Garcilaso

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En sus brazos la sacó él del río para tumbarla en la mullida hierba y cubrirla con su cuerpo. Todo pasó rápida y dulcemente y Guiomar se sentía la mujer más feliz del mundo. García estallaba en pasión y plenitud. Y después de deleitarse en el fruto de su amor, se sintieron desnudos como Adán y Eva en el paraíso. Él la arropó con su capote corto, dejando al descubierto sus largas y torneadas piernas y ella se arrebujó en su fuerte pecho.

—No temas que esta sea tu deshonra. No temas por haberme entregado tu cuerpo.

—¿Qué temor tendría por entregar su cuerpo quien ya entregó su alma?

Él la besó largamente y en ese mismo momento le pidió que se casaran.

—Ahora mismo, seamos esposos ya. Desde este momento, para mí más eterno y solemne que cualquier otro, te juro la fe de ser tu esposo, y sean nuestros testigos estos árboles, este prado y nuestro padre Tajo.

Tomó con ambas manos agua del río y la derramó sobre los oscuros cabellos de la amada.

Guiomar rio con voz cantarina.

—Y yo te prometo también la fidelidad y amor de una esposa, en nombre de este padre Tajo que une nuestros corazones por siempre —y repitió el gesto de su amado, como en un bautizo mágico.

Luego rieron pensando que, si alguien supiera de sus paganos ritos y los denunciara, arderían pronto en las hogueras de la Inquisición. Pero nadie iba a saberlo. Solo a ellos correspondía ser fieles al pacto jurado.

Pasaron meses de amor. Vivían como en una nube de felicidad con su secreto. Necesitaban continuamente el uno del otro y buscaban ocasiones para sus encuentros furtivos. Garcilaso se atrevió a anunciar a Doña Teresa y doña Sancha, una tarde que todos se recogieron alrededor de la confortable chimenea de la casa familiar, que amaba a Guiomar y que quería hacerla su esposa, con el consentimiento de su madre, cuando alcanzaran la mayoría de edad. Doña Teresa le habló de prudencia pero también le manifestó su alegría si ese matrimonio se llevaba a cabo.

—Yo también me sentiría feliz con vuestra unión, hijos míos —dijo doña Sancha— pero, con todo el dolor de mi corazón, debo recordarte, hijo, que serás algún día Caballero de Santiago y solo Su Majestad tendrá derecho a elegir tu esposa.

—¿Y qué objeción tendría doña Juana para negarme la esposa que yo le solicite? Contando, además con vuestro apoyo y aprobación, señoras, a quien la reina quiere bien…

La madre sonrió: Estás en lo cierto, hijo. Esperemos que así sea. Pero ahora sois jóvenes y debéis esperar con paciencia y contención a que llegue el sagrado momento en que os unáis en matrimonio…

Algo tarde llegaban sus consejos, si bien es cierto que de poco hubieran valido pues esa pasión tenía la fuerza de un mar embravecido y quemaba de lejos, como el ardiente sol, así que nadie hubiera podido contenerlo.

Pasaron así los meses. Sin avisar se sucedían las estaciones y su amor parecía perenne. Solo notaban el cambio en las praderas que rodeaban al río: el verdor se agostaba, aparecían tiernas flores malvas que indicaban la llegada del frío, los árboles creaban alfombras pardas y crujientes en las que recostarse, y caía alguna nevada… Luego, flores tímidas iban saliendo entre el verdor creciente y el ciclo se repetía.

Garcilaso estudiaba, todo era de su interés y devoraba libros y legajos. Intentaba que su poesía creciera y madurara con él, y con su amor. Siempre era Guiomar la musa de sus versos.

3

Tomando ora la espada, ora la pluma

Un frío día de los primeros de la primavera, Garcilaso recibió la feliz noticia de la visita de su hermano Pedro. Se despidió de Guiomar, dejándola en su casa, y corrió al encuentro del hermano, quien se reconfortaba del viaje frente a la chimenea, con una copa de vino caliente entre las manos, observado con cariño por la madre de ambos.

—Pedro, ¿a qué debemos tan agradable sorpresa? No esperaba tu regreso hasta la Semana Santa.

—Hermano —Pedro se levantó, extendió sus brazos abiertos y palmeó con afecto la robusta espalda de García—, los meses de ausencia me hacen ver los cambios. Me encuentro ya ante un hombre completo.

—Los continuos ejercicios con la espada hacen que me fortalezca. Has de ver a Fernando, es ya casi más alto que yo. Pero, en todo caso, ¿a qué debemos tu presencia en Toledo?

—Traigo importantes nuevas y vengo a buscar apoyos. Hace semanas que el rey Fernando ha muerto, ¿no os habían llegado las noticias?

—Sí, que Dios lo tenga en su gloria —se santiguó doña Sancha— pero, ¿qué mal se lo ha llevado?

—Abusar del amor, según dicen, madre mía.

—¿Cómo así? —preguntó la madre, sorprendida.

—Bien sabéis que al enviudar de nuestra reina Isabel, don Fernando decidió casarse de nuevo con Doña Germana de Foix, por lograr apoyos en el rey de Francia, tío de doña Germana.

—Así fue, y cuando nació aquel infante que tuvieron, todos pensamos que perdíamos para siempre todo lazo con la Corona de Aragón. Pero el infante murió a los pocos días, pobre ángel.

—Sí, pero el rey no perdía las esperanzas de dar a Aragón un heredero que destronara a nuestra señora doña Juana y nos separara de las tierras aragonesas. Y quizá por la mucha edad o porque el medicamento que le han aplicado para que reforzara su vigor viril no ha dado resultado, el caso es que lo tomó y al día siguiente, enfermó. Y está muerto.

Garcilaso prorrumpió en carcajadas con su profunda voz de hombre, que el hermano no reconocía: ¿Y en qué consiste tal medicina?

—¿Acaso os interesa, hermano mío, por algún problema personal? Son testículos de toro…

Garcilaso no podía parar de reír y contagió a su hermano: No, Pedro, os aseguro que no necesito arriesgar mi salud con tales extremos…

—Basta ya de risas, hijos míos. ¿Debo recordaros que debemos un respeto al que ha sido nuestro rey, y que ahora yace en tierra? ¿Debo también recordaros el respeto que debéis a una dama, que resulta ser vuestra propia madre?

Los hermanos lograron calmar sus risas, pidieron disculpas a su querida madre, y se serenaron.

—Bien, lo que me trae aquí no es simplemente anunciaros la muerte del rey, que ya conocíais aun sin mi presencia aquí esta tarde. Se avecinan cambios importantes que pueden repercutir aún más gravemente en la ya flaca economía de Castilla. Mientras se preparan en Aragón para la ceremonia de Coronación de nuestra señora, la reina Juana, su hijo, el príncipe Carlos, se ha proclamado por su cuenta rey de las Españas, tanto de Aragón como de la misma Castilla, aduciendo la debilidad mental de nuestra señora, y ya se encamina a estas tierras.

—Pero, hermano, parece que la situación te sorprendiera. ¿Cuántos años hace que fue declarada la incapacidad de la reina? ¿Por qué primero su esposo y luego su padre han sido regentes de Castilla mientras ella vive confinada en Tordesillas? ¿No es lo esperable que venga quien es el natural heredero y señor de las Españas a recibir su corona y ocupar su trono?

—La incapacidad de la reina, a mi entender, está por demostrar. Por otra parte, ¿en qué posición deja esto a nuestro príncipe don Fernando?

—En la que le corresponde, al no ser el primogénito.

—Sí, eso es bien cierto, Pedro. Ahora, en todo caso nos conviene arrimarnos a los buenos, hijos míos —terció la madre— y ganarnos el favor del joven rey, asumiendo que es a don Carlos al que pertenece la Corona.

—Señora y madre, ha días que pienso en ello y, pese a mi parecer a favor de don Fernando, acato las leyes. Hemos mandado Hernán y yo mismo un correo para dar la bienvenida al nuevo rey, en nombre de la ciudad de Toledo, rogándole que venga a visitar y aposentar la Corte por unos días en nuestra insigne ciudad.

—Medida inteligente y oportuna —aplaudió García.

—En efecto, pero su Majestad se ha negado. No le interesa visitar nuestra ciudad, le parece un largo viaje al sur. Visitará solo ciudades del norte.

—No estará acostumbrado a los rigores de nuestro clima…—justificó doña Sancha.

—García, me parece importante que vengas con nosotros a recibir al rey cuando llegue, y en los festejos de su bienvenida intentaremos convencerle de que visite Toledo. Tardará meses en llegar, pero es importante que pases conmigo ahora una temporada en la Corte, quizá consigamos que, a través del Cardenal Cisneros, quien ahora ocupa el puesto de regente, su Majestad cambie de opinión. Confío en tus dotes diplomáticas. A pesar de tu corta experiencia, la dulzura de tu carácter y tus habilidades como poeta y músico, son una buena carta de presentación. La nobleza toledana te adora, y espero que también el príncipe Carlos simpatice contigo. Si no logramos que venga a la ciudad, los grandes linajes de Toledo van a ponerse en su contra, y eso podría perjudicar a nuestra familia.

Así, Garcilaso se preparó para su largo viaje, y marchó a despedirse de Guiomar.

Aunque ella ya sabía que su amado tenía que partir, parecía aquella tarde antes de la partida especialmente seria y preocupada.

—¿Qué tienes, mi amor? ¿Acaso temes por mí o no confías en mi regreso?

—Sé de tu valor y fuerza, lo que no me hace temer por los peligros del camino. Y sé que regresarás, aunque no fuera por la fe que me debes, sí por la lealtad a nuestra amada ciudad.

—Por ella y por ti, que en mi corazón estáis unidas y enlazadas por la oscura cinta de las aguas del Tajo, volveré y nuestros amores seguirán tan vivos y fuertes como siempre.

—Señor, tengo miedo de que unos bellos ojos te hagan olvidar los míos y entonces caería para siempre sobre mí el baldón de la deshonra de quien nadie podría ya salvarme, si no es la muerte.

—Eso jamás pasará, y no menciones a la Muerte, pues solo ella podría separarme de tus brazos. Y en caso de que yo muriera y tuvieras que volver a casarte, cosa en que no quiero pensar, ¿quién iba a saber de nuestros amores? Pero no temas, que volveré bien pronto, y traeré a su flamenca majestad conmigo, o poco ha de poder el arte de mi palabra.

 

Se besaron, pero notó los labios de Guiomar secos y fríos, como si los hubiera cubierto la escarcha. Y la vio retirarse, muda y misteriosa, hurtándole la mirada cubierta de lágrimas. ¿Qué ocultaba el atormentado corazón de Guiomar? Temió por ella, quizá sería su amada la que huyera tras otro nuevo amor durante su ausencia.

Aquella noche no pudo dormir y escribió unos versos. Los copió con su mejor letra varias veces, ya que las lágrimas creaban gruesos goterones de tinta sobre el pergamino y hubo de cambiar dos veces de pluma, pues las mojaba con su tristeza. Al fin, casi al alba, dio por satisfactoria la copia, la selló con lacre y la dejó a una sirviente para que la llevara a primera hora y entregara solo en mano a Doña Guiomar, exigiéndole la máxima discreción.

Mientras cabalgaba rumbo al norte con su amplia comitiva, al lado de su hermano, Guiomar despertaba leyendo emocionada unos lánguidos versos:

Acaso supo, a mi ver,

y por acierto quereros

quien tal yerro fue a hacer

como partirse de veros

donde os dejase de ver.

Imposible es que este tal,

pensando que os conocía,

supiese lo que hacía

cuando su bien y su mal

junto os entregó en un día.

Acertó acaso de hacer

lo que si por conoceros

hiciera, no podía ser:

partirse y, con solo veros,

dejaros siempre de ver.

Torturado por la ausencia de la amada, no cesó de mandarle misivas y correos, encendidos versos de amor, epístolas en que le contaba de su vida cortesana, de sus conversaciones con el Cardenal Cisneros, a quien veía cada día más anciano y débil, derrotado pues no había podido cumplir su sueño de dejar al menos la Corona de Aragón en manos del infante Fernando.

Pero Guiomar no contestaba, y aquel silencio le hacía barruntar cualquier desgracia, así que un día, con el pretexto de revisar la hacienda familiar, regresó a Toledo para permanecer allí un par de semanas. Sin descuidar sus deberes, y aun muriendo por ver a Guiomar, acudió primero a la casa materna, estrechó en sus fuertes brazos a su madre y hermanas, pudo hablar largamente con Fernando, quien ahora administraba las tierras de la madre, pudo saludar a sirvientes y amigos. Cuando la madre le anunció una opípara cena para celebrar su regreso, fue cuando se atrevió a invitar a las añoradas vecinas: ¿Vendrán doña Teresa y sus hijas?

—¡Qué discreción muestras, hijo mío, y cómo has aprendido los usos de la Corte! Invitadas están cada día, aunque Guiomar ha puesto últimamente ciertas excusas que me han sorprendido de quien tanto te ama. Dice hallarse indispuesta y, con ese pretexto, no la vemos en demasía.

—¿Cuánto tiempo hace que no os visita, madre?

—Ha casi dos meses, creo, y en verdad que me tiene preocupada.

—Yo la escribo de contino, y no penséis que responde a mis epístolas. Esta razón más que ninguna otra, madre, he de confesaros que me ha traído a Toledo. Sufro por sospechas y celos, y me torturo pensando si habrá conocido a otro.

—Parece casi imposible, a no ser que sea un sirviente, pues apenas sale a misa, y algunas veces han ido a darle comunión a su casa.

—Espero que no me haya cambiado por un sirviente, madre. Su alma noble no es capaz de tal bajeza. Entonces, ¿estará gravemente enferma?

—Su madre asegura que no ha más enfermedad que la malenconía por no veros.

—Si es solo eso, ahora mismo le prestaré remedio a su enfermedad y yo mismo la traeré esta noche a la cena.

Y de un salto se calzó botas, espada y capote y marchó a casa de doña Teresa.

Allí fue recibido por doña Teresa y sus hijas con la algarabía natural de recibir a quien tanto amaban, pero Guiomar no se hallaba entre ellas. Doña Teresa dio permiso al joven, a quien consideraba prometido de su hija, para visitarla en su aposento:

—Id a verla, Garcilaso, pues hoy no ha querido acompañarnos en todo el día, y temo que enferme. Solo la alegre sorpresa de vuestra visita logrará sanarla.

Así, llamó respetuosamente Garcilaso a las puertas de los aposentos de su dama, y una dueña a la que conocía bien, pues era el aya de doña Guiomar, le abrió la puerta con franca sonrisa: Joven Garcilaso, hijo, ¿algo mejor podría sucedernos? Pasad, pasad, y templar con vuestra dulce voz este laúd descompuesto que es hoy mi señora.

—¿Cómo es eso, Guiomar, de no salir a que os dé el aire de la mañana? ¿Teméis oscureceros por el sol, cuando vuestra mirada luce más que sus más fuertes rayos?

—Mi amado —gritó ella lanzándose a sus brazos. Luego, reaccionó con el recato esperado y se distanció—. ¿Podréis dejarnos un momento a solas, Laurencia?

—Si doña Teresa lo aprueba…

—¿No lo ha aprobado siempre?

—De sobra es sabido cómo se fortalece el fuego de la pasión con la larga ausencia…

Pero, mientras decía esto, se alejaba mansamente y ellos se acariciaban las manos y se quemaban con los ojos.

—¿Por qué me torturas tanto, Guiomar? Si es cierto que aún me amas, como tu mirada asegura, ¿por qué no has dado consuelo a un corazón destruido por la ausencia, contestando con unas breves palabras a mis quizá enojosas por demasiado largas misivas?

—Me siento confusa y asustada y pronto sabrás la razón, pero sé que en mi casa las paredes oyen, ¿cuándo podré hablarte en absoluto apartamiento?

—Esta noche haremos una cena especial en mi casa y vendrás con tu madre y todas tus hermanas. Quizá en el revuelo de la fiesta, podamos encontrar apartamiento, escapar al patio y que me cuentes lo que oprime tu pecho.

Así lo hicieron, tras la majestuosa cena en la que incluso se asaron diez capones rellenos de mil aromáticas frutas y hierbas, regados con abundante y rojo vino.

Hubo música y Garcilaso los deleitó a todos con su laúd y con sus nuevas coplas, nacidas en la triste ausencia. Luego, unos y otros se entretuvieron en animada conversación y al fin el homenajeado pudo pasar desapercibido por un momento y huir con su amada al patio.

No quiso permitir que Guiomar perdiera el tiempo en conversaciones veleidosas, o en preguntarle prolijamente por detalles de la Corte, como mostró intención en un principio, pues sabía que no les dejarían demasiado tiempo a solas, ya que no lo permitía el recato. Así que, con la franqueza en que siempre se había basado su amistad, la interrumpió para preguntarle: Ahora, no perdamos tiempo y dime, ¿qué tienes? ¿Estás enferma? ¿Qué es lo que te preocupa y parece alejarte de mí?

Guiomar dejó su vista perdida, fija en un punto indeterminado del jardín, un punto oscuro solo levemente iluminado por el resplandor débil de las luciérnagas, y suspiró, guardando un abrumador silencio.

—Me asustas, Guiomar. Te amo con toda mi alma y la ausencia no ha hecho más que acrecentar este amor. Me considero tu esposo y por ello, por la fe que me debes, te ruego que no me ocultes más tus pensamientos.

—Si ese amor es tan real como dices, y de veras eres mi esposo, entonces mi honra estará salvada y recibirás con alegría la nueva.

—¿Qué nueva? —aunque ya en la mirada de ella, en el débil gesto instintivo por el que reposó ambas manos en su vientre, lo adivinaba.

—Estoy preñada, García. Cuando te marchaste ya lo sospechaba pero no quise decirte nada, pues no era seguro y tu partida era inminente. En estos meses mi cuerpo me lo ha asegurado, aunque lo intento ocultar. A nadie se lo he dicho.

Garcilaso no sabía lo que sentía, era una noticia abrumadora, eran muy jóvenes aún y nada sabían de su futuro, ni siquiera podía poner una fecha a su enlace o asegurarle que se quedaría a su lado para conocer a su hijo el día de su alumbramiento. ¡Su hijo!

¡Nuestro hijo!, ¡Nuestro hijo! Solo pudo repetir eso, emocionado, y cubrirle a ella el rostro de besos.

Una semana después, cuando de nuevo se despidió de Toledo, dejaba a dos futuras abuelas totalmente consternadas por la noticia, y se alejaba con lágrimas en los ojos, separándose tan lentamente de su amada que parecían desgarrarle un trozo de su propia piel. Guiomar se quedó sonriendo, ya no lloraría más por aquel hijo repentino. El miedo la había atenazado todos esos meses, pero ahora tenía su palabra. García iba a regresar con el permiso del nuevo rey para casarse.

4

Aquel que para Júpiter fue hecho

Sin embargo, el regreso se retrasó más de lo previsto. Al llegar a la Corte, Garcilaso se encontró un gran revuelo y a su hermano hecho un manojo de nervios.

—Tu empeño de ir en estos momentos cruciales a Toledo casi me lleva a la tumba. A los dos días de tu partida, nos fue anunciada la llegada del príncipe a la Península. Mañana a primera hora debemos partir hacia la costa cántabra, y os aseguro que ya llevamos casi una jornada de retraso y habrá que espolear a los caballos para llegar antes que don Carlos y darle la bienvenida —le recriminó Pedro Laso.

Garcilaso suspiró: Lamento haberte dado tanto pesar, te aseguro que correré para llegar antes que el rey y que conseguiré su gracia. Ansío su amistad con todas mis fuerzas —pero aún no quiso dar a su hermano la noticia de que iba a ser padre. No era el momento oportuno y les iba a sobrar tiempo en el largo viaje.

Sus criados habían dispuesto capas que protegieran algo de las constantes lluvias del norte tanto a él como a su montura, y ya estaba todo dispuesto.

Cenaron frugalmente junto a Hernán y otros jóvenes, con la palpable ausencia del infante don Fernando, que había salido un día antes para encontrarse con su hermano Carlos, un desconocido. En las bromas, brindis y canciones de sus amigos, se reconfortó en su juventud. Pero el recuerdo de que iba a ser padre le hacía sentir que era el más viejo de sus amigos. Al retirarse a sus aposentos intentó crear algún verso para su futuro hijo, imaginarlo… Le fue imposible y se durmió, agotado por el viaje desde Toledo y por la idea de emprender antes del alba un viaje aún más largo, al encuentro de su nuevo rey.

El viaje fue largo y duro, el frío intenso de Castilla, las heladas nocturnas en el campamento cuando no llegaban a tiempo para ser acogidos en alguna ciudad, las lluvias del verde norte… Pero una semana después la comitiva llegaba, extenuada, a Santander, donde se había instalado provisionalmente la Corte para recibir al nuevo y joven rey.

Pendones de Castilla adornaban las calles del centro y, en el puerto, barcos engalanados disparaban salvas de bienvenida. Había justas y torneos; comerciantes y artesanos habían levantado sus puestecillos como en una feria, pues la alegría llevaba a la gente a gastarse los dineros… Garcilaso quedó encantado ante la presencia del mar grisáceo y embravecido del Norte. Jamás hasta entonces había visto el mar y, de pronto, su entrañable Tajo le resultó pequeño y tuvo ganas de conocer mundo, de embarcarse…

Sin embargo, una terrible tormenta hacía peligrar el desembarco de las cuarenta naves flamencas en Santander y tuvieron que enfilar hacia Asturias. Al desembarcar en Tazones, una pequeña villa, no supieron si pasar allí la noche, según les informó un correo que se adelantó a la comitiva del nuevo rey para avisar a los caballeros que le esperaban en Santander. El joven correo, empapado por la tormenta y casi sin aliento, les informó de que Su Majestad se había negado a dormir en villa tan pequeña, y se encaminaba con su comitiva en una barca pequeña por la ría, hacia el pueblo de Villaviciosa. Al día siguiente llegaría Don Carlos a Santander.

Una comitiva se adelantó a darle la bienvenida, desplazándose de inmediato a Villaviciosa. Entre sus miembros iba, emocionado por la proximidad del nuevo rey, el joven Garcilaso. Una vez ante don Carlos, todos de rodillas, aprovechó García el anonimato de la segunda fila, y levantó un tanto la cabeza para mirarle disimuladamente. A pesar del boato de sus ropas majestuosas de extranjero, el rey era casi un niño, más joven quizá un par de años que él, de cabellos lacios y rubios, ojos azules, piel blanquísima. Un extranjero en toda regla. Lo que más llamaba la atención de su figura era el prominente mentón que salía de su alargado rostro en demasía y le impedía cerrar la boca.

 

Hernán estaba en ese momento pronunciando unas palabras de bienvenida y respeto por parte de la muy noble ciudad de Toledo y, al terminar, se hizo un silencio absoluto, en espera de la respuesta del joven monarca. Pero, sorpresa no muy agradable para los nobles castellanos, con voz aún no terminada de formar, Carlos I no pronunció ni una palabra en castellano, la que debía ser su lengua materna. Ni saludar sabía. Todo lo dijo en francés, y precisaron de un traductor para aquellos nobles que desconocían la lengua del reino vecino.

En un alarde de buena voluntad, los toledanos echaron mano por fin de las dotes de Garcilaso. Este joven caballero habla un muy correcto francés, dijo Pedro Laso en su algo rudo francés, os presento a mi hermano, Don Garcilaso de la Vega, señor.

Garcilaso intentó en los días posteriores, ya en Santander, granjearse la amistad del nuevo rey, y este se prestó a pasear con él. Parecía alegrarse de encontrar a alguien de su edad, algún aliado en medio del recelo que mostraban los nobles por un rey casi niño que había osado a proclamarse rey por su cuenta y se presentaba rodeado de consejeros extranjeros y sin conocer siquiera el idioma de sus súbditos. Pero, a pesar de la simpatía que pudo despertar Garcilaso en su señor, no logró de ninguna manera que este mostrara el más mínimo interés por aprender la lengua, y, menos aún, por visitar Toledo.

El rey volvió a partir hacia Borgoña, y prometió visitar Valladolid y Segovia muy en breve, pero Toledo, ni lo mencionó.

Los caballeros toledanos regresaron a su ciudad entre duros e incómodos silencios. Algo venían rumiando y en el rencor que Pedro parecía sentir por “el flamenco”, como le llamaban, y en los comentarios de todos de fidelidad hacia la reina Juana y su hijo Fernando, Garcilaso intuyó vientos de guerra.

Ya en casa, no se demoró en ir a saludar a su amada, en la que casi no había podido pensar en esos días tan excitantes, ahora se daba cuenta. Cuando la estrechó en sus fuertes brazos, se chocó con un vientre ya notorio, por eso ya apenas salía Guiomar de casa, para ocultar su estado. Le colmaba a besos y a preguntas, ansiosa por saber más de Don Carlos, entusiasmada.

—¿Cómo es ver a un rey en persona? ¿Cómo es Don Carlos? —preguntaba, ingenua como una niña.

—Grandioso, Guiomar mía, grandioso. Bueno, al principio, de lejos, pude sentirme decepcionado quizá, por ver solo a un muchacho algo asustado e ignorante de nuestra lengua y costumbres. Pero una vez lo he tratado en persona y he tenido el honor de que me agraciase con su presencia y compañía, casi te diría que su amistad, he tenido que cambiar de opinión. Visto de cerca, tratado cara a cara, su mirada, sus gestos, su voz, todo en él, en suma, da muestras de tal majestad que no se puede dudar de que Dios lo ha elegido para ser nuestro señor natural, pese a quien pese.

— ¿Y a quién ha de pesar?

—La mayoría de los gentilhombres que conmigo han viajado, y entre ellos nuestros hermanos, vienen farfullando no sé qué cosas contra el rey, porque aún no habla español, como si no pudiera aprender después la lengua. En el fondo, no aceptan más rey que a Don Fernando. Olvidando que acaban de jurar lealtad a Don Carlos.

—Bien, te veo feliz con el nuevo rey y nada puede alegrarme más que el hecho de que hayas procurado su amistad, pues de este modo le habrás podido pedir permiso para nuestro matrimonio.

—Pero, mujer, ¿crees que se puede hablar con él con tanta llaneza y confianza en tan pocos días que ha que le he conocido? ¡Qué poco conoces los usos de la Corte!

—Y tan poco que nunca salí de Toledo —contestó, algo molesta—, y, entretanto no hagas nada por remediarlo, soy una madre soltera que ha de ocultar su estado. ¿Nacerá nuestro hijo, entonces, antes de nuestro matrimonio?

—Amada mía —Garcilaso tomó las manos de Guiomar para consolar la tristeza que sentía en su voz—, no sería el nuestro el primer hijo natural que nace en la nobleza y tú en realidad sabes que ya estamos desposados. Me temo que hemos de ser pacientes y esperar a mejor momento para solicitarle al rey tu mano, pero yo te prometo, por mi palabra de caballero, que nuestro hijo llevará el apellido más noble de mi familia. Si es varón, quiero llamarlo Lorenzo Suárez de Figueroa, el nombre de mi ilustre abuelo. Y con ello te demuestro que estoy orgulloso de mi primogénito y que será el primer hijo, tan legítimo como los que vengan después, de nuestro largo y feliz matrimonio que, a poco tardar, si Dios y el rey nuestro señor quieren, celebraremos con fastuosos desposorios.

(En ese preciso instante, ahora lo entendía con claridad, empezó a crearse una fisura entre ellos. Tantos años le dio vueltas a las causas de su ruptura y solo ahora podía comprender el velo de decepción que apareció en esa hora en la mirada de Guiomar, velo que iría haciéndose más y más opaco a medida que la guerra de los Comuneros agrandaba esa fisura que los separaría para siempre).

Y este pensamiento le llevaba a visualizar, con toda nitidez, el rostro de Carlos I el día en que lo conoció. Como si de nuevo lo viera por primera vez , sentía con la misma fuerza la fascinación primera de estar ante un verdadero rey, el orgullo de verse elegido para poder conversar y pasear juntos.

Pero entonces aparecía el fragor de la guerra, el seco olor de la pólvora, la primera batalla y, antes, la decisión, la primera decisión grave en su vida, que lo inició en la edad adulta: el momento en que rechazó la propuesta de Pedro para unirse a la causa comunera, el momento en que decidió ser por siempre fiel al rey.

5

Entre las armas del sangriento Marte

Pedro se había negado a recibir al rey en Santiago de Compostela, pues había dilapidado una fortuna en lograr el cargo electo de Emperador, cosa que a Castilla parecía no favorecer en nada. Sentía Pedro que a partir de entonces las Españas pasaban a ser siervas del Imperio Alemán.

En vano intentó Garcilaso comunicarle su entusiasmo por que un rey español fuera el Emperador del Sacro Imperio. Estaba claro, sus posturas eran contrarias. Al principio lo habían debatido más o menos acaloradamente. Pero el gesto de desprecio al Emperador por parte de Pedro le valió un destierro a Gibraltar. Cuando regresó, su ira era mayúscula y decidió declarar oficialmente el levantamiento de Toledo, iniciando así la revuelta comunera.

Cuando Garcilaso lo supo, abandonó la Corte para correr a Toledo y lograr el arrepentimiento de su hermano. Pero Pedro había pensado que sería él quien persuadiría a García de pasarse al bando de los rebeldes por amor a su ciudad.

Revivía la angustia, la ira de la discusión por la que dejaría durante tanto tiempo de hablarse con su hermano y los viejos amigos, y veía de nuevo el rostro enrojecido e iracundo de Pedro, oía el fuerte tono de voz, casi grito, la voz ronca llamándole traidor.

—Traidor eres tú, Pedro. Traidor a tu rey y a la palabra de lealtad que le juraste. Yo he de mantenerme firme en mi palabra. Porque soy un caballero.

—¿Y yo no lo soy? ¿Cómo te atreves…? Si no fueras mi hermano… ¿Es que vale más tu palabra, necio, que tu libertad? ¿Y la fe que debes a tu patria? ¿Vale más el juramento a un rey extranjero? ¿Acaso cuando le juramos fe sabíamos que iba a traer y colocar junto a él solo a consejeros de su tierra, que no iba a aprender castellano, que no iba a vivir en nuestro reino, que iba a dilapidar los magros ingresos de Castilla en su deseo personal de ser emperador germánico? ¿Qué tiene que ver eso con nosotros, los castellanos? ¿No entiendes que más importante que tu palabra es luchar por tu patria y no venderla al alemán?

No, no lo entendió. Y no se le permitió entrar de nuevo a Toledo, de donde su propio hermano le expulsó.

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