Comarca perdida

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El tercer y último elemento que quiero destacar de este capítulo de cierre es que está narrado en tiempo presente. La narradora adulta se las ha arreglado para actualizar el pasado a través de un relato fantástico, sí, pero lleno de detalles. ¿Ha recuperado su mirada de infancia? Al menos en el contexto del mundo creado en las páginas de Comarca perdida, sí lo ha hecho. Lo que me maravilla, finalmente de este texto, es que sin desconocer los miedos, los dolores, las pérdidas y las preocupaciones de las cuales la infancia está repleta, sino unificando esas experiencias a los juegos, las alegrías y la calma, María Flora Yáñez ha construido un texto sustancioso, que logra representar la complejidad de una infancia (la suya) y, con ello, reconocer que cada infancia es única e irrepetible. En ese sentido, muestra, en 1947, una perspectiva refrescante con respecto a la infancia. En el último capítulo, nunca vemos la visita al circo, porque no es (necesariamente) en esos momentos preestablecidos en que la infancia se hace presente, sino en cada pequeña decisión, en cada pequeño paso, en cada espacio que es apropiado por las niñas y los niños —a través del juego, del tocar las cosas, de verlas atentamente y de cerca— que los niños y niñas pueden ser ellos y ellas mismas; como María Flora al ir a buscar su sombrero. Al mismo tiempo, es un texto esperanzador. He insistido en la idea de la niña encerrada en la intimidad de la casa —aun cuando hay estampas que ocurren en el exterior—, pero Yáñez ha construido ese espacio privado en uno lleno de ventanas, a través de las cuales la niña María Flora observa y espera por las ocasiones precisas para dejar su marca en los espacios que parecen prestados por el mundo adulto. En ese sentido, la vida siempre se abre camino.


A mis padres y a todas las personas –ya desaparecidas– que dejaron un pedazo de su alma en las paginas de este libro.

ÍNDICE

La calle de mi infancia

El niño del retrato

El primer miedo

La iglesia

La pieza de jugar

Se llamaba Inés

La hacienda

Chin

La intrusa

Escenario de ventanas

La casona

Carolina

El Hermano

Sensaciones

La parentela

Mi abuela Tupper

Remordimientos

En torno a la biblioteca de mi padre

Lecturas

Personajes

El profesor

Sentimientos y plumas

Misabel

Primer viaje en tren

La seductora

Visiones en la oscuridad

La calle de mi infancia

En pleno corazón, Santiago tiene, sin embargo, el recogido y perezoso encanto de una calle de provincia y está poblada de mansiones bajas, macizas, que esconden en su regazo jardines olorosos a azahares y extensos patios con fuentes gemidoras. Es escaso el tránsito y no hay aún en ellas ni tiendas ni restaurantes de lujo, sobre todo en las cuadras cercanas al parque. La blanca calzada se extiende desnuda y amplia como una pista de patines. Y en ella patinamos, efectivamente, durante las tardes y las noches estivales, corriendo de una casa a otras, mientras las ventanas vuelcan hacia fuera el reflejo del sol en sus cristales y luego la amarillenta luz de las lámparas encendidas.

No hay rascacielos que detengan la vista y los ojos van a posarse tranquilos sobre las nevadas crestas de la cordillera por encima de los tejados de esas mansiones bajas que forman una línea uniforme, interrumpida de pronto por una esbelta torre de una iglesia. Solo los tranvías, a intervalos, turban el silencio. Y a la hora del crepúsculo cantan las esquilas de los conventos vecinos, llenando la calle, estremeciendo el espacio con sus ondas de plata que vuelan, como palomas, desde los campanarios.

Durante largo tiempo, los “entierros” son para nosotros visiones de infancia, porque la calle San Antonio es la calle de los funerales, los hay humildes y grandiosos, tristes y alegres. Junto con el desayuno, la niñera nos trae la noticia: “Hoy habrá entierro grande, con música y militares a caballo…”. Nos vestimos llenos de alborozo y pegamos nuestras caras al enrejado de las ventanas. La calle sonríe, repleta de muchedumbre que aguarda impaciente el cortejo. Se dejan oír los tambores y empieza el desfile de caballos enlutados y cascos con penachos. Viene más atrás el difunto, seguido de las carrozas cubiertas de flores. Y así la muerte, a nuestros ojos infantiles, se reviste de esplendor, de atónitas multitudes, de galones dorados.

Casi todos los “acompañamientos” de Santiago cruzan la calle San Antonio y dan vida al recogido sueño de sus calzadas y de sus mansiones. Pero son acontecimientos matinales y aislados. En las horas corrientes, el flojo ritmo de la calle, sus pulsaciones apacibles, nos pertenecen por entero. Y, desde las ventanas, hacemos farsas a los transeúntes y, al salir de paseo, vamos tocando sin necesidad las campañillas de las altivas viviendas del vecindario.

Oscurece. Soledad, silencio, bajo los altos faroles que súbitamente cobran vida. Se abren los salones para las veladas nocturnas, porque una placentera amistad une a casi todas las familias del barrio. Afuera se extingue el lento rodar de algún carruaje tardío. Medianoche. Todo rumor se apaga. Y solo de tarde en tarde corta el sueño de la calle dormida el silbido agudo, prolongado y triste del guardián de punto cuyo pito, como señal o como alarma, atraviesa la atmósfera para llegar hasta el guardián de la calle vecina, quien responde con otro silbido desmesurado y quejumbroso.

El niño del retrato

Sobre la cabecera del lecho de mi padre había un gran retrato al óleo que representaba a un niño de tres años, vestido de terciopelo azul. Sus ojos, anegados en luz, parecían seguir la trayectoria de las personas que cruzaban el cuarto. Era nuestro hermano mayor, Lolito, muerto poco antes de cumplir los tres años. Tan radiante y expresivo era su rostro que, aun prisionero en su marco, se sentía el anhelo de acariciarlo, de rozar levemente con los dedos sus cabellos oscuros y cálida tela de su traje. A veces —cuando a causa de alguna riña con mis compañeros de juego— mi corazón de criatura se apretaba, yo solía ir a apoyarme contra un pilar el patio, frente al dormitorio de mi padre, y sujetando apenas el raudal de llanto que la reciente riña formara detrás de mis párpados, miraba hacia adentro. Desde la penumbra del cuarto me sonreía el niño del retrato. Y su figura azul cobraba vida, pareciendo desprenderse del marco para venir a mí y brindarme una muda, ferviente protección.

Entonces, con el alma liviana, habría deseado interrogarlo, saber algo de su breve paso por la tierra. O indagar con mis padres detalles de esa etapa sonriente y ya lejana. Pero nunca tuve el coraje de hacer ni el gesto ni la pregunta necesarios, porque el solo nombre, la sola evocación del niño del retrato. Aún después de tantos años, removía en la atmósfera demasiado dolor. Se sabían trozos sueltos del drama, frases cogidas por azar: el regocijado viaje a Quilpué en busca de felices vacaciones y sin asomos de presentimiento… la escarlatina… el médico rural que desconoce el mal y mata al niño lentamente con fuertes dosis de antipirina… el retorno a Santiago, trayendo el único hijo dentro de un ataúd…

Trozos sueltos de aquella silenciosa tragedia. Porque de él mismo, del niño esplendoroso que perduraba en el gran retrato al óleo, vestido de terciopelo azul, no sabíamos nada.

Y era preciso, ¡ay! Resignarse a que solo nos contemplara desde arriba, inalcanzable y enigmático, en su altar polvoriento sobre el lecho de mi padre.

El primer miedo

Retrocedo hacia la más lejana infancia, hacia esa zona de recuerdos que ha quedado detenida en un rincón de la mente, diáfana e imprecisa como aquellos paisajes envueltos en un velo de niebla.

 

Estamos en un cuarto de muebles sencillos y floreadas cretonas. Por la ventana abierta entra ancho rastro de sol que ilumina la alfombra. Solo turba el silencio la suave presencia de mi madre mientras ejecuta gestos insignificantes y habituales. Los pliegues de su vestido, al moverse, rozan los bordes de la mesa o de las sillas. Sus manos corren presurosas sobre el claro tejido. Madejas de lana…Ovillar. Ovillar y después tejer. La vida transcurre inmóvil, en rica y pausada cadencia.

De pronto, un estremecimiento sacude el ambiente. El suelo se torna inseguro. Oscilan las lámparas; las paredes parecen girar y estrecharse. Ondas extrañas electrizan la atmósfera. Mi madre se levanta de su asiento bruscamente, nos coge de la mano y nos arrastra hacia la calle a la vez que de su garganta brota un grito angustioso: “¡Temblor!”. Otros gritos, los de la servidumbre, le hacen eco desde el fondo de la casa. “¡Temblor!”. Ignoro el sentido de tal palabra que parece siempre preceder cataclismos, pero mi imaginación sobreexcitada sabe que ella está unida estrechamente a algo insólito y terrible. Al oírla, mis ojos de niña ven una especie de fantasma gigante, de color gris oscuro, con grandes alas abiertas, que entra a las casas de súbito sacudiéndolo todo, y que desaparece luego, no se sabe por dónde.

Nunca tuve tiempo de precisar si su rostro era de hombre o de pájaro. Tan fugaz es su aparición que apenas alcanzo a entrever la espectral palidez y las alas de muselina de aquella figura alucinante, incorpórea, y, sin embargo, enorme.

De cada casa sale gente a la calle. Y los umbrales, las veredas, contienen grupos inquietos. Voces entrecortadas y trémulas, agudos alaridos, desgarran como arañazos el espacio. Lo peor es que nuestro instinto presiente de que no hay de quien esperar auxilio, pues la angustia del grito que ha exhalado mi madre nos despoja de esperanzas. Nuestra fragilidad está fuera del mundo, en un clima de pánico. Solo breves instantes. Pasa el temblor, como un forastero temible, y entramos de nuevo a la casa. Pero aún se oyen gritos. “¡Misericordia, Señor! ¡Misericordia, Señor!”. Es la “mama” Ismaela que yace de hinojos sobre las piedras del patio, con los brazos en cruz y la frente humillada. “¡Misericordia, Señor!”, balbucean sus labios histéricos, con acento más apagado cada vez, más débil cada vez, hasta imitar el sollozo contenido de un niño.

Luego todo se aquieta. La casa y los rostros recobran su serenidad estática. La visión gris, siniestramente gris, se ha esfumado en el aire.

La iglesia

La veo llegar una noche, a las nueve, enjuta, apergaminada y rubia, con esa edad indefinida de algunas inglesas que fluctúan entre los veinticinco y los sesenta años. Llevaba en la mano una maleta vieja y sobre rizos, recién salidos del bigudí, un sombrero pasado de moda, amarillento y marchito.

—“Miss Hutchinson… Soy Miss Emily Hutchinson…”, balbuceó en inglés, con una pobre voz cohibida cuando, tras el campanillazo nervioso, nos precipitamos todos a la puerta de entrada. Sacudió la mano de mis padres en un “shake hand” vigoroso, y mirándome con simpatía me preguntó mi nombre. Guardé silencio:

—Conteste, ordenó mi padre, severo. Es la institutriz inglesa que llega de Europa.

—Nunca le contestaré —respondí tímidamente—. No me gusta…

Mis padres se miraron aterrados. Hoy pienso que los ojos de él decían: “He hecho un gran sacrificio pecuniario. La niñera ha venido en un barco caletero, barato es cierto, pero de todos modos demasiado costoso para mis entradas. Un gran sacrificio. Y esta niñita empecinada…”.

—Tiene demasiado sueño —explicó mi madre mañana será ya otra cosa.

Pasaron los días, los meses, un año. Y yo continué encastillada en mi actitud rebelde. “¿No entiende que es por su bien?”, exclamaba mi padre. “¿No ve el beneficio que trato de hacerle? ¿No siente que es necesario, indispensable, saber inglés? Una lengua más es como un alma”. Y ante mi cabeza gacha y mi expresión taimada, se cogía la cabeza a dos manos, murmurando: “¡Hay niños que son asnos! ¡Asnos! Yo, entretanto, envidiaba la suerte de mi hermano que, después del colegio y en compañía de dos primos, daba lecciones con Mr. Bingle, inglés exuberante, juguetón y pintoresco, quien, casi en seguida, fue también mi profesor.

—Bien, advirtió un día mi padre, mirándome tercamente. Se quedará sin postre mientras no cambie de conducta.

—Si quieren contestaré “yes”, pero nada más que “yes” —transigí, exhalando uno de esos hondos suspiros que en los niños preceden al llanto.

Aquel “yes” fue el único vínculo entre mi personita y la inglesa que cada día se fue sintiendo en la casa más desorientada, más sola, con esa tremenda soledad del destierro, a lo que se unía el aislamiento de no poder hablar y de no poder oír. Ella no sabía español y nadie en la familia hablaba inglés. Terrible forma de prisión. Hasta que un día, viendo la inutilidad de su presencia en nuestro hogar, mi padre la embarcó de regreso a su patria.

Pobre Emily Hutchinson. Hoy, cuando pienso en ti, algo vibra y se remueve en el fondo de mi corazón. Saliste un día de viaje, muy lejos, llevada por el urgente apremio de tu destino oscuro, dejando atrás los mínimos objetos y los recuerdos sin grandeza que hasta entonces te hicieron llevadera la vida. El cañamazo, con su punto cruz y aguja, quedó inconcluso en el viejo cajón del armario. Y el tosco reloj de sobremesa, heredado de la abuela, cantó solitario las horas en la casa de pensión. Partiste hacia ambientes y climas hostiles y tu historia se entrelazó a la de todos los seres malogrados y anónimos cuya insignificancia se arrastra muriente y escondida. Y —tú lo sabes, Emily Hutchinson— entre afanes y desarraigos, la vida pasa y se deshoja lentamente como un árbol olvidado del agua.

Los niños hacen sufrir sin saberlo. Más tarde, a través de un vidrio de aumento, miran el mal que causaron en su inconsciencia. Y darían un mundo por remediarlo. Pero no siempre pueden tocar las cenizas del pasado.

Hoy no sé por qué, veo llegar desde el fondo de mi infancia a la inglesa errabunda con su absurdo sombrero y su figura enjuta. Y una inmensa piedad, un anhelo de pronunciar la palabra que mis labios de niña no supieron decir, sube en precipitados latidos desde mi corazón.

La pieza de jugar

No hubo bastantes muebles para vestir todos los cuartos de la casa, adquirida en la alborada del matrimonio, y el que quedó vacío se convirtió en “la pieza de jugar”. Recuerdo de ella una pared empapelada de un verde enfermizo, llena de informes dibujos que trazaban nuestras manos menudas y, contra la pared, una alta chimenea en la que rara vez ardía el fuego y por cuya hendidura, durante los días de invierno, pasaba ululando el viento. El verdadero oficio de esa pasiva chimenea era, en realidad, recibir en Navidad nuestros zapatos para que bajara el Viejo Pascuero por el cañón lleno de hollín a llenarlos de juguetes. Al aproximarse a la rolliza mole de la chimenea, en la mañana de Pascua —esa mañana en que el sol, entrando a chorro por la ventana abierta tornaba en oro deslumbrante el triste papel verde enfermizo—, yo temblaba cada año del mismo angustiado terror de encontrar vacío mi zapato. ¿No era lo natural? ¿No fui rebelde muchas veces? ¿No inventé bromas para asustar a los sirvientes, llegando hasta dar un tijeretazo a una blusa encarnada de la cocinera un día que se peleó con la “mama” Ismaela?

Mi corazón —y creo que asimismo el de los otros niños— latía de ansiedad al acercarme a la sombría chimenea cuyo cañón, que nunca se limpiaba, había almacenado hollín durante años, pero que a nuestros ojos era la escala mágica que traía cada año, con su precioso bulto a las espaldas, al viejo misterioso desde el cielo. El corazón latía. Pero siempre las manos diminutas recogieron zapatos cargados de juguetes.

En la pieza de jugar se estaba como al margen del mundo y se vivía una existencia irreal. Era el último aposento de la casa, abría a un patio lleno de camelias y deslindaba con una antigua cochera de la que, todos los días y a la misma hora, salía un carruaje de lujo con briosos caballos y flamantes arneses. Nos gustaba mirar por la ventana y ver salir el carruaje. Al sentir el piafar de los caballos sobre el zaguán empedrado, suspendíamos nuestros juegos para asomarnos a la calle. Entonces aparecía el carruaje, todo brillante bajo su barniz oscuro. Iba a estacionarse delante de una casa vecina y luego, cuando sus dueños lo ocupaban, se perdía doblando la esquina.

En el fondo de esa cochera habitaban unos niños: los hijos del cochero. Había una niñita de mi edad, desgreñada y morena, que jugaba generalmente en la vereda de la calle y se entretenía a ratos en mirar a través de la ventana nuestra lo que ocurría en nuestra pieza de jugar, aplastando su nariz contra los vidrios. Nunca cruzamos palabra alguna ella y yo, pero nos entendíamos con los ojos. Los de ella decían, entre maliciosos y nostálgicos: “Soy más feliz que tú porque la calle es mía… Tú eres un poco prisionera…”. Y me sacaba la lengua. Yo, en cambio, para vengarme, gustaba de hacerla creer que en la pieza de jugar existía una cueva por la que aparecían princesas y duendes. Me agachaba repetidas veces gesticulando y haciendo gestos con las manos. Y nunca dudé de que la niñita de la calle interpretaba, según mi pensamiento, aquel mudo y extraño lenguaje.

Pero, en el fondo, yo envidiaba su vida misteriosa y sus andanzas callejeras.

Tarde, en la noche, el carruaje volvía a guardarse, desapareciendo hasta el día siguiente en la sombra llena de secretos de la vida cochera. Yo pensaba en la niñita de la calle, en su rostro malicioso y en su mansión oscura. ¡Allí sí que, de verdad, debían existir cuevas pobladas de duendes!

Se llamaba Inés

Se llamaba Inés y era toda ella como una llama, pálida y temblorosa. Cuando cumplió dos años y empezó a hablar, mi madre nos dijo: “Traten a su hermanita con cuidado, con gestos suaves. Es distinta de los demás…”.

Nuestra curiosidad se despertó enseguida: “¿Por qué es distinta de los demás? ¿No siente como nosotros?”.

—Al contrario, siente más, mucho más que ustedes—contestó mi madre gravemente.

Quisimos saber en qué consistía, entonces, la diferencia.

—Es demasiado fina —explicó ella—. Cualquier cosa la puede romper.

Miramos con estupor y con un poco de desdén a aquella criatura alba y preciosa, de rubios cabellos y desmesurados ojos verdemar. Se nos antojó una muñeca quebradiza y juzgamos más prudente y más cómodo prescindir de ella en la vida cotidiana.

Fue creciendo, cada día más esbelta y más diáfana. Pero vivía su mundo aparte, ajena a nuestros juegos y a nuestras risas. Cualquier rumor la amedrentaba y entonces abría inmensos los ojos verdes, esos maravillosos ojos color de algas marinas, y miraba ansiosamente a su alrededor. Quería mezclarse a la ronda triunfal de los otros niños, pero permanecía inmovilizada al borde del bullicio, llena de timidez y de pudor, hasta que algo, cualquier detalle, la hacía sentir que aquel luminoso mundo de la infancia era para ella un mundo prohibido e infranqueable. Se aferraba de nuevo a las faldas de mi madre, ávida de seguridad y protección, como si comprendiera que su sensibilidad era una valla entre ella y el universo exterior.

Iba siempre cogida de los flecos de seda de un chal de cachemira que usaba en la casa de mi madre. Al soltarlos perdía bruscamente el equilibrio y oscilaba, próxima a caer al suelo. Mi madre, a menudo, hizo el experimento de cortar con unas tijeras y a hurtadillas los flecos que ella oprimía entre los dedos y dejarlos separados del chal. Y ella, sin notar el subterfugio, seguía caminando muy entera, con los hilillos de seda en la mano, sostenida solo por su ilusión. Aquellos flecos eran su amuleto, su varillita de virtud.

Surgen los recuerdos y las visiones, fugitivos como un destello, y archivados en el fondo de ese templo de la memoria en que vamos amontonando emociones lejanas. Emociones que duermen a veces durante años, pero que de pronto afloran a la superficie y nos remecen y nos ahogan con su fuerza de aguas muertas. Se me aparece cierta velada familiar. Sentada en la antesala, junto a la gran mesa de centro, ante un pliego de papel y con un lápiz en la mano, yo hacía “monos”. Por azar levanté la cabeza y quedé estática observando el desarrollo de una sutil casi imperceptible trama. De pie al otro lado de la mesa, ella vio algo que relucía y que atrajo violentamente su atención. Esta vez se atrevió a actuar y estiró los finos dedos para coger el objeto deslumbrante. Pero una mirada severa —de no sé qué rostro— la detuvo. Entonces, sacudida por uno de sus terribles miedos, retiró un poco la mano y permaneció en suspenso, muda, desamparada, contemplando el objeto con ojos ansiosos, como se contemplan las cosas que se verán por última vez.

 

Yo observaba interesada. Y esa pequeña mano —esa mano que nunca más se atrevería— detenida un instante en el aire, apareció ante mis ojos de niña como algo infinitamente vulnerable y precioso. Luego los dedos diminutos temblaron en el aire y ese temblor se fue transmitiendo al brazo suspendido, a la boca quebrada en un sollozo, al cuerpecito entero. Toda ella tembló. Y no vi más. Fue como si de pronto se hubiera corrido un telón, porque bajé la vista de nuevo sobre el papel y me sumergí en mis garabatos. La visión me había turbado tanto que tuve la impresión de que mis ojos, por primera vez, aprendían a mirar. Pero, por una de esas extrañas reacciones infantiles, fingí no haber visto ni el gesto, ni el ansia, ni el temblor, y adopté una actitud indiferente, guardando para mí sola, como un tesoro, aquella escena que me pertenecía y que estaba intacta porque no hubo más ojos que los míos para cogerla.

Pasó un año. Y una tarde durante un veraneo a la orilla del mar, dentro de una finca que arrendaron mis padres en la cumbre de una colina romántica, como una llama que se apaga la niñita etérea dejó de vivir, recién cumplidos los siete años. Fue la primera vez que palpé de cerca la muerte. Mi padre nos hizo acercar con precaución a la zona de blancos lirios que la enmarcaban. Allí estaba fría, inmóvil, y, sin embargo, idéntica a sí misma. Había permanecido a nuestro lado aislada y llena de misterio y ahora, a pesar de los párpados bajos, parecía mirarnos desde su soledad. Pensé que en su rostro había un reproche para mí, para todos los niños. ¡Qué poco la entendieron y qué lejos vivió de la gente de su edad! Nuestra exuberancia ruda y ciega no pudo penetrar esa sensibilidad exasperada que la envolví como una red.

Al día siguiente del entierro bajamos la colina aromática en un coche tirado por tres caballos, dejando atrás la casa en que nos visitó la muerte.

No necesito esforzar la memoria para trasladarme a aquellas vacaciones cortadas un día brutalmente. Había dos terrazas en la casa: una mirando al valle, la otra a los cerros que, en ascensión escarpada, subían hasta incrustarse entre las nubes. Desde ambas terrazas se contemplaban paisajes diferentes. Arriba, echadas sobre senderos espirales, la silueta de una iglesia diminuta con su torre de juguete y al lado una gran villa con jardín que recibía los juegos de un enjambre de niños. Abajo, muy cerca, antes que los ojos se estrellaran con el valle lleno de árboles y casas, un sitio abierto en el que trabajaba un grupo de artesanos.

Suspendida en el balcón, yo permanecía largo rato observando atentamente los movimientos de un leñador. Y de pronto descubrí con sorpresa que más rápido que el oído es la visión. Caía sobre la madera el robusto brazo sosteniendo el hacha y solo un instante después repercutía el golpe seco. Este descubrimiento me pareció un milagro y me llenó de regocijo. A tal punto, que aún recuerdo mis ojos agrandados por el asombro al recoger el rítmico ademán del carpintero y luego esa ansia de mi pecho de diez años en espera del terco sonido del hacha contra la madera lastimada.

Abandonamos aquella finca alegre y bulliciosa, a la semana siguiente del tremendo duelo. Veo todavía la hilera de altas ventanas alineadas como centinelas, arriba, y la torrecilla de madera destacándose contra el cielo, mientras nuestro coche, cargado de maletas, descendía lentamente hacia el mar por un camino emboscado que, no sé por qué, los niños bautizamos con el nombre de “el camino de las norias”. Ignorábamos el significado de la palabra noria, pero algo en ella nos sonaba a música. Envuelta en sus cardenales y enredaderas la casa de la cumbre nos miraba y su hálito parecía aún estrechar nuestras vidas. El coche se alejaba. Y dentro de él mi madre posaba sus ojos enrojecidos por el llanto. Faltaba un niño, el más bello, el más querido, el que murió en lo alto de la colina.

Y cuando el coche enfrentó el último recodo, ella no pudo más, y se cubrió el rostro con el pañuelo para evitar la visión de aquella casa que nos había traicionado. “¡Ya no se ve! ¡La tapan unos árboles!”, gritó uno de los niños, agitando los brazos. Le hicimos eso, regocijados ante el imprevisto de la brusca partida, ante el próximo ajetreo del viaje en tren, olvidados ya de la niñita pensativa y sin medir la magnitud de lo que habíamos perdido.

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