Holocausto gitano

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Son muchas las líneas de continuidad que pueden encontrarse en lo referido a la situación legal y social de la población romaní en Alemania antes y después de la llegada de Hitler al poder en 1933. Como muy bien apuntó uno de los primeros historiadores del genocidio romaní bajo el nazismo, Michael Zimmermann, la Constitución de Weimar (1919) daba teóricamente derechos ciudadanos plenos también a los romaníes, pero otras iniciativas legales locales mutilaron descaradamente el reconocimiento constitucional. De manera específica, la ley bávara de 1926 «para combatir a gitanos, vagabundos y vagos», que, además de igualar en su enunciado la condición de roma con la de personas sin domicilio o trabajo, ordenó el registro de todos ellos, prohibió el nomadismo y amenazó con trabajos forzados a los incumplidores de la norma.

No es menos significativo que la norma regional se extendiera a nivel nacional en 1929, ni que diera base a posteriores leyes nazis que incluyeron a los gitanos en el mismo grupo que otros «asociales» o «incapaces» —muy señaladamente el decreto «Para combatir la plaga gitana» de diciembre de 1938—. La crisis económica de estos años, especialmente dura para los alemanes, favoreció un clima de alarma social que potenció el alcance de los prejuicios antigitanos tradicionales. De hecho, ya en 1929 se abrió un campo a las afueras de la ciudad de Fráncfort, por iniciativa municipal, para sinti y roma, con el objetivo de sacar a las familias nómadas de los terrenos donde habitualmente acampaban: Friedberger Landstrasse cerraría en 1935, para dar paso a un sistema concentracionario más eficiente.

Sin embargo, junto a todos los precedentes que puedan señalarse, la llegada de Hitler al poder añadió elementos nuevos y decisivos para el destino de los romaníes europeos. Es cierto que el programa de destrucción genocida no quedó definido e implementado desde el principio de una forma cerrada, sino que fue cambiando a lo largo del Tercer Reich, como veremos. Pero también lo es que el nazismo organizó el asesinato colectivo de entre el 70 y el 80% de la población romaní. Probablemente, como señala Mark Levene, los alemanes no habrían necesitado el aparato de la ciencia racial nazi para encontrar justificado el ataque a los gitanos. Pero el hecho es que esa ciencia racial desarrolló argumentos y métodos que adquirieron el mismo sesgo genocida que el que alcanzó a la población judía, y que su combinación con la maquinaria político-policial proporcionó recursos nuevos a los perpetradores del holocausto romaní. Si de la asimilación liberal se había pasado a finales de siglo XIX al disciplinamiento preventivo, con el nazismo se abrió la espita del exterminio físico directo de un grupo definido en términos raciales.

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El genocidio romaní bajo el nazismo

Calificar de genocida una acción debe justificarse, y no solo por una necesidad de precisión y exigencia lingüística, sino también y sobre todo por la responsabilidad de no desgastar las palabras que tienen una alta carga política y moral: categorías como la de genocidio no pueden aplicarse indiscriminadamente sin perder su potencia crítica y acusatoria, sin banalizarse. Por eso, ya en las primeras páginas de este libro se introdujo este concepto, situándolo en sus coordenadas históricas; y en el posterior Capítulo 3 (dedicado al tratamiento legal, social y cultural del holocausto gitano una vez derrotado el régimen nazi) se contextualiza su aplicación al caso de la población romaní europea. Este libro lo emplea con toda intención. No se trata de una opción especialmente original, por otra parte, puesto que la historiografía más reciente está recurriendo precisamente a esta categoría en los nuevos estudios sobre este tema. Pero conviene, de cualquier manera, hacer explícitas también aquí las razones, pues —desde su mismo inicio— el relato que aquí se aborda sobre el proceso de persecución, tortura e intento de aniquilación de los romaníes en los territorios controlados por el aparato policial y militar nazi no puede hacerse sin emplear este concepto.

De números e intenciones

Hablar del número de víctimas es la forma más frecuente de plantear el tema y en este punto no es posible dar una cifra cerrada y segura de cuántos romaníes perecieron como consecuencia de la política racial nazi. Si tras un primer tiempo en que la oscilación de cifras fue grande —se hablaba de un mínimo 90 000 y en el otro extremo de un millón largo de personas—, una vez que avanzó la investigación científica los especialistas se han ido moviendo en una horquilla de va de las 250 000 a las 500 000 víctimas del holocausto gitano. Pero lo cierto es que en este momento nuevas investigaciones nos empujan persistentemente hacia el nivel superior de este cálculo e, incluso, hacen previsible su aumento en el futuro. El progresivo descubrimiento de fosas colectivas, resultado de las masacres perpetradas por los Einsatzgruppen que se está realizando en territorios de la antigua Unión Soviética, sobre todo Ucrania, puede ampliar notablemente la cifra. Es difícil, de todas maneras, que alguna vez lleguemos a conocerla con rigor, debido a la ausencia de registros en bastantes casos y a la destrucción de muchas de esas fosas por intervenciones posteriores.

Quienes estén familiarizados con las cifras, abrumadoras, de las víctimas del nazismo sabrán situar este medio millón de personas asesinadas por ser consideradas zigeuner en la escala de otros colectivos afectados por la política racial y la práctica militar nazi: entre 5 y 6 millones de judíos, entre 3 y 4 millones de prisioneros soviéticos, casi 2 millones de polacos no judíos, entre 80 000 y 100 000 «vidas indignas» (enfermos mentales y físicos), unos 5000 testigos de Jehová, un número incierto de homosexuales… Es difícil entrar en este terreno, el de los muertos contados por miles y millones, sin sentir rechazo hacia lógicas que cuantifican el sufrimiento de un colectivo según el mayor o menor número de víctimas, una visión que por otra parte ha tenido motivos políticos y efectos científicos discutibles. Por el contrario, en este libro se procura poner cara y nombre a las personas, incluir sus propias palabras en el relato histórico e introducir, en suma, el valor inconmensurable de cada una de las vidas afectadas. No obstante, las cifras ayudan también a entender que el proceso vivido colectivamente por los romaníes europeos durante la Segunda Guerra Mundial fue un genocidio. Esto es más obvio si se observan los números en términos proporcionales. El 65% de la población judía que vivía en Europa antes de la llegada de Hitler al poder en 1933 había desaparecido en 1945 como consecuencia del holocausto. Para la población romaní el porcentaje de destrucción es aún mayor: las estimaciones oscilan entre el 70 y el 80%. Aunque esta media varía mucho según el territorio que se considere y no se puede conocer con absoluta seguridad, dada la carencia de estadísticas previas sistemáticas de las poblaciones romaníes en muchos sitios, no deja de hablarnos de una destrucción humana, material y cultural de este colectivo que resiste —para su desgracia— la comparación con el más paradigmático caso judío.

Junto a las cifras, hay un segundo elemento que suele introducirse en los debates sobre el holocausto provocado por el nazismo y que debe ser también mencionado antes de entrar en la historia del genocidio romaní, puesto que afecta igualmente a su consideración como tal. Me refiero a la cuestión de la intención. ¿Querían los nazis eliminar al pueblo gitano en su conjunto por motivos raciales y provocar lo que hoy conocemos como un genocidio? ¿Lo querían desde el principio o fue una opción sobrevenida y relacionada con el curso de la guerra? ¿Fue Hitler el responsable o en qué otros niveles de la cadena de mando se decidió el destino de los gitanos?… Estas y otras preguntas relacionadas con la intención genocida de los autores de estos asesinatos masivos muestran cómo la historiografía sobre el caso romaní ha heredado algunos de los planteamientos que han dado forma al estudio científico y la discusión pública del caso judío. «Intencionalistas» y «funcionalistas» han delimitado sus posiciones en largos debates que han sido decisivos en la historiografía sobre el holocausto, pero que también pueden ser puntualmente desplazados —que no obviados— para intentar contar con una lógica propia la historia de la persecución de los gitanos bajo el nazismo.

En este sentido, hay una serie de rasgos fundamentales del proceso que conviene enumerar de entrada. En primer lugar, las medidas de control y persecución de la población romaní no obedecen a una única línea de acción coherente, sino que se superponen hasta formar una maraña legal, política y científica que presenta ambigüedades, contradicciones y vacíos. Eso se debió, como afirmó certeramente Zimmermann, a que las decisiones e instrucciones tomadas a nivel central fueron ejecutadas e interpretadas por las diversas autoridades locales y regionales (policiales, municipales, de partido) con gran variabilidad y arbitrariedad. Esta última clase de iniciativa por lo general agravó el efecto de las medidas a la hora de aplicarlas sobre la población romaní del lugar: por ejemplo, las autoridades de la región austriaca de Burgenland presionaron desde muy pronto a favor de una radicalización de las directrices represivas con el objeto de erradicar a los gitanos de la comarca. En cualquier caso, la acción en este segundo y decisivo nivel fragmentó el efecto de las normas nacionales en un panorama muy complejo de diversas realidades locales. Solo así puede entenderse que en 1942 Rosa Mettbach (con cuya historia se ha iniciado este libro) se subiera a un tren en Viena para intentar refugiarse en Múnich.

 

Mientras que algún historiador como Guenter Lewy ha querido ver en esto una evidencia de la menor gravedad de la agresión antigitana nazi en comparación con el antisemitismo, señalando la posibilidad de escapatoria que estas inconsistencias abrirían en algunos casos, lo cierto es que, en general, la aplicación local agravó el alcance destructor de las medidas nacionales de persecución racial, como bien ha señalado Anton Weiss-Wendt al recoger el testigo de Zimmermann. La mejor prueba de que el deseo local de librarse de la población gitana aumentó el peso de las normas nacionales la constituye el hecho de que los encargados de ejecutar la detención y deportación de las familias romaníes no distinguieran entre sedentarios y nómadas, o entre aquellos con oficio conocido frente a los de «mala vida», entre «puros» y «mestizos», etc., contradiciendo así las instrucciones centrales. Resultado de ello sería, por ejemplo, la reclusión en campos de concentración y exterminio de soldados romaníes que estaban sirviendo en el ejército alemán [Il. 11]. Como veremos, a Auschwitz llegaron algunos que habían sido distinguidos por méritos de guerra en el frente.

Una guerra que, como también sucedió en el caso de los judíos, trajo cambios que agravaron la política antigitana, haciendo que nuevos elementos entraran en juego. Especialmente con la extensión territorial de la contienda y más aún en el caso de las acciones emprendidas tras la invasión de la Unión Soviética, el aparato policial y militar nazi empleó con creciente frecuencia un argumento contra los gitanos: representaban una amenaza para la seguridad del Reich por suponérseles la condición de espías y saboteadores al servicio del enemigo. Se retomaba así un tópico ya en circulación desde tiempos anteriores, según el cual el estilo de vida nómada y la carencia de raigambre nacional atribuida a los romaníes debían ser leídos en términos de traición y antipatriotismo, identificándose las condiciones de gitano, nómada y enemigo. Tal acusación sirvió para proceder a la liquidación sumaria de comunidades romaníes desencadenada a partir de 1941, como veremos más adelante. Este argumento sitúa la acción contra los gitanos en un marco aparentemente conformado por razones sociales y políticas —nomadismo, delincuencia, falta de arraigo nacional— antes que raciales.

Sin embargo, la atribución genérica de modos de vida no sedentarios, alegales y antipatriotas a todo un pueblo se fundamenta en una concepción antropológica enraizada en lo racial: fue la inferioridad colectiva asignada a los gitanos como grupo (sub)humano en la cosmovisión nazi lo que marcó el destino de las familias romaníes que cayeron en manos de las tropas alemanas y sus colaboradores a medida que avanzaba la ocupación de nuevos territorios, siendo la acusación de espías más bien una excusa para el exterminio general. Más allá de los argumentos y contenidos concretos, estamos ante un discurso racial de finalidad discriminatoria, como ha señalado entre otros Sevasti Trubeta a propósito de los gitanos de los Balcanes.

De hecho, según ha estudiado David Motadel precisamente para este último caso, lo que permitió a los romaníes musulmanes de los Balcanes aspirar a un trato distinto tiene más que ver con razones de oportunidad política que con matices en la concepción racial nazi. Al valorar el islam como un potencial aliado con utilidad militar (existió una fuerza militar musulmana al servicio de Hitler en la que participaron de hecho algunos soldados romaníes), el nazismo toleró temporalmente la protección que varias autoridades religiosas islámicas dispensaron a colectivos romaníes musulmanes en Crimea y los Balcanes. En Croacia, la Ustacha, la brutal milicia ultranacionalista del régimen colaboracionista de Ante Palevic, llegó a aceptar que los llamados «gitanos blancos» —sedentarios que habían vivido largamente asentados en Bosnia y Herzegovina— no fueran deportados. Según Motadel, el interés nazi por el islam pudo disminuir el número de víctimas romaníes en una región donde la mayoría eran musulmanes; aun así, la cifra de supervivientes —en torno a un 30%— testimonia el asesinato masivo, porque junto al cambio posterior en la actitud de las autoridades nazis, sus aliados rumanos y búlgaros mostraron completa desconsideración hacia tales razones de oportunidad político-religiosa en sus respectivas áreas de acción.

En este último sentido cabe subrayar que las medidas tomadas por el ejército y las autoridades políticas alemanas se cruzaron con las actuaciones de las autoridades de los Estados satélites del nazismo, creando un panorama diversificado de situaciones en lo que se refiere a la suerte de los distintos colectivos romaníes. Como veremos luego, fue muy distinto el destino de estos grupos según las variadas circunstancias locales; pero en general, como resume Weiss-Wendt, la doctrina nazi de la pureza biológica impulsó procesos de limpieza racial en estos Estados colaboradores. Dando fuerza y cobertura a los prejuicios preexistentes, la ideología racial nazi amplificó el antigitanismo tradicional, que tanto las autoridades políticas como la población civil incorporaron a los diversos proyectos nacionalistas de limpieza del cuerpo social, con el objeto de depurarlo de elementos «indeseables». La deportación masiva de los gitanos rumanos a Transnistria (territorio soviético ocupado por tropas rumanas en paralelo al avance alemán) es un ejemplo paradigmático, una medida tomada por el régimen filonazi de Antonescu que no respetó ni a las familias de los militares en activo. Como en la misma Alemania, el antigitanismo existía en toda Europa antes de la llegada del nazismo; pero a partir de 1933 conoció un nuevo giro, al asumirse medidas que colocaron a los romaníes colectivamente en el espacio de una inferioridad racial que debía ser abordada con métodos expeditivos para erradicar sus supuestos efectos sociales nocivos.

El camino del genocidio se trazó desde muy pronto. Como veremos a continuación, ya antes de que empezara la guerra, el destino de los gitanos bajo el nazismo pasó por la reclusión, el trabajo forzado y la esterilización. Para interpretar estos primeros pasos de la persecución nazi contra los gitanos no es en absoluto insustancial la mención que hace el historiador Ludwig Eiber, al estudiar el caso bávaro, a Hans Pfundtner, secretario de Estado del Ministerio del Interior del Reich, quien ya en marzo de 1936 habló de una «solución total» para el problema gitano, tanto a nivel nacional como internacional.

La llegada del nazismo al poder: discriminación, esterilización y encierro

En el periodo que transcurrió desde la llegada del partido nazi al poder en 1933 y el inicio de la Segunda Guerra Mundial en 1939 se establecieron las bases fundamentales de la política antigitana del régimen, dictándose nuevas normas y reorganizándose los procedimientos «para combatir la plaga gitana» —como habría de resumir el título del citado decreto decisivo promulgado en diciembre de 1938—. Fue este el primer estadio de un proceso de agravamiento del acoso y persecución de la comunidad romaní que aumentaría con la guerra.

La acción contra los gitanos guarda muchas semejanzas con las líneas claves del avance del antisemitismo nazi, según señaló Raul Hilberg en su estudio clásico sobre la destrucción de los judíos europeos: tras una primera fase de definición de quién era judío, se pasó a la exclusión de los derechos cívicos y políticos, y, finalmente, al expolio, la deportación y el exterminio. En el caso romaní, sin embargo, se combinaron dos de las líneas de actuación enunciadas por Hilberg. Por un lado, la definición y clasificación de los gitanos, tarea que se encomendó a una unidad especialmente creada para ello, dirigida por el doctor Ritter, con apoyo oficial y amplia colaboración policial. Por otro, la detención y encierro de los romaníes calificados como «asociales», en una acción policial dirigida a limpiar las calles de las ciudades alemanas de sujetos considerados indeseables, como simboliza bien la existencia del campo de Marzahn, un «lugar de descanso» creado con motivo de la celebración de las Olimpiadas de Berlín en 1936, pensadas como un gran escaparate del nazismo [Il. 12].

Por supuesto, estas acciones policiales no eran nuevas, ni otras de hostigamiento que se habían practicado con anterioridad (cierre de áreas de acampada, subida de alquileres, controles policiales exhaustivos…). Pero ahora se hicieron más frecuentes e incluso sistemáticas, especialmente en Baviera, cuna del modelo nazi de tratamiento policial antigitano. Como ha señalado otro de los autores fundamentales para el estudio del holocausto, Saul Friedländer, esta línea de acción se inició sin esperar a los resultados de la investigación de Ritter, dirigida a definir y localizar el sector de población gitana que vivía en el país. En fecha tan temprana como 1933 había ya romaníes en el campo de Dachau. Como se comentará a continuación, estos primeros campos tuvieron un lugar destacado en la organización del tándem científico-policial que habría de ser decisivo para la cristalización de la llamada «cuestión gitana», es decir, para que la presencia de los romaníes en Alemania fuera vista como un problema social y político que exigía una solución drástica.

Pero antes hay que tener en cuenta que, junto a estas acciones dirigidas específicamente contra las comunidades romaníes, la instauración del régimen nazi conllevó la promulgación de leyes que concretaban su política racial y que habrían de afectar a todos los considerados inferiores y, por tanto, perjudiciales para una sociedad basada en la pureza de la raza aria. En julio de 1933 una ley «para la prevención de la descendencia con enfermedades genéticas» autorizó la esterilización para gitanos, igual que para personas de color, con minusvalías físicas, etc. Unos 500 romaníes fueron esterilizados en 1934, pero esta práctica continuó mientras el Tercer Reich estuvo vigente, convirtiéndose en algo cada vez más extenso y cruento. Al principio se exigió a sujetos libres que se prestaran a ello como medida precautoria que evitaría su deportación, lo que finalmente resultó garantía nula. Más tarde, en los campos de concentración, la esterilización se siguió practicando hasta el final de la guerra, con métodos cada vez más inseguros y dolorosos, una forma de tortura colectiva sobre la que volveremos más adelante.

No conviene olvidar, llegados a este punto, que la esterilización obligada había recaído ya sobre diversos colectivos cuya reproducción se consideraba un problema social desde los parámetros de la exitosa cultura eugenésica de la época en otros lugares, como Estados Unidos, Suiza y los países nórdicos (y que siguió castigando a mujeres romaníes hasta época tan tardía como la década de 1970 en Checoslovaquia). En todo caso, el hecho de que en la Alemania nazi la esterilización forzosa de los gitanos se iniciara en 1933 y se mantuviera hasta 1945 muestra la intención de liquidación biológica de todo un pueblo, además de poner en evidencia el temprano sesgo racial de esta persecución.

En 1935 llegaron las llamadas leyes de Núremberg, un cuerpo de normas pensadas para la limitación de los derechos ciudadanos y la «protección de la sangre y el honor alemanes». Este grupo de leyes sería progresivamente desarrollado con el objeto de excluir de la ciudadanía a los judíos y otros grupos raciales considerados peligrosos para la superior raza alemana. Se instauró un complejo sistema de discriminación racial que establecía distintas categorías de sujetos: los alemanes, los alemanes mestizos en distinto grado y, finalmente, los judíos y otros declarados inferiores. El breve enunciado inicial de estas leyes, salido del congreso del partido nazi en septiembre de 1935, no incluía explícitamente a los gitanos, pero sí lo hicieron los comentarios interpretativos con valor legal dados a posteriori, que los situaron junto a judíos y negros entre los grupos raciales afectados por la privación de derechos ciudadanos.

Es importante reparar en la forma progresiva y fragmentada en la que se desarrolló este dispositivo legal, porque supuso que la población afectada no se viera privada de golpe de todos sus derechos, sino discriminada y cercada poco a poco: prohibición de matrimonios o relaciones sexuales con arios, de emplear a alemanes, de ejercer cargos públicos, de desempeñar determinados oficios, de adquirir bienes… Esta atomización tuvo un efecto paralizador: la incredulidad, la confianza en que serían medidas temporales o la esperanza de que la más reciente privación legal sería ya la última atenazaron la capacidad de reacción de muchas familias. Es bien conocido para el caso judío y algo similar pudo pasar con familias sinti largamente asentadas en Alemania, como les sucedió a los Winter, según puede apreciarse en las memorias de uno de sus miembros, Walter, superviviente del holocausto (Winter Time). Sus relaciones con el vecindario, los éxitos deportivos de su hermano en el equipo de fútbol local o su ingreso en la Marina preservaron su confianza en que sería reconocido como miembro de una comunidad nacional, hasta que en 1941 se sintió traicionado por la expulsión del ejército, la obligación del trabajo forzado y, finalmente, la deportación a Auschwitz.

 

Junto a leyes dirigidas de manera genérica contra los grupos considerados inferiores racialmente o deteriorados desde el punto de vista biológico, propias de la obsesión nazi por el «hombre nuevo» y por la pureza racial, los gitanos fueron objeto de medidas dirigidas especialmente contra ellos desde antes de que empezara la Segunda Guerra Mundial. Medidas que los convirtieron en prototipo y principal colectivo integrante del grupo de los tipificados como delincuentes, vagos e indeseables que había que erradicar de la nación alemana. La creación de los primeros centros de reclusión fue fundamental en este sentido. Es una historia aún menos conocida que la de la posterior deportación y muerte en los campos de nombres siniestramente famosos, abiertos en otros países. Entre 1935 y 1939 distintas autoridades municipales alemanas tomaron la iniciativa de obligar a las comunidades romaníes locales a residir en espacios expresamente instalados para ello a las afueras de las ciudades, unos terrenos cercados y vigilados. Estos lugares, que combinaban características de gueto y de campo de concentración, se convirtieron en depósitos forzados para familias enteras. Custodiados por las SS o por la policía local uniformada, sirvieron para el registro genealógico de naturaleza científico-policial, para reserva de trabajo obligado y, también, para prácticas de esterilización. Sus habitantes fueron en ocasiones protagonistas obligados de fotografías propagandísticas del régimen nazi [Il. 13]. Se crearon en las afueras de Colonia, Dusseldorf, Essen, Fráncfort, Hamburgo y otras ciudades alemanas; también austriacas.

En principio, en estos campos, los romaníes obligados a residir allí podían salir durante el día a trabajar y tenían que volver de noche, como recuerda Otto Rosenberg a propósito de Marzahn (Berlín), campo en el que estuvo recluido de niño; en Maxglan, a las afueras de Salzburgo, primero se les dejaba salir, luego se les usó solo como trabajadores esclavos. Los habitantes forzados de estos campos de residencia eran visitados por los equipos científicos de Ritter, que los registraban y procedían a tomarles muestras de sangre u otra clase de datos. También fueron utilizados, precisamente en los dos últimos casos citados, por Leni Riefenstahl como extras en su película Tierra Baja (aunque luego ella negaría su implicación en esto).

Las condiciones de vida, en todo caso, eran deplorables, y no solo por la falta de infraestructuras básicas y la privación de libertad. El hambre empezó a ser una sensación cotidiana ya en Marzahn, según cuenta el mismo Rosenberg, quien también recuerda el miedo que allí sentían (Un gitano en Auschwitz). En este sentido, el campo de Höherweg, a las afueras de Dusseldorf, fue escenario de prácticas especialmente crueles por parte de los vigilantes, que empleaban perros contra los prisioneros y con el toque de queda bloqueaban desde fuera las puertas de los barracones. En todo caso, este tipo de terrenos municipales de asentamiento forzoso proporcionaron una infraestructura que se reconvirtió y reutilizó a partir de 1939, cuando pasaron a funcionar como áreas de internamiento donde reunir a quienes iban a ser masivamente deportados a guetos y campos de concentración o exterminio lejanos, en un flujo continuo. Del de Maxglan, por ejemplo, salieron para Auschwitz-Birkenau todos los prisioneros que quedaban en 1943, incluidos los 17 niños que habían nacido en este enclave cercano a Salzburgo desde su creación.

Cada una de las personas que pasó por estos lugares de encierro creados antes de la guerra tiene una historia propia. La de Johann Trollmann, apodado Rukeli, es una de las pocas que conocemos, una historia cuya carga heroica ha sabido contar Jud Nirenberg en un libro muy recomendable traducido recientemente al castellano. Antes de ingresar en 1938 en el campo de Ahlem (Hannover), Trollmann era un boxeador alemán que había conocido éxitos deportivos y de público [Il. 14]. Demasiados para que el nazismo no le pusiera en su punto de mira por su origen romaní, máxime teniendo en cuenta el valor dado al boxeo como deporte genuinamente viril y germano por parte del mismísimo Hitler. Así, la prensa nazi y los jueces afines se encargaron de hacer caer a aquel ídolo que entraba en el cuadrilátero sonriendo y repartiendo besos a las mujeres, quienes acudían a esta clase de espectáculo deportivo como nunca antes lo habían hecho. Su estilo de boxeo, ágil, rápido, lleno de fintas y hábil en el estudio de las debilidades del adversario, fue descalificado por ser considerado poco viril y nada alemán, «como de judío». Fue desposeído del título que había ganado en 1933, tras protagonizar un sonoro episodio de resistencia al presentarse en el ring teñido de rubio y empolvado de blanco para caricaturizar el modelo ario. Tuvo que malvivir en circuitos deportivos de segunda fila y ferias, hasta ser detenido y llevado a uno de estos campos para gitanos «indeseables». En su corta pero intensa vida, aún habría de conocer el reclutamiento forzado en el ejército del país que le negaba todos los derechos y, finalmente, el sistema concentracionario nazi que acabaría con él —no sin antes obligarlo a boxear para entretenimiento y revancha de los guardas del campo—.

En la organización de un sistema nacional para el apresamiento y deportación de la población romaní, a partir de esta clase de espacios locales, tuvieron un papel decisivo un par de fuerzas que actuaron de forma compaginada durante estos años anteriores al estallido de la guerra: el aparato científico racial aplicado a los gitanos y la policía —especialmente la policía criminal— del régimen nazi. El precoz sistema de la policía bávara en el tratamiento de la «cuestión gitana», puesto en marcha por aquel diligente Dillmann cuyo libro de registro ya mencionamos en el capítulo anterior, habría de servir de modelo para toda Alemania a partir de que Himmler, quien había visto directamente su funcionamiento en Múnich, se llevara a un numeroso grupo de policías bávaros en 1936 a las oficinas centrales de la Gestapo y del Departamento de Investigaciones Criminales en Berlín. Como veremos, entre 1938 y 1939 la trampa sobre la que se basaría el genocidio romaní iba a quedar definitivamente armada bajo la doble batuta de los científicos raciales y la policía criminal.

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