Holocausto gitano

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El largo siglo XIX y los estereotipos románticos

Como periodo en el que cristalizó el paradigma cultural de la modernidad occidental, el siglo XIX es un momento clave para entender la consolidación de las representaciones y los discursos sobre los gitanos que siguen determinando aún hoy día la imagen del pueblo romaní. Los procesos culturales, con implicaciones políticas, a los que me referiré a continuación arrancan de las últimas décadas del siglo XVIII y se prolongan en sus líneas básicas durante los primeros decenios del XX, por lo que también aquí podríamos hablar de un «largo siglo XIX» en el sentido propuesto por el historiador Eric Hobsbawm. Durante este tiempo, al menos en aquellos países en los que fue imponiéndose el liberalismo como proyecto político, el hostigamiento institucional anterior se remansó en alguna medida. No dejó de haber leyes que señalaran específicamente a los gitanos como objetivo colectivo penal y policial, pero al menos desapareció la estigmatización jurídica específica en el registro de normas de rango superior, como las constituciones, en deuda con una noción de la ciudadanía que teóricamente debía respetar la máxima de la igualdad legal. No fue así, por el contrario, en aquellas zonas de Europa donde aún no se había instaurado el nuevo régimen liberal: en regiones como Valaquia y Moldavia la esclavitud fue la situación legal de la mayoría de la población romaní hasta bien entrado el siglo XIX.

Allí donde llegó, este relativo avance político-legislativo no implicó sin embargo que se desactivara la creación de estereotipos que habían venido cebándose sobre las poblaciones romaníes desde su instalación en Europa. Todo lo contrario: mientras en la esfera de la legislación se produjo un enfriamiento temporal de la atención a lo que ya se había catalogado previamente como «problema gitano», en el espacio de las construcciones culturales los gitanos centraron el interés creciente de artistas, científicos y comentaristas de primera o segunda fila. La voz de estos observadores externos fue decisiva a la hora de fraguar unas imágenes que, tomando materiales de siglos anteriores, se proyectarían hacia el posterior tiempo de las guerras mundiales. La frecuencia y la insistencia con las que tanto el arte como la ciencia produjeron imágenes sobre el pueblo romaní —tomado como un colectivo uniforme— son de tal calibre que puede hablarse de un efecto de borrado de las personas reales, invisibles para la mirada social mayoritaria del propio tiempo y ocultas en los registros históricos para tiempos posteriores tras la espesa capa de representaciones exógenas.

De la mano del Romanticismo, lo gitano se convirtió en motivo de una auténtica moda en el siglo XIX, cuando se extendió por toda Europa una sensibilidad cultural que favoreció por distintos motivos la observación de estas comunidades y su utilización como tema de representación artística o de reflexión erudita. A la extensión de esta moda «gitanista» colaboró en gran medida el fenómeno del viaje romántico, una práctica que se desarrolló hasta generar una primera industria turística en el mundo occidental. Sectores crecientes de las burguesías europeas y americanas, y especialmente quienes se consideraban artistas, se plantearon el viaje como una experiencia de búsqueda de formas de vida distintas a las de sus sociedades de origen, e incluso de descubrimiento de culturas supuestamente perdidas o en peligro de extinción. Los gitanos se convirtieron en uno de los trofeos de este esfuerzo, y los relatos de los viajeros registraron su existencia allí donde los iban encontrando, a veces con un pretendido realismo altamente engañoso. Guías, cuadros, grabados, poemas y fotografías realizados en este contexto se convertían a su vez en fuente de inspiración para quienes no habían conocido directamente la experiencia del viaje, construyéndose un imaginario cada vez más denso de exotismo y alteridad.

Teniendo en cuenta que se buscaban «realidades» que no estuvieran contaminadas por el avance del progreso y fueran atractivas por su radical diferencia respecto a la cultura de origen del observador, no es extraño que España se convirtiera en uno de los destinos románticos por excelencia. Para aquellos primeros turistas ingleses, franceses, norteamericanos, etc. (y, por mediación de ellos, para su público), España significó no solo la cercanía a África, a un pasado musulmán y una Edad Media fácilmente mitificables, sino también la presencia de una población gitana especialmente numerosa, sobre todo en Andalucía [Il. 4]. De hecho, muchos de los estereotipos románticos europeos e incluso universales sobre los gitanos crecieron a partir de este espacio concreto, a la vez real y figurado. Entendida como epítome de España, la figuración de una Andalucía agitanada ofreció a los viajeros románticos un terreno fértil para el cruce de imaginarios exóticos.

Desde su mirada eurocéntrica, resultaba lógico relacionar las periferias del Sur y el Oriente; y bajo el estímulo de monumentos tan impactantes como la Alhambra granadina u otros restos del pasado musulmán andaluz, los gitanos podían ser interpretados como un fragmento de aquel lejano Oriente incrustado en Occidente, algo que ayudaba a explicar su presencia y apariencia. Una viajera inglesa, Isabella F. Romer, lo contó en su libro de recuerdos como una impresión compartida con otros viajeros al ver bailar a un grupo de gitanas en Granada: «el Coronel H … quedó impresionado por la similitud de estas danzas con las de las bailarinas Nauch en la India y Persia; yo, por mi parte, encontré escasa diferencia con las que había visto realizar a las jóvenes danzarinas en los harenes de Turquía» (The Rhone…, 1843). No faltaron productores locales de cultura que rentabilizaran esta suposición, emplazando figuras gitanas o agitanadas en escenarios moriscos para la realización de postales, fotografías y otros souvenirs de viaje con gran éxito de público. Como veremos, el fenómeno del «gitanismo» tiene muchos paralelos con el del orientalismo en el sentido acuñado por Edward Said: una apropiación de la imagen del otro en nombre del conocimiento experto y desde posturas de superioridad cultural, que forma parte de un dispositivo de dominio colonial de mayor alcance que el control territorial y económico directo.

Las imágenes que los románticos construyeron sobre los gitanos se alimentan de una tensión que es la clave de su potencia persuasiva: la compaginación en un mismo conjunto representativo de rasgos positivos y otros negativos, como si fueran partes indisolubles de una misma identidad, que se presenta así rica en matices y posibilidades, resulta en consecuencia más creíble y se incorpora con facilidad al entramado básico del sentido común mayoritario. Aparentemente, el discurso es en buena medida amable e incluso admirativo. Los gitanos son, según este relato, un pueblo especial por conservar rasgos de una humanidad primitiva, no alterada en su naturaleza por el proceso de civilización, algo que podría dotarlos de una personalidad colectiva muy atractiva para la mentalidad romántica. Supuestamente, serían seres más libres, espontáneos, auténticos, sensibles, cercanos al mundo natural; y por ello estarían mejor dotados colectivamente para el arte y el disfrute de la vida, serían más valientes y arriesgados, mantendrían relaciones sociales menos adocenadas por la hipocresía burguesa. En esta línea, es sabido que el Romanticismo empleó desde muy pronto en la ficción el espacio de los campamentos gitanos como un refugio para héroes perseguidos, donde se acogían a la protección leal de los jefes o podían enamorarse de una bonita muchacha. Incluso hubo figuras prototípicamente heroicas que la ficción romántica encarnó en gitanos: bandoleros buenos y valientes en conflicto con un orden manifiestamente injusto y mujeres extraordinariamente bellas capaces de licuar fronteras sociales —un reparto de roles que refleja la normativa de género burguesa desde la que se imaginaban estas representaciones que, como todo estereotipo, hablan más del grupo social que fabrica la imagen que del grupo «retratado»—.

Pero la admirada libertad que se asignaba colectivamente a los gitanos podía incluir rasgos negativos, en los que el discurso cultural del XIX también insistía: si se rebelaban contra las ataduras comunes, podían por otra parte ser irremediablemente asociales y alegales; incluso, criminales, en relación con una moral primitiva que no habría avanzado en el conocimiento del bien y el mal como la sociedad civilizada. Los gitanos, según este discurso, eran peligrosos porque no respetaban las normas y, además, estaban acostumbrados a vivir en caravanas, una residencia móvil que no conocía de fronteras ni de fidelidades nacionales. Si bien vivían más cerca de la madre naturaleza y sabían canalizar su magia, resultaban atrasados material y racionalmente, y podían con facilidad quedar del lado de la barbarie al rechazar el camino del progreso.

Así, según este discurso, si estaban dotados para las artes por su peculiar sensibilidad, también eran pasionales en exceso, dejándose llevar por sus impulsos primarios, algo que los acercaba a seres humanos arcaicos o incluso a especies animales. De hecho, las metáforas animalizadoras (pájaro, lobo…) e infantilizadoras fueron frecuentes en las descripciones literarias, igual de frecuente que fue erotizar la presencia gitana en toda clase de representaciones. La insistencia en rasgos como la sensualidad, la voluptuosidad y la libertad de comportamiento sexual, alcanza su cenit en referencia a la mujer gitana, presentada con frecuencia como una hembra tan atractiva como peligrosa por su naturaleza lasciva. «No hay en el mundo hembras más licenciosas en sus palabras y gestos, en sus bailes y sus cánticos, que las gitanas», escribió George Borrow, uno de los gitanólogos más influyentes del siglo XIX (Los Zíncali, 1841). Son muchos los cuadros, fotografías o novelas que, leídos como discursos sobre el «otro», revelan claramente cuánta lascivia había en la mirada —masculina— de los autores que construyeron estas imágenes.

 

Sin duda, el caso más conocido en esta construcción es Carmen, la gitana imaginada por Prosper Mérimée en forma de novela corta en 1845 y elevada a los altares de la fama por Georges Bizet con la ópera que se estrenó en París en 1875. «Era una belleza extraña y salvaje (…) Sus ojos, sobre todo, tenían una expresión a la vez voluptuosa y feroz que no he encontrado después en ninguna mirada humana». Así se introduce en la novela a esta mujer fascinante, cuyo físico de gitana refleja un interior aún más peligroso, pues Carmen es un alma libre, no sujeta a reglas sociales o morales, solo regida por una sexualidad apasionada. Su amante pierde la cabeza y el honor corriendo tras ella, agitanándose y haciéndose delincuente por ella; como sabemos, solo la muerte pone fin a la pasión descontrolada inspirada por tan irresistible mujer. Esta historia ha dado pie a muchas interpretaciones con posterioridad, máxime si tenemos en cuenta la versatilidad de las lecturas que la han reelaborado en mil y un productos culturales. No entraré aquí en esta cuestión, pero sí mencionaré al menos un par de coordenadas históricas para contextualizar este relato en el sentido que nos interesa, el de su función y sus efectos como estereotipo denso sobre el pueblo gitano.

Por un lado, hay que tener en cuenta que precisamente en esta época se estaban consolidando los modelos de género burgueses que atribuyeron a la mujer el espacio de lo doméstico y los sentimientos maternales, hasta dibujar el prototipo del «ángel del hogar» como perfecta —silente y obediente— compañera del varón, quien a la vez era imaginado como el protagonista natural de la esfera pública liberal —racional, productivo, autocontrolado—. La figuración de contramodelos ha sido siempre un procedimiento eficaz para reforzar el valor de los ideales normativos que se busca imponer, y así Carmen, y en general las gitanas, eran representadas como la antítesis de la auténtica (y correcta) feminidad [Il. 5]. Su compañía resultaba, en consecuencia, peligrosa para los hombres, por seductora, devoradora y fatal. En algunos relatos, las mujeres gitanas se comparaban con panteras por su forma de moverse y, sobre todo, de bailar; en el terreno de la música, Franz Liszt las describió como hechiceras de belleza y canto hipnóticos, el terror de madres y tutores de los jóvenes aristócratas rusos (Des Bohémiens et leur musique…, 1859). Las varias moralejas y pedagogías insertas en historias e imágenes de todo tipo no impedían, sino más bien lo contrario, que estas representaciones fueran también cauce para fantasías masculinas de carácter sexual y emocional, dirigiendo sobre la figura de la mujer gitana una mirada similar a la proyectada sobre otras feminidades vistas en términos raciales, una más en un conjunto de bellezas exóticas que servía de vía de escape.

La segunda observación se refiere al largo y extenso éxito de esta representación de la mujer gitana, en la que el género atraviesa y refuerza el estereotipo general de lo gitano. Desde su nacimiento a mediados del siglo XIX, diversas versiones de Carmen se estrenaron de forma continuada en distintos soportes plásticos y auditivos. De la música y el teatro la figura saltó al cine, alcanzando a un público cada vez más amplio. La primera representación fílmica de Carmen fue un cortometraje británico de 1907; le siguieron enseguida numerosas películas mudas, algunas de directores tan significados como Charles Chaplin (1915) y Ernst Lubitsch (1918), que incorporaban a actrices del naciente star-system cinematográfico como Pola Negri [Il. 6].

A lo largo de estos desarrollos se puede observar la compatibilidad entre las operaciones de sublimación y estigmatización que intervienen en cualquier estereotipo complejo. Las gitanas protagonistas de estas ficciones eran atractivas hasta decir basta, pero su naturaleza como mujeres las castigaba a una vida descontrolada e infeliz; la inferioridad cultural de su raza servía para explicar su carácter y sus acciones, así como para trazar fronteras morales y sociales entre los distintos protagonistas, algo que quedaba reforzado cuando otros personajes secundarios gitanos aparecían en escena, pues raramente les alcanzaba algo de esa excepcionalidad que hacía de estas Cármenes seres poderosamente atractivos. Tan atractivos que en la década de 1940 la cineasta preferida de Hitler, Leni Riefenstahl, no solo ideó una película que contaba la historia de una bella bailarina vagabunda, objeto del capricho de un marqués perverso, sino que se decidió a protagonizarla ella misma. Por justicia patética, merece la pena visualizar la escena de Tiefland (Tierra Baja) en la que se esfuerza sin éxito por interpretar un baile seductor a la manera gitana —sin que falten castañuelas, grandes pendientes, falda de volantes y mantoncillo—. Pero sobre todo es importante tener en cuenta, para comprender la banalización del mal a la que colaboran los estereotipos, que la cineasta hacía esto mientras el nazismo acometía una política de persecución de los nómadas, identificados con los gitanos, sobre la que volveremos más adelante. Este caso demuestra de forma especialmente contundente cómo sublimación y estigmatización pueden operar de la mano, afectando a la vida de las personas reales: Riefenstahl usó como extras para su película a prisioneros romaníes de campos como Marzahn y Maxglan, enviados luego a morir a Auschwitz como tantos otros.

El lugar de la ciencia

Los estereotipos románticos del XIX están en la base de esta esquizofrenia cultural que exalta a gitanos ficticios mientras se persigue a gitanos reales. Pero es igualmente cierto que fue el conocimiento considerado experto, desde la medicina a la antropología, el que aportó el más completo argumentario sobre el cual se crearon las medidas políticas antigitanas del siglo XX. Fue la ciencia la que consolidó —en clave racial y con lógicas aparentemente objetivas— las representaciones sobre el pueblo gitano tomado como un colectivo definido por un determinado carácter genético. Y fueron científicos reputados los que le asignaron un lugar subalterno en el mundo. «¿Qué perdería la humanidad si una ola gigantesca hundiera África con todos los gitanos allí reunidos?», se preguntaba retóricamente el anatomista escocés Robert Knox (The Races of Man, 1850). Nada, respondía, o al menos nada que diferenciara al hombre del animal, pues con ellos no desaparecerían autores de descubrimientos, de inventos ni de creaciones artísticas o pensamientos sublimes. Esta influyente obra de mediados del siglo XIX anticipó el tono que iba a hacerse habitual en los medios científicos europeos al hablar de los colectivos romaníes y su lugar en la jerarquía cultural de los pueblos conocidos.

Es cierto que esta cosmovisión racial moderna de la humanidad había arrancado con fuerza ya en el siglo XVIII, mostrando ese «lado oscuro» de la Ilustración del que ha hablado el historiador George Mosse. No solo para los gitanos, ciertamente. De hecho, es poco conocido que Kant se sirviera de su caso al hablar de la clasificación de las razas para explicar la tendencia de los negros liberados en América a evitar el trabajo y convertirse en vagabundos, «exactamente lo que nos sucede con los gitanos». El trabajo de Leonardo Piasere, al que remitimos en la bibliografía final, desvela precisamente el origen ilustrado de la antropología física en lo relativo a la población romaní, pues ya en el siglo XVIII el médico Johann Friedrich Blumenbach utilizó un cráneo «cingárico» en su famoso trabajo de comparación morfológica de las razas conocidas, combinando observaciones anatómicas con prejuicios populares (la idea de los gitanos como secuestradores de niños).

A lo largo del siglo XIX fueron evolucionando la craneometría y otras disciplinas auxiliares, pero antes de que desembocaran en un biologicismo antropológico de profundas implicaciones racistas, la consideración científica de la «cuestión gitana» pasó por otros desarrollos. No conviene en ningún caso segregarlos de la cosmovisión racial que de forma general y más directamente referida a otros grupos racializados («negros», «amarillos») se estaba fraguando en este tiempo con fuerza, como pone de manifiesto, entre otras, la obra del conde de Gobineau. El caso gitano se inscribe en esta metafísica racial general que se incorporó a las lógicas básicas de las sociedades occidentales.

Hubo, sin embargo, otros intelectuales más decisivos que los filósofos racistas del XIX a la hora de elaborar argumentos de apariencia científica sobre la personalidad colectiva que se le atribuiría al pueblo romaní. En este sentido, fue más determinante la atención erudita que concitó su supuesto enigma entre un grupo heterogéneo de filólogos, etnólogos, historiadores, etc.; es decir, de científicos sociales en una época en la que se estaban constituyendo precisamente estos saberes como disciplinas académicas. Siguiendo a Grellmann, estudiosos ingleses, franceses, alemanes, austriacos… se lanzaron tras la búsqueda del «auténtico» gitano. Con este objeto, se esforzaron por investigar con parámetros científicos qué rasgos caracterizarían de forma positiva al pueblo gitano, un pueblo que dentro de la misma Europa representaba un reto epistemológico por su diferencia con respecto a la sociedad mayoritaria.

No había que viajar, pues, lejos del viejo continente, a selvas remotas o islas vírgenes, para encontrar pueblos exóticos. Los gitanos fueron para estos observadores un «otro» cercano. Sus formas de vida, conceptuadas como antiguas y en peligro de extinción, concitaron su interés erudito; muchos de ellos lo hicieron desde una actitud empática, genuinamente atraídos por lo que pensaban era la singularidad romaní, aunque sin ser probablemente conscientes de la posición de superioridad y patronazgo cultural que se estaban atribuyendo. Por ello, estos gitanólogos contribuyeron de forma decisiva a la construcción de la imagen de los romaníes como «otros», seres de una naturaleza antropológica necesariamente diferente a la de los observadores.

Entre estos primeros científicos sociales, que combinaron saberes lingüísticos, históricos, arqueológicos y etnográficos con diversas dosis de amateurismo y profesionalidad, destaca sin duda el grupo británico que acabaría constituyendo la Gypsy Lore Society, decana de las asociaciones de estudios romaníes (y responsable de una revista académica prestigiosa todavía hoy día). Aunque la asociación no se fundara hasta 1888, este grupo de estudiosos venía reuniéndose informalmente y trabajando con anterioridad; y aún antes empezó a desarrollar su obra quien habría de ser el maestro de sucesivas generaciones de posteriores «gypsiloristas» o gitanólogos, el ya mencionado George Borrow. Viajero, escritor, propagandista de la Biblia, sus opiniones sobre los gitanos se construyeron desde el interés y cierta simpatía, pero también desde la jerarquía racial y cultural de un británico de mediados del siglo XIX. En obras extraordinariamente influyentes para la definición del «verdadero» gitano, Borrow combinó un espíritu viajero típicamente romántico con una notable disposición hacia la observación antropológica y una habilidad no menos destacable para los idiomas, que le llevó a hablar, entre otras, la lengua gitana, el romanés. Con esta última carta de presentación, se acercó a las comunidades romaníes de distintos países, y en algunos casos recogió sus observaciones de forma particularmente extensa, como en el libro dedicado a los gitanos españoles que habría de hacerse famoso en estos círculos (Los Zíncali, 1841).

En esta obra hay secciones dedicadas al estudio filológico del idioma de los gitanos y tablas comparativas para demostrar su origen indio, con un tronco común con otros romaníes europeos, y rebatir otras teorías sobre la posible procedencia norteafricana. Hay también una sección en la que recoge, como buen folclorista, cantares y poemas supuestamente gitanos que no tenían un soporte escrito de conservación y por tanto corrían riesgo de perderse. Más allá de lo cuestionable, desde un punto de vista crítico, del rigor de ambas tareas, el caso es que respaldaron persistentemente la condición de experto gitanólogo que se le reconoció a Borrow en su tiempo y mucho después. Él se presentaba además como un observador avispado de la naturaleza gitana, un conocedor de sus costumbres e incluso secretos —gracias en parte a su conocimiento del romanés—. De hecho, en sus trabajos trenza información histórica, observación antropológica y entrevistas para ofrecer un cuadro detallado y verista de la población gitana. Eso sí, la simpatía por algunos personajes romaníes concretos y el interés genérico por la forma de vida gitana no moderaron un discurso muy duro sobre las inclinaciones colectivas de este pueblo. «Ya será mucho conseguir si transcurridos cien años salen del tronco gitano cien seres humanos que demuestren ser miembros útiles de las sociedades honradas y juiciosas». Es un «tronco degradado», advierte. Porque, según Borrow, los gitanos viven del engaño a la población no gitana, a la que odian intensamente y para la que constituyen un peligro. Los hombres son violentos y las mujeres lascivas. No tienen historia —interés por el pasado— ni religión. Es llamativo que, si bien a veces introduce matices propios de un observador agudo, las conclusiones generales no se modifican por ello: por ejemplo, registra casos de gitanos que trabajan en una serie de oficios concretos, pero afirma que ganarse la vida timando al resto de la sociedad es lo que hacen los gitanos de todo el mundo. La obra de Borrow está llena de afirmaciones universales que los datos detallados que él mismo ofrece contradicen o al menos ponen en cuestión, sin que eso le haga dudar de sus conclusiones tajantes.

 

La clave para entender esta incoherencia lógica está en la descripción física que, valiéndose de metáforas expresivas, realiza del pueblo gitano. Los rasgos característicos —piel oscura como de mulato, labios gruesos, pelo negro a modo de crines de caballo, dice— responden a un patrón universal invariable, «como si en lugar de humanos fueran una especie animal». No solo en los rasgos externos, sino también y sobre todo en las actividades a las que se dedican, que presentan una «llamativa semejanza en todas las regiones del planeta donde han llegado». Es una clave racial, que vincula la apariencia física con las inclinaciones internas; así, la contracción de sus labios al hablar o su «desagradable sonrisa» demuestran «de una manera evidente», «todas las costumbres de un pueblo bárbaro»; de igual manera que la tristeza es, «como en todo hombre salvaje», el rasgo dominante de su fisonomía. La clasificación de los pueblos en razas jerarquizadas culturalmente, que se estaba construyendo precisamente en el tiempo de Borrow, está detrás de esta forma de definir colectivamente a los gitanos. Aunque diversificando los casos y enfoques practicados en los estudios romaníes, generaciones posteriores de miembros de la Gypsy Lore Society siguieron utilizando la seguridad científica que les proporcionaba esta ordenación racial de la humanidad, sin que les pareciera incoherente con su entusiasmo folclorista por una forma de vida considerada en vías de extinción. Los estudios de David Mayall y Wim Willems a los que remito en la bibliografía son fundamentales para entender cómo se desarrolló este proceso.

Los perfiles de algunos gitanólogos de finales del siglo XIX informan del campo científico que crearon: Charles G. Leland, filólogo y etnógrafo estadounidense, primer presidente de la asociación; Francis H. Groome, folclorista británico que se casó con una mujer romaní; John Sampson, dialectólogo irlandés y estudioso de la música galesa… Como expresiva es también la categoría de romani rai que se aplicó a los más destacados de ellos, una autodefinición que les llevaba a presentarse como expertos conocedores del pueblo romaní y mediadores entre él y la sociedad mayoritaria. Incorporaron el acercamiento empático y el afán de aventura romántico como parte de su caja de herramientas: al fin y al cabo, según el punto de vista de la editora del Journal of the Gypsy Lore Society ya a principios del siglo XX, Dora Yates, el gitano era el último «espíritu romántico» que quedaba en el mundo.

Esta aproximación era compatible con el academicismo según los estudiosos que enarbolaron la cientificidad de su trabajo como argumento de autoridad para darle valor. Decían que las investigaciones antropológicas, etnográficas y filológicas que ellos realizaban tenían lugar en un laboratorio peculiar —el campamento de los gitanos—, pero con métodos y espíritu científicos. Lo cierto es que llenaron la categoría de gitano con contenidos procedentes de estereotipos populares, alimentando una idealización que tenía más que ver con la proyección de sus deseos sobre el grupo que estudiaban que con formas de vida romaníes reales; así, según ellos, los gitanos auténticos se caracterizarían por su amor a la libertad y la naturaleza, su rechazo del progreso, su carácter bohemio y romántico y, en definitiva, su posición marginal respecto a la cultura de la sociedad mayoritaria. El discurso que construyeron se centró especialmente en la identificación de los «gitanos auténticos», partiendo del convencimiento de que se estarían extinguiendo a finales del siglo XIX. Desde distintas aproximaciones disciplinares, describieron a los romaníes en términos que asociaban la conservación de sus costumbres más tradicionales con la pureza racial, preocupándose por el peligro de extinción de una cultura que correría en paralelo al mestizaje de sus portadores. Muy en particular, situaron en el conocimiento y manejo del idioma romanés el indicador de pureza racial, desarrollando alambicados juegos filológicos entre otras tareas de documentación.

Esta preocupación por la pureza racial, y más exactamente las indagaciones genealógicas de Groome, han sido consideradas un punto de inflexión en cuanto a las lecturas políticas que pueden derivarse de la construcción de los gitanos como objeto de estudio. Como veremos más adelante, la pureza dentro de la misma condición de zigeuner fue muy importante en la política racial del nazismo, tanto para los científicos raciales —señaladamente Robert Ritter—, que definieron las categorías de gitanos «puros» y «mestizos» con implicaciones policiales, como para el mismo Heinrich Himmler, el organizador del sistema concentracionario nazi. Antes de ello, también en la actividad de otros eruditos europeos émulos de la Gypsy Lore británica se puede observar cómo la etnología y otros estudios similares estaban aportando a finales del siglo XIX y comienzos del XX elementos para la trampa racial que luego cerraría el nazismo: en el Imperio austro-húngaro, por ejemplo, Anton Hermann, portavoz de los estudios romaníes y creador de una revista que tenía como modelo la de la Gypsy Lore, colaboró como académico con el gobierno proporcionando análisis para apoyar las políticas oficiales orientadas a la asimilación de la población gitana.

Otras disciplinas académicas se consolidaron como tradiciones de estudio en el siglo XIX y durante este tiempo elaboraron ideas respecto a los gitanos que fueron luego empleadas como argumentos por el nazismo, creador de un dispositivo racial contra el pueblo romaní que llevó estos prejuicios de apariencia científica hasta sus últimas consecuencias. Entre estas disciplinas cabe destacar la antropología física, que se desarrolló en gran medida sobre la base de los estudios craneométricos orientados a la categorización y jerarquización de los distintos grupos de población conocidos. Tomando en consideración otras medidas antropométricas y datos como el color de la piel, el pelo y los ojos, una serie de médicos, anatomistas y otros especialistas establecieron cánones raciales desde una mirada eurocéntrica que asumía naturalmente la existencia de una raza blanca caucásica en la cúspide de la evolución humana.