–Sí, hacía falta.

–Yo no sé.

–Yo sí sé. Ahí tenés tu respuesta.

Me alegra que el tío Julio sea humillado por la administración de una pastilla y un ungüento ante mis ojos. Pero un sentimiento así, pedestre y pardo, se evapora rápido.

–Espero que la comida haya mejorado.

Digo cuando la enfermera se va. Él desconfía.

–Vos no tenías edad. Era un mundo de conspiraciones.

–¿Y Córdoba?

–El Cordobazo fue una revuelta orquestada por opositores, y después inventaron lo del levantamiento espontáneo y popular.

–¿Y los estudiantes?

–Un grupo que no midió las consecuencias.

–¿Y la guerrilla?

–Gente en mal estado, que pagó un precio altísimo. Yo igual no me hago cargo de lo que pasó después. A cada gobierno su responsabilidad. Una cosa es el 69 y otra el 76. Yo no soy causa de nada o casi nada, ¿no se me nota? Se trató de despolitizar lo más que se pudo, se limpió lo que se pudo.

–Ustedes estaban todos de acuerdo.

–No nosotros, todos estábamos de acuerdo, todo el mundo.

Un aire de reconciliación entra por la ventana y me hace temblar y temer. Necesito dar un último golpe, que me deje irme montada sobre la repugnancia de siempre. Pero el desprecio que le tengo es un gas liviano, que se diluye rápido. Le digo de los muertos que hubo, de los desaparecidos que ya empezaban a principios de los setenta, de los crímenes. Entonces caemos por la mala pendiente de los recuentos. Agitados, después guardamos silencio. Descubre algo en una de mis copias, la alza hasta el ojo bueno que le queda.

–Este fue el día de mi renuncia. Cuando mataron a Vandor. Ahora me vas a justificar que lo hayan reventado así, por un acto de melancolía.

Lo dejo que hable.

–Vandor era un sindicalista sensato, que sabía negociar.

Ahora mismo pienso que si le creyera se acabarían las noches.

–Entran y lo bajan de cuatro tiros, nada más.

Insiste. Me levanto.

–¿Vas a volver?

Me pongo a juntar los papeles caídos.

–Para traerme plata. ¿La plata la traés?

–La plata te la traigo.

Le concedo. Compro agua al salir; bebo y bebo, sin desierto que me abrace.

 

Llego a casa y leo lenta:

“Yo le dije: a usted lo matan; se ha metido en un lío que a usted lo van a matar. Lo mataban unos o lo matan otros, porque él había aceptado dinero de la embajada norteamericana y creía que se los iba a fumar a los de la CIA. ¡Hágame el favor! Le dije: ahora usted está entre la espada y la pared. Si usted le falla al Movimiento, el Movimiento lo mata; si usted le falla a la CIA, la CIA lo mata. Me acuerdo que lloró. Le dije: usted no es tan habilidoso como se cree, no sea idiota, en esto no hay habilidad, hay honorabilidad, que no es lo mismo.”

Perón habla de una supuesta conversación con el sindicalista Vandor, anunciándole la muerte que le darán en el 69, justo cuando el Hombre con gran hache estaba al fin por pisar la luna, después de haberle hecho la corte desde esta órbita y aquella otra. Vandor no ha visto el paso trascendental del Hombre. Vandor, el sindicalista querido por el gobierno militar, el burócrata. Burócrata, vendepatria, burgués.

¿Por qué se vencerán los nombres? La patria no vendible es la patria socialista. A vencer o morir por Argentina. Patria o muerte. Perón o muerte. Perón y Evita. Evita, la patria socialista. Perón y Onganía, Vandor y Aramburu, y Pujadas y Santucho, y el Che y Mao, y Marx y Lenin, y Perón y Aramburu, así, en carrusel.

Pero, a detenerse.

Evita ha muerto hace años y su cadáver, desaparecido. Digo bien desaparecido.

Y Videla aún está por llegar.

A detenerse, a desconfundir, me propongo y me conmino.

Ha subido a su propia casa familiar, justo a tiempo. Hace unos días del asesinato de Vandor y del amor. En el living, el televisor reina porque aunque es presente el 16 de julio de 1969 será un día histórico. En la cocina, hay gente reunida emitiendo risas como señales de auxilio. Lila se asomó un momento para averiguar el paradero de la tía Teresa. Tuvo que descubrirla en su esquina del cuarto de huéspedes, con la cortina transparente a un costado, haciéndole de cabellera. Tenía a su bebé recién nacido en brazos y le iba hablando en la lengua de las madres. En otras circunstancias mejores le hubiera cantado. Pero el bebé estaba enfermo.

–Es hermoso.

Dijo Lila aunque no lo conocía.

–Sí.

Dijo Teresa.

Lila logró que se sentara, le pidió acariciarlo y sostenerlo bajo la mirada de la madre, como si sólo con los ojos la madre le mantuviera andando la respiración. Tuvo que devolverlo pronto, porque todo era un riesgo. Teresa todavía no tenía un diagnóstico; estaba ahí, entregada a ese día y al siguiente; había esta noche y había la siguiente mañana; el mundo era severamente breve.

–Estuve con alguien.

Dijo Lila en un silencio que le pareció oportuno.

Teresa le dio una mano.

–Es militante.

Oyeron de afuera un aullido, un corrimiento de muebles. La gente se acomodaba.

–¿Hay amor?

El bebé, como un vigía, había estirado un brazo; eso algo quería decir, eso algo anunciaba. Teresa encendió la luz y lo observó muda. Una antiquísima hermenéutica estaba en marcha, buscando explicaciones y hallando unas pocas, mínimas, para sobrevivir hasta la próxima hora.

Ya habían llamado al médico y no había llegado.

–Él, Víctor.

Dijo Lila.

–Él es médico. Si lo llamamos, va a venir.

–¿Adónde, tiene teléfono?

–Hay un teléfono donde lo llamo, le dejo un mensaje, y él viene.

Se quedaron mucho rato sin hablar, la calle de un lado, las voces del otro, y el bebé en su mínima respiración silenciando todo en medio.

Lila hubiera querido decirle de su decisión de entrar, había demasiado que hacer en ese país para quedarse afuera, en esa intemperie de lo común y corriente. Entrar no sabía todavía dónde; estaba esta y aquella organización; o sabía pero no se atrevía del todo a saber.

–¡Volvió la transmisión!

Escucharon desde el living. Les sirvieron más tarde comida y bebida.

Ellas dos se movían sin relojes –el reloj era la vida de los otros– como los astronautas allá, fuera de la atmósfera, lentas en la habitación, mirando al bebé, apartando la vista del bebé, levantándolo si se quejaba. En una de las estaciones de ese ritual empezaron a sonar afuera las bocinas, y desde el living llegó Monique, la hija mayor de Teresa, gritando mamá, están bajando a la luna, mamá. Pero Teresa no se movió. A las doce sonó el timbre mientras la algarabía afuera reinaba, y como de un sueño despertaron.

Él, con maletín médico pero sin ninguna otra insignia, hizo encender las luces, y ellas se taparon los ojos como en el verano.

–Está azul de nuevo.

Dijo la madre señalando al bebé. Y si bien era invierno, abrieron las ventanas.

Él lo desnudó en dos maniobras, lo auscultó, lo palpó como acariciando, volvió a envolverlo.

–Va a necesitar oxígeno. Mañana mismo hay que llevarlo al hospital de niños.

Teresa dijo que sí y los expulsó con una minúscula caricia de gratitud.

Esa noche durmieron juntos por tercera vez, y Lila soltó de madrugada la frase que venía guardando como una gema en el fondo del cuello, un verbo sólo la frase, que no se iba ni se diluía ni se tragaba, puesto que estaba para pronunciarse:

–Entro.

–No es tan fácil. No es un club deportivo. Vamos a ver.

En este banquete de ilustres en que de pronto cada noche estoy sumida, que es la historia, leo ahora, guevarista y convencida, que el presente es de lucha y que el futuro nos pertenece.

A ellos, me digo.

Y luego más, como si comprendiera, como bebiendo, como diciendo “ah”:

El partido es una organización de vanguardia. Los mejores trabajadores son propuestos por sus compañeros para integrarlo. Este es minoritario pero de gran autoridad por la calidad de sus cuadros. Nuestra aspiración es que el partido sea de masas, para cuando las masas hayan alcanzado el nivel de desarrollo de la vanguardia, es decir, cuando estén educadas para el comunismo.

Cuándo, cómo llegar a esa educación, me pregunto yo en mi noche.

Y a esa educación va encaminado el trabajo. El partido es el ejemplo vivo; sus cuadros deben dictar una cátedra de laboriosidad y sacrificio.

O sea que los cuadros del partido deberán ser algo así como catedráticos de la vida justa. ¿Con la palabra? Con la palabra y con el ejemplo vivo.

Deben llevar con su acción a las masas a la tarea revolucionaria, lo que entraña años de duro bregar contra las dificultades.

Eso recuerdo de la última vez que vi a Lila, la última o la penúltima, estábamos en el campo y yo le preguntaba cuándo nos volveríamos a ver, ella cuándo volvería, con once o doce años yo inquiría y ella respondía con su temible temple: pronto, Moni, en algún tiempo, Moni, es difícil, Moni, pero vamos a ganar.

–Livio, saliste, ¿cómo estás?

Lo abrazó. Habían visto una película clandestina o clandestinamente, italiana, que contaba una huelga de otro siglo. Desde aquella noche en la facultad, en que él había sido llevado y no ella, no habían podido comunicarse, y Lila había vivido desde entonces pensando en que hubiera debido estar en su lugar, como si haber sudado por el diccionario de latín exceptuara a su amigo de todo lo mundano, incluida la revuelta.

–Hace unos días.

–¿Y cómo es?

–¿Estar en Devoto por haber tomado la facultad? Lo mismo de irracional que Pi.

Pero el lugar, el sueño, la actitud de los compañeros, quería ella saber.

–Estábamos en una celda grande. En la cárcel hay que organizarse para todo. Hay que votar todo y hay que conciliar todo. Era el ágora constante. Se duerme con todos los silbidos del mundo en los oídos. Y yo que soy viejo desde los quince me la pasé aplaudiendo y gritando.

–Ahora sos nuevo.

–Todavía no, no como haría falta, hay que ver si quiero. Ando inquieto, eso sí, y mientras leo a Cicerón pienso en el Che.

El cónsul Waldemar Sánchez, el pueblo de Garín, el general Aramburu; todas cosas. No, no, primero el tema de la muerte del general y expresidente Aramburu, y después la toma de La Calera en Córdoba y después del pueblo de Garín en la provincia de Buenos Aires. Y antes que nada la historia del cónsul Waldemar Sánchez, primer secuestrado político, que no es sólo la historia de un cónsul paraguayo de quinta categoría. Todos operativos de la guerrilla. Mientras narro, me sube una corriente, y ante la media sonrisa de mi hijo Pedro, que ha vuelto por unos días de sorpresa a Buenos Aires, me sonrojo, porque debe haberme descubierto algo de entusiasmo en la voz esta mía.

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