2020 el año de la pausa obligada

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Otro tema que practiqué antes de la charla fue el uso de los silencios en las negociaciones. Se trataba de algo muy difícil para mí porque detesto los silencios. Me hacen sentir incómoda y, frente a eso, empiezo a hablar de más o a justificarme sin tener necesidad de hacerlo. Víctor, en cambio, es un amante de los silencios. En toda conversación, él pregunta y repregunta y, mientras el otro habla, él se queda escuchando y analizando mentalmente todo para luego desplegar su mejor jugada. Era imperante entonces practicar los silencios incómodos y las repreguntas si quería ser capaz de ganarle en esta negociación.

Con todo esto, ya estaba magníficamente preparada para mi gran día. Había llegado el día que tanto había esperado. El día que cambiaría todo. El día que me sentiría victoriosa y radiante.

Era viernes, ya casi final de mes, y la reunión estaba fijada para las 13:00. Me pasé toda la mañana bastante ansiosa y repasando mentalmente todos mis argumentos y mis jugadas. A la hora de la cita, me adentré en la oficina de Víctor para enfrentarme nuevamente con mis demonios y mis traumas pasados.

Cara a cara con él, disimulando mis nervios, exponiendo con seguridad y empatía las razones por las cuales me merecía el aumento salarial y generando incómodos silencios para provocar la reacción de Víctor, ya me sentía toda una reina de la negociación. Lamentablemente, no fui capaz de ganar esta batalla. Si bien Víctor no cuestionó ni uno de mis argumentos y, de hecho, se puso bastante incómodo cuando le mencioné lo de la categoría profesional del contrato, expuso con fuerza la carta de que la empresa no estaba del todo bien a nivel de ingresos y tampoco podía asegurarme una proyección de crecimiento a futuro. De esta manera, todo se redujo a que el momento para el incremento salarial no era el oportuno.

La decepción fue tan grande que ni siquiera pude mencionar lo de los otros beneficios posibles como parte de una renegociación, como lo del teletrabajo. Salí de la reunión sumamente afligida. Me había prometido que si esto llegaba a suceder no iba a deprimirme. Al final, todo era aprendizaje y servía para saber dónde estaba parada y cuál era la forma más conveniente de actuar para retomar las riendas de mi vida. Y no debía olvidarme de que, incluso en el peor de los casos, había sido capaz de enfrentar mis demonios y ya eso era un gran motivo de celebración.

La promesa se me fue al carajo al instante. Por supuesto que estaba muy deprimida y enojada, ¡estaba furiosa con Víctor! Me había hecho esperar tres semanas para negarme el aumento y no había sido capaz de darme ni una mísera recompensa por los dos años de entrega absoluta a la empresa. ¡Qué impotencia tenía y qué tonta me sentía! Encima, me mandaban a Londres junto a él y su esposa para asistir a un evento.

¿Con qué ganas voy a Londres? ¿Cómo genero ahora el dinero extra que me he propuesto para este año? ¿Qué está pasando en este 2020 que, al parecer, todo está saliendo mal? No dejaba de hacerme esas preguntas. Pero sabía que tenía que activar urgente un plan B para remontar el año y no morir en el intento. Seguía con la idea de hacer del 2020 el mejor año de mi vida. Antes de avanzar, debía liberarme de la furia que tanto me quemaba por dentro y la mejor forma de hacerlo era ahogar las penas con unas cervecitas en muy buena compañía.

Un día con Jo: recordando el camino andado

Salí de la oficina muy cabreada. Lo llamé a Marcos para contarle la nefasta charla con Víctor y me fui directo a reencontrarme con Jo. Este simpático peruano fue el primer amigo que hice al llegar a Barcelona, junto con la querida Pao. Coincidimos en dejar nuestros países y venir a la ciudad condal para hacer un máster y vivir nuevas experiencias.

Con Jo solíamos juntarnos y pasar horas y horas hablando de la tan ansiada libertad que deseábamos alcanzar con estos cambios de vida, siempre acompañados de la infaltable cervecita y el cigarro. Acostumbrados a vivir en Latinoamérica, desbordados de inseguridad e inflación, esta vida europea parecía mucho más prometedora. Sin embargo, con el tiempo uno descubre que la libertad no está del todo atada a un país o a un estilo de vida. Más bien se trata de algo que uno puede alcanzar cuando es fiel a sí mismo, cuando vive en coherencia con lo que siente, dice y hace. ¿O será que incluso en este siglo ciertas estructuras pueden imponernos restricciones y limitar nuestra libertad? ¿Pueden llevarnos a vivir una vida que nos hace ser menos libres? Me resistía a creerlo, pero el resto del 2020 vino cargado de evidencia suficiente sobre cómo las libertades individuales aún hoy pueden ser limitadas e, incluso, anuladas.

Hacía dos años que no veía a Jo. Aún recuerdo cómo lloré el día en que nos despedimos en la famosa taberna La Oveja Negra. Él, Pao, Andre, Juan y Xime fueron como mi familia acá en Barcelona. Cuando uno está lejos de casa, estos pilares son fundamentales. Y fue muy duro despedirme de cada uno de ellos.

Siempre soñamos con el reencuentro. Algunos pudieron hacerlo el año pasado en Bogotá para el casamiento de Xime. No fue mi caso. Los pasajes a Colombia estaban carísimos y quería intentar visitar a mi familia en Argentina para Navidad, viaje que tampoco conseguí hacer por el mismo motivo. Así que tocó reencontrarme únicamente con Jo en la mismísima Oveja Negra.

Luego de abrazarnos muy fuerte, nos pusimos al día con todo. Volvimos a hablar de libertad, con una sonrisa compasiva y los ojos brillosos llenos de ilusión. Ver a Jo me hizo recordar el camino andado. Debía estar contenta de todo lo que había avanzado hasta el momento. Debía estar orgullosa de todo lo que había conseguido:

 Había llegado sola, temerosa y llena de ilusiones. Ahora me sentía más parte de Barcelona, acompañada, sin tantos miedos y con nuevas ilusiones.

 Me había tocado empezar de cero, hacer prácticas y ganar una miseria. Ahora ya tenía un mejor trabajo y hasta era rica si comparaba mi salario actual con el de un practicante.

 Había dejado de alimentarme de atún y ensalada primavera para ir al súper y comprar lo que quisiera sin preocuparme por el dinero.

 Había pasado de caminar y andar en bicicleta por necesidad a hacerlo por elección y placer.

 Ya no vivía encerrada en una habitación, aguantando las locuras de la propietaria. Ahora compartía un gran piso con terraza con una supuesta amiga.

 Había tenido que decir adiós a muchos amigos, pero eso me había convertido en una persona más fuerte y agradecida por los momentos vividos y compartidos. Había aprendido a soltar y a decir «hasta siempre» o «hasta cuando la vida nos vuelva a encontrar».

 Muchas personas se habían alejado de mi vida, aunque otras muy buenas iban llegando y haciendo mis días más divertidos.

Sí, definitivamente debía estar orgullosa y agradecida del camino andado. A veces se me olvida agradecer todo eso. Me enfoco más en lo nuevo que quiero, en el próximo paso, y me olvido de lo que fui y de cómo he llegado hasta aquí.

Después de varias horas de charlas y risas, me tocó despedirme nuevamente de Jo, esta vez con menos lágrimas, pero con el mismo cariño de hace dos años y con dos mascarillas en el bolso. Él seguía para Italia y yo tenía el viaje a Londres. El virus de China ya tenía nombre: coronavirus, que sonaba cada vez más fuerte. Había llegado a la zona de Lombardía (menos mal que habíamos abandonado la idea de viajar a Milán) y por acá, en Barcelona, ya no se conseguía alcohol en gel ni mascarillas. ¿Desde cuándo compramos mascarillas? Se ve que era algo que estaban recomendando usar para evitar los contagios. Evidentemente, algo fuerte estaba pasando. Una farmacia en El Raval consiguió salvarnos al vendernos una mascarilla a cada uno. Me la compré más que nada al ver la excesiva preocupación de Jo por el tema y, como tenía lo del viaje, no me venía mal llevarla y utilizarla si el panorama se ponía más pesado. En mi cabeza seguía teniendo la idea de que era como una gripe fuerte y creía que con los zumos de fruta y el ajo en las comidas estaba cubierta. Sinceramente, no me veía con la mascarilla puesta, aunque me iba a tener que acostumbrar porque este objeto se convertiría luego en un indispensable en nuestra vestimenta diaria.

Lo dejé a Jo y me fui a casa. Debía preparar las maletas para celebrar el cumpleaños de Marcos en el hotel.

Vecinos invasores

Tuvimos una velada mágica y otra experiencia hotelera inolvidable. No al estilo de la experiencia vip, pero sí llena de glamour y mucho relax, suficiente para digerir el no de mi jefe al aumento de salario y prepararme mentalmente para el viaje a Londres.

Lamentablemente, los efectos del spa no fueron tan duraderos. Se disolvieron al minuto de entrar a mi hogar.

Hacía desde noviembre que Amanda, mi compañera de piso, no dormía en nuestra casa. Se pasaba las noches y, luego, el día completo en lo de su novio. Venía solo a buscar ropa y a bañarse de vez en cuando.

Habíamos tenido un par de charlas en su momento respecto a qué iba a hacer con su vida. Siempre me decía que ella no se sentía del todo cómoda en la casa de él porque no estaba instalada oficialmente. Tampoco había plan de mudanza a otro piso.

Entre ella y yo siempre hubo confianza, en el sentido de que no había problema de tocar cualquier tema cara a cara. Pero en las últimas semanas esto había cambiado.

Un día me mandó por WhatsApp una nota de voz diciendo que venía un conocido de Argentina y que podíamos alquilarle su habitación. Me pidió que le avisara si estaba de acuerdo así ella iba a casa, sacaba todas sus cosas y liberaba el espacio para este chico.

Siempre ha tenido la maldita costumbre de lanzar bombas en pleno horario laboral y yo siempre me he esforzado en mantener la calma. Pero en medio de la oficina y a tope, resulta algo imposible escuchar audios delirantes y no enloquecer ni responder de mala forma.

 

Pues bien, ese día me había enviado como cinco audios y quince mensajes, contradiciéndose, como siempre. Al principio, me aseguraba de que nos podíamos ahorrar mucha pasta con ese alquiler. Luego, me aclaraba que a mí me iban a tocar solo unos cincuenta euros y eso me ponía loca, pues, en definitiva, iba a ser yo la que tendría que convivir con un extraño. Además, hacía hincapié en que el chico era muy majo cuando, en realidad no lo conocía, e insistía que ni lo iba a sentir en el piso, ya que yo solía dormir en lo de mi novio. Claramente, su imagen mental de estar de novia significaba estar todo el día junto a la otra persona y no separarse de ella ni un instante. Una imagen mental muy diferente a mi realidad con Marcos.

Me había puesto los pelos de punta. Le terminé diciendo que no estaba de acuerdo, que la habitación no se podía alquilar de manera ilegal y que el trato era ella y yo compartiendo piso, en lugar de hacerlo yo con extraños. Le dije que sus cálculos tampoco me cerraban y le aclaré que yo no me pasaba día y noche con Marcos y que no tenía ganas de convivir con nadie más.

Llegué a casa y me puse a entrenar con la comba para liberarme de la bronca. Sabía que no podía acceder a esta opción. Si lo hacía, iba a ser el comienzo de un eterno Airbnb. A fin de cuentas, si ya estaba viviendo con el novio, era el momento de que tomara una decisión y dejara el piso.

El entrenamiento consiguió calmarme bastante. Pero después de bañarme, me encontré con más mensajes. Los primeros, aclarando que todo se trataba de una simple sugerencia. Y, los últimos, con sabor a amenaza: si no aceptaba ese trato, debía irme del piso.

¡No podía creer lo que estaba escuchando ni leyendo! Me limité a responderle que no dejaría el piso y tampoco aceptaría convivir con otra persona. Y le dije que, si ella no quería vivir más en casa, se fuera y yo pagaría el alquiler completo.

Al final, todo quedó en que ya hablaríamos bien cara a cara. Amanda se excusaba de no tener tiempo para charlar en esos días. Para mí, se trataba de un pretexto bastante tonto ya que la casa del novio quedaba a tan solo quince minutos andando de nuestro piso.

No supe más nada de ella hasta el día en que volví del hotel a casa. El piso estaba hecho un desastre. Al parecer, Amanda y su novio se habían dado una vuelta por estos lados. Yo había limpiado todo el día anterior y, al llegar, me encontré todo sucio. Eso era lo de menos. Abrí la nevera para sacar un poco de agua y vi que mi comida había desaparecido. ¡Llegué incluso a controlar los desechos en el tacho de basura! Es que no podía creer lo que había sucedido. Se habían comido:

 2 yogures.

 1 bolsa de cereales.

 1 kiwi.

 5 paquetes de Crackers.

 1 bote de mermelada.

 1 bote de queso.

 10 lonchas de jamón de bellota 100% ibérico.

 1 barra de pan.

¡Y todo eso en una sola noche! ¡Estaba enfurecida! Si bien soy de la idea de que no se le debe negar comida a nadie, lo que habían hecho no tenía justificación. Fue un total abuso. ¿Quién les había dado permiso para tocar mis cosas? ¿Quiénes se pensaban que eran? ¿Acaso no había tiendas abiertas para comprar comida si tenían hambre? ¿Qué más me podían llegar a sacar? Ni siquiera habían sido capaces de enviarme un mensaje avisando de que me sacarían comida y luego la repondrían. Nada. Silencio absoluto. Me sentía invadida, como si ya no estuviera segura en mi propia casa.

Luego de limpiar todo, me tocó poner límites. Le escribí a Amanda y le dejé muy claro que se había abusado y le exigí que repusiera la comida que había sacado porque no estaba en un momento para hacer caridad. Sinceramente, no me interesaba oír ninguna explicación. Lo único que quería era que esto no se repitiera nunca más.

Me contestó bien al final del día, excusándose en que había perdido la cartera y, al llegar a casa, les agarró hambre. Prometió reponer todo al día siguiente.

Ese lunes me encontré con algunos alimentos repuestos. Del resto, nada. Era evidente que no tenían noción clara de todo lo que se habían comido. Nuevos audios llegaron por la noche, recordando que teníamos una charla pendiente. Sí, pendiente porque Amanda nunca quiso venir a casa y hablar cara a cara. La charla se daría a la vuelta de Londres, con más bombas inesperadas.

Y así se fue febrero, dejándome con una sensación muy amarga y una gran ansiedad. Todo parecía ir de mal en peor. Por más que me miraba a los ojos en el espejo para calmarme y mentalizarme de que todo estaría bien, no conseguía liberarme de la frustración, el miedo y la incertidumbre. Como pude, avancé con las maletas para mi viaje de trabajo y me preparé psicológicamente para el estudio del holter.

MARZO

Contagio

Los primeros días del mes fueron dedicados al holter y a Londres. No me podía quejar. Londres estaba entre mis objetivos del año y, hasta el momento, era la única meta que había alcanzado en este 2020. Lástima que no estuviera de humor para este viaje. Me lo había imaginado más como un viaje de placer. Tenía la idea de extender mi estadía allí durante el fin de semana posterior al evento para hacer turismo y disfrutar de la ciudad con mi nuevo salario, pero no pudo ser. Me prometí a mí misma que, a la vuelta, me pondría a tope a repartir hojas de vida para adelantar mi retirada de la empresa. El tema con Amanda tampoco me dejaba tranquila: otra cosa pendiente para resolver a mi regreso.

Al final, todo se complicaría y tendría que aprender a enfocarme en sobrevivir y disfrutar del ahora más que en planear un futuro demasiado incierto.

Entre cables y tensiones

Había llegado el día de chequear mi corazón. Por la mañana temprano fui al hospital cerca de casa. Cada cinco minutos me desinfectaba las manos con alcohol en gel mientras me protegía la boca y la nariz con la bufanda. Si esto del coronavirus era verdad, no quería contagiarme de nada.

Entré al consultorio y me hicieron desnudar de la parte de arriba. Empezaron a llenarme de cables y me enchufaron el holter. Para sostenerlo, desplegaron una especie de media de red y me la pusieron en mi torso. Aún no sé cómo entró. Se la veía muy diminuta para mi cuerpo. Me sentí rara.

Debía hacer vida normal y volver al día siguiente para que me lo quitaran. Además, tenía que ir apuntando todo lo que hacía y si tenía algún disgusto o no. Calculo que era para explicar si surgía alguna taquicardia o anomalía a nivel de latidos.

Tomé el autobús y fui a la oficina. Estuve bastante pendiente de no olvidarme de apuntar algún detalle. La taquicardia se me disparó cuando Amanda empezó con los mensajes: le urgía hablar. Le recordé que me iba a Londres y que le escribiría al volver para quedar y hablar tranquilas.

El resto del día fue bastante normal, sin mayores disgustos.

Llegué a casa y terminé de preparar la maleta. Estaba ansiosa con la visita de Marcos. Quería enseñarle lo sexy que estaba con esa media de red. No paró de reírse cuando me vio.

Le comenté que me iba intranquila. Me daba miedo quedarme sin hogar. En el fondo sabía que podía contar con él, pero no estaba en mis planes apresurar las cosas entre nosotros. Además, realmente quería vivir sola en mi piso para tener un espacio donde poder alojar a mis padres cuando vinieran de visita. Quería brindarles la tranquilidad de poder quedarse conmigo el tiempo que quisieran sin tener que preocuparse por gastos de alojamiento.

Todo iba a ser resuelto a mi vuelta. Me tenía que relajar y disfrutar de Londres a mi manera.

Al despertar, fuimos al hospital con bufanda y mucho alcohol en gel. Me liberé de los cables y del holter y se sintió muy bien. Los resultados iban a estar en un mes, así que ya me enteraría de cómo estaba mi corazoncito.

Me despedí de Marcos y fui a la oficina un par de horas. Era la chica de los mandados. Debía buscar el roll up y otras materiales de marketing antes de salir para el aeropuerto.

Mi querido Londres

Londres es una de mis ciudades favoritas.

Cuando estaba por cumplir quince años, mis padres me iban a regalar un viaje a Londres que organizaba mi academia de inglés. El plan incluía una estadía de dos semanas en la ciudad, perfeccionando el idioma por las mañanas y haciendo ocio por las tardes. Pero el atentado a las Torres Gemelas canceló todos los planes relacionados con viajes que había en mi familia, ya que mi madre desarrolló un gran temor a los aviones. Por eso, el sueño de conocer Londres lo pude cumplir diez años más tarde, en un viaje mágico que hice con mis hermanos, y quedé enamorada de todos los rincones londinenses.

Si bien el año pasado ya había estado nuevamente en la ciudad por el mismo evento al que iba asistir esta vez, Londres siempre me sorprende. Esta ciudad tiene el poder de despertar en mí la misma admiración que la primera vez que la visité.

Para el evento pasado, el primero que la empresa me pedía que asistiera, me había hospedado en un hostel. He viajado mucho y me he alojado en muchos albergues, con muy buenas experiencias como resultado, pero aquella vez no resultó ser para nada una estadía placentera. Claro que los hostels no tienen la culpa. Estos alojamientos no están diseñados para viajeros de negocio. La culpa fue mía por querer abaratar costes a la empresa. Sin embargo, después de todo lo que había sucedido con Víctor, no pensaba repetir esa historia del albergue. Por mi propia salud mental y comodidad, reservé una habitación en un buen hotel y muy cerca del evento.

El evento abarcó un día y medio de conferencias y networking, con el distanciamiento social y el alcohol en gel como protagonistas. Fue bastante extraño no poder saludar a los asistentes ni a los organizadores con la mano o con un beso. En lugar de este clásico saludo, se impuso el choque de codos. Respecto a Víctor y su esposa, me mantuve más bien distante, estableciendo con ellos el contacto justo y necesario para cumplir con mi trabajo allí. Esta vez no iba a desvivirme para generarle más resultados a la empresa. Ya no tenía sentido seguir dando mucho más, porque no iba a recibir nada a cambio.

Entre conferencia y conferencia, con muy buen nivel de disertantes y panelistas, toda conversación giró en torno al virus y a sus posibles consecuencias a nivel económico. Sin embargo, nadie imaginó que se llegaría a un confinamiento casi mundial y que la pandemia, o la forma en que los Gobiernos decidieron combatirla, provocaría muchos más daños que el meramente económico.

Al terminar el evento, pasé por el lavabo. Me cambié de ropa para estar más cómoda el resto del día y así poder hacer un poco de caminata antes de regresar a Barcelona.

No podía irme de Londres sin tomarme una pinta en uno de sus bares. Si bien tenía que ir al aeropuerto con bastante tiempo de antelación porque estaban cancelando algunos vuelos, tenía algunas horas libres como para hacer una parada técnica.

Me senté en la terraza de un bar cercano al evento y me pedí una pinta. Me puse a leer el libro que me ayudó hace tiempo a cambiar de mentalidad y tratar de estar más positiva: Usted puede sanar su vida, de Louise L. Hay. En medio de la lectura, llegó una ardilla en busca de comida. Le tiré unas migas de unos snacks que tenía y le hice un vídeo para mi mamá, porque ama estos animales. Tuve que pedirme otra pinta, ya que estaba muy a gusto allí. Aún se sentía el sol y quería seguir leyendo un poco más.

De la nada se acercó un chico que estaba bebiendo solo en la otra punta de la terraza. Vino hacia mí tímidamente, pidiendo disculpas por la interrupción, pero admitiendo que sentía que debía acercarse.

Quiso invitarme una cerveza. Le dije que no hacía falta y que igual se podía sentar en mi mesa para conversar. Se presentó como José, de Centroamérica, quien de muy pequeño se instaló en Londres para ser, hoy en día, dueño de una empresa constructora.

Se le veía triste, como apagado. Admitió que no era feliz, que se sentía solo. Empecé a pensar que se había acercado con otras intenciones, pero preferí otorgarle el beneficio de la duda. Le recomendé que aprendiera a vivir y disfrutar de la soledad porque, si bien a veces cuesta, a la larga tiene sus beneficios. En definitiva, llegamos solos a este mundo y nos iremos de él solos también.

Me aclaró inmediatamente que él no tenía problemas con las mujeres y que podía tener sexo con quien quisiera. El drama y su preocupación venían por el póquer, adicción en la que había caído por la falta de adrenalina en su vida y que lo estaba llevando a perder casi dos mil libras cada día. ¡Cómo no iba a estar preocupado con semejante cantidad de dinero tirada a la basura!

 

Le dije que soy de la idea de que la gente se encuentra por alguna razón y que quizás él necesitaba escuchar algo de mí. Le recomendé el libro que estaba leyendo y le sugerí que se preguntara qué más había detrás de ese juego de apuestas, qué estaba realmente oculto allí, qué verdaderamente buscaba con todo eso, para que pudiera identificarlo, trabajarlo y sanar su vida.

Me dejó su número de teléfono para que lo contactara si me quedaba en Londres. Le agradecí el momento compartido y me fui al aeropuerto con esta nueva anécdota para mi colección, rogando que no me cancelaran el vuelo.

Al final, todo salió bien. Llegué sana y salva a casa, sin retrasos y lista para descansar y retomar los pendientes que habían quedado para mi vuelta.

¿Me quedo sin techo?

El lunes 9 de marzo se concretó finalmente la charla con mi compañera de piso.

Nos reunimos en el bar de la esquina donde solíamos ir a tomar unas cañas para romper con la rutina semanal. Mi viaje a Londres y el coronavirus sirvieron para romper el hielo al comienzo de la charla. Charla que empezó de manera cordial y amistosa, y terminó en muy malos términos y hasta con insultos.

Entre cigarros y cañas, Amanda me confirmó su decisión de subalquilar su habitación: «Ya no puedo esperar más. Estoy tapada de deudas. No puedo seguir pagando un alquiler y teniendo una habitación sin usar. Necesito alquilarla para ganar unos euros».

Le pregunté por qué no dejaba el piso si ya estaba viviendo con su novio desde hacía meses. Al final, si no quería pagar un alquiler que no estaba usando, dejarlo era la solución más sensata. Pero no. Ella se resistía a soltar el piso. Lo que Amanda quería era hacer negocio con él y tener un lugar al que recurrir si llegaba a pelearse con su novio.

Sus palabras y sus gestos me daban a entender que la decisión ya estaba tomada y que yo no tenía ni voz ni voto en el asunto. No, definitivamente no nos habíamos reunido para hablar. Nos habíamos reunido para que Amanda me impusiera su decisión. Decisión que a ella le traería beneficios, pero que a mí me afectaría negativamente ya que tendría que convivir con un extraño.

No podía evitar cabrearme más y más a medida que la conversación avanzaba. Amanda me conoce bastante bien y sabe que no soy amiga de las cosas ilegales. Le dije que, por contrato, estaba prohibido subalquilar y que, si decidía hacer eso, debía comunicárselo a la propietaria y a la finca y obtener su aprobación.

Le mencioné otras opciones para solucionar este tema, como hacerme cargo de todo el alquiler mientras ella no viviera en casa o pagar todos los servicios, pero siempre informando a la finca de todo. No quiso escucharme. Y me amenazó con echarme del piso si no aceptaba su decisión. Se escudaba en que ella era la titular del contrato y yo solamente la avalista. Incluso me denigró al decirme que, si íbamos a la finca, jamás me harían un contrato a mi nombre, porque, según ella, fue gracias a sus contactos y su perfil que habíamos conseguido este hogar.

¡No podía creer con quién estaba hablando! ¿Acaso no éramos amigas? ¿Las amigas se tratan así? ¿Tan bajo puede caer una persona cuando está con poca pasta?

No pude contener mis palabras de enojo. Estaba muy dolida. Le dije que era muy cerrada de mente, que no había venido a negociar, sino a imponer, y que era muy egoísta al buscar únicamente su beneficio a costa de los otros. Terminé gritándole en la cara: «¿Me quieres echar? ¡Échame si te atreves! ¡A ver cuándo maduras y te haces responsable de tus malditas decisiones!».

Junté mis cosas, pagué mis cañas y me fui a casa enfurecida. Me había sacado las ganas de decirle todo lo que pensaba y sentía, aunque, al mismo tiempo, me enojé un poco conmigo misma. Fui un tanto dura con mis palabras y nada seria con mi huida. Pero ¡qué más podía hacer si se notaba que Amanda no iba a negociar! Además de sentir que la relación se había terminado para siempre, entré en pánico porque me vi fuera del piso. Me vi sin techo. Y no por decisión propia, sino por imposición, ¡con lo que odio las imposiciones!

No pegué ojo en toda la noche. La bronca se me iba acumulando en todo el cuerpo. Sentía una gran impotencia y dolor al mismo tiempo.

Al día siguiente y en medio de mi jornada laboral, como de costumbre, Amanda me escribió: «Nena, me parece que ayer te pasaste. Mi situación desde que alquilamos el piso cambió, porque las cosas en la vida y, a esta edad, suceden así. Ayer intenté plantear una forma de solucionar las cosas y obtuve de tu parte insultos y cosas que dijiste de mí desmedidas. Más allá de tu enfado o mis errores, no creo que nadie merezca ser tratado así. A mí, a veces, me cuesta enfrentar las situaciones y las dejo hasta último momento, pero nunca he hecho nada con maldad o mala intención. Lamento que todo haya terminado de esta manera.... Dime cuánto tiempo vas a necesitar y coordinamos el tema».

¡Me estaba echando del piso! Intenté tranquilizarme. Intenté conservar la calma. Pero los nervios y la impotencia me seguían consumiendo por dentro ¿A dónde voy a vivir ahora? ¿Tengo que alquilar de nuevo una habitación? ¿Tan decadente vuelve a ser mi vida? ¡Oh, Dios mío, no!

La había visto tan cambiada que tenía mucho miedo de que me hiciera algo o de que volviera a robarme la comida o algo más. Incluso temía volver al piso y encontrarme con algún cambio sorpresa de cerradura.

Me resistía a vivir así de intranquila. En el fondo sabía que debía irme del piso para ganar calidad de vida, pero me daba mucha bronca que Amanda ganara esta batalla. Al final, lo que quería hacer no era legal.

Cuando logré calmarme, me limité a responderle esto: «Yo puedo decir lo mismo de ti. La que falta el respeto eres tú. Tú no has venido a proponer una solución, sino a imponer una. Si ya has tomado la decisión, te pido que me lo notificas de manera formal y con copia a la finca para liberarme del aval».

Otra noche sin dormir. Allí fuera todo era un caos con los casos de coronavirus en aumento y yo aquí, lidiando con este problema que me había impuesto Amanda.

Le daba vueltas al asunto tratando de encontrar un sitio para ir a vivir. Mi amiga Pía me había dicho que podía irme a su casa. Marcos también me había ofrecido irme con él. Opciones tenía. Solamente debía elegir la mejor.

Mi familia me había aconsejado hablar con Núria, la propietaria. Ella vivía en el mismo edificio, así que no era difícil encontrarla. Sin embargo, no me atrevía a hacerlo del todo. Pensaba que, como su hijo conocía a Amanda, no sería capaz de comprenderme y tomaría mi visita como una molestia. No obstante, debía intentarlo. Debía enfrentar ese miedo, porque, a estas alturas, ya no tenía nada que perder.

Al día siguiente, después del trabajo, subí para hablar con ella. Justo estaba también su hijo. Y les conté a ambos todo lo que había sucedido. No se sorprendieron tanto porque ya habían recibido malos comentarios sobre mi compañera, pero sí se cabrearon bastante. No querían que nadie hiciera negocio con su piso. Me dijeron que me quedara tranquila porque Amanda no podía echarme. Quedaron en hablar con la finca para conocer bien cómo ellos podían actuar frente a esta situación e informarme de cualquier novedad.

¡Alivio total! ¡No todo está perdido! ¡No estoy tan sola como pensaba! ¡Ahora sí que no me quedo sin techo! Con este gran consuelo, conseguí descansar y dormir plácidamente toda la noche.