Rompamos el silencio

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Violencia financiera o económica: no proveer para las necesidades de la familia; no darle dinero o hacerlo bajo mucho control; acusarla de gastar mucho; tomar decisiones unilaterales con respecto al dinero; poner en riesgo el patrimonio de la familia; apropiarse fraudulentamente de los bienes del otro; destruir objetos valiosos para ella (diplomas, agendas, etc.); quitarle las alhajas; revisarle la billetera y cartera con frecuencia; jugar el dinero de la familia; ocultar el patrimonio familiar; dejar que ella se haga cargo de los gastos mientras él guarda lo que gana; tener cuentas en los bancos a su nombre; obligarla a vender bienes de ella y a entregar el dinero; no permitirle gastar en recreación ni regalos para la familia; apropiarse de la herencia que le corresponde a ella; no cumplir con la cuota alimentaria en caso de divorcio; etc.

A causa del abuso financiero muchas mujeres, al separarse o divorciarse, quedan desprotegidas junto con sus niños, y esto porque se vacían empresas, se traspasan los bienes a nombre de otras personas, y se realizan otras tantas maniobras fraudulentas tendientes a dejar desprovista de recursos materiales a la víctima. Este tipo de abuso complementa las otras formas de maltrato.

Violencia social: impedir que la mujer acompañe a su esposo a actividades sociales; prohibirle salidas laborales o amistosas; sabotear los cumpleaños y los encuentros familiares; impedirle trabajar o estudiar; abrirle su correspondencia postal o electrónica; controlar sus llamadas; revisar sus pertenencias; no hacerse responsable de los hijos; controlar todas sus salidas; impedirle tener contacto con otras personas (familia, iglesia, etc.); impedirle practicar su religión; decidir sin consultarla cuándo irse, o no, de los encuentros sociales de los que participan juntos; prohibirle hablar de ciertos temas; hablar mal de ella a otros y buscar aliados en su contra; secuestrar a los hijos; llamarla por teléfono continuamente; vigilarla; hostigarla; hacerse pasar como la víctima en público; criticarla frente a otros o, por el contrario, mostrarse solícito y amoroso con ella, dando una imagen pública que no corresponde con la privada; etc.

Violencia simbólica: Se trata de una forma sutil de maltrato de género presente en la cultura y en la idiosincrasia de los pueblos. Se vehiculiza, en forma imperceptible las más de las veces, a través la publicidad –por medios gráficos, televisivos, internet–, dichos populares, chistes, novelas, letras de canciones, y otros productos culturales. La violencia simbólica contiene y transmite mensajes descalificatorios hacia la mujer, estereotipos que de algún modo avalan o refuerzan la subestimación y la subordinación de la mujer, amén de justificativos para ejercer discriminación y maltrato por parte de los varones. No es muy fácil identificarla y mucho menos, erradicarla. En algunos países se han dictado normativas para prevenir y penar este tipo de violencia, pero hay dificultad para que se sancionen los actos que la exponen.

En ámbitos religiosos también podríamos hablar de abuso espiritual, lo que refuerza las otras formas de abuso. Se trata de la manipulación operada a través de argumentos supuestamente «espirituales» o «religiosos», con los cuales se induce a la víctima a sentirse culpable y merecedora del castigo divino, porque no ha actuado con «sujeción» o con la obediencia debida al marido, etc. Utilizando discursos cargados de condena que distorsionan la verdad bíblica, la víctima es sumida en mayor temor y angustia, dado que el agresor suele hablar «en nombre de Dios» o de la iglesia, que es su representación aquí en la tierra. Justamente, la iglesia muchas veces refuerza esta pauta abusiva a través de mensajes o consejos en tal dirección. En vez de ayudar a las personas a ser libres y disfrutar de la gracia, las atan y condenan como una forma más de castigo arbitrario e injusto. En el capítulo 5, «La familia de Dios y la violencia en la familia», y en el Anexo 1 de esta obra ampliaremos estos conceptos.

Ciclo de la violencia conyugal

Una de las claves para comprender algunas especificidades de la violencia en la pareja es saber que la misma cumple un ciclo: no se da todo el tiempo de la misma forma. Esta manera de entender la problemática tiene muchas implicancias prácticas que iremos mencionando.

Fue muy útil que en 1979 Leonore Walker12 describiera el ciclo en que la violencia conyugal se desarrolla. Ella habla de tres fases, que se suceden unas a otras con distintos intervalos y frecuencias:

 Fase de acumulación de la tensión.

 Fase de agresión o descarga.

 Fase de arrepentimiento y luna de miel.

Fase de acumulación de la tensión: Es una etapa caracterizada por irritabilidad fácil del varón, agresiones verbales (desvalorizaciones, menosprecio, insultos) y también por un control excesivo sobre la mujer (sobre el tiempo, las actividades, las amistades, el dinero, etc.). El hombre suele reforzar esta conducta con otras expresiones de abuso emocional: no hablar, irse intempestivamente de la casa, etc. En esta etapa la mujer tiene una actitud sumisa y temerosa; se siente culpable y trata de complacer lo máximo posible al hombre, quien se enoja fácilmente, se aísla y no pide ayuda. Experimenta una especie de parálisis compatible con el terrible miedo que siente y que a veces la hace torpe, insegura, vacilante, ansiosa o deprimida. Teme que cualquiera de sus movimientos, actitudes, palabras o miradas desencadene la violencia tan temida. Suele transmitir esto también a los hijos, que viven en el mismo clima de tensión y expectativa ansiosa. A veces, el carácter impredecible del próximo suceso violento se vuelve tan intolerable que madre o hijos pueden llegar a hacer algo que provoque, al fin, la violencia del hombre, para sentirse aliviados una vez pasada la tormenta. Esto refuerza, por otra parte, la hipótesis de la provocación y la culpa consecuente. ¡Algo se hizo para que el hombre actúe abusivamente!

Fase de agresión o descarga violenta: La tensión que se vino acumulando en la fase previa se descarga ahora en forma de insultos groseros, humillaciones, destrucción de objetos valiosos para la víctima (agendas, regalos recibidos, pertenencias, fotos, documentos), golpes, empujones, violación sexual, o cualquier otra forma de violencia. El desencadenante es intrascendente y no tiene una razón justificada, aunque el agresor aludirá a una «causa justa» (una demora en llegar a casa por parte de ella, el que la comida no estuviera a tiempo, la manera en la que ella lo miró, algo que ella haya pedido, etc.). Generalmente la verdadera causa está en que el agresor no puede manejar la frustración que experimenta en otros terrenos –por ejemplo, una dificultad laboral o el sentirse mal consigo mismo–, por lo que intenta obtener su «equilibrio» a través de la humillación y el sometimiento de la pareja. Desplaza sus tensiones de una manera inapropiada, descontrolada y violenta. Muchas veces la frustración del hombre proviene de sus celos enfermizos, a partir de «armar una película en su cabeza» donde ella supuestamente no lo ama lo suficiente o no lo considera de la manera que él supone ella debe hacerlo. Son sus propios celos, basados en su inseguridad y desconfianza, el motor de lo que siente como si proviniera de ella. Además, imagina que tiene toda la razón del mundo para castigarla porque ella lo ha provocado. El justificativo «provocación» termina siendo aceptado también por la víctima, que tratará de amoldar sus palabras, actitudes y conducta para evitar la próxima agresión. De hecho, personas ajenas al problema, que incluso no conozcan la problemática de la violencia familiar, probablemente le pregunten: «¿Qué hiciste para que él se ponga así?». Con ello refuerzan el sometimiento que lleva a un mayor maltrato. Con el tiempo, resulta claro que nada de lo que haga –o no– evitará el maltrato, con lo cual la hipótesis de la provocación queda descartada. En esta etapa muchas mujeres golpeadas deciden pedir ayuda si es que la vergüenza a admitir lo que les sucede, la culpa falsa que sienten por haber provocado la situación, o la depresión y la falta de fuerzas que sobrevienen a consecuencia del maltrato no les impide concretarlo. Si finalmente deciden pedir ayuda (hacer la denuncia policial, contarle al pastor lo sucedido, consultar en un centro especializado, a un psicólogo o a un abogado, etc.), muchas veces desmienten lo sucedido al pasar a la próxima etapa.

Fase de arrepentimiento y luna de miel: Una vez conseguida la descarga necesaria y la humillación de la víctima, el agresor suele «arrepentirse» de lo que hizo. A veces, en vista de los daños ocasionados, pide perdón por lo que sucedió alegando que no pudo controlarse, pero deslizando que no hubiera actuado así si la víctima se hubiera comportado de tal o cual manera. Nuevamente, vuelve a justificar su conducta. Asimismo, el agresor promete que no lo hará nunca más, que pedirá ayuda, que accederá a lo que ella pide, etc. El «arrepentimiento» del agresor en esta fase tiene más que ver con evitar las consecuencias no deseadas por él –por ejemplo: que la víctima decida contar lo sucedido, se vaya de la casa, amenace con romper el vínculo, etc.– que con una real toma de conciencia y un real arrepentimiento del daño producido por su conducta. El agresor suele usar todo tipo de armas (regalos, buenos tratos, mostrarse protector, arrepentido o seductor, etc.) como maniobras manipuladoras. El objetivo final es retener a la compañera, lo cual no deja de llamar la atención.

¿Por qué quiere quedarse con ella si es tan mala, ineficiente, desconsiderada, de tan poco valor, etc.? Hay hombres que pueden decir a otros cosas maravillosas de su mujer, pero por otro lado la denigran y no soportan que ella no actúe exactamente como ellos quieren. Estos hombres viven las diferencias normales entre las personas como amenazas a su propia autoestima e identidad masculina. No es amor lo que al victimario lo une a su pareja sino la necesidad de tener a alguien sobre quien «depositar» los aspectos no deseados de sí mismo y a quien someter a su poder. El vínculo se construye sobre una dependencia enfermiza, y no motivado por el amor y el respeto. Por su parte, la víctima también tiene una profunda necesidad de ser amada y de disfrutar de un tiempo de tranquilidad. Por eso suele aferrarse a las promesas de cambio, a pesar de que con anterioridad muchas veces haya experimentado alivio en esta etapa para luego pasar, con frecuencia variable, nuevamente a la fase de acumulación de tensión y posterior descarga violenta. Es como si olvidara lo que sucedió otras veces, pensando que esta vez sí, el arrepentimiento es sincero. Entonces, se atribuye nuevamente la culpa por haber provocado malestar en su pareja, soliendo arrepentirse de los cambios que había decidido hacer (denuncia policial, recurrir a centros especializados o al psicólogo, etc.). Es posible que el intento de salir del circuito de la violencia se produzca varias veces hasta que la ruptura sea definitiva. Cuando la violencia es grave y estas etapas se recorren cada vez en menos tiempo –o incluso la tercera ya no se produce– es posible que la mujer pida ayuda y se mantenga finalmente en esa posición. Esto último también puede suceder cuando la violencia llega a los hijos.

 

Es muy importante señalar que, de no mediar intervenciones específicas y adecuadas para interrumpir su curso, la violencia en la familia continuará en aumento progresivo. Es así como, por ejemplo, si en una relación se producen agresiones verbales en el noviazgo y no se limitan, es previsible que las agresiones se vayan incrementando, pasando por el maltrato emocional, agresiones físicas leves, luego más graves, hasta llegar incluso al homicidio:

Desde novios me ponía nervioso y la lastimaba verbalmente diciéndole barbaridades. Sólo después de un tiempo de casados volcaba mi frustración físicamente. Empecé a golpear y romper objetos hasta que empecé a golpearla a ella. La violencia física al principio era muy espaciada; rara vez la agredía físicamente. Pero después cada vez se hizo más frecuente. En el último tiempo, esto sucedía cada mes. (José, 47 años).

Por eso es tan importante romper el círculo violento, haciendo saber lo que sucede en la intimidad del hogar a personas que puedan ayudar efectivamente en este sentido.

Queremos resaltar, además, lo que ya hemos mencionado en la introducción, en el párrafo sobre mitos y verdades acerca de la violencia familiar. Nada justifica la conducta violenta. Caso contrario, todos podríamos dirimir nuestros conflictos y nuestras diferencias con otros de la misma manera.

Desde que dejé de ir a verte, nada ha mejorado ni nada ha empeorado... o sí... Estoy mucho más controlado en mis reacciones, pienso mucho antes de contestar. Y también es cierto que en estos últimos 6 meses, reaccioné mal por lo menos 3 veces: una en mayo, a nuestro regreso de Brasil, la anterior, en Brasil precisamente, y la otra ya ni recuerdo, habrá sido en enero. Antes nuestros «desencuentros» se producían dos veces por semana. Ahora, bimestralmente. El último fue así... Yo volví del trabajo. Llegué a casa para estar un rato con Betty. Ella estaba tirada en la cama leyendo, con cara de traste (pero de traste feo, feo, feo). Traté de entablar conversación con ella. Me cuenta que estaba mal por lo que le había sucedido en su trabajo con su jefa. Pero yo también necesitaba que ella me recibiera bien, me contuviera, quisiera estar conmigo. Pero claro, yo no le importo lo suficiente. Ni sé cómo, empezamos a discutir. Ella se quiso ir, bajó las escaleras en este estado de calentura de los dos, y lo que simplemente hice fue tomarla con una mano de su mandíbula inferior y taparle la boca. Ella se exasperó, reaccionó para defenderse de mi agresión, me empujó y se puso a gritar e insultarme. Entonces se me «escaparon» dos o tres cachetadas, que según ella habían sido «trompadas». No recuerdo haberle pegado trompadas, y si lo hice fue en raras circunstancias. No tengo derecho a trompear a mi mujer ni tampoco de cachetearla. Totalmente claro. Tampoco ella tiene el derecho de transferir sus problemas laborales a nuestra casa. Me di cuenta que ahora ella reacciona de la misma manera en que reaccionaba yo. Me la agarraba con ella, la trataba mal, la ignoraba, la insultaba, y de última, la golpeaba. (Joaquín, 45 años).

¿Qué consecuencias tiene la violencia en la pareja?

Sobre la salud de la persona maltratada se producen efectos indeseados de todo tipo. Recordemos que, en general, podemos decir que maltrato conyugal es cualquier forma de menoscabo a la integridad física, emocional, sexual, moral o patrimonial, que una persona sufre por parte de su pareja, y que le causa un deterioro más o menos grave, a corto, mediano y largo plazo.

A medida que el abuso se repite y se prolonga en el tiempo, se va produciendo un gradual descenso de las defensas psíquicas y físicas. A nivel físico, se experimenta toda clase de disfuncionalidades: dolores de cabeza, cansancio, trastornos gástricos, estrés, trastornos del sueño y de la alimentación, enfermedades recurrentes y variadas de mayor o menor gravedad. Muchas veces la persona consulta en diferentes servicios médicos por sus dolencias, pero no cuenta que sufre violencia en el hogar porque probablemente no asocie el maltrato a sus problemas de salud. Incluso, al ser interrogada específicamente al respecto por algún profesional de la salud que presume la verdadera causa, es posible que la víctima niegue lo que sucede en la intimidad. También es posible que cambie de profesional si siente que la violencia familiar está a punto de ser descubierta. Temores, vergüenza, desconfianza, etc., son la causa más frecuente de esta actitud. No obstante, y debido a la creciente discusión abierta de estos temas en los medios de comunicación, algunas mujeres estarían dispuestas a admitir que sufren maltrato –y hasta se sentirían aliviadas de poder hacerlo– si se les preguntara en forma directa pero no acusatoria ni intimidatoria.

Los efectos emocionales están siempre presentes, en cualquier forma de maltrato: baja autoestima, miedo, depresión y ansiedad suelen ser los más comunes. Las mujeres que viven maltrato conyugal se perciben a sí mismas como muy débiles frente a un poder del marido que sobreestiman; hasta pueden llegar a sentirse tontas o locas, confirmando lo que ellos mismos les dicen. Es muy frecuente que en la consulta expresen que no tienen claridad sobre lo que viven. Dudan de sí mismas y de sus percepciones, lo que las puede llevar a la idea de que están perdiendo la razón. También presentan irritabilidad, inestabilidad emocional, pérdida de la confianza en sí mismas, impotencia, desesperación, inquietud, profunda tristeza, culpa, vergüenza, desesperanza, sentimientos de desamparo, y hasta deseos intensos de morir, por suicidio o por algo externo a ellas. Este deseo de muerte aparece aun en las mujeres cristianas. Y no es porque les falte fe en Dios ni por fallas en su vida espiritual, sino por la pérdida de la esperanza de hallar una solución al sufrimiento, aumentado también por el aislamiento y la soledad en que viven la situación.

Para muchas mujeres, sin embargo, los efectos psicológicos del abuso son más debilitantes que los efectos físicos. Miedo, ansiedad, fatiga, desórdenes de estrés postraumático y desórdenes del sueño y la alimentación constituyen reacciones comunes a largo plazo ante la violencia. Las mujeres abusadas pueden tornarse dependientes y sugestionables y encontrar dificultades para tomar decisiones por sí mismas. La relación con el abusador agrava las consecuencias psicológicas que las mujeres sufren por el abuso. Los vínculos legales, financieros y afectivos que las víctimas de la violencia conyugal tienen a menudo con el abusador, acentúan sus sentimientos de vulnerabilidad, pérdida, engaño y desesperanza. Las mujeres abusadas frecuentemente se aíslan y se recluyen tratando de esconder la evidencia del abuso. No es sorprendente que dichos efectos hacen del abuso de la esposa un contexto elemental para muchos otros problemas de salud. En los Estados Unidos, las mujeres golpeadas tienen una posibilidad de cuatro a cinco veces mayor de necesitar tratamiento psiquiátrico que las mujeres no golpeadas, y una posibilidad cinco veces mayor de intentar suicidarse (Stark y Flitcraft, 1991) [...] La relación entre el maltrato y la disfunción psicológica tiene importantes implicaciones con respecto a la mortalidad femenina debido al riesgo aumentado de suicidio. Luego de revisar la evidencia de los Estados Unidos, Stark y Flitcraft llegaron a la conclusión de que el abuso puede ser el precipitante único más importante identificado hasta ahora relacionado con los intentos de suicidio femeninos (1991, p.141). Una cuarta parte de los intentos de suicidio de parte de mujeres estadounidenses y la mitad de los intentos de parte de mujeres afronorteamericanas están precedidos por abuso (Stark, 1984).13

El reciente informe de la OMS confirma estos datos:

La violencia de pareja y la violencia sexual producen a las víctimas sobrevivientes y a sus hijos graves problemas físicos, psicológicos, sexuales y reproductivos a corto y a largo plazo, y tienen un elevado costo económico y social. La violencia contra la mujer puede tener consecuencias mortales, como el homicidio o el suicidio.

Asimismo, puede producir lesiones, y el 42% de las mujeres víctimas de violencia de pareja refieren alguna lesión a consecuencia de dicha violencia.

La violencia de pareja y la violencia sexual pueden ocasionar embarazos no deseados, abortos provocados, problemas ginecológicos, e infecciones de transmisión sexual, entre ellas la infección por VIH…

La violencia en la pareja durante el embarazo también aumenta la probabilidad de aborto involuntario, muerte fetal, parto prematuro y bebés con bajo peso al nacer.

La violencia contra la mujer puede ser causa de depresión, trastorno de estrés postraumático, insomnio, trastornos alimentarios, sufrimiento emocional e intento de suicidio. Las mujeres que han sufrido violencia de pareja tienen casi el doble de probabilidades de padecer depresión y problemas con la bebida. El riesgo es aún mayor en las que han sufrido violencia sexual por terceros.

Entre los efectos en la salud física se encuentran las cefaleas, lumbalgias, dolores abdominales, fibromialgia, trastornos gastrointestinales, limitaciones de la movilidad y mala salud general.14

El daño moral tampoco es menor. La decepción, el sentimiento de haber sido traicionado, la pérdida del sentido de dignidad y valor inherentes a todo ser humano, entre otras cosas, caracterizan la vivencia de la víctima.

Aquellos que trabajan con víctimas de la violencia doméstica informan que, con frecuencia, las mujeres consideran que el abuso psicológico y la humillación son más devastadores que la agresión física. Un minucioso estudio realizado en Irlanda con 127 mujeres golpeadas que preguntaba: «¿Cuál fue el peor aspecto de la golpiza?», recibió las cinco respuestas principales siguientes: la tortura mental (30), vivir con miedo y terror (27), la violencia física (27), la depresión o la pérdida de toda confianza (18), los efectos sobre los hijos (17); (Casey, 1988).15

Como es lógico suponer, todo esto repercute en la vida total de la persona. Respecto de lo social, el aislamiento, el temor y la desconfianza son característicos. La vida social, aun en la comunidad religiosa, se empobrece o se anula directamente.

En cuanto a lo laboral, son bien conocidos los perjuicios económicos, tal que hoy en día se reconoce la violencia familiar como un problema de salud pública, ya que sus efectos trascienden con creces el ámbito puramente privado. Si una persona tiene un trabajo, el ausentismo y la falta de productividad son los síntomas. Si una persona no trabaja, su miedo a enfrentar la realidad y la baja autoestima, además del aislamiento a la que puede estar sometida, impiden que pueda acceder a la autonomía y al sentido de valor personal que le daría un empleo. Incluso muchas mujeres profesionales que padecen violencia en el hogar nunca ejercen sus profesiones. Todo esto, además, tiende a incrementar la dependencia con respecto al agresor.

Dejemos hablar a las cifras. Los devastadores efectos de la violencia doméstica en las economías impactan cuando se empiezan a conocer los millones de dólares consumidos por los gastos que demanda en salud, policía, justicia y merma de la productividad. Según un estudio del Banco Mundial, uno de cada cinco días activos que pierden las mujeres por problemas de salud se debe a manifestaciones de la violencia doméstica. En Canadá, un informe revela que este tipo de violencia causa un gasto de unos $1.600 millones de dólares anuales, incluyendo la atención médica de las víctimas y las pérdidas de productividad. En Estados Unidos, diversos estudios determinaron pérdidas anuales de entre $10.000 millones y $67.000 millones de dólares por las mismas razones. Para América Latina y el Caribe casi no hay cifras disponibles, ya que recién comienzan a realizarse estudios sobre el impacto económico de la violencia doméstica en la región. Los efectos en la propia mujer víctima de la violencia son los más inmediatamente visibles, gastos en salud, ausentismo laboral, disminución de ingresos para el grupo familiar. Pero ellos constituyen apenas la punta del «iceberg» frente a los costos que el problema tiene para la sociedad, como su impacto global en los sistemas de salud, aparatos policiales y régimen judicial. «Los costos indirectos pueden superar ampliamente a los costos directos», estima Mayra Buvinic, jefa de la División de Desarrollo Social del BID.16

 

Entre las mujeres cristianas que sufren distintos tipos de violencia también se producen efectos a nivel espiritual. Es posible que experimenten dudas sobre el carácter amoroso y misericordioso de Dios, desconfianza de Él, resentimiento, temor, distorsión de la imagen de Dios, sentimiento de encontrarse abandonada por Él, culpable, indigna de su amor y de la comunión con los hermanos. También se pueden sentir desamparadas por los pastores y líderes que no cuidan o que no ejercitan la justicia de Dios, abruman con mayores cargas a las víctimas y defienden a los maltratadores. En definitiva, también ejercen violencia sobre ellas.

Además de afectar a la mujer física y psicológicamente, también afecta su espiritualidad. Cuando la mujer vejada busca soluciones alternativas, asesoramiento o consuelo en dirigentes e instituciones espirituales, el trato inadecuado e ineficaz que se le reserva la hace sentir sola, traicionada y enojada. Entonces, en medio de su dolor se pregunta: “¿Dónde está Dios y para qué sirve la iglesia?”17

Me parece útil subrayar, en este apartado sobre los efectos de la violencia, qué se considera «grave» en violencia. Tendemos a pensar la gravedad de los hechos según las marcas visibles que producen. Si una mujer aparece con claros indicios de haber sido golpeada físicamente, entonces nos inclinamos a evaluar que el tema es grave y probablemente le prestemos más atención. Hasta podríamos considerar, desde los ámbitos religiosos, la posibilidad del divorcio o la separación. Lo mismo sucede al realizar denuncias. Pareciera que alguien tiene que «exhibir» marcas suficientemente claras para el observador, para que se le crea que es víctima de maltrato y se tenga compasión de ella, o se avale que se tomen medidas para terminar con la violencia. Sin embargo, está cabalmente demostrado que las consecuencias de orden emocional son gravísimas y a largo plazo en todo tipo de maltrato, y en especial en el de abuso sexual y psicológico, que no es fácilmente verificable a menos que el observador sea un experto en el tema o esté debidamente entrenado para «ver» más allá de lo evidente.

Centrarse exclusivamente en los actos también puede ocultar la atmósfera de terror que a veces impregna las relaciones violentas. En una encuesta nacional de la violencia contra la mujer realizada en el Canadá, por ejemplo, una tercera parte de las mujeres que habían sido agredidas físicamente por su pareja declararon que habían temido por su vida en algún momento de la relación. Aunque los estudios internacionales se han concentrado en la violencia física porque se conceptualiza y se mide más fácilmente, los estudios cualitativos indican que para algunas mujeres el maltrato y la degradación psicológicos resultan aún más intolerables que la violencia física.18

Nadie queda a salvo cuando hay maltrato en el hogar. También los hijos sufren cuando hay violencia en la pareja. Por un lado, la violencia en la pareja también suele ir acompañada de maltrato hacia los niños y hacia los ancianos, es decir, hacia los más vulnerables en la familia. A veces, una mujer maltratada por su esposo descarga su frustración y su impotencia sobre los hijos. Otras veces, el esposo puede castigar emocionalmente a la mujer golpeando a sus hijos o a alguno de ellos. Por otro lado, aunque no haya maltrato físico hacia los hijos por parte de los padres, el ser testigo de violencia es también una forma de abuso emocional que tiene consecuencias de efectos duraderos sobre ellos.

Es así que se producen efectos destructivos a largo plazo en relación al modelo de pareja que los niños y adolescentes van incorporando en su mente. Además de sufrir ellos mismos maltrato emocional al ser testigos de la violencia entre sus padres, o hacia la madre más frecuentemente, es muy probable que ellos «copien», involuntariamente, el modelo para sus futuras relaciones de pareja, ya sea que adopten luego el papel de víctima o de victimario. Así es como la violencia se perpetúa de generación en generación a través del aprendizaje cotidiano en el hogar de origen.

Los niños suelen ser utilizados como medio e instrumento para ejercer control y hacer daño a la madre y necesitan apoyo y ayuda específica para superar los miedos, inseguridades y traumas que les causa la situación. Para acabar con la violencia de género es necesario romper la cadena generacional que supone el que los niños repitan de mayores las conductas y modos que aprendieron de niños en un hogar en el que el padre trata con desprecio y violencia a su mujer.19

La nota descriptiva de la OMS citada en los párrafos precedentes expresa al respecto que “los niños que crecen en familias en las que hay violencia pueden sufrir diversos trastornos conductuales y emocionales. Estos trastornos pueden asociarse también a la comisión o el padecimiento de actos de violencia en fases posteriores de su vida”. El siguiente testimonio ilustra los efectos de la violencia doméstica en los niños:

Mi papá era un inmigrante eslavo; era muy joven cuando vino a la Argentina, solo y pobre. Se casó con mi mamá que era de Misiones. El tenía muchos miedos y seguramente se evadía de ellos tomando grandes cantidades de alcohol; pasaron muchos años antes de que pudiera dejar la bebida. Se preocupaba por nosotros, los hijos; no quería que nos pasara nada y por eso nos sobreprotegía. Nos encerraba para que no nos relacionáramos con otros porque tenía una gran desconfianza del entorno, que en realidad no conocía bien. Él decía que los amigos no eran confiables, que los amigos verdaderos sólo estaban en la casa, es decir, en el ámbito de la familia. Es así que nadie entraba a casa y nosotros tampoco íbamos a ningún lado. Nadie sabía lo que vivíamos allí dentro. A mí me trataba bien, pero yo le tenía terror. Tengo todavía nítido el recuerdo de esconderme muchas veces detrás de un mueble grande y viejo que había en el comedor de la casa. Nunca sabía cuándo llegaría bien o cuándo llegaría mal a casa. Así que, cuando lo oía llegar, yo corría detrás del mueble. Casi no respiraba para que no notara mi presencia. Él les pegaba mucho a tres de mis hermanos y a mi mamá también. No la dejaba relacionarse con su familia, la aisló de todos. Ella nunca lo contradecía ni reclamaba nada, quizás por miedo a desencadenar con más fuerza su furia. Yo trataba de cubrir a mi hermana para que no le pegara, porque eso me hacía sufrir mucho. Y mi mamá no la defendía porque si no le pegaba a ella también. Mi mamá era muy sumisa. Se aguantaba todo y no le decía nada, supongo que para que no fuera peor el castigo. La palabra que describe todo eso era «terror», no miedo simplemente, sino terror. Me doy cuenta que cuando me casé yo también impuse ese rigor en mi casa. No les pegué a mis hijos, pero todos actuaban por miedo a mis arranques de ira. Me doy cuenta que para no ser como mi mamá, sumisa y castigada, me volví agresiva e intolerante. Pero esto no fue bueno para mi matrimonio y tampoco para mis hijos. ¿Podré cambiar? ¿Estoy a tiempo todavía? (Francisca, 48 años).

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