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El rastro

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Juan escribía sus composiciones y las tocaba en el Bösendorfer (así las interpretaba Schubert los últimos años de su vida, cuando ya estaba muy enfermo, recluido en el hospital, minado por la sífilis). Juan componía bellas composiciones en la gran tradición de Bach y de Beethoven, composiciones especialmente escritas para que, al principio, juntos las tocáramos aquí él y yo, en este salón donde ahora lo velamos, Juan sentado al piano y yo tocando el chelo, con una falda muy amplia y las piernas bien abiertas y el violonchelo como parte ineludible de mi cuerpo. El chelo que alguna vez fuera un instrumento de relleno, usado apenas como continuo ostinato, bella definición, la eterna condición del obstinado. El violonchelo en tiempos de Schubert ya empieza a ser solista (bueno, hay que aclarar, esa aseveración no es totalmente cierta, Bach utilizó el violonchelo para sus variaciones para chelo sin acompañamiento y Marin Marais también componía para el violonchelo, aunque en realidad era un compositor y un virtuoso de la viola da gamba, una especie de chelo, un antecesor del chelo). En el repertorio romántico, el violonchelo se usaba a manera de bajo continuo en los conciertos y sinfonías, y cuando Schubert escribió su sonata para arpeggione y piano, el violonchelo (en este caso el arpeggione) no era todavía un instrumento solista, al chelo le costó mucho trabajo y tiempo liberarse de su papel servil de instrumento acompañante, de obstinado continuo. Con el clasicismo vienés el chelo ya empezó a utilizarse en las orquestas como instrumento solista, como cualquiera de los otros instrumentos solistas de la orquesta: los violines, las trompetas, el corno inglés (que es francés). Los registros resplandecientes, expresivos y brillantes del chelo parecen salir del alma, el chelo es el instrumento más humano, logra reproducir el sonido de la voz en el momento exacto en que se resiente el más profundo dolor. Y, sin embargo, el entusiasmo que el público sentía por el chelo no influyó demasiado en los compositores que seguían componiendo para que destacaran otros instrumentos, por ejemplo el violín: el repertorio del chelo creció gradualmente, por eso los virtuosos que con mayor frecuencia tocaban en los salones y en las salas de conciertos tenían que tomar la pluma y escribir sus propias composiciones para el violonchelo o transcribirlas desde otros instrumentos. Sería imposible descartar ahora la sonata en la menor D 821 de Schubert, a pesar de que no está compuesta propiamente para el chelo sino para el arpeggione, instrumento que empezó a construirse y a utilizarse en Viena hacia 1820, conocido entonces también como chelo-guitarra, o guitarra curvada y que, como el verdadero chelo, se colocaba entre las piernas, pero su forma y el número de cuerdas —y, por tanto, el sonido que producía— estaban construidos como en la guitarra. Una combinación interesante, híbrida, ¿semejante a la voz de los castrati?, combinación artificial que por su misma naturaleza no estaba destinada a perdurar. Yo era y soy chelista como también lo fue Jacqueline du Pré, la desafortunada mujer de Daniel Barenboim, el pianista a quien le escuché tocar la sonata número 13 de Beethoven en el Teatro Colón; las chelistas (como me sucedía y todavía me sucede a mí, Nora García, y también le sucedió a Jacqueline du Pré cuando tocaba) tienen que sostener el violonchelo entre las piernas porque cuando se toca el chelo este se vuelve un miembro obstinado del propio cuerpo, se templa el cuerpo como si se templara un instrumento. Instrumento difícil, exige una práctica diaria, de lo contrario (como decía Brailowski, refiriéndose al piano) uno mismo lo empieza a notar y a resentir, luego lo advierten los amigos más íntimos (si también son músicos) y, finalmente, el público. El cuerpo, no cabe duda, lo repito, es también un instrumento, díganmelo a mí que tengo que poner el violonchelo entre mis piernas y adaptarme a él, a tal grado que suelo olvidar que se trata de un instrumento y acaba transformándose sin que lo advierta (lo reitero) en una mera extensión de mi propio cuerpo. Y esto que se aplica al chelo se aplica también a los cantantes, sobre todo si cantan música barroca, esa música compuesta especialmente para la garganta artificial de los castrados (cuya laringe no descendió como desciende en los hombres porque tampoco descendieron sus testículos, como sucede entre los hombres cuando mudan de voz, por la pura y sencilla razón de que habían sido castrados), sí, para interpretarla (la música barroca, si uno es cantante, contratenor o fue castrado) hay que aprender a imitar todos los instrumentos y construir con la garganta y con todo el cuerpo un instrumento más, tal vez más impreciso, perverso y delicado que los instrumentos que se construyeron en el siglo XVIII, un instrumento que sin embargo fue capaz de darle a la voz flexibilidad, potencia, limpidez y brillo. Los contratenores entrenados especial­mente para sustituir a los castrados en esta época en que ha vuelto a ponerse de moda la música barroca también construyen su voz como si fuera un instrumento y luego aprenden a usarla como si ese fuera un hecho incontrovertible. Los niños son más espontáneos y eso se nota, se adivina en su voz, cuando entonan en el coro alguna de las cantatas de Bach dirigidas por Nicolás Harnon­court. El piano es diferente, uno se sienta en el banquillo, las piernas bien apoyadas en el suelo, o muy suavemente se apoyan las puntas de los dedos de los pies en los pedales (a veces los pianistas usan zapatos o botines negros muy brillantes, como los que usaba Daniel Barenboim en sus conciertos) y se sostienen los sonidos largamente para darles una tonalidad aterciopelada, sí, las manos se apoyan sobre el teclado, la espalda se inclina y el rostro asume expresiones extáticas —las expresiones extáticas pintadas en los rostros de los jóvenes intérpretes de un concierto pintado por Caravaggio, Michelangelo Merisi—, el chelo, en cambio, como digo yo, Nora García, el chelo se acopla totalmente al cuerpo, sobre todo en las mujeres, las chelistas colocan el chelo entre sus piernas como si un hombre les estuviera haciendo el amor, por eso a las novicias de los conventos se les prohibía tocarlo y también antes a las niñas de la aristocracia, ahora ya no, porque abrir las piernas se ha vuelto un signo de la moda y las modelos, aun las anoréxicas, se retratan siempre con las piernas abiertas como si la moda usurpara lo que antes fuera privilegio del prostíbulo. El chelo dispone de un menor repertorio y en general (excepción hecha de algunas obras, las sonatas para chelo de Bach, por ejemplo) tiene que alternar con otros instrumentos y depende para ejecutarse de un conjunto, el de la orquesta de cámara o, por lo menos, de un acompañamiento de piano. Juan lo tocaba, tocaba el piano, yo toco y tocaba el chelo y no necesito ni necesitaba acompañamiento cuando toco o tocaba piezas para chelo solo, por ejemplo las sonatas para chelo de Bach o las sonatas para viola da gamba de Marin Marais. Podría asegurarse que el piano es más completo que los demás instrumentos, que sus sonoridades son orquestales (aunque de verdad es el órgano el que lo sobrepasa, sobrepasa a todos los demás instrumentos por sus capacidades orquestales, por su tensa y enorme amplitud sonora, por lo que Bach fue ante todo organista en Leipzig), quizá eso se advierta de inmediato en varias de las sonatas para piano de Schubert. El piano aventaja a cualquier otro instrumento porque se basta a sí mismo, decía y trataba de demostrarlo Juan, aunque yo no estaba ni estoy de acuerdo, a Juan le encantaba pregonar que no necesitaba de ningún acompañante, que esa era una de las razones por las que, precisamente, se dedicaba a tocar el piano. Sí, Juan tocaba el piano y escribía sus composiciones en el papel pautado y luego, cuando se perfeccionaron las computadoras, aprendió a escribir directamente sus composiciones en el teclado de la computadora.

Una buena interpretación musical quizá demuestre la más profunda sinceridad del sentimiento, el sentimiento verdadero que nace en el corazón, el sentimiento que un artista logra transferir a los sonidos, un sentimiento que conlleva algo personal, pero que a la vez lo sobrepasa. Lo sabemos perfectamente: en la interpretación de una obra musical se modula la voz del corazón (la voz universal del corazón), de otra forma, la interpretación sería inane, totalmente vacía, estéril y perversa. Por eso los más recientes intérpretes prefieren los instrumentos y las voces originales para los que fueron compuestas las obras musicales del pasado, muchos de esos instrumentos obviamente han desaparecido, pero existen todavía algunos perfectamente conservados: oboes de caza, oboes naturales, flautas dulces, flautas traversas, trompetas de pistones, fagots, cornetas, tímpanos, cornos (el corno inglés es en realidad francés), violonchelos, violas da gamba, tiorbas, laúdes, violines pícolos. En las orquestas recientemente formadas se utilizan los instrumentos construidos por artesanos de los siglos XVII y XVIII para lograr una interpretación más verdadera, así sucede con la viola que lleva la firma de Marcellus Holmayer en Viena (1650), o el violonchelo piccolo de Andreas Beer (también en Viena, en el año de 1685), o las flautas de pico de Leopold Stastny o de Grottfried Hechtl firmadas en 1750 por artesanos de Dresden o, finalmente, los oboes d’amore o de caza de Paulhan construidos en 1720, instrumentos utilizados por los miembros de la orquesta que dirige Nikolaus Harnoncourt cuando interpretan las cantatas de Bach con los niños cantores de Viena o de Tölz o de Hannover. Quizá sea imposible, en cambio, reproducir la voz de los castrati, y como muestra basta un botón: el disco grabado a principios del siglo XX que reproduce (mal) la voz del último castrato nos entrega sonidos guturales y desentonados, reproducen los chillidos de un gato en celo. Pero hay un caso extraordinario, la de una voz que con perfección recrea los más delicados registros de los adolescentes o de las mujeres, esa voz sale de la garganta de David Daniels, el contratenor (casi sobre­natural es la voz del cantante enano de hermoso rostro cuya madre tomó talidomida durante el embarazo).

 

El corazón es el centro de la vida, ese reloj humano, esa maquinaria que mide con perfección nuestro tiempo corporal, un vital volante que con arterial concierto unas pequeñas muestras pulsa y manifiesta, lento, su bien regulado movimiento. El corazón puede y debe concebirse de muy diversas formas, ya sea como una máquina que rige nuestra fisiología, es decir, como parte de un mecanismo corporal que nos mantiene vivos y, como tal, objeto susceptible de estudio científico y técnico. Es importante subrayar que en el siglo XVII los descubrimientos de William Harvey sobre la circulación de la sangre probaron fisiológicamente los caminos que seguía el flujo vital y que Descartes, en su Tratado de las pasiones del alma, ya reconocía las relaciones recíprocas que existen entre el corazón y el cerebro: el filósofo francés pensaba que ciertas pasiones podían producir alteraciones en la sangre y expresar los movimientos más profundos del corazón. Sanctorius, un médico vienés, inventó en 1625 un reloj de pulso, la primera máquina que existió para calcular la frecuencia cardiaca (cincuenta o cien pulsaciones por minuto) y el francés René Laënnec publicó a principios del siglo XIX un estudio en el que describía los cuatro pasos sucesivos que un buen cardiólogo debe practicar: la inspección, la auscultación, la palpación y la percusión. Más tarde, Laënnec inventó el estetoscopio, aparato que permite detectar los latidos del corazón y los ruidos respiratorios. Juan nos contaba en esas largas conversaciones (más bien monólogos) que sostuvimos en este mismo sitio donde ahora lo velamos que el cora­ zón estuvo asociado a un simbolismo particular, a una de vo ción muy antigua, la del Sagrado Corazón de Jesús, devoción que le confirió nuevos significados a antiguos símbolos religiosos para exaltar de manera singular la corporeidad y en consecuencia la humanidad de Cristo, símbolos que dan cuenta de la coexistencia de discursos paralelos dentro de la ciencia y la religión que incidieron uno sobre el otro, y también sobre la poesía. El corazón es el centro de la vida, un reloj humano, maquinaria que mide con perfección nuestro tiempo corporal, un vital volante que con arterial concierto manifiesta, lento, su bien regulado movimiento. Flaubert pensaba que al hablar del corazón las mujeres designaban en realidad otras partes del cuerpo y Roland Barthes decía que esa palabra denotaba un amplio tipo de movimientos y de deseos, a menudo convertidos en objeto de donación — mal o bien apreciados o hasta rechazados—. ¿Es el corazón el órgano del deseo? Así se le concibe, aprisionado, en el campo de lo imaginario (claro, lo sabemos bien, el corazón se hincha, desfallece, como el sexo, y además, agrego, el corazón se rompe, se parte en dos o en tres o en cuatro, como le sucedió a Juan). ¿Adónde van a parar los movimientos del corazón? ¿Los sinceros y puros movimientos del corazón? Yo me lo pregunto, justo ahora, aquí, en este mismo instante, con curiosidad malsana: ¿qué sentirán los asistentes a este entierro? ¿Qué siento yo? ¿Qué pudo sentir Juan antes de morir, antes de que el corazón le estallara en mil pedazos?

El corazón regula al cuerpo, pero a su vez este, el cuerpo, funciona a manera de resguardo y de cárcel del corazón, una cárcel en contra del amor o de los embates del destino: el pecho como fortaleza o más bien como una vestimenta protectora para que el sentimiento no se desborde: el corazón deshecho entre tus manos. Muchos poetas configuraron en algunos de sus poemas un arsenal de imágenes de guerra: la carne sufre una meta­morfosis y acaba convirtiéndose en materia mineral para poder pertrecharse mejor contra el acoso amoroso, a menudo, sobra decirlo, sin éxito. El corazón se templa como el acero, y por ello, paradójicamente, se convierte en un objeto de atracción magnética: Hijas mías, les dejó dicho en su testamento el obispo Fernández de Santa Cruz a sus monjas preferidas, las del convento de Santa Mónica en Puebla, hijas mías, repite el obispo, dice Juan leyendo en voz alta el viejo libro, mando en mi testamento que se saque mi corazón y se entierre en vuestro coro y con vosotras para que esté muerto donde estuvo mientras vivía. Y para memoria de las que os sucedieren, en mi retrato poned este rótulo, Hijas, rogad a Dios por quien os dio su corazón. Quizá hubiese debido pedir que, antes de enterrarlo (antes de enterrar a Juan), me entregasen su corazón para disecarlo y guardarlo en un recipiente como reliquia, una reliquia que podría yo haber conservado al lado de mi cama, engastado en un marco también en forma de ¡corazón! (una cursilería sublime) (el más perfecto kitsch).

La beata Chiara de Montefalco, apellidada De la Cruz, vuelve a relatar Juan, en otra de esas largas sesiones que pasábamos cerca de la chimenea apagada de la otra casa, esas sesiones en que todos sentados lo escuchábamos con una copa de tequila en la mano (o mientras de pie cerca de una balaustrada del jardín yo escucho cómo María relata con su bella voz —esa voz que recuerda a la de un castrato— la historia de su muerte, la muerte de Juan, el músico que alguna vez fuera mi marido), en esa sala, digo, escuchábamos cómo Juan contaba la historia de la beata Chiara de Montefalco, muerta en olor de santidad en 1308 y objeto de una operación muy especial, realizada en aras del pudor por sus hermanas del convento, quienes con habilidad —sospechosa (acotación de Juan)—, tajaron su cuerpo y procedieron a extirpar de él las vísceras y privilegiar su corazón, desmesuradamente crecido, de inmediato guardado en un cofre y al día siguiente operado con el fin de verificar si el agigantado tamaño del órgano ocultaba un milagro: al abrirlo una de las monjas encontró en su interior perfectamente delineada, debajo de los nervios, la forma de la cruz hecha de carne; y al palpar con delicadeza ese milagroso corazón encontró otro pequeño nervio que de la misma manera se desprendía del órgano (el corazón, el órgano del sentimiento) y al observarlo con atención descubrieron que representaba nada menos que el flagelo con que el Cristo había sido azotado, se trataba (en efecto, explica Juan, eso pensaron las monjas y los curas que examinaron la víscera y dieron su veredicto), se trataba, sí, repite Juan, ¡se trataba de una réplica del Sagrado Corazón de Jesús representado junto con los instrumentos de su pasión! La vida es una herida absurda.

El corazón del obispo de Santa Cruz, en cambio, custodiado, cuando aún estaba vivo, por la membrana del pericardio y el muro de las costillas, ha sido descrito de manera muy minuciosa, casi científica, por sus contemporáneos, los que pronunciaron su obituario (en la capilla del cementerio pronuncia el obituario de Juan el hombre de bigotes muy largos y bien arreglados que cantó junto con los mariachis una canción de José Alfredo Jiménez como si se tratara de un aria de ópera), y cuando estábamos en la casa (nuestra casa) todos conversando, junto con mi amiga la mandona, la robusta, sentada, silenciosa, a mi lado, con su austero suéter azul marino con cuello en v, también con su copa de tequila en la mano y sus zapatones bajos, Juan explica que, necesariamente, esas analogías remiten a antiguos simbolismos religiosos. Las palabras pronunciadas durante las exequias del obispo fueron conservadas —¿para siempre?— en la escritura, asegura Juan, y para verificarlo nos lo leía en voz alta, como si él mismo fuera el prelado que en la iglesia de Puebla pronunciara el obituario del obispo: Para saber guardar el corazón en la vida del espíritu, se mostró maestra en su vida la misma naturaleza. Esta puso al corazón dos custodias que le sirviesen no sólo de defensa y muro para su conservación (nos sigue leyendo, en voz alta y sonora, operística, Juan), sino también de régimen o término al movimiento de su vitalidad. La interior que se llama pericardio es aquella túnica o saco de la membrana que lo ciñe (como el estuche de seda de mi violonchelo), llena de humor acuoso y refrigerante, con tal proporción en la distancia que según los movimientos con que se dilata para que nada, naada, lo lastime, y en ello toma parte el humor que lo refrigera; cuando falta este, se fatiga, se daña, se lisia, se lisia, es decir, se lacera; y esto es, señores, naufragar de lleno en el dolor.

Y Juan se interrumpía unos momentos antes de terminar de leer el resto del discurso con su voz intensa y trágica (fumando su cigarro y poniéndose de pie, como si estuviera leyendo un obituario, con mayor solemnidad de lo que puede hacerlo el simple cura de pueblo que oficia la misa de cuerpo presente, frente al ataúd de Juan, en la iglesia del convento). Por abundancia de ese mismo humor el corazón se conserva, se alegra, se dilata y esto significa bañarse de gozo. La otra custodia con que se guarda el corazón es el muro del pecho y vallado de las costillas y una y otra defensa, una y otra custodia, miran a conservar el origen de nuestra vida… La naturaleza lo ciñe para defenderlo. El espiritual y místico corazón, origen y fuente de la vida del alma, quiere el rey Salomón en la Biblia que se guarde con las mismas custodias y defensas con que guarda su corazón la misma naturaleza. Y si estas dos son, como he dicho, la membrana del pericardio y el muro o vallado de las costillas, sirvan estas dos custodias en la alegoría, en vida sepulcro de un corazón vivo, y en la muerte sean sepulcro de un corazón muerto.

El corazón de Jesús, explica Juan, es una fábrica para producir sangre, la preside y opera el padre eterno, quien utiliza la sangre del corazón como si fuera un combustible, un combustible para encender la pasión: existe una pintura que representa un jardín mantenido gracias a un curioso mecanismo hidráulico, el jardín de la fe que Cristo irriga con su sangre.

Si sólo el corazón es verdadero y si la palabra es mentirosa, ¿qué podríamos hacer para que el amado conociese —verificase— la verdad de la pasión? El pecho es como una armadura que protege al corazón y evita que se rompa. Lo que dice el corazón parece expresarlo la boca, y sin embargo esa correlación termina en un engaño retórico, porque las palabras suelen ser mentirosas. (¿Acaso Juan no me engañó, aunque me jurara amor eterno?) (Al apuñalar a Nastasia Filíppovna, Rogozhin pretendía quizás penetrar en lo más profundo de su corazón, descubrir sus sentimientos, sus afectos verdaderos). Es necesario recurrir a los otros órganos del cuerpo para efectuar una especie de radiografía amorosa del corazón: un desplazamiento se produce: los ojos pueden sustituir a la boca (la boca desgarrada de María, esa herida absurda), además de ver, podemos oír con los ojos —óyeme con los ojos—, y si el amado llora, las lágrimas suplen con su fuerza a los conceptos, se convierten en la prueba irrefutable de la elocuencia muda. ¿La boca desaparecida de María?

¿Puede desnudar su corazón quien llora? ¿El llanto deja entrever un corazón verdadero? Pues entre las lágrimas que el dolor vertía el corazón deshecho destilaba, sí, dicen los enamorados, te lo entregué, te entregué mi corazón, te entregué mi corazón, ¡lo tienes deshecho entre tus manos!

Su corazón se deshizo entre sus manos, las manos de quienes lo operaron, Juan está ahora en el quirófano, los cirujanos practican en su cuerpo una cirugía a corazón abierto. Hipócrates y Galeno impusieron un tabú que duró más de veinte siglos: el corazón es sagrado: el corazón está situado dentro del pecho, protegido por el pericardio y las costillas, un santuario interior, inviolado, inviolable, imposible de penetrar (o de reparar): por lo menos eso se pensaba hasta 1896: el 7 de septiembre, un joven jardinero llamado Wilhelm Justus (de la ciudad alemana de Frankfurt) fue apuñalado en el corazón por tres desconocidos (quizá habían estado con él, emborrachándose en la misma taberna), cuenta el cirujano Jürgen Thorwald, y abandonado como muerto en un parque público. Tres horas después un policía que recorría el área lo encontró moribundo y lo trasladó al hospital central, cuyo médico de guardia era un joven llamado Siegel. Justus estaba inconsciente, tratando de respirar, su cara amarillenta, palpitantes las ventanas de la nariz, los labios penosamente distorsionados. Siegel observó que tenía una puñalada (más de un centímetro de ancho) cerca de la cuarta costilla, examinó el cuchillo de cocina que había producido la herida y había sido encontrado a unos cien metros del herido. El doctor Louis Rehn, un célebre cirujano, el médico principal del hospital, no estaría de regreso sino hasta el 8 de septiembre. Siegel advirtió que el cuchillo había penetrado en el corazón y sin embargo latía, aunque su pulso fuera muy débil; tomó una sonda y la introdujo cuidadosamente para calcular los daños, obviamente considerables. Siegel estaba seguro de que Justus moriría de un momento a otro, su corazón latía débilmente, cincuenta latidos por minuto. El policía que lo había trasladado no se separaba de él y preguntó si todavía había esperanza. Siegel movió la cabeza, recordó en ese instante una observación hecha por uno de los cirujanos más renombrados de Alemania: El cirujano que se atreva a penetrar en el corazón perderá seguramente y para siempre el respeto de todos sus colegas. Siegel no era un médico excepcional, entendía, sí, que la herida era pequeña y que una hemorragia interna desangraba lenta y fatalmente al paciente, sin duda recordó también que Hipócrates y Galeno habían pronosticado, hacía varios siglos, que las heridas en el corazón causaban una muerte inexorable.

 

Siegel ordenó que se le diese alcanfor al paciente y se le pusiera hielo en la herida. El policía seguía sin moverse, por fin, preguntó (con cierta hesitación) si el doctor Rehn regresaría pronto. Siegel se ofendió, ¿acaso dudaba de su eficacia como médico? Estaba seguro de que el paciente estaría muerto cuando Rehn se presentara al día siguiente a su consulta.

Pero no fue así.

Rehn examinó a Justus: su cara, ya marcada por la muerte, casi exangüe, el pulso remoto y delgado, la muñeca húmeda de sudor, la respiración superficial, los pulmones severamente comprimidos por la hemorragia interna, pero la herida exterior ya no sangraba y latía débilmente. Rehn trazó rápidamente un cuadro de la situación: el cuchillo había penetrado en el pericardio, su punta había tocado la pared (quizá apenas la había arañado), pero cualquier herida de ese tipo producía un lento goteo y la sangre invadiría paulatinamente el corazón hasta detenerlo, debido a la presión que aumentaba de forma implacable, como le había sucedido a Nastasia Filíppovna. Tal vez la herida fuese lo suficientemente grande como para permitir que la sangre se filtrase hacia la cavidad torácica (la cavidad torácica se ensancha de manera muy especial en los jóvenes que han sido castrados, por lo que la voz se expande y alcanza registros de una gran intensidad). Sí, se dijo Rehn, la compresión fatal del corazón no se ha producido y Justus tiene un ligero margen de sobrevivencia. El corazón seguirá trabajando hasta que se extinga la última gota de sangre, luego la sangre invadirá los pulmones y los presionará de tal forma que el enfermo dejará de respirar (¿Le sucedió lo mismo a Nastasia Filíppovna?). Trataré de hacer algo, se dijo, de cualquier forma está condenado a muerte. ¿Pensaría, antes de hacerlo, en algunos intentos anteriores para penetrar en ese santuario (hasta entonces) inviolable?, ¿el caso de un hombre que intentó suicidarse atravesándose el corazón, en tiempos de Napoleón, y que ensayó salvar (infructuosamente) el famoso cirujano Larrey, abriendo el pecho del paciente (sin anestesia alguna) y ¡tocando, por primera vez con un dedo (el cordial), la punta del corazón!? ¿O el caso de un calderero inglés, quien (en 1872) fuera operado (con éxito) por el cirujano inglés Callender, que le extrajo del corazón una aguja que se había clavado durante una riña prostibularia?

¿No había Callender practicado una pequeñísima incisión en el pecho y recuperado la aguja que se hundía y resurgía siguiendo los rítmicos movimientos de la sístole y de la diástole?

Pero nunca antes se había dado el caso de que un cirujano se atreviese a abrir totalmente el pecho de un enfermo para maniobrar dentro de su corazón. Un estremecimiento debe haberlo recorrido, una súbita náusea, ¿le habrá subido la presión y se le habrá acelerado el pulso (¿ciento cincuenta o doscientas pulsaciones por minuto?): ¿qué sensación le produciría abrir el pecho, violarlo, penetrar por primera vez en el santuario y tener ¡por fin! un corazón (deshecho) entre sus manos?, ¿exponerlo totalmente, contemplar su funcionamiento, practicar una (o dos) incisión(es), restañar la herida, introducir una aguja, coser, hilvanar, suturar, cerrar de nuevo el pecho, esperar la soldadura del esternón?, ¿cómo tomar entre las manos el corazón palpitante? (¿el sacrificio humano?), ¿cómo introducir una aguja en un músculo en incesante movimiento?, ¿cómo aprovechar su ritmo?, ¿su bien regulado movimiento?, ¿su arterial concierto? Pero no bastaba imaginarlo, era necesario decidirse, decidirse a romper la prisión, a tomar el corazón (deshecho) entre sus manos.

Justus seguía vivo, ya muy débil, pero soportó la anestesia. Rehn hizo una ancha incisión en el esternón, ¡cuánto trabajo para penetrar en el hueso! (las esquirlas volaron), al hacerlo pudo oír mucho más nítidos los débiles latidos del corazón, hizo una nueva incisión, cerca de la quinta costilla, el tórax estaba lleno de sangre coagulada, introdujo uno de sus dedos (¿el cordial?) y sintió que podía tocar el pericardio. Cortó entonces la pleura, salió mucho más sangre (los asistentes apenas podían contenerla) y el pulmón se colapsó. ¿Podría resistir el corazón? Apareció el pericardio, se apreciaba el daño que el cuchillo había hecho en el músculo. Trató de afianzarlo con unas pinzas para poder trabajar, abrir un poco más la incisión y penetrar más lejos aún. Varias veces tuvo que repetir la operación porque la piel del pericardio se desgarraba y la sangre salía a borbotones. Logró por fin apartar el pericardio y alcanzar el corazón: allí estaba, latiendo de manera irregular en su continuo movimiento de expansión (diástole) y contracción (sístole), pudo determinar el tipo de herida que había producido el cuchillo, situada exactamente a mitad del ventrículo derecho, medía alrededor de un centímetro y la sangre salía en pequeñas gotas. Instintivamente, Rehn puso allí su dedo: de inmediato la herida cesó de sangrar. Su dedo se deslizó en cuanto el corazón se contrajo; cuando volvió a expandirse logró palpar de nuevo la herida, intentó cerrarla con una aguja delgada e hilo de seda, aprovechando la continua alter­nancia de expansión y contracción que mantiene vivo al corazón. Aprovechó la diástole, la herida estaba expuesta. Con un ágil movimiento dio la primera puntada en la orilla izquierda, esperó un breve instante (más bien un siglo) a que el corazón reanudara su ritmo antes de dar la segunda puntada y suturar, temiendo siempre que el corazón dejara de latir. Cuando terminó de coser, la herida dejó de sangrar y el pulso se hizo más firme. Limpió el pericardio y el tórax de sangre coagulada, volvió a colocar la costilla en su lugar y cerró la herida exterior. Dos horas después, Justus respiraba con tranquilidad.

Si uno se descuida al llegar a la ciudad de La Paz, Bolivia, puede morir de inmediato de un ataque al corazón. Para evitarlo, es necesario esperar con calma cerca de tres días a que aumenten los glóbulos rojos y la sangre vuelva a oxigenarse, para cumplir con el ritmo ordinario de la vida. Un famoso director de orquesta alemán murió apenas desembarcó en el aeropuerto de Los Altos, situado a cerca de cuatro mil metros de altura: un infarto fulminante terminó con su larga y exitosa carrera.