Didier

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—¿Dos o tres puñetazos? Los chicos tienen brechas en la cabeza y una mano rota. Estarán de baja una temporada, chaval. Si eso es nada para ti, pues vale —respondió contrariado su compañero.

A Kabir Handal le encantaba empezar la mañana algo entonado y sin una o dos ginebras no era nadie. Ya se había tomado la primera antes de salir de su apartamento, mientras empujaba a la dama de turno para que se marchara sin alborotar mucho, por si a los vecinos se les ocurría la fatal idea de quejarse del ruido ante el presidente de la comunidad; la segunda la acababa de terminar y se dijo a sí mismo que una tercera no le iba a sentar mal después de la ajetreada noche que había soportado.

—Tú no has visto nada. ¿Cuánto llevas aquí? —El otro frunció el ceño, no deseaba hacer cuentas. Lo único que le preocupaba era conseguir otra copa—. ¿Unos meses? Se te va a caer el culo y regresarás a Marruecos, de donde no debiste salir. Amigo, esto por el día es un paraíso, de noche cambia todo. La gente se revoluciona. Supongo que sabes de qué te estoy hablando.

—Sí, tío, pero una cosa te digo: este lugar sin turismo no es nada y las autoridades no van a dejar que la cosa siga subiendo de tono.

—Claro que no. No interesa a nadie perder el filón y estos se gastan una pasta en seguridad. Sabes tan bien como yo que el dinero es quien pone los puntos y las comas. Este lugar no es una excepción. Tengo el triste presentimiento de que va a estallar por algún lado y solo espero no estar por los alrededores cuando eso ocurra —sentenció Berto muy seguro de lo que decía.

El tema de la seguridad en los locales nocturnos, no ya solo en las zonas turísticas, sino en otros lugares, dejaba mucho que desear. Las autoridades debían frenar un poco la violencia que generaban los chicos jóvenes, que se habían convertido en un peligro para ellos y para la propia sociedad ante la indiferencia de algunos padres que no eran conscientes —o no querían serlo— de la vida que llevaban cuando salían por la noche a dar una vuelta.

Las agrupaciones de hoteleros no se cansaban de exigir más vigilancia policial en la zona, a lo cual la persona competente en materia de seguridad prometía nuevos efectivos que nunca llegaban y así estaba el asunto hasta que ocurriera algo grave y a más de uno se le fuera el cargo a hacer puñetas.

No se podía quitar a Susana de la cabeza. Se preguntaba si sería una buena idea seguir con el plan que había trazado. Las cosas se habían precipitado en las últimas horas. La información que le llegaba de Madrid lo llevaba a pensar que todo saldría a la luz en cualquier momento.

Ni siquiera estaba seguro de poder coger ese avión. Tal vez tuviera que irse antes. Estaba hecho un mar de dudas.

Pensó en llamarla a ver cómo reaccionaba al oír su voz. La conversación que habían mantenido le había dejado con mal cuerpo y tenía la impresión de que ella no se había quedado mejor.

Decidió que después de ver a Jean-Pierre la llamaría para solo recordarle que existía y que por lo menos viajarían juntos. A partir de ahí, dependía totalmente de ella lo que ocurriera después.

La primera vez que Alberto Sárate puso los pies en aquel lugar, quedó impresionado. A sus escasos dieciséis años, la noche, las luces y sobre todo el gran número de mujeres extranjeras con sus vestidos ceñidos y demasiados escotados lo embrujaron, haciéndole perder la cabeza.

Adoraba esas noches, donde bebían hasta caer redondo en la playa acompañado de alguna sueca de cabellos dorados y mirada penetrante, deseosa de llenar sus maletas de nuevas experiencias, porque ellas venían a pasarlo en grande y lo hacían, le pesara a quien le pesara.

Dichas vivencias pertenecían al pasado, ya jamás volverían esos tiempos donde nadie ocasionaba problemas y se divertían pacíficamente. Ahora, con las explosivas mezclas que se distribuían por todos los locales nocturnos de ocio, perdían el control enseguida, generando una violencia irrefrenable, y para cuando conseguían serenarse ni siquiera recordaban sus nombres.

Permanecieron unos segundos pensando en lo que estaban hablando sin quitar ojo a la embarcación, que ya había terminado las maniobras de aproximación. El día despuntaba con calor, la poca brisa que les diera de lleno cuando se acercaban a la oficina dejó paso a un aire caliente y amenazador que presagiaba un sol intratable con el riesgo de acabar como cangrejos.

El mar, de un intenso azul, invitaba a todo aquel que lo observara a disfrutar. Tenía una tonalidad especial ese día, como si por la noche también hubieran lavado su imagen, dándole un aspecto embriagador.

La zona, en los últimos años, había crecido desmesuradamente, desde la orilla hasta la montaña. No quedaba un solo metro sin edificar. Los hoteles se disputaban a los clientes, ofreciéndoles el mejor reclamo porque tenían que cubrir las plazas a cualquier precio. Una noche perdida suponía miles de euros a lo largo del año y eso afectaba a la regularidad del hotel, donde a menudo se veían obligados a despedir personal muy a su pesar y a estar bajo mínimos para llegar a los beneficios estimados.

Estaba cansado de oír al gran jefe que debían llegar al presupuesto, porque si no lo hacían, los accionistas caerían sobre sus cabezas para sacarles los ojos.

Muchas veces se preguntaba si Jean-Pierre tenía voz y voto en sus empresas, porque daba la impresión de ser uno más trabajando para otros. Se ponía rojo de ira al ver las cuentas de la tercera semana y comprobar lo mal que se presentaba el cierre de mes. Entonces recortaba todos los pagos y los proveedores que hacían cola en su oficina para cobrar terminaban marchándose hasta mejor ocasión.

Los meses que ocurría un percance así, todos los jefes de departamento pasaban por su despacho y más de uno salía con cara de ir inmediatamente en busca de otro trabajo donde valorasen más su labor, ya que Jean-Pierre Coll tenía la destreza de sacar de sus casillas al más tranquilo y seguro de sus empleados.

—Perdonen, caballeros —una elegante mujer que hablaba fatal el castellano (peor incluso que Kabir, a pesar de llevar algunos años viviendo en la región), les interrumpió—, el jefe quiere verle, señor Sárate. Llevo toda la mañana llamando a su móvil y no lo cogía.

—No. Lo siento, me entretuve en el Oasis más de lo que pensaba. —De repente se detuvo, no tenía ninguna necesidad de darle explicaciones a la petarda de Marie, porque no veía más allá de su jefe.

Desde la primera vez que la divisó cerca del francés, como si ella fuera la dueña y señora de su imperio, sintió cierta desconfianza, y más cuando le llegaron rumores fidedignos de que estaba liada con él.

—Me termino el café y voy —añadió convencido de que la mujer pondría el grito en el cielo.

Para ella, cuando el jefe les reclamaba, les reclamaba, y nada ni nadie podía impedirles acudir prestos ante su presencia. La secretaria se marchó sin insistir y Berto regresó a la terraza para contemplar de nuevo la silueta de su adorada isla.

Algunas veces se arrepentía de haberla abandonado tantos años atrás. Allí se sentía protegido. Aunque cuando llegó contaba con muy pocos años, pronto aprendió a quererla como si hubiera nacido en ella. Sus padres le inculcaron el valor que tiene ser de un lugar y él se sentía gomero, aunque por accidente naciera y viviera en Madrid muchos años de su vida.

Le encantaba recorrer los parajes solitarios de las cumbres. No se cansaba de subir y bajar las montañas por caminos de cabras, muchos de ellos ya abandonados, jugándose el pellejo en cada paso.

Pasaba las horas sentado en lo más alto, divisando todo el verde y cuidado valle, plantado hasta la misma costa de plataneras.

El añorado mar, donde en más de una oportunidad, muy a lo lejos, consiguió ver la colonia de delfines y ballenas que solía surcar las aguas acompañando al barco de línea regular, sorprendiendo a los de a bordo con sus impresionantes saltos; y cómo no, la isla hermana, soñando que ya le faltaba poco para ir a aquella tierra, donde los mayores del lugar le decían que se ganaban la vida mejor.

Dejaba transcurrir las horas escuchando con la esperanza de que se le apareciera el espíritu de los dos hombres que habían muerto por aquellos montes perdidos de la mano de dios, según le contara don Eusebio, el cabrero, quien un día le aseguró que sus almas andaban errantes por allí y que en más de una ocasión los sintió caminar junto a él, clamando tal vez justicia, por unos hechos que fueron olvidados muy pronto.

A su corta edad no acabó de entender cómo un hombre mata a su mejor amigo por una mujer, y el anciano le explicó entonces su primera lección sobre el amor, de cómo a veces puede llegar a cegar a las personas y volverlas locas hasta el punto de asesinar. Con el paso de los años, ejerciendo su profesión, descubriría que cualquiera es capaz de matar por el mero hecho de hacerlo.

Le gustaba bañarse en la piscina del pueblo, que se encontraba a varios kilómetros de la casa familiar. Su madre le tenía terminantemente prohibido el baño en la playa, aún recordaban al pobre primo tragado de repente por las olas y que nunca más se supo de él. Hubo quien aseguró que fue la maldición de su novia por haberla engañado.

En la localidad, las cosas que parecían no tener explicación racional la encontraban en el mundo de lo oculto, de esa manera ahorraban tiempo y esfuerzo mental, y más los habitantes de mayor edad, que se empeñaban en conservar todas las tradiciones y leyendas más inverosímiles.

—Mira que tienes cojones —Kabir le sacó de sus recuerdos—. El tío esperándote y tú ahí, contemplando tu isla. Deberías verte cuando pierdes la vista en el horizonte. No creo que hayas mirado a una mujer nunca de esa manera.

 

No, nunca había mirado a una mujer así porque para él, hasta ese momento, la tierra que le acogió en su más tierna infancia era pura, cálida y le alegraba la vista. En cambio, las mujeres, y más en los últimos tiempos, solo le ocasionaban problemas. Le costaba llegar a comprenderlas, ni siquiera a Tere, después de tantos años de convivencia. Jamás reaccionaban como él pensaba que lo harían. Cada una lo sorprendía más que la anterior.

En su tierra podía confiar, en una mujer no. Cuando menos se lo esperaba, le traicionaba a sus espaldas sin darle la más mínima explicación.

—¿No recuerdas tú Marruecos? —le reprochó sonriendo mientras llenaba los pulmones con el aire que le llegaba del océano.

—Desde luego, pero si se me ocurre asomar las narices por allá, me linchan. La verdad es que no tengo ganas de volver, aunque echo de menos algunos pares de tetas, no lo dudes —respondió kabir, como siempre tan explícito, recordando al último par que estrujó entre sus manos y que no pudo volver a disfrutar porque tuvo que poner mar por medio, ya que el marido, un árabe de dos metros, afamado y algo mayor que su padre, puso precio a sus huesos, prometiéndole que cuando lo tuviera delante, ni el mayor de los milagros conseguiría dejarle la cabeza y otros atributos en el lugar que siempre los había tenido.

—Si alguna vez te pierdes por mi tierra, no vas a echar de menos nada. Allá se disfruta viviendo, aquí solo vivimos —sentenció Berto orgulloso de lo que decía.

Cuando le hicieron la entrevista para el trabajo, aunque su recomendación era bastante buena y no iban a rechazarlo, por si las moscas, insistió mucho en su etapa vivida en Canarias y casi nada mencionó de Madrid.

Su plan tenía que salir perfecto, ningún inconveniente de última hora podía alejarlo de su empeño de encontrar al pequeño Didier. En unos días, cuando viajara con Susana a Madagascar, todo el mundo en su entorno laboral debía saber que se iba a Madrid por problemas personales.

En el poco tiempo que llevaba en los hoteles no había conseguido averiguar casi nada de los negocios ilícitos que Jean-Pierre Coll se traía entre manos. Toda la información le llegaba desde la Central.

Cuando por la noche se quedaba solo en las oficinas, comprobaba que lo que allí tenían archivado era completamente legal. Suponía que los dos hermanos actuaban de la misma forma en sus dos enclaves. La parte legal a la vista de todos, y la parte fraudulenta la escondían en sus casas o en alguna guarida habilitada para tal menester, lejos de ojos curiosos como los suyos.

—Me imagino. Cuando las cosas no marchen por aquí, o si vuelvo a tener problemas con un marido cabreado, iré, construiré una choza, y con un rebaño de cabras pasaré el resto de mi vida —le aseguró riendo el marroquí.

—Pues no es mala idea, por lo menos nadie te molestará. Vamos a dejarnos de sentimentalismos. —Colocó el resto del café sobre la bandeja y se puso en pie—. Voy a ver qué cuenta hoy el míster.

—Todo tuyo.

Sabía lo maniático que a veces resultaba su jefe para la presencia: «Por la vida tiene que ir uno impecable», solía decir tajantemente. Intentó ponerse bien la corbata y la chaqueta en el espejo del pasillo, que estaba colocado estratégicamente junto a la puerta de su despacho para que todos, antes de entrar a verle, se acicalaran de la mejor manera si deseaban recibir una bronca y no dos.

Tenían muy claro que, si sus feudos marchaban bien, el jefe no se acordaba de ellos, pero cuando descolgaban el teléfono y oían la dulce voz de Marie Lefaire citándolos, sus estómagos se revolucionaban y el corazón empezaba a galopar desbocado, preguntándose qué había fallado en los departamentos que tenían a su cargo.

Llevaba poco tiempo tratando a Jean-Pierre, pero ya le había cogido el punto. Pese a ser un narco, en el fondo no era mal tipo. No entendía por qué lo movía la avaricia. Con sus negocios legales no tenía problemas. La otra parte de su vida muy pronto le iba a pasar una buena factura.

Tras unos leves toques en la puerta, apareció un hombre de unos cincuenta años, de ojos claros que resaltaban sobre su piel tostada por el sol. El cabello lo llevaba impecable, salpicado con unos mechones blancos que le hacían más enigmático. Tenía un cuerpo atlético, pero no de gimnasio, probablemente dedicaba algunas horas al día a nadar.

Jean-Pierre Coll arribó a la isla un día por casualidad. Quería viajar a algún destino africano, pero la señorita de su agencia de viajes habitual le recomendó unas islas paradisíacas perdidas en el Atlántico y de las cuales contaban maravillas. Al llegar, solo le bastó una mirada para quedar prendado de su paisaje, su tranquilidad y, sobre todo, que estaban en auge.

Resultaba el sitio ideal para invertir, porque había muchas parcelas en venta, lugares cerca de playas tan exóticas que le costaba creer que aquel lugar perteneciera a la triste y húmeda Europa.

El norte le pareció de una belleza irrepetible, tantas veces puesta en bocas de los más ilustres visitantes, pero ya estaba demasiado saturado. En cambio, el sur despertaba a la vida y a los discretos samaritanos dispuestos a dejarse los cuartos en buenos hoteles y áreas de diversión para turistas europeos que, como él, ignoraban la existencia de aquel bello y abrumador vergel, y más cuando sabían con toda certeza que cualquier cantidad que invirtieran, por pequeña que fuera, la recuperarían con creces y en periodos de tiempo relativamente cortos.

Por todas esas razones trasladó su cuartel allí. En poco tiempo se convirtió en uno de los empresarios más fuertes del lugar y en agradecimiento a la señorita que le ayudó a descubrir el paraíso terrenal, le ofreció un sueldo que Marie no pudo rechazar, además de otros favores.

Poco a poco se ganó el respeto y admiración de todos y él intentó hacer su trabajo lo mejor posible, rozando muchas veces la ilegalidad. Sabía que en la vida todos tienen un precio y siempre consiguió averiguar el que le interesaba para seguir adelante con su proyecto de expansión.

La clave residía en que invertía una buena suma de dinero en prestigiosos abogados que le sacaban de más de un embrollo cada cierto tiempo.

En definitiva, su vida resultaba de lo más placentera, lejos de su país natal y de su pasado, que nadie se tomó la molestia de averiguar.

Lo rodeaban una serie de muebles caros y emblemáticos, destacando la enorme librería colmada de toda clase de ejemplares, muchos en su lengua materna que, como la mayoría de sus pertenencias, habían viajado desde el viejo continente. Admiraba a la gente que tenía la suficiente paciencia para sentarse a leer un libro. No recordaba el último que empezó y terminó en un tiempo prudencial.

Aún se le ponían los pelos de punta cuando le venía a la mente su corta vida de estudiante y la de veces que su padre tuvo que pagar o hacer donaciones a los colegios a los que decía que acudía para obtener unos títulos que bajo ningún concepto mereció.

Lo suyo nunca fueron los libros, prefería la experiencia y vivir. Estaba convencido de que escuela mejor que la vida no se encontraba en ninguna parte.

Sobre todas las cosas, necesitaba estar en movimiento. El poco tiempo que le quedaba libre lo prefería dedicar a la naturaleza, perdiéndose por los montes, y recuperar caminos olvidados o buscar calas recónditas donde solo se podía llegar atravesando montañas o por el mar. Para él, esa era la mejor forma de pasar un día diferente.

Solía reunirse con sus amigos biólogos y se adentraban en el valle más profundo y lleno de vida que nunca conoció, a las faldas de un inmenso pico pelado, coronado con un vetusto volcán al cual los nativos del lugar tenían demasiado respeto como para no estar pendientes de todas sus incidencias.

Disfrutaba oyendo las conversaciones de los expertos en la materia, de cómo se emocionaban al descubrir una nueva clase de escarabajo, desconocida para ellos hasta ese momento, o una flor que jamás vieron sus ojos con anterioridad, tomando infinidad de fotos que luego pasarían a engrosar sus futuros libros o artículos. Le hacían muy feliz esas pequeñas cosas que llenaban su vida, aparte de los negocios.

Alberto Sárate, antes de hablar, solía escudriñar la más mínima arruga del rostro del hombre que le adelantara su estado de ánimo para saber cómo abordarlo, pero jamás conseguía ver un cambio de expresión.

Sentía una curiosidad desbordada por saber si cuando se tiraba a la secretaria cambiaba de expresión y en varias ocasiones estuvo a punto de preguntarle a Marie, pero aún no tenía la suficiente confianza con ella y temía que no le sentara muy bien la pregunta.

Ni siquiera recordaba si lo había visto sonreír, solo de vez en cuando le oía dar alaridos al que tuviera cerca en ese momento, pero nada más.

—Buenos días, señor Sárate. —Le tendió la mano como solía hacer siempre a cualquier persona que entrara en el despacho.

—Buenos días, señor Coll. Me ha dicho la señorita Lefaire que me buscaba. Antes de venir preferí pasar por el Oasis para ver si habían terminado las obras.

—¿Cómo lo vio? —Se habían sentado uno frente al otro alrededor de la mesa de cristal que tantos secretos inconfesables guardaba.

—Bien. Ayer dejaron todo a punto. El arquitecto me comentó que los obreros se fueron anoche de madrugada y que todo quedó prácticamente listo. Ahora está el equipo de limpieza terminando también. Lo único que quiero pedirle es que contrate a dos o tres agentes de seguridad más. La fiesta está teniendo bastante repercusión. Ya se han vendido todas las entradas y el local va a quedarse pequeño con las invitaciones que hemos distribuido.

—No hay problema. Ocúpese usted.

Jean-Pierre se había levantado y observaba su embarcación, el Blue Mar, que acababa de atracar. El barquito le había costado un pastón, pero valió la pena. Era ideal para los futuros proyectos que tenía en mente.

—No sé si este fin de semana o el próximo voy a dar una fiesta para inaugurar el barco —le indicó, señalando el puerto donde ya los empleados se afanaban en dejarlo listo—. Vendrán muchos amigos y espero que pueda encargarse de la seguridad. Es más, sé que es su día libre, pero preferiría que acudiese usted mismo.

El hombre lo miró unos segundos sin saber qué responder. Era la primera vez que le pedía que trabajara en sus horas libres y, sobre todo, que lo hiciera en su barco particular, aunque supuso que a la fiesta acudiría gente influyente y que le podría ayudar en su investigación.

Por unos segundos estuvo a punto de decirle que en esas fechas se ausentaría por problemas personales, pero optó por esperar. Cuanto menos conociera sus planes, menos problemas habría.

—No se preocupe, allí estaré —le aseguró, convencido de no cumplir su palabra.

—Quiero que todo salga perfecto. Téngame al corriente de cómo están dejando el pub y que no se duerma nadie. Hay que abrir en la fecha prevista salga el sol por donde salga.

—De acuerdo.

Alberto optó por tampoco contarle lo de la pelea que provocaron los clientes la noche anterior. Llegó a la conclusión de que esa estupidez, lejos de informarle, le produciría indiferencia, porque esas pequeñeces no le importaban lo más mínimo.

Jean-Pierre dio por finalizada la conversación tendiéndole la mano y dejando al cargo de su empleado cualquier imprevisto que surgiera.

Alberto salió de la oficina, y más tarde del edificio, agradeciendo que su jefe no tuviera ninguna queja de su trabajo, porque no estaba seguro de cuál sería su reacción si le alzaba la voz o le recriminaba algo.

No quería perder los papeles con él, había mucho en juego, tanto como la vida de su pequeño.

Él tenía mucha experiencia con tipos como aquel. En los años pasados en la comisaría y luego en el cuerpo especial, donde prestó servicios, se había tropezado con delincuentes de ese calibre, pero seguía sin entrarle en la cabeza cómo hombres tan inteligentes se metían en ese mundo y no aprovechaban el bien con que les había dotado la naturaleza para sacarle partido de una forma legal a su infinita sabiduría.

Suponía que esa clase de personas llevaban el delito mezclado en su torrente sanguíneo. Podría decirse que formaba parte de la chispa de sus vidas. Cometer delitos sin ser descubiertos era su reto en definitiva y llevaban esas ideas hasta sus últimas consecuencias.

De repente recordó a Susana y se reprochó haberla metido en sus planes y hasta cierto punto se preguntó si valía la pena correr ese riesgo, o si tal vez no sería más fácil encontrar solo a su nieto.

 

III

—¿Qué sucede? —le preguntó Marcos alarmado. Sara Almonte permanecía con el teléfono en las manos y muy pálida—. ¡Por Dios, Sara! ¡Dime qué ha pasado!

Pero ella continuaba sin poder reaccionar, con los ojos llenos de lágrimas y su pensamiento retrocediendo en el tiempo, algunos años atrás, cuando comenzó toda aquella maldita historia, cuando descubrieron por casualidad que el amado marido de Silvia y padre de sus dos hijas llevaba una vida doble compartiendo apartamento con otra mujer, y de inmediato pidió el divorcio.

Habían ocurrido tantas desgracias desde entonces, sus vidas iban de tropiezo en tropiezo… Aún no se reponían de un disgusto, cuando ya se avecinaba otro.

—¿Qué sucede? —insistió el hombre intentando controlarse.

—Es Marta —se llenó los pulmones de aire porque la rabia y la impotencia casi le impedían respirar—. Está en el hospital —consiguió decir al fin, abrazando a su marido muy fuerte, intentando reponerse una vez más de otro de los disgustos a los que ya les tenía acostumbrados su sobrina.

—¿Es grave?

Marcos Gutiérrez continuaba sujetándola. La llevó hasta el sofá y se sentaron para que pudiera serenarse.

—No lo sé. La encontraron anoche tirada en la calle, semidesnuda, drogada o borracha, ¡qué sé yo! —De nuevo la abrazó, preguntándose dónde estaba el final de aquella dichosa historia.

—Cálmate. Nada conseguirás con ponerte de esta manera, así no la vas a poder ayudar —sentenció indignado.

—¡Cómo quieres que me calme! Sabes perfectamente que la quiero, que deseo hacerla cambiar de parecer, pero no me deja.

—Ya se dará cuenta del mal que se está ocasionando —repuso sin mucho convencimiento Marcos, conocedor de los precarios últimos años de la vida de las mujeres.

—¿Y si se da cuenta cuando ya sea demasiado tarde? ¿Y si pasa una tragedia?

Tenía los nervios destrozados, ya ni llorar la consolaba, el tema de su sobrina se le había escapado de las manos. La fatalidad estaba presente y poca esperanza le quedaba de un desenlace favorable.

Marcos Gutiérrez siempre la apoyaba. Desde que la conoció unos años atrás, ya para entonces las chicas estaban en Ronda con el padre, y su hermana Silvia, destrozada al no tenerlas, implicó a toda la familia, que se sentía incapaz de ayudarla.

Él fue un alivio en su sobresaltada vida. Lo conoció un día tranquilo, se lo presentaron unos amigos en plena calle, posteriormente coincidieron en varias cenas y decidieron empezar una relación porque consideraron que tenían muchas cosas en común.

Se entendían a la perfección, resultaban un complemento ideal uno para otro. Lo único que no llevaban tan bien era el tema referente al número de hijos que tendrían: Sara con uno se daba por satisfecha, en cambio, él no veía su futuro sin dos chiquillos dándole la tabarra. Creía que un hermano debe crecer en compañía de otro en quien apoyarse. No acababa de comprender que no importaba el número, sino la educación, porque muchos padres habían olvidado que esa misión se la encomendaron exclusivamente a ellos.

Su sobrina Marta siempre fue una niña problemática y rebelde. Cuando se le intentaba ayudar, ella lo rechazaba con absoluta indiferencia. Había tanto odio en su interior que le impedía ser feliz y disfrutar de la vida. Solo pretendía acabar lo más bajo posible, destruirse y luego, si la dejaban, descansar en paz.

—Vístete, iremos a verla —sugirió Marcos acariciando levemente su mejilla, intentando ser lo más paciente que su indignación le dejaba.

—Sí. Será lo mejor. —Se alejó en dirección a la habitación, pero se detuvo en el rellano—. Deberíamos llamar a Silvia; a pesar de todo, sigue siendo su madre.

—Tranquila, yo lo haré.

Ella respiró hondo. Sabía muy bien cuál sería la reacción de su hermana. Marta había muerto para ella el día que se marchó a vivir con su padre, cuando aún contaba con pocos años para darse cuenta de la faena que les estaba jugando el progenitor, aprovechándose de la situación.

Intentó obligarla a cambiar de actitud, pero solo consiguió silencio e indiferencia. Para su hermana, Marta dejó de existir aquel desdichado día. Lo que le había hecho lo consideraba demasiado agravio como para perdonarla.

Entendía que se sintiera traicionada y humillada por la sangre de su sangre, pero con esa edad y una malcriadez que ponía de mal humor a cualquiera, no se podía esperar otra cosa.

Tanto ella como su esposo fueron consentidores de casi todo, y un buen día el pequeño mundo infantil de la criatura se desmoronó. Ya no quedaba un dulce hogar, unos consentidores padres, una familia en quien apoyarse.

Todo eso dio paso a un sinfín de acusaciones, insultos y amenazas. De la noche a la mañana se encontró sola y, sobre todo, vacía. ¿Cómo pretendía su hermana acusar a Marta de su actuación? Era consciente de que nada ni nadie la iba a hacer cambiar de opinión con respecto a la muchacha.

La generación de su sobrina vivía inmersa en un mundo que les dedicaba poco tiempo. Por desgracia, los jóvenes echaban de menos esos momentos que sus padres no tenían. Se encerraban en su mundo y de pequeñas decepciones hacían un castillo porque nadie se preocupó de enseñarles a enfrentar los problemas con valentía, con coraje, tal y como lo habían hecho con ellos en su día.

Todo lo achacaban a las complicaciones de la vida, a la falta de tiempo, y cuando ya no había ninguna salida, acudían a la evasión perfecta, las drogas.

Menudo legado pretendía dejarle a su futuro hijo, pensó amargamente Sara, terminándose de vestir.

Cuando hablaban de ello, siempre les asustaba la idea de tener hijos conflictivos como Marta. Al analizar la situación, buscaban la raíz, llegando al mal entendimiento de los padres como causa fundamental del conflicto. Ante esa realidad, solo les quedaba la esperanza de comportarse de una forma coherente cuando llegara el momento y no cruzar esos extremos.

Tal vez Marta no supo enfrentarse a su vida crudamente. Tal vez todos le fallaron y tal vez ella se viera impotente sin saber cómo seguir adelante, sin disponer de ningún referente que le marcara las pautas correctas. Tenía que encontrar el modo de abrirle los ojos. Se lo debía.

Estaba convencida de que todos le dieron la espalda, ella la primera por no saber retenerla cuando le planteó que se marchaba a vivir con unas amigas. Si por aquel entonces hubiera sabido impedírselo, ahora estaría en su casa, con su familia, y no en una cama de hospital.

Durante el trayecto no hablaron. Marcos respetaba el silencio impuesto por su esposa, no quería interrumpir sus pensamientos, tampoco tenía necesidad de preguntar nada, podía adivinarlo.

Al llegar a la sala de espera vieron a Adriana Ribas y a su padrastro, Carlos Barrera, muy afectado por la noticia. La joven fue al encuentro de su tía diciendo palabras incoherentes.

—¡Bueno! ¡Bueno! Tu hermana se va a poner bien —sonrió al comprobar que repetía lo que momentos antes le dijera su marido.

Eran hermanas, pero resultaban tan diferentes. Marta, idéntica a su padre en todo; sin embargo, Adriana había heredado una mezcla equilibrada de los dos, nunca dio excesivos problemas, creció como todos los niños y si en algo le afectó la separación de sus padres, muy pronto lo superó.

Adriana Ribas vivió con su madre hasta fechas recientes, que se había independizado para compartir piso con Justin, su novio inglés. Era feliz mientras su hermana no se metiera en problemas, ya que todo lo relativo a ella le afectaba mucho.

Nunca se entendieron, pero se adoraban demasiado para pasar un solo minuto enfadadas. La complicidad de los primeros años dio paso al enfrentamiento de la adolescencia, para volver al inmenso amor de la madurez, que rompía cualquier barrera entre ellas.