A por la estupidez x+1

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Bajábamos a Garachico en el Mercedes de mi madre. Mi padre tenía carnet pero casi nunca conducía, mi madre lo hacía siempre y era una crack. Ese coche no podía estar peor y más hecho mierda, pero literal. Estaba fatal. Nunca entendí por qué mi madre no se lo vendió en su día a un hombre que adoraba los clásicos y le encantaba el coche, hecho polvo y todo. Bueno, aún siendo un destrozo con ruedas, era nuestro coche. Era lo que había, además de que nos llevaba y nos traía. Bajábamos en plan familia dominguera total: sombrillas, esterillas, mesa, sillas, nevera con la bebida y el hielo, la comida… Nuestros días de playa eran todo un espectáculo y una tradición. Analizándolo con detalle hoy, es de las pocas veces en las que fuimos felices juntos. Solo ahí éramos felices juntos. Fuimos felices, al menos ahí.

Mis hermanos fueron a hacer los cursillos de natación que se daban en la piscina municipal de Garachico durante el verano. La mitad de las calles de la piscina se destinaban a los cursillos. El monitor de mis hermanos era un señor con pelo largo y gafas del que no recuerdo el nombre. Al final del curso les daban un diploma y se hacían una foto con el resto de los niños de su grupo. Mi madre y yo les esperábamos mientras ellos aprendían a nadar, y después o antes, dependiendo de la hora del curso, íbamos a la playa, a mi playa.

Yo no hice el curso de natación. No quise. Un día en la piscina, mientras mis hermanos aprendían, yo estaba con mis manguitos en la parte donde hacía pie. Un niño me dijo que me tirara de cabeza, que él me enseñaba, y yo de imbécil le creí. Ese fue el primer engaño de mi vida del que fui consciente. Me empujó y me ahogó. Recuerdo que sentí crujir mi espalda y cómo salí llorando y diciéndole a mi madre que quería irme, que no quería estar ahí. Y no hice el curso. No quería. Le tenía pavor a la piscina y al borde de la piscina. De hecho, sé que es increíble, pero jamás me he vuelto a tirar de cabeza en ningún lado, ni en piscinas ni en el mar. No puedo. Simplemente no puedo. Tampoco sé, pero no puedo. Me bloqueo y lo paso fatal la verdad.

Pero aprendí a nadar y tuve a la mejor monitora del mundo: mi madre. Ella me enseñó a nadar en mi playa del muelle. Parece que la estoy viendo poner sus brazos por debajo de mi estómago y pecho, y diciéndome:

—Dale a los pies y a las manos, María. Mueve los pies y los brazos.

Ella me sostenía e íbamos caminando dentro del mar, siempre en la orilla, ella con los brazos bajo mi cuerpo y yo dándole a los pies y a las manos. Haciendo pequeños círculos. Hasta que un día dejó caer sus brazos, pero me seguía diciendo que le diera a las manos y a los pies. Y yo nadé. Sola. Y desde ese día me iba con ella desde la orilla hasta el muelle. Jamás he visto a alguien nadar así, con tanta elegancia, con tantas ganas, y hasta con deseo, como a mi madre. Era impresionante verla con ese bañador negro entrando en el mar y nadar, y nadar… No se cansaba nunca. Era como si el mar fuera su estado natural, como si el mar la equilibrara («el mar es el único lugar donde todo se equilibra»). Y, de hecho, creo que eso era lo que le pasaba. Ella en el mar vivía, resplandecía, respiraba, creo que hasta soñaba, se olvidaba de su vida, de sus cargas, de lo que eligió y de lo que le tocó con su decisión. Ella se iba a nadar sola. Le encantaba. Nadaba hasta ese muelle una y otra vez. Iba y venía con las olas. No le temía al mar. Le daba igual que las olas fueran más altas de lo normal. Ella quería ensalitrarse y yo soñaba con ser ella algún día. Con enseñarle a mis hijos a nadar igual que ella hizo conmigo. Con llegar a conseguir que el mar fuera también para mí un desahogo como era para ella. Con sentir que era libre allí, que era yo en él, que con cada ola yo me revolcaba dentro de mí misma y me sacudía las apariencias y el qué dirán tal como hacía ella.

Y bueno, les digo que eso sí que lo he conseguido. No tengo hijos aún, pero los tendré, lo sé, y les enseñaré a nadar ahí, en esa misma playa. En mi playa del muelle. No soy de las que va a darse un baño cada día ni necesita ver el mar a diario o estar muy cerca, pero sí que cada vez que voy perdida o desbordada, que últimamente es cada dos por tres, voy al mar. Caminar cerca o por la orilla de la playa, oler el mar, el salitre impregnado en la cara y en el pelo, el sonido... ¡Qué sonido más bonito el del mar! A mí me libera. Me reinicia y reconecta. Es como si, en realidad, sí que todo se equilibrase en el mar. El bien y el mal quedan igualados. La calma y la furia se encuentran en un punto de la ola en el que son uno. Y así me siento yo en el mar. Me siento yo. Me siento Mery en todo su esplendor. Siento que me dejo los problemas con la primera zambullida y que me voy liberando de las cadenas que me aprietan cada día según voy dando brazadas. En mí, no hay técnica al nadar, ni siquiera estilo, pero hay tantas ganas. Cada metro que avanzo es un metro que avanza esa niña que solo quería llegar al muelle nadando sola. Me da paz. Eso es. Paz.

Ahí, en mi playa del muelle, también conocí a mi amigo M. Estaba yo nadando, ya con unos diez años, y había dejado las cholas en la orilla. La marea subió, pero él me cogió las cholas y las puso a salvo. Ese, sin quererlo y sin pensarlo, sería el primer día de lo que más tarde se convertiría en una amistad preciosa que sobrevivió a muchísimas personas y situaciones. Con nadie me he reído como con él. Iguales en los defectos y en muchas de nuestras virtudes. Apasionados por la vida e incomprendidos por tantos. Nosotros, simplemente, siempre nos entendimos porque nos parecemos muchísimo. Tenemos un sentido del humor similar y hasta nuestro dramatismo es parecido. Le seguí queriendo aun cuando dejamos que otros decidieran que no podíamos vernos. Él ocupa un lugar único en mi corazón.

Por si fuera poco, desde lo alto de ese muelle me tiré también de adolescente. La edad de la bobería y los chicos. Me lancé al mar como ellos hacían como si nada. Solo recuerdo el planchazo. ¡Por Dios, cómo ardía todo! Creo que me lancé hasta con los brazos en alto y así entré en el agua...jajaja. El bikini, obviamente, se me movió, rodó, bajó, voló y todos los verbos que se les ocurran y lleven implícito el movimiento. Vamos, lo que viene siendo que se me vio hasta el alma. Pero yo, con planchazo y bikini trastocado, me lo recoloqué y salí toda digna del mar, como si nada hubiera pasado.

A esa playa fui a enamorar también con mi primer novio. Ahí nos dimos los primeros besos, metí y me dejé meter mano, jajaja. Y hay que ver lo que saben los besos en el mar. El estar junto a esa persona, con la piel de gallina, los pezones erizados y acercarte, rodear su cintura con tus piernas—aprovechándote de eso que dicen que en el mar no pesamos— y besarle. Besarle con ganas, con ansias, con lenguas, con mordiscos, con suspiros, sintiendo que, de pronto, no hay nadie más en la playa. Solos. De quinceañera sabían los besos, pero de treintañera no te quiero ni decir cómo saben y se sienten esos besos en el mar. Puf, es como que se te mezclan todos los sentimientos y explotas. Sí, explotas. Porque ya eres lo suficientemente adulta como para que te importe un pimiento la opinión de la gente y, encima, es que te da igual. Es que yo sigo yendo a esa playa tras haber vivido en otras ciudades y lugares, tras años sin estar ahí. Y voy con todo mi topless y con todo mi poderío. Con mis kilos de más y de menos, con mis cicatrices, con mi celulitis, con mis estrías y con mis dieciséis tatuajes (diecisiete en mi mente). Empoderada de mí.

Fuera en mi playa del muelle o en cualquier otra, el mar siempre ha jugado un papel en mis relaciones. Incluso con Él me dejé llevar en y por el mar. Todo era una tensión sexual máxima entre nosotros. No era mi primer novio, ni siquiera era un novio. Yo ya con más de treinta, él también, pero simplemente era Él. Era verlo y querer morirme de las ganas que tenía de besarle, abrazarle, tocarle, tenerlo sobre mí y sentirlo dentro, poseyéndome una y otra vez. Una y otra vez. Porque así éramos y supongo que así somos, aunque sea con otros. Esa vez que me recogió él fue, curiosamente, la única vez que salimos solos. Nos fuimos por una costa cualquiera, de tantas en las que habíamos estado, a bañarnos y a hablar muchísimo como siempre hacíamos. En realidad, siempre hablábamos de él y de sus cosas, casi nunca de mí, pero a mí, en ese entonces, me daba igual. Yo solo quería estar con él, fuera como fuera. No podía evitarlo. Tampoco quería. Y ahí, en el mar, en un trozo de mar cualquiera, follamos. Así, sin más. Sí, follamos, lo nuestro no era hacer el amor, era follar, al menos por ese entonces. Una más de tantas veces que estábamos juntos, de tantas veces que follábamos, pero esta vez en el mar. Con Él en el mar. Era realmente como follarse a un puto dios griego. De verdad, encajábamos a la perfección. Vi el charco, no había nadie muy cerca y bajé. Él también. Me metí en el agua primero y Él vino detrás. Lo demás solo fue cuestión de segundos. Me acerqué, le besé, le jadeé. Lo hacía a propósito porque sabía que lo ponía enfermo. No soportaba mis suspiros y mis jadeos. Se le puso dura en nada y a mí húmedo en cero coma... Rodeé su cintura con mis piernas y listo. Follamos y nos besamos, nos tocamos, nos abrazamos, me agarré a su cuello y a su espalda, y nos corrimos en un orgasmo al unísono. Él temía que nos vieran. Él y su manera de esconderme. A mí me daba exactamente igual que me vieran, porque en ese mismo instante, Él, el mar y yo éramos uno solo. Y, para mí, ese momento había sido mágico. Sabía que para Él no, que seguramente habría sido algo más, o un polvo más con la chica que siempre le decía que sí, pero para mí, aún hoy, sigue siendo el recuerdo de la única vez que quiso quedar conmigo y que salió de él vernos. Esa fue la única iniciativa que tuvo conmigo o, por lo menos, la única que llegó a materializarse y fue real.

 

Así que por ella, por mí, por mi amigo M, por Él, por todos y por mí, el mar siempre ha estado presente en mi vida. Del mar tengo los mejores recuerdos, los miedos anclados en el fondo y los sueños surfeando con las olas, arriba y abajo, para llegar a la orilla o liberarme, navegando, hasta llegar a buen puerto.

En el mar todo se equilibra. El bien y el mal. En el mar aprendí a amar.

Entre pleamares y bajamares, Él.



¡Qué bonita eres!

¡Qué bonito eres!

Sí, tú.

Tú que has decidido quererte y querer.

Tú que te has caído mil veces y, aun así, te sigues levantando.

Tú que nunca has dejado de soñar.

Tú que sigues volando aunque te hayan querido cortar las alas.

Tú que ríes como si no hubiera un mañana.

Tú que te enamoras de una mirada.

Tú que vives por ti y por los que dependen de ti.

Tú que has sido madre y padre a la vez para esa personita que será el gran amor de tu vida.

Tú que un día dijiste «hasta aquí».

Tú que has tenido que rehacerte y volver a pegar los mil

pedacitos en los que te rompieron.

Tú que dijiste no a lo que se suponía que ya era para siempre.

Tú que rompes barreras y vas sorteando las piedras que hay en tu camino.

Tú que ya sabes lo que sí, lo que no y lo que nunca más.

Tú que un día pensaste que el mundo y tu vida ya tenía que acabar y sacaste fuerzas para renacer.

Tú que no amas a medias, que quieres de esa forma bonita y te entregas al mil por mil.

Tú que luchas a diario contra tu mente.

Tú que eres, para ti, David y Goliat a la vez.

Tú que sabes ser y estar.

Tú que cada día luchas para sobrevivir.

Tú que intentas encontrar la fuerza para salir de eso que te ata.

Tú que no concibes tu mundo sin ayudar.

Tú que te levantas, día tras día, para acudir a un trabajo que no te llena.

Tú que has decidido dejar todo y empezar de cero otra vez.

Tú que estás cumpliendo tus sueños.

Tú que no tienes suerte, pero sí un corazón gigante.

Tú que has aprendido a amarte por dentro y por fuera.

Tú que dices que para tener un cuerpo de playa solo necesitas tu cuerpo y una playa.

Tú que luces tus estrías, tus cicatrices, tu celulitis, tus kilos de más o de menos con todo el orgullo del mundo.

Tú que has entendido que el único que debería influir en tu vida eres tú.

Tú que te acuestas pensando en cómo vas a llegar a fin de mes.

Tú que sientes que tu mundo se tambalea.

Tú que te levantas bailando o cantando para empezar el día con buen pie y buena vibra.

Tú que siempre quieres más.

Tú que vives en tu caos particular.

Tú que te enfrentas al mundo para defender tu verdad.

Tú que has puesto la otra mejilla muchas veces.

Tú que has sido objeto de burlas.

Tú que estás callando muchas bocas.

Tú que ves que las cosas ni negras ni blancas,

que casi siempre, grises.

Tú que vives anhelando algo mejor.

Tú que has dicho adiós porque sabes que te mereces algo mejor.

Tú que comprendiste que reír y llorar son igual de comunes, mundanos y necesarios.

Tú que has salido a la calle con tu escudo perfecto tras pasar toda una noche llorando.

Tú que alzas tu voz por los que no pueden hablar.

Tú que has elegido velar por el bienestar de otros.

Tú que ríes a carcajadas como si no hubiera un mañana.

Tú que maquillas tus miedos e inseguridades.

Tú que olvidas para poder avanzar.

Tú que perdonas siempre aunque no sea tu culpa.

Tú que necesitas un abrazo o una palabra de aliento

para seguir tirando.

Tú que no sabes estar en soledad.

Tú que has elegido criar.

Tú que te reafirmas en que menos es más.

Tú que huyes de las multitudes.

Tú que no tienes cabida para el ego.

Tú que sueñas con enseñar y dejar a mejores personas

en este mundo.

Tú que crees que tenemos que devolverle al mundo algo de lo mucho que nos da.

Tú que confías ciegamente.

Tú que, aun con el corazón remendado por el desamor,

sigues creyendo que llegará tu persona.

Tú que tienes un alma gemela a tu lado.

Tú que no te sientes de ningún lado,

sino ciudadano del mundo.

Tú que entendiste que al mundo no se le pueden poner barreras.

Tú que defiendes que es un privilegio y algo fortuito haber nacido en esta parte del mundo.

Tú que eres social.

Tú que eres antisocial.

Tú que regalas sonrisas y buenos días por doquier.

Tú que entendiste que lo material solo es eso, materia, algo efímero.

Tú que comprendiste el verdadero significado de la vida y lo poco que necesitamos en realidad.

Tú que no crees en trenes de ida y vuelta porque a ti, si no lo coges, el tren te arrolla.

Tú que crees que querer es poder.

Tú que eres antisistema.

Tú que vas a contracorriente todo el rato.

Tú que eres muy friki.

Tú que comes por placer.

Tú que recorres el mundo en busca de aventuras.

Tú que entendiste que tu mascota será un amor

para toda la vida.

Tú que te conformas con lo que la vida te da.

Tú que no cesas en superarte.

Tú que luchas a diario contra ti y tu cuerpo.

Tú que has bloqueado, silenciado o dejado de seguir

por paz mental.

Tú que no tienes miedo ni vergüenza porque se sepa que tu cabeza no está del todo bien.

Tú que tienes como compañeros de vida a la ansiedad,

el estrés, la depresión, el maltrato o el suicidio.

Tú que estás esperando a que te den unos resultados médicos o una operación complicada.

Tú que necesitas una mano que te acaricie

o una voz que te susurre.

Tú que quieres sexo del bueno.

Tú que esperas volver a sentir las mariposas en el estómago por una primera cita.

Tú que corres para desconectar o por necesidad.

Tú que te has atrevido a decir lo que sientes aunque supieras que era el adiós.

Tú que has entendido que esto de la vida va de sentir

y no de fingir.

Tú que te entristeces al ver cómo la apariencia gana a lo real.

Tú que crees que ser original no es ser diferente,

es ser inigualable.

Tú que tienes arte en tus manos, tu voz o tu mente.

Tú que devoras libros porque con ellos vuelas hacia tus mil vidas.

Tú que crees que hay algo más tras la muerte.

Tú que entendiste que lo único que sabemos desde que

nacemos es que moriremos algún día.

Tú que dejaste de lado un día los miedos que te encadenaban a alguien que no querías ser.

Tú que amas el mar como ente en el que todo se equilibra.

Tú que vas por la vida sin frenos y cuesta abajo.

Tú que bailas de noche, a oscuras, sin zapatos, sin nada.

Tú que eres de callejones y de barras de bar a horas intempestivas.

Tú que pides deseos con estrellas fugaces.

Tú que celebras los años y la vida.

Tú que te pones la sonrisa de escudo.

Tú que dices que ya no estás para esas cosas.

Tú que dices no.

Tú que sabes lo bonito que es preguntar ¿cómo estás?

Tú que, sin pretenderlo, le has cambiado la vida a alguien.

Tú que amas con todo, con lo bueno, lo malo y lo que venga.

Tú que entendiste que la gente que esté a tu lado

tiene que sumar y multiplicarte.

Tú que sabes que no hay que estar a la altura,

solo hay que saber estar y recorrer la vida al lado.

Tú que sufriste humillación y no usaste

la venganza como respuesta.

Tú que un día te empoderaste y te bajaste

de la rueda del hámster.

Tú que comprendiste que con quien más vas a pasar la vida es contigo mismo.

Tú que un día te antepusiste.

Tú, sí, tú… Tú que solo tienes que ser tú.

¡Qué bonita eres! ¡Qué bonito eres!


IV - «Tienes que ser perfecta. No puedes fallar. Tienes que ser perfecta»

—¿Has sentido alguna vez el yugo agotador y la devastación que genera la autoexigencia?—le pregunté, con lágrimas en los ojos, a la persona que veía en el espejo.

—No —me respondió esa chica con mirada inconsciente y con esos ojos que solo querían respuestas.

—Y entonces, ¿cómo es posible que yo me sienta así y tú no? —seguía insistiendo.

—Porque tú eres la mente, tú eres lo racional, tú eres tu peor enemiga… —me espetó como si nada, mientras iba perdiendo esa mirada ya no tan inconsciente.

—Pero ¿quién eres tú? —le supliqué, buscando ahora yo las respuestas.

—Soy tu corazón, tu alma, tu esencia… Esa parte de ti en la que no cabe el miedo y el lastre que tú sola te has obligado a cargar —sentenció, esta vez con una mirada implacable.

—No lo entiendo. No logro comprender cómo podemos ser dos seres tan diferentes dentro de una misma persona —balbuceaba yo sola.

—¡Ay, querida! ¿Solo dos? Podemos ser miles. Tantas como miedos seas capaz de crearte —me respondió aquella chica del espejo que, de pronto, parecía un gigante empoderado.

—No lo entiendo. No lo entiendo. No lo entiendo… —era lo único que repetía, una y otra vez, para mí y para la gigante empoderada que se reflejaba en el espejo.

Esta solo es una de las cientos y cientos de conversaciones que tuve con el espejo. Con mi reflejo. Con una de mis «yo». Una de las tantas que tendría a lo largo del tiempo y que, aún hoy, sigo manteniendo conmigo misma.

Resulta dolorosamente increíble lo que permitimos que nos hagan a veces quienes más nos quieren, lo que nos hacemos, ayudados por nuestra mente, enmascarado de un reclamo de amor y de una súplica de atención, lo que asumimos que el resto nos imponga desde sus púlpitos atestados de valor y moral. Hoy por hoy, recuerdo muchísimo las palabras que un compañero de trabajo me dijo hace ya unos diez años atrás:

—Mery, rogar es de pobres.

En ese momento me pareció una frase incluso hasta petulante, pero ahora me parece una cruda realidad. Es cierto. Rogar es de pobres, pero de pobres de mente y de alma. Es de muy pobres. De lo que viene siendo paupérrimos de todo. Pobres de consciencia, de razón, de sentido y de amor propio. Pobres de ser.

En realidad, no sé cuándo empezó todo, cuándo comencé a sentir ese yugo. Esa necesidad continua y constante de ser perfecta, ese pavor a fallar. El miedo a decepcionar. El pánico a caer. El horror ante la posibilidad de que ya no me quisieran. El momento en el que decidí que mi sonrisa sería mi escudo. El instante en el que la eterna perfección comenzó a devorarme.

Me veo aquí, escribiendo y tratando de abrirme en canal porque mi único objetivo es que, si alguien llega a leer esto algún día, pueda entender que a las emociones, y todo lo que su mundo engloba, debemos trabajarlas. Esta es mi terapia.

Tras mucho pensar, una infinidad de lágrimas, comerme literalmente la cabeza y estrujarme el cerebro, ataques de ansiedad, insomnio, miles de conversaciones conmigo misma, derrumbes de mi mundo sobre mí aplastándome, etc., creo que, aunque la culpa o la responsabilidad sea mía por permitirlo o por pensarlo, todo empezó con mi padre. Sí, curioso, pero todo comenzó con él, con el hombre de mi vida.

Para que se hagan una idea, para mí, mi padre era lo más parecido a un genio, intelectualmente hablando, que he conocido. Crecí siendo la pequeña y, he de reconocer que, en muchísimas ocasiones, la más consentida de mis hermanos. Él me adoraba. Lo sé. Era un amor incondicional. Éramos la tercera generación de la tercera generación. Sé que es una chorrada, pero para mí tiene un sentido y un significado. Para él también. En serio, era un jodido superdotado. Tuve miles de libros a mi alrededor desde que fui consciente de que un libro era un libro. Sabía tanto de todo… Hablar con él de lo que fuera, de cualquier tema, era apostar al caballo ganador, puesto que siempre tenía una respuesta. Era bilingüe en inglés y un músico increíble. Poeta e historiador. El vivo ejemplo del esfuerzo, del sacrificio y del compromiso con su trabajo. Él solo quería que estudiásemos. Y yo creo que, en el fondo, empecé a sentir ese yugo con él. Con los primeros sobresalientes, él seguía esperando más y más. Era como si supiera que cada uno haría algo. Mi hermana era la creativa, la de los idiomas, la que estudió filología inglesa como él, la que dibujaba, la que leía miles de cosas, poeta también. Y yo, de pronto, empecé a ser un batiburrillo de cosas. Estudiar nunca me costó. Entendía muy fácilmente las cosas y tenía muchísima memoria, incluso memoria fotográfica, por lo que un examen no suponía ningún esfuerzo para mí.

 

Así, veía que a él se le iluminaban los ojos con cada sobresaliente que traía, y si en alguna había un notable, me decía «eso lo puedes subir». Siempre esperaba más. Y yo, inconscientemente, empecé a exigirme cada vez más. Hoy me parece una estupidez mantener una conversación por la nota de una asignatura pero, en ese entonces, mi cerebro y mi persona creían que no podía traer menos de un sobresaliente a casa porque dejaba de ser «buena», porque perdía perfección. Esta obsesión con las notas me ha durado para siempre, hasta con el último máster que hice. ¡Qué horror, de verdad! Y así, Mery sigue sumando estupideces en su vida.

A la vez que iba creándome poco a poco la exigencia de los estudios alimentada por mi padre, también me fui metiendo en otra exigencia más: la música. Él era músico, por lo que empezamos a ensayar y a enseñarme cositas. Me fue enseñando solfeo y algo de técnica, muy poca, porque después me fui metiendo en grupos musicales y dejé de cantar con él. Con él empecé a cantar, nada más y nada menos, que lírico, y ese es un lazo que jamás podré romper. La música nos unió más aún si cabe. Ya tenía otra cosa más en la que destacar, en la que ser perfecta, y era cantando. Tenía que ser solista. Por ese entonces, necesitaba y ansiaba el aplauso de regreso del público cada vez que cantaba.

Pero aquí no acabó la cosa. Vamos a la exigencia número tres: escribir. Él escribía, mi hermana también y yo…yo no podía ser menos. La verdad es que esto debe ser un lazo genético que nos une, pero de las mejores cosas con las que me quedo. Escribir tampoco me costaba. Y fueron llegando los premios literarios, los concursos de poesía, los premios de narración escolares y un sinfín más de galerías en las que yo me exponía para agradar a mi padre y ver cómo sus plumas de pavo real se abrían cada vez más y más. Odiaba que hiciera eso, pero lo hacía una y otra vez. Siempre alardeando de nosotros, de lo que éramos, de las notas, de los estudios, de los premios, de los concursos… ¡Ay, papá, qué mal acabó todo! Sé que desde dondequiera que estés lo verás, pero la verdad es que salió todo medio regulín.

Y tras la exigencia número tres autoimpuesta, le siguieron la cuatro, la cinco, la seis… Los Consejos escolares, los comités de todo lo que hubiera o existiera, la chica de la sonrisa eterna, la hija ejemplar, la que nunca se metía en líos ni hacía nada inapropiado, la que estaba para todos, la que ayudaba siempre, el mejor expediente escolar, la chica de los discursos, la que nunca tenía miedo de hablar delante de uno o de miles, la chica con el look perfecto y los tacones por delante, la madurez personificada, la responsabilidad hecha persona… Pero también fui la chica que se perdió en ese camino. La niña que dejó de ser niña para contentar al resto. La hija que anhelaba un halago de vuelta. La mujer que un día se rompió, se le cayó el mundo arriba y tuvo que rehacerse y renacer de sus propias cenizas liberándose de esas ataduras que ella misma se había impuesto.

Puede que se pregunten cómo era mi madre o si ella actuaba igual que mi padre. Ella no era así. Ella era todo lo contrario a mi padre. Ella siempre a su sombra, pero, joder, cómo brillaba hasta en la sombra. Ella era toda emoción. Todo amor. De verdad, creo que absolutamente nadie que la conozca puede decir algo malo de ella. Siempre luchando, siempre criándonos. Siempre anteponiendo a todos y ella se dejaba para el último lugar. Es la bondad personificada. Es mi vida. Somos las dos de horóscopo cáncer y cuando discutimos somos unas bobas completas (mi hermana siempre se mea de la risa con nosotras). Somos emocionales hasta la médula, hasta el último poro de nuestra piel. No sabemos no querer ni querer a medias. Nos sentimos culpables si le hacemos daño a alguien. Pedimos perdón siempre, aunque no sea culpa nuestra, solo por el bien común y que las aguas vuelvan a su cauce. Tenemos un sentido del humor peculiar y juntas somos risas aseguradas. Ella no era como él. Ella era mejor, mucho mejor. Ella fue siempre madre, amiga, confidente. Sus hijos hemos sido su proyecto de vida y toda su vida ha girado en torno a nosotros. Amaba, y ama, a mi padre de una forma incondicional. Demasiado incondicional seguramente. Él se dio cuenta muy tarde de la increíble mujer que tenía a su lado, cuando ya era otra persona, por lo que no tuvieron tiempo de conocerse, de darse esa oportunidad de ser ellos amándose.

Él fue mejor padre que marido y, seguramente, que hijo y hermano. Habría sido un abuelo espectacular. Pero en su última etapa prometía tanto, se volvió tan emocional… Ella olía a perfección.

Ella era la que nos hacía las mejores comidas del mundo, la que me enseñó a leer y las multiplicaciones, las divisiones, las raíces cuadradas… Ella era la que nos llevaba de farándula por ahí, la que nos animaba a salir, a conocer a gente, a ser nosotras. La que me enseñó a nadar. La que me enseñó a amar. La que ponía el punto de realidad en la vida. La que nos dejaba soñar y la que siempre estaba ahí tras cada caída, porque «te puedes (y debes) caer, pero también te tienes que levantar». Ella era y es todo. La que se levantaba de noche para hacerme una infusión cuando estaba mala o la que llamaba a mi hermana para saber cómo estaba si yo no le contestaba. Ella ha sido, es y será mi mayor ejemplo. Y qué lástima que haya tenido tan poca suerte, porque si hubiera tenido más apoyo, se habría comido el mundo y haría la digestión del gusto. Una mente brillante con un corazón incomparable. Y, por desgracia, ha sido una espectadora de su vida.

Si no he terminado tarumba completa, creo que ha sido gracias a ella. Ella siempre hacía de cable a tierra con nosotros. Ella no alardeaba de nada, ella solo nos quería felices. ¡Casi nada, ser felices! Hay que ver lo que se equivocó al pensar que para ser felices teníamos que estar todos juntos siempre, pero ella era así. Sacrificó su felicidad a cambio de la nuestra. Se sentenció a ella. Y no hay día que no me diga que es el acto de amor más grande que alguien hizo por nosotros.

Ella es la mujer de los ojos de concha de caracol: a veces castaños, a veces miel, siempre luz.

No es fácil ni de niña, ni de adolescente, ni de joven, ni de adulta, ni de mujer, luchar contra ti misma cada día. Y esa siempre he sido yo. Jamás estoy conforme con nada. Siempre se puede mejorar. Siempre puedo dar más, aunque lo que ya esté sea perfecto. Inconformista creada e impuesta.

Le dejé a mi mente y a mis miedos el control de mi vida y perdí muchos años, muchísimos, tratando de contentar a todos, a todos menos a mí. Siempre tratando de hacer lo que se suponía que tenía que hacer y lo que el resto esperaba de mí. Siempre perfecta, porque yo tenía que ser perfecta. En mi mente no cabía un error ni una caída. No podía asumirlo, ni siquiera era capaz de contemplarlo.

¡Qué pena! De verdad, qué lástima. Cuánto tiempo perdido y cuánto daño me hice a mí misma siendo totalmente inconsciente.

Porque ese es el problema con todo esto de las emociones y con el hecho de que no hayamos tenido ningún tipo de educación emocional durante tantos años de escuela ni en nuestras casas. Seguramente, si hubiera sabido reconocer todas las emociones que tenía de niña, no me habría jodido y roto tanto. Si alguien me hubiera dicho que no tenía que ser perfecta, que solo tenía que ser yo, todo habría ido mejor. Hoy, a mis más de treinta, sigue sin existir una asignatura que se llame educación emocional y que sea obligatoria para todos. Hoy, siguen sin tener tiempo los padres. Hoy, en los hogares, seguimos sin cenar todos juntos y sin hablar de lo que sentimos. Continuamos frenando y amordazando a las emociones y a los sentimientos e, inconscientemente, seguimos creando exigencias innecesarias y criando a seres emocionalmente inútiles.

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