Mayo del 68 - Volumen II

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12 Ibídem, pp. 114-116.

13 Ibídem, p. 129.

14 Ibídem, p. 8.

15 Ibídem, p. 281.

16 Ibídem, p. 254.

17 Ibídem, pp. 280-281.

18 MARCUSE, Herbert, El hombre unidimensional, tr. por Antonio Elorza, Planeta Agostini cedida por Ariel, Barcelona, 1993, pp. 259-260.

19 Ibídem, pp. 36-40.

20 Ibídem, p. 155.

21 Ibídem, pp. 155-157.

22 Ibídem, p. 154.

23 Ibídem, p. 194.

24 Ibídem, p. 260.

25 Ibídem, p. 263-264.

26 MARCUSE, Herbert, El hombre unidimensional, tr. por Antonio Elorza, Planeta Agostini cedida por Ariel, Barcelona, 1993, pp. 261-262.

27 Ibídem, pp. 9-10.

II

Historia y política

INFLUENCIA DE SIGMUND FREUD EN LA IDEOLOGÍA GENERADA DESDE LOS ACONTECIMIENTOS DE MAYO DEL 68

José Jara Rascón

INTRODUCCIÓN

Desde el punto de vista de la historia de Occidente, Freud es sin duda uno de los mayores iconos de nuestra cultura. Se le considera a menudo como un revolucionario intelectual y sus ideas se difunden a toda la población ya desde el ámbito escolar dentro de la asignatura de Filosofía, uniendo su figura a las de otros grandes pensadores como Platón, Aristóteles, Descartes, Hume, Rousseau o Marx. Esta atención sobre su pensamiento escapa, por tanto, al ámbito presumiblemente científico o de experimentación clínica en el que se presentaron inicialmente los resultados de su terapia sobre enfermos mentales basada en el psicoanálisis, ya que sus textos pueden ser entendidos como una gran obra divulgativa, dirigida a un público amplio, que intenta dar una explicación de la mente humana y, por tanto, del comportamiento, a partir de teorías especulativas, razón última por lo que sus hipótesis se han escapado ya desde hace tiempo del interés específico de la psiquiatría y resultan de interés también para la sociología y la filosofía.

Por tanto, la gran cuestión inicial al hablar de Freud debería ser no tanto cuantificar su repercusión sobre nuestras concepciones culturales, sino estudiar sus teorías para esclarecer si se asientan sobre fundamentos firmes o si estamos introduciéndonos solo en un pensamiento subjetivo y, asimismo, valorar si su influencia puede ser considerada como positiva o negativa.

EL DESMANTELAMIENTO DE LA SEXUALIDAD

Al presentar a Sigmund Freud en los estudios de Bachillerato, se pone en contacto a los adolescentes de 15 a 16 años, partiendo de una supuesta validez científica que avala estas teorías, con unos postulados de todos bien conocidos que hablan de la evolución sexual infantil del estadio oral al genital, a través del estadio sádico anal; las fijaciones y traumas capaces de aparecer a lo largo del desarrollo, el inevitable complejo de Edipo, la etiología sexual de las neurosis, la presencia ignota del subconsciente que domina nuestro desarrollo mental y nuestros ocultos deseos en la sombra y, cómo no, la represión de los instintos y la búsqueda del placer como motor de nuestras actuaciones. Estas teorías pueden ser presentadas por cada profesor de modo crítico o como hechos probados de indudable valor científico pero, además, podríamos pensar si esta enseñanza es tan inocua como hablar de la famosa alegoría de la caverna de Platón o si, por el contrario, su enseñanza acrítica puede provocar una influencia nada deseable en las mentes de adolescentes en un momento decisivo de formación de su identidad personal.

A este respecto, Michel Onfray, doctor en Filosofía y profesor de instituto durante varios años, menciona:

Cuando yo abordaba las teorías freudianas, era consciente de que no impartía una lección sobre las nociones vagas de un corpus doctrinal aconsejado por el ministerio de Educación, sino sobre los fragmentos biográficos y existenciales de cada uno de mis alumnos. El psicoanálisis enseñado en la teoría terminaba por ser en concreto su psicoanálisis, el análisis de su psique de jóvenes, tanto hombres como mujeres. Yo sabía que en ese pensamiento había una suerte de hechicería que era necesario manejar con infinitas precauciones. Se nos pedía que enseñáramos una materia eminentemente combustible a almas inflamables (Onfray, M. 2011).

Así, bajo el manto de una asignatura de apariencia imparcial, transmitida en el supuestamente neutro medio escolar y tanto en colegios públicos como de inspiración cristiana, se han transmitido ideas que hablan de la necesidad de satisfacer los instintos y las pulsiones sexuales para lograr una plenitud de realización personal, se ha despreciado la moral acusándola de ser causante de traumas y neurosis, se ha presentado la religión como una neurosis obsesiva, los actos de bondad se han mostrado como sublimación de deseos reprimidos y, todo ello, sin más demostración que las propias ideas de su autor expuestas, eso sí, de un modo brillante y envolvente.

LAS REVUELTAS ESTUDIANTILES DE LA DÉCADA DE 1960

Posiblemente, el éxito del freudianismo se debe a que, presentado como una teoría científica, funciona en realidad como una ideología, ofreciendo una comprensión de la mente humana y de la sexualidad que sustituye a un análisis más pormenorizado y a la reflexión sobre sus consecuencias sociales. Karl Popper, en su libro más conocido, La sociedad abierta y sus enemigos, definió la función de la ideología como un conjunto de ideas accesibles a todos, que ocupan el lugar de la inteligencia y que permiten al mismo tiempo demonizar al adversario. En síntesis, podría definirse como un cóctel explosivo que, en el caso del freudianismo ofrecido a cada nueva generación, aporta una solución aparente a los problemas de la construcción de la personalidad y a las exigencias de responsabilidad inherentes a ese proceso vital.

De hecho, una lectura superficial como la que se ofrece en institutos y centros de enseñanza posibilita volcar en primera instancia las frustraciones sexuales y de todo tipo, manifestadas en la adolescencia, en los padres y los poderes públicos, a los que es fácil culpabilizar como represores de los instintos, cuya libre expresión permitiría alcanzar el placer al que la naturaleza humana se siente llamada, en contraposición al sentimiento del deber en el que se vuelcan los esfuerzos de padres y educadores.

Mayo del 68 parece claramente heredero de esta convicción. Quizás una síntesis de ese modo de pensar puede ser adivinado en la frase «Prohibido prohibir» que apareció como uno de los eslóganes repetidos a partir de esa fecha. Desde esas convicciones, que se muestran como value-free (sin valores de referencia), parece comenzar a edificarse una nueva mentalidad, reivindicativa de derechos sociales, que progresivamente irá plasmándose en legislaciones de países de nuestro entorno occidental, fundamentalmente Europa y Estados Unidos. La aprobación del aborto, que hasta entonces estaba limitada a la Rusia soviética y los países de su órbita de influencia socialista, se extiende a partir de su introducción precisamente en la legislación de Francia, tras el acceso a los anticonceptivos en 1974, con el impulso de Simone Veil y la aprobación del presidente Giscard d’Éstaing en 1975.

Posteriormente, en 1977, Alemania legisló la autorización del divorcio y, como fichas de dominó, en diversos países de nuestra Europa occidental se fueron aprobando sucesivas legislaciones de liberalización divorcista y de despenalización del aborto. Siguiendo esa misma dirección de pensamiento, tal como afirma Gabriele Kuby (2017), en pocas décadas la misma ONU se convirtió en una institución que utilizaría su poder y recursos para sustituir la moral universal establecida en la Declaración de Derechos Humanos de 1948 por una nueva moral apoyada en valores posmodernos de carácter relativista. Una buena muestra de esto fueron la Conferencia de Población de las Naciones Unidas en El Cairo en 1994, donde se introdujo la expresión «derechos reproductivos», intentando incluir entre ellos el derecho al aborto, y la Conferencia Mundial sobre la Mujer en Pekín en 1995, donde se plantearon como objetivos convencer a la población de la «igualdad sustantiva» de hombres y mujeres (distinta a la igualdad de oportunidades), la deconstrucción de la identidad sexual masculina y femenina y la deconstrucción de la heterosexualidad.

En nombre de la libertad, grupos de activistas, con importantes subvenciones estatales y legislaciones que los amparan, han propagado como «nuevos derechos» el derecho al amor libre, haciéndolo equivalente al matrimonio, el derecho a la contracepción subvencionada, el derecho a la fecundación artificial aun en situación de inexistencia de familia acogedora, sin tener en cuenta el mejor interés de los niños por nacer, el derecho a elegir libremente la propia orientación sexual desde la infancia y, finalmente, la incorporación de la perspectiva de género, convirtiéndola en un principio guía de diferentes medidas políticas, diluyendo así entre múltiples opciones de vida en común el valor de la familia natural.

 

¿Todo esto es atribuible a la fallida revolución de Mayo del 68? Probablemente, todo no. Pero sí es verdad que pensadores influyentes como los provenientes de la Escuela de Fráncfort, Herbert Marcuse y Max Horkheimer entre ellos, y otros como Simone de Beauvoir, vieron con ello aumentada su popularidad y su influencia, que enlazaba con las teorías freudianas propugnando una «sexualidad liberada». Se ha dicho que la rareza del 68 es haber sido una revolución sin desenlace aparente, que barrió el pasado sin construir un universo nuevo, pero quizás el germen de ideas y planteamientos de ruptura con la tradición que surgió de ese momento nos esté influyendo más de lo que creemos o estamos dispuestos a admitir.

CRECIENTE CRITICISMO A LA OBRA DE FREUD

Jacques Maritain expresa de forma rotunda: «Toda la filosofía freudiana descansa sobre el prejuicio de una negación radical de la espiritualidad y la libertad» (De Marco, D. 2007). Este prejuicio es simplemente el esperable al conocer la propia vida del autor que, desde joven, rechazó la fe del judaísmo en el que había sido educado y encontró en la teoría de un subconsciente condicionante de las acciones una justificación para rehuir la responsabilidad moral de las pulsiones sexuales. Freud, por tanto, parte de una idea expresada a priori como un punto de partida dogmático: la trascendencia no existe, lo que expresa únicamente su propia convicción subjetiva. A partir de ahí, intentará explicar que la religión, el arte o la moralidad pueden ser comprendidos como un comportamiento condicionado por experiencias previas, sin mención a la libertad individual. Por otra parte, se reduce la verdadera culpabilidad a un simple «sentimiento de culpa», perdiéndose así toda noción de responsabilidad moral, con lo que los vicios, al igual que las virtudes, se convierten finalmente en el resultado de la interacción entre los instintos racionales y otros determinantes psicológicos. Se explicaría de este modo la violencia como algo simplemente corporal y natural, la liberación de instintos reprimidos.

Karl Popper, al sentar las bases de la filosofía de la ciencia, critica el psicoanálisis calificándolo de seudociencia, debido a que sus hipótesis no son comprobables ni falsables (no se puede evidenciar su verdad ni su falsedad). En las teorías freudianas, la evidencia se reinterpreta cuando no se cumple la hipótesis de partida o cuando no se encuentra el sustento empírico correspondiente (Clavel, F. 2004). Como ejemplo de esto, la teoría de la represión, que afirma que las experiencias traumatizantes se reprimen relegándolas al subconsciente, es indemostrable, puesto que se refiere a vivencias de las que no se es consciente. Por tanto, no se puede saber si esas experiencias han existido o no, aunque un psicoanalista lo afirme (Fuentes, J. B. 2009). Adicionalmente, la interpretación del valor simbólico de sueños concretos puede ser enfocada de modo distinto entre diferentes psicoanalistas, lo que evidencia también la falta de objetividad que sería esperable de una ciencia que se presenta a sí misma como explicativa de la mente humana.

El estudio sistemático de la obra de Freud muestra contradicciones internas, pero no retractaciones de las ideas expresadas con anterioridad a sus cambios de postulados. Freud cree en la teoría de la seducción, pero luego deja de creer en ella; teoriza la posibilidad de una psicología científica capaz de conocer el funcionamiento de la mente para luego abogar por un inconsciente impenetrable; cree en un primer momento en la excelencia de la cocaína y la electroterapia, pero posteriormente las abandona por la hipnosis. Asimismo, defiende con tesón la cura por la palabra, pero, en sus últimos escritos, plantea la hipótesis de que los progresos de la química y la farmacología podrían volver inútil algún día el tratamiento psicoanalítico. En realidad, más que hablar del pensamiento de Freud, como una doctrina coherente en sí misma, habría que hablar de los múltiples postulados de Freud incluso contradictorios entre sí.

Finalmente, los historiadores han descubierto, además, que Freud mintió sobre las curaciones de sus pacientes más paradigmáticos (Onfray, M. 2011). Posiblemente esto escandalizará a algunos pero, de hecho, la publicación de estos datos contrastados con información irrebatible a partir de los historiales médicos de sus protagonistas, no le ha restado credibilidad ni admiración a su autor. Podríamos preguntarnos: ¿por qué? La explicación parece sencilla: Freud ha entrado ya en el imaginario colectivo de los mitos y, como él mismo propició, denigrar sus teorías es considerado como signo de estar dominado por un subconsciente represor o, peor aún, de oponerse a la modernidad y estar aliado con quienes ven la sexualidad como algo negativo. «Retrógrado» y «oscurantista» pueden ser los calificativos más benévolos con los que se puede etiquetar a quien se atreva a hablar públicamente en contra de Freud, con lo que la autocensura posiblemente ya esté considerada como la mejor opción por quien no quiera arriesgar su estatus de aprobación social.

Sin embargo, la aceptación acrítica de las teorías, hipótesis, postulados, presuposiciones y especulaciones de Freud puede estar dando lugar a importantes repercusiones en el ejercicio de la sexualidad, la inestabilidad de las relaciones de pareja, la marginación de la futura paternidad e incluso el abandono de la religión, presentada como algo con tintes negativos para el desarrollo personal. Por ello, sin duda, merecería la pena realizar una amplia y pormenorizada reflexión sobre sus fundamentos y consecuencias.

UNA NUEVA Y DESEABLE REVOLUCIÓN SEXUAL

Nunca es demasiado tarde, aunque parezca que el tiempo se acaba. Por ello, y porque es mucho lo que está en juego, debemos recuperar cuanto antes el mensaje del amor con compromisos, la belleza de la sexualidad como parte de una vida familiar fundada sobre la promesa de un amor sin condiciones. Esta es la nueva revolución sexual que el mundo necesita. Un amor que se crezca ante las dificultades y que se muestre ante todos como auténtico, porque es fiel y fecundo.

Soñemos con la verdadera revolución, la que dignifica a cada hombre y mujer como lo que son, con su especificidad propia, diferentes y complementarios, una rebelión que nos habla de amor, de fuerza de voluntad, de fidelidad y de castidad, la que nos prepara para un matrimonio fuerte y fiel. Como dijo en una ocasión Benedicto XVI: «Las promesas del 68 no se han cumplido y renace la convicción de que es posible otro mundo, más complejo pero más verdadero porque exige la transformación de nuestro corazón».

BIBLIOGRAFÍA

CLAVEL DE KRUYFF, Fernanda. «Las críticas de Popper al picoanálisis». Revista Signos Filosóficos. Universidad Autónoma Metropolitana, México, 2004, pp. 85-99.

DE MARCO, Donald, WIKER, Benjamin. Arquitectos de la cultura de la muerte. Ciudadela, Madrid, 2007, p. 193.

FUENTES, Juan Bautista. La impostura freudiana. Encuentro, Madrid, 2009, pp. 17-29.

KUBY, Gabriele. La revolución sexual global. Didaskalos, Madrid, 2017, p. 118.

ONFRAY, Michel. Freud. El crepúsculo de un ídolo. Taurus, Madrid, 2011, p. 25.

DEL GÉNERO COMO CONSTRUCTO SOCIOCULTURAL AL GÉNERO SENTIDO: SOBRE LA EVOLUCIÓN DEL PENSAMIENTO RADICAL DE GÉNERO Y LA RUPTURA DE LAS TENSIONES CONSTITUTIVAS DE LA PERSONA HUMANA

Viviana González Hincapié

Una de las tensiones fundamentales que nos ha legado el siglo XX es una tensión antropológica, que pone en el centro uno de los aspectos constitutivos de la persona humana: se trata de su identidad sexual. Bajo la categoría de género y las distintas teorizaciones a ella asociadas, la presencia de esta cuestión en el debate público mundial no ha dejado de incrementarse en las últimas décadas. Pero su elevada incidencia no se explica si no se tratara de algo que toca profundamente al ser humano, si todos y cada uno no hiciéramos experiencia, en cada una de las etapas de nuestra vida, de nuestro ser como seres sexuados. Mediante un análisis de las tensiones y rupturas que han tenido lugar entre tres dimensiones que podemos considerar como fundamentales y constitutivas de la persona humana —a saber, la dimensión natural-biológica, la dimensión socio-cultural y aquella referente a la libertad—, se plantea una aproximación a la evolución de la categoría de género.

1. SEXO Y GÉNERO: DE LA DISTINCIÓN A LA RUPTURA. EL GÉNERO COMO CONSTRUCTO SOCIO-CULTURAL

En una primera fase de desarrollo del corpus teórico configurado alrededor de la categoría de género, el término hará referencia al grupo al que pertenecen los seres humanos de cada sexo, pero destacando sobre todo las características sociales y culturales, en una clara distinción de las características biológicas. Este uso traslaticio del término género desde la gramática al ámbito de los comportamientos sociales y culturales asociados a la identidad sexual, se dio, en primer lugar, en la psiquiatría y la psicología, y solo después se extendió a los estudios feministas. En esta distinción vemos cómo el foco estaba puesto en la tensión entre los polos natural-biológico y socio-cultural. Sin embargo, la tensión entre estas dos dimensiones se había agudizado desde las primeras décadas del siglo XX, allanando el camino que terminará conduciendo no solo a una distinción, sino a una ruptura radical y a la eliminación de uno de los dos polos.

La configuración del género como categoría socio-cultural encuentra sus antecedentes en el argumento culturalista propuesto por la antropología norteamericana hacia las décadas de 1920 y 1930. De acuerdo con sus postulados —dominantes en las ciencias sociales hacia finales de la primera mitad de siglo—, los aspectos decisivos en la configuración de la persona humana —incluida la sexualidad y sus manifestaciones identitarias y relacionales— habrían de verse como factores determinados meramente por la cultura. Los orígenes de este paradigma, sin embargo, se remontan a un movimiento de rechazo hacia la visión dominante hasta entonces, desde la que se acentuaba la preponderancia de los factores biológico-naturales en las diferencias entre hombres y mujeres, hasta el punto de desdibujar la parte de influencia correspondiente a los factores culturales y a la propia libertad de la persona (véase el esquema 1). En oposición a una visión biologicista, y por ende, reduccionista del ser humano, emerge una visión social-constructivista, en una oscilación pendular, reflejo de la dialéctica entre naturalismo y espiritualismo, que Robert Spaemann señalaba como característica de nuestra época (1996).

Esquema 1. Visión biologicista de la configuración de la identidad sexual


Fuente: Elaboración propia.

La emergencia de la categoría de género no podría haber tenido lugar sino mediante una distinción con respecto al sexo biológico de la persona: una de las fuentes que contribuirá en mayor medida a distinguir ambas esferas proviene de la Medicina, la Psiquiatría y la Psicología. Aquí se destaca la influencia del psicólogo y sexólogo neozelandés John Money, uno de los primeros autores en los que aparece claramente la distinción entre sexo biológico y roles de género. Money introdujo la distinción entre aquellos aspectos que forman parte del sexo biológico y el rol de género, con el que se haría referencia más bien a los comportamientos, preferencias, temas de conversación, etc. (Money y Erhardt [1974] 1982).

El problema fundamental de la teorización propuesta por Money —de la que se alimentará posteriormente toda la corriente radical de género—reside precisamente en que, a la distinción entre sexo y género, se sigue una disociación y ruptura radical: Money no solo subraya el carácter cultural del género, y la incidencia de la crianza y la educación en la configuración de la identidad sexual del individuo; sobredimensiona de tal modo la determinación cultural de la sexualidad, que intentará prescindir de cualquier incidencia del sexo biológico, contribuyendo fuertemente a la idea de que el género podía ser producido culturalmente, con independencia del sexo biológico de la persona. Para ello, defiende la tesis según la cual los individuos serían psicosexualmente neutros al nacimiento (Money 1963: 820). Los trabajos del psiquiatra Robert Stoller se sumarían a estos esfuerzos, culminando la fractura entre las dimensiones socio-cultural y biológico-natural (Stoller, 1968, cit. por Millett [1970] 1995: 77).

 

Las aportaciones del culturalismo norteamericano y de la psiquiatría y la psicología, contribuyeron a fortalecer el feminismo radical, que empezó a adoptar el término gender desde finales de la década de 1960 hasta finales de la de 1970, como respuesta —al menos parcialmente— a una visión reduccionista del ser humano, que había absolutizado la incidencia de la dimensión biológico-natural en la configuración de la identidad sexual, prescindiendo del componente cultural y del margen de libertad de la persona: «Para romper con la percepción del reduccionismo biológico, esto es, la creencia de que la anatomía prescribe las tendencias y los roles sociales, las investigadoras feministas han adoptado el concepto de género para designar características culturalmente específicas asociadas con la masculinidad y la feminidad» (Hawkesworth 2013: 36) (véase el esquema 2).

Esquema 2. Visión social-constructivista de la configuración de la identidad sexual


Fuente: elaboración propia.

2. DECONSTRUIR LO QUE ES MERA CONSTRUCCIÓN: DEL GÉNERO COMO CONSTREÑIMIENTO SOCIO-CULTURAL AL GÉNERO SENTIDO COMO LIBERTAD DESENCARNADA

Esta visión social-constructivista no solo trajo consigo una ruptura entre el polo biológico-natural y el socio-cultural en la configuración de la identidad sexual de la persona, sino también una interpretación de las diferencias socio-culturales en clave de opresión y constreñimiento: la idea de género como constructo socio-cultural es acogida en el movimiento feminista radical, en su intento por liberar a la mujer de la opresión que le imponen los roles tradicionales de género. Si todo lo que somos —especialmente aquello que tiene que ver con nuestra identidad sexual— no es más que un constructo social, las identidades sexuales tradicionales habrán de desenmascararse como meros constructos, en un proceso de deconstrucción, a partir del cual el sujeto podrá volver a construir y dejar que surjan nuevas identidades fluidas (cf. Oster 2015: 9-10).

Desde la década de 1980, el escenario de actores y propuestas que inciden en la radicalización del discurso de género se vuelve más complejo: al feminismo de base social-constructivista —en el que la «igualdad» es leída en clave de «identidad» de comportamientos en todos los ámbitos de la vida, y desde el que se intentará eliminar cualquier diferencia entre hombres y mujeres—, se unen la teoría queer y el movimiento LGTBI.

El número de autores y teorías que han alimentado este feminismo radical de género es muy amplio, y dista de ser homogéneo. Aquí nos limitamos a señalar la gran incidencia que ha tenido la teoría queer, giro relevante del pensamiento radical de género de las últimas décadas, desde el que se promueve la deconstrucción y subversión de todo lo que hasta entonces había sido considerado como normal en materia de sexualidad, fundamentalmente la heteronormatividad y el binarismo de género —que denuncia como algo problemático el que, hasta entonces, el género se haya entendido estrictamente como una de dos opciones, propugnando así un espectro de identidades y expresiones de género (cf. Goldberg 2017).

En la teoría queer, emergen autoras como Judith Butler, para quien el género constituye el medio discursivo-cultural, por el cual es producido el sexo natural mediante la repetición de acciones estilizadas a lo largo del tiempo, esto es, mediante una performance (Butler [1990] 2006). Otorgando un papel tal a la capacidad de acción del individuo, podemos pensar que esta autora estaría exaltando el polo de la libertad; la pregunta de a qué libertad hace referencia emerge cuando pone el acento en las acciones y representaciones que tienen como finalidad subvertir y transgredir la supuesta falacia de una sexualidad natural y del género como normatividad socio-cultural represiva. De acuerdo con Butler, las ilusiones del cuerpo, deseo o sexualidad naturales, podrían disiparse mediante estrategias de repetición subversiva, representando así el género de manera increíble (cf. Hawkesworth 2013: 45). El género se convierte así en una libertad desencarnada, desde la que se prescinde del polo de la dimensión biológico-natural en la configuración de la identidad sexual de la persona humana, a la vez que se invita a transgredir toda posible influencia de la dimensión socio-cultural (véase el esquema 3).

Esquema 3. Visión posmoderna de la configuración de la identidad sexual


Fuente: Elaboración propia.

Una libertad abstracta, que se ha propuesto como finalidad deconstruir todo lo dado social y culturalmente, prescindiendo completamente de los presupuestos naturales de la propia corporalidad, quedará a expensas de los sentimientos y deseos volubles y pasajeros del individuo. De este modo, hemos pasado de una categoría de género como constructo sociocultural, modificable y sin relación alguna con la dimensión biológico-natural, a una categoría de género como lo «sentido», a la fluidez de género, en la que el género —entendido desde una perspectiva radical— se presenta como verdadero ámbito de expresión del propio ser, haciendo que el sexo —en tanto que presupuesto corporal— aparezca como un mero material secundario, a disposición del género. «El sexo se convierte así en ámbito a configurar por el género, y no al revés. La identidad es fabricada, y no se recibe» (Oster 2015: 10).

Estamos ante un tema complejo, sobre todo por la profusión de términos que ha tenido lugar en los últimos años: así, por ejemplo, la categoría «sexo-género sentido», frente a la que no existe unanimidad, pese a haber sido incorporada ya en normas legales,1 hace referencia grosso modo a la no correspondencia entre el sexo biológico y aquel al que la persona siente que pertenece.2

Por su parte, la fluidez de género —con la que se hace referencia a una identidad de género que varía en el tiempo a lo largo de un espectro (cf. Goldberg 2017)— es un elemento indicativo de que el pensamiento radical de género está lejos de constituir un corpus teórico homogéneo. Si hasta hace unos años se hablaba de la necesidad de incorporar un número determinado de géneros, o incluso de sexos biológicos,3 recientemente se ha abierto paso una corriente que aboga por la completa eliminación de cualquier tipo de género fijo.4 Podemos preguntarnos si esta profusión de términos —con la que se pretende dar cuenta de la diversidad humana—, no responde a una búsqueda de identidad completamente desencarnada, cuya única orientación la constituye una libertad abstracta, carente de contenido, y que se define como la mera ampliación de opciones. «El ‘género’ pertenece ahora al reino de la voluntad desencarnada, que se superpone a su cuerpo y escoge («asigna») una identidad sin necesidad alguna de justificación, especialmente cuando una elección tal está en oposición con su sexo dado.» (McCarthy 2016: 288).

3. A MODO DE CONCLUSIÓN. SOBRE LA NECESIDAD DE UNA (SANA) TENSIÓN ENTRE LAS DISTINTAS DIMENSIONES ABORDADAS EN LA CONFIGURACIÓN DE LA IDENTIDAD SEXUAL DE LA PERSONA

En los apartados anteriores, se han apuntado algunos elementos acerca de cómo las variantes del pensamiento radical de género producen una ruptura entre la dimensión natural-biológica, la socio-cultural y la capacidad de libertad del ser humano; ruptura que tiende a eliminar la incidencia de uno de los polos de la tensión, exaltando y sobredimensionando otro de ellos. Sin embargo, una mirada atenta al ser humano y a su relación consigo mismo y con el medio que lo rodea, indica que no es posible dar cuenta de su naturaleza como ser sexuado, que posee una identidad como tal, si no se consideran las tres dimensiones.

La presencia de los tres polos de la tensión se pone de manifiesto en las etapas fundamentales de configuración de la identidad sexual,5 tal y como se recoge al hilo de la contribución de Stefan Oster (2015: 4-6): el ser humano, como ser que posee una corporalidad mediante la cual se expresa y entra en relación con su entorno, percibe que esta corporalidad es sexuada hacia la edad de 2 o 3 años, cuando el niño empieza a reconocerse como niño o como niña;6 pero a su vez, él no sería capaz de reconocerse y nombrarse como chico o chica, si no fuese gracias al entorno en el que se encuentra, que lo introduce en el mundo, y le permite, a su vez, situarse y entender su posición en él. En la identificación con figuras de sexo masculino o femenino de referencia, y con los comportamientos y modos de expresión de cada uno de ellos, el niño y la niña aprenden a reconocerse como tales. Vemos, pues, cómo en esta primera etapa están especialmente presentes la dimensión biológico-natural y socio-cultural. Más tarde, en la pubertad, con el desarrollo de los caracteres sexuales secundarios, tanto el chico como la chica se enfrentan al reto de encontrar una relación armónica con su propia corporalidad y los aspectos culturales unidos a ella. En esta etapa, entra en juego de modo más consciente el polo de la libertad: «Ahora, él [el joven] se comunica consigo mismo y con el mundo como chico o chica, pero la pregunta es si también él quiere eso personalmente, si su identidad como hombre o mujer crece, se fortalece, o si permanece frágil y variable» (Ibíd.: 5). Más allá de estas etapas, la relación con la propia corporalidad e identidad sexual están presentes a lo largo de la vida, puesto que en todas las situaciones vitales se manifiesta algo acerca de la relación con el propio cuerpo: la aceptación, el rechazo o la indiferencia en relación con la propia corporalidad, constituyen un aspecto esencial del asentimiento, del sí que nos damos a nosotros mismos.