Cuidar

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LÉASE CON CUIDADO...

La vida no viene con manual de instrucciones. Y la muerte tampoco. Aunque no lo hayamos calculado previamente, cualquiera de nosotros podemos encontrarnos un día en la situación de acompañar a una persona, quizá a un ser querido, en la difícil aventura del envejecimiento, la enfermedad y la muerte. Aun siendo «no cuidadores», mujeres y hombres sin formación sanitaria y sin cursos especializados de geriatría, la vida es capaz de proponernos el desafío de «cuidar». Y este desafío puede darnos miedo.

Nuestra cultura tecnificada nos transmite la impresión de que para cuidar a una persona que envejece y se dirige hacia la muerte es imprescindible contar con una gran cantidad de conocimientos y medios técnicos. La solución más razonable sería delegar la totalidad de los cuidados en manos de «cuidadores profesionales» y de instituciones especializadas. Corremos el riesgo de olvidar que, en esta fase esencial para toda persona que es el final de la vida, ningún confort material podrá sustituir jamás la presencia, el vínculo y el afecto.

Cada familia es un mundo y exige la máxima comprensión en las decisiones que toma respecto al cuidado de sus mayores. Según las circunstancias y capacidades de cada persona y de cada grupo familiar, las respuestas y los proyectos serán diferentes a la hora de garantizar que el final de la vida transcurra en las mejores condiciones humanas y materiales. El respeto que merece toda familia explica que estas páginas no encierren principios ni afirmaciones generales, sino un relato vivo y concreto, un puñado de experiencias vividas en primera persona y pasadas por el tamiz de la reflexión, por si pueden ofrecer alguna luz a quien decida tomar en sus manos la tarea de cuidar.

Durante algo más de tres años he vivido la aventura apasionante de acompañar cotidianamente a una mujer, Andrea, desde que le fue diagnosticada una enfermedad neurodegenerativa hasta el momento de la muerte... y un poco más allá. A lo largo del proceso he mantenido contacto con muchos profesionales cuya intervención ha sido valiosísima, en particular el médico de cabecera, la neuróloga, el podólogo, el dentista, el enfermero, el fisioterapeuta, la nutricionista, la logopeda y la profesora de yoga.

Cada uno desde su especialidad ha aportado su saber específico, casi siempre con gran calidad humana. Esta pequeña narración contiene todo mi reconocimiento hacia los profesionales de la salud y pretende sencillamente compartir algunas pistas que puedan resultar útiles a los que, como yo, se ven embarcados en la responsabilidad de cuidar sin pertenecer al mundo sanitario.

He tenido la gran suerte de trabajar en equipo con tres compañeras formidables, Agostina, Linda y Naseem. Quiero citarlas con sus verdaderos nombres, en señal de homenaje a tantas mujeres –y también a tantos varones– que, en el anonimato de la historia, consagran buena parte de su energía al cuidado de las personas más vulnerables. Lamentablemente, en estos años me ha tocado también trabajar con otras dos personas de cuyos nombres prefiero no acordarme, por el sufrimiento estéril que han provocado en nuestro entorno.

No puedo dejar de mencionar con profundo agradecimiento la confianza inagotable que la familia de Andrea depositó en mí desde el primer día, haciendo posible con su actitud la relación que estas páginas relatan. Sin el apoyo incondicional que he recibido de cada uno de ellos, hijos, nietos y hermanos, nunca habríamos podido llegar a buen puerto.

Soy muy consciente del privilegio que ha supuesto para mí cuidar a Andrea. Como en toda relación, hemos vivido encuentros y desencuentros, pero confieso que cada día junto a ella ha despertado en mí motivos de alegría y agradecimiento. No todas las personas mayores tienen su calidad humana, y cuidar a todos los ancianos no es igual de sencillo. Espero, no obstante, que aquellas personas para quienes cuidar resulta un ejercicio difícil puedan también descubrir algún rayo de luz en estas líneas.

Con el paso del tiempo, Andrea se ha convertido para mí en maestra de vida. Juntas, a trompicones a veces, a base de tanteos y desconciertos, con algunas lágrimas y muchas risas, cada vez con menos palabras y más comunicación no verbal, fuimos descubriendo las múltiples etapas de esta travesía propiamente humana que es, no solamente vivir y morir, sino saber que se vive y se muere.

La vida nos concedió el inmenso regalo de llegar juntas allí donde el camino se abre a un nuevo horizonte. Yo la dejé marchar suavemente, asomada a un misterio que me sobrecoge y me desborda. Aquí comparto sencillamente algunos aprendizajes de estos años, con el deseo de que otras personas encuentren fuerza, esperanza y alegría en la aventura de «cuidar».

TESTIMONIO LEÍDO
EN EL ENTIERRO DE ANDREA

Querida Andrea:


Un día te pregunté qué es la elegancia, y me contestaste: «Una persona elegante es alguien que quiere pasar inadvertido y, a pesar de todo, atrae todas las miradas». ¡Eso es lo que te ha pasado a ti! Tú atraes nuestras miradas incluso hoy, y seguramente a tu pesar. Déjame hablar un poco de tu elegancia; te prometo no exagerar.

Tú y yo nos encontramos hace tres años y medio, cuando tú empezabas a perder algunas facultades y yo acaba de llegar a Francia. Era demasiado tarde para conocer a «la dama» que tú habías sido; sin embargo, he tenido la suerte de conocer bien a «la mujer» que tú eres, fuera de todo rol y de todo convencionalismo.

Se suponía que tenía que acompañarte, pero ni tú, ni tus hijos, ni yo conocíamos el camino. ¡Qué magnífica aventura! ¡Cuántos tanteos y aprendizajes, cuántos desconciertos y pequeños enfados, cuántas risas cómplices y cuántos momentos maravillosos! Nunca podré agradecértelo bastante.

Al ver mi pobre francés y al saber que yo era incapaz de hablarte «de usted», tú misma me propusiste enseguida que nos tuteáramos, «porque la sencillez es lo mejor», me dijiste. Esta sencillez es parte de tu elegancia.

Estos últimos años, ya dependiente, te sentías muy bien en casa de tu hija, rodeada de cariño. Antes habías querido mucho tu casa de la calle de la Zarza. Sin embargo, habrías deseado cambiar el nombre de la calle, habrías preferido vivir en la calle de la Rosa. ¡Yo te decía que no se puede tener todo! Sí, Andrea, como cada uno de nosotros, tú albergabas tus propias espinas: las heridas y los errores de tu historia, tus pequeños defectos, el peso de la soledad, la angustia ante la pérdida de autonomía, la enfermedad, que iba destruyendo tu memoria y tu lenguaje, el miedo a la muerte...

En medio de tus espinas, yo soy testigo de la belleza creciente de tu rosa. La belleza de tu corazón, la elegancia de tu espíritu, no te han abandonado nunca, al contrario. Creo que esta belleza estaba arraigada en el amor. En primer lugar, el amor hacia cada uno de tus hijos e hijas y de tus nietos, que han sido hasta el final la niña de tus ojos, y cuyas fotos mirabas todos los días. Pero también el amor hacia tus hermanas y tu hermano, tus primos, tu ahijada, tus amigos... cuyas llamadas, cartas y visitas eran cada vez más importantes para ti.

Me has parecido muy elegante en tu capacidad de soltar, de dejarte hacer. ¡Cuánto te costó dejar de conducir! El coche, símbolo de la autonomía que desaparecía... Poco a poco, con confianza y con suavidad, has ido aprendiendo a dejarte conducir por unos y por otros, por cada una de las señoras que te han acompañado; has aprendido a caminar de la mano porque tu equilibrio era ya muy frágil.

Juntas hemos dado la vuelta a los estanques cientos de veces. Te encantaba todo lo pequeño, los pajaritos, las florecillas, los bebés. Te gustaba reír y bromear, dar y recibir besos, encontrar en la calle o en el mercado a tus antiguos conocidos. A pesar de tu timidez, buscabas la relación. Si veías a una persona cargada con bolsas, intentabas ayudarla, aunque a ti misma no te quedara energía.

Tenías miedo del último paseo. Temías hacerlo sola, pero la vida te ha regalado poder partir agarrada de la mano. Al final estabas tan cansada que no tenías fuerza más que para llevar contigo una maleta muy ligera, que contenía muchísimo amor, y esto era lo único que necesitabas. Te has ido suavemente, en silencio, en confianza, como una vela que se apaga después de haber ofrecido toda su luz.

Yo creo que tú estás ya bien instalada en tu nueva casa, la calle de la Rosa definitiva, el corazón de Dios. Al llegar al final del paseo has debido de exclamar con una gran sorpresa ante el Dios que te ha querido tanto: «¡Es formidable que estés aquí!».

Andrea, gracias infinitas por tu amor y tu sabiduría. Tómate el tiempo de prepararnos un lugar cerca de ti... ¡Qué bueno será seguir disfrutando toda la eternidad!


París, 28 de marzo de 2018

CUIDAR

He aprendido recientemente que el término «cuidar» procede del latín cogitare, «pensar». A partir de mi experiencia, esta etimología me parece tremendamente sugerente. Cuidar, en efecto, no es en primer lugar realizar con diligencia un conjunto de tareas asignadas por un determinado protocolo para asegurar el bienestar de una persona. Cuidar tampoco consiste solamente en brindar afecto o compañía. Todo ello habrá que hacerlo, sin duda, y mucho más. Pero cualquier «actividad de cuidado» tiene que estar atravesada por una reflexión global que considere a la persona en su misterio y que aspire a una intervención continuamente adaptada.

 

Cuidar implica estar permanentemente a la escucha del otro para comprender lo que dice a través de distintos lenguajes: la palabra inteligible y la palabra rota, el silencio, las lágrimas y la risa, la postura del cuerpo, la mirada, la piel, las emociones expresadas o contenidas...

Cuidar supone interpretar honestamente lo que la persona «dice», incluso cuando no dice nada, y reflexionar en busca de una respuesta que respete su dignidad y potencie su autoestima y su autonomía.

Cuidar significa proponer antes de actuar, buscar al máximo el acuerdo y la colaboración, preguntar si lo que estamos haciendo está bien, pedir disculpas si nos equivocamos.

Cuidar autoriza a intervenir con determinación en caso de peligro, para proteger la seguridad de la persona, pero obliga a discernir bien cuáles son esas situaciones de riesgo a fin de no incurrir en abusos de poder y en maltrato encubierto.

Cuidar quiere decir investigar, no conformarse con lo que ya sabemos que hay que hacer, consultar a quienes tienen más experiencia, formarse más –aunque sea de forma autodidacta– para ayudar mejor.

Cuidar conlleva proceder con espíritu de equipo, transmitir la información relevante, preguntar lo que no comprendemos, hacer sugerencias y aceptar las mejoras que otros proponen.

Cuidar es ayudar a la persona anciana o enferma a vivir cada día con sentido y a valorar su dignidad, a pesar de las limitaciones crecientes que su organismo experimenta.

Cuidar es descubrir la dosis de buen humor que la persona tolera, aportar discretamente distensión y alegría, desdramatizar los fracasos con una sonrisa cómplice o con un comentario oportuno.

Cuidar es acoger cordialmente, con el corazón abierto, la angustia y el miedo que se desencadenan en el interior de una persona que se aproxima a la muerte. Cuidar es permitir que las emociones del otro encuentren en nosotros un espacio humano de escucha y resonancia.

Cuidar es vigilar atentamente las emociones propias, las creencias y los juicios, a fin de permanecer disponibles para un acompañamiento incondicional y adaptado a cada etapa.

Cuidar es comprometerse a combatir el sufrimiento, no ahorrar energía en aquellos gestos que puedan aportar siquiera un poco de alivio, generar un ambiente de serenidad y confianza.

Cuidar es asumir la finitud humana y conquistar la libertad suficiente para dejar partir a la persona, sin intentar retenerla de manera injustificada cuando llegue el momento.

Cuidar es integrar la muerte como dimensión esencial de la existencia, y ser así capaz de valorar la vida y de ayudar a vivir hasta el final.

Cuidar, en clave creyente, es creer que Dios posee la creatividad necesaria para atraer hacia él a cada uno de sus hijos, más allá de lo que nuestros ojos sean capaces de percibir. Cuidar es esperar en silencio.

Cuidar es un proceso complejo y vivo de relaciones siempre fluctuantes, una aventura apasionante que pone en juego la razón y el corazón. Cuidar es ser capaz de comprender a otra persona y de acompañarla con todos los conocimientos posibles, pero también con un profundo respeto, con sentido común y con cariño. Cuidar es un ejercicio de inteligencia.

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EL TIEMPO FUGITIVO

El laberinto del tiempo


Después de la siesta:

Andrea: ¿Qué vamos a comer hoy?

Yo: Vamos a merendar... ya hemos comido, ahora es «por la tarde».

Andrea: ¡Imposible, si acabo de levantarme! ¡Hale, vamos a desayunar!


Uno de los primeros síntomas de alerta del deterioro cognitivo es la desorientación en el tiempo. La persona comienza a no saber en el día que vive, pierde la noción de las fechas en el calendario, tiene dificultad para recordar con precisión el año en curso, se levanta de la siesta convencida de que es la hora de desayunar...

Al principio no le damos mucha importancia, nos parece que son meros despistes, faltas de interés e incluso síntomas de un posible estado depresivo. Los allegados pueden sufrir ciertas decepciones: ¿por qué no me ha llamado el día de mi cumpleaños?, ¿cómo se le ha podido olvidar venir a esta cita que habíamos fijado con tanta antelación? A veces cuesta mucho asimilar que episodios de este tipo, que en otras circunstancias podrían resultar simplemente anecdóticos, representan la obertura de una nueva etapa en la que el tiempo se vuelve fugitivo.

El tiempo, ese aliado que normalmente nos permite orientarnos en el mundo y estructurar nuestra existencia de manera coherente, empieza a funcionar según otros parámetros y a cobrar un valor distinto. Es su manera de avisarnos de lo que ya habíamos atisbado quizá en momentos cruciales de la vida: el tiempo no es eterno, y va quedando poco.

Sentirse perdido en el laberinto del tiempo puede provocar una gran irritación, resultado de la confusión que provoca no comprender dónde estamos. La primera tentación consiste en repetir continuamente las mismas cosas, haciéndoselo notar a la persona: «¡Acabo de decirte que es miércoles!», «¿no te acuerdas de que ya hemos comido?». Este tipo de comentarios aumentan el malestar al reforzar la sensación de fracaso y de pérdida de facultades.

Cuidar significa ayudar a la persona a fijar nuevas balizas que le permitan, al menos durante la siguiente etapa, moverse con un poco de seguridad en medio del laberinto. Hace falta creatividad y tacto para ensayar diferentes estrategias, que funcionan más o menos según los días, pero que establecen puentes entre el tiempo conocido y el tiempo fugitivo.

Una agenda de bolsillo, por ejemplo, deja de ser útil cuando el espacio para escribir es demasiado pequeño; ahora conviene anotar en letra grande, subrayar con fluorescente lo que es verdaderamente importante, dejar la agenda abierta por la página que corresponde en un lugar bien visible. En un rincón familiar de la casa podemos colocar el planning de la semana, con las fechas significativas, como cumpleaños y citas pendientes. El reloj analógico de la cocina, cuyas agujas ya no dicen gran cosa, puede ser reemplazado por un reloj digital grande, sin duda menos estético, pero más útil.

Pequeños trucos como estos evitan el cansancio de explicar una y mil veces las mismas cosas, incitando más bien a la persona a descubrir por sí misma en condiciones adaptadas a su capacidad de comprensión. Con un poco de imaginación, el tiempo, ese fugitivo, puede ser todavía nuestro cómplice.


Cuidar la autonomía


Andrea: ¡Es increíble! El médico me ha quitado el carné de conducir y mis hijos se han llevado el coche. Ya no puedo hacer nada...


Cuando conocí a Andrea, estaba haciendo el «duelo del coche». Enseguida me di cuenta de que se trataba de una pérdida muy importante para ella, y de que el coche significaba mucho más que un vehículo para desplazarse de un lado a otro. El coche era el símbolo por excelencia de la autonomía. Con el paso del tiempo he observado la carga simbólica del coche para mucha gente, y particularmente para los varones, que a veces sienten su pérdida no solo como un declive de autonomía, sino también de virilidad.

En el caso de Andrea, a quien habían diagnosticado una enfermedad neurodegenerativa y que ya comenzaba a tener dificultades de coordinación y de orientación, era obvio que no podía seguir conduciendo. Obvio para el médico, que ordenó la retirada del permiso de conducir. Y obvio también para sus hijos, que, con buen criterio, decidieron llevarse el coche del garaje, porque quien evita la ocasión evita el peligro.

Para Andrea, sin embargo, el hecho de que le impidieran conducir no era una evidencia, sino una agresión incomprensible e intolerable. Quedarse sin coche la obligaba a depender de que otros la llevaran y la trajeran, o de los horarios de los transportes públicos, a los que no estaba muy acostumbrada. Perder el coche equivalía, inconscientemente, a perder la capacidad de conducir su vida y de gestionar su futuro. En suma, el primer gran atentado contra su autonomía. Muy difícil de digerir.

En efecto, uno de los valores más apreciados en nuestra cultura es la autonomía, a menudo interpretada como la capacidad que tiene un sujeto de darse sus propias normas sin depender de nadie. Esta noción requiere que la persona esté en plena posesión de sus facultades y que sea capaz de autodeterminación. Partiendo de este paradigma, una vida lograda es aquella en la que el individuo puede autorrealizarse, ser él mismo, en el sentido de tomar sus decisiones y ejecutar sus proyectos sin permitir que factores exteriores se interpongan en su camino.

Este modelo, en el que estamos inmersos y del que todos participamos en mayor o menor medida, implica violencia y provoca discriminación. Nos obliga a mostrarnos siempre lo suficientemente fuertes como para manejar las riendas de nuestro destino. Impone de manera implacable una imagen de éxito autorreferencial que gira en torno al yo y sus posibilidades e intereses. Deja sin compasión en la cuneta a las personas que ven sus fuerzas fallar como consecuencia de la discapacidad, la enfermedad o la vejez.

Sin embargo, esta concepción de la autonomía se revela ilusoria. No solo porque con frecuencia experimentamos «el cansancio de ser uno mismo», sino también –y sobre todo– porque, en cuanto humanos, somos seres de relación; mal que nos pese algunas veces, nos hallamos existencialmente en una situación permanente de dependencia respecto de los demás.

El descubrimiento de la dependencia puede provocar una fuerte reacción de rebeldía, expresada a veces con mucha agresividad; la persona se defiende con uñas y dientes contra aquello que intuye como amenaza, volcando su frustración con quien tiene más cerca. Un día, ya no recuerdo la sugerencia que hice, Andrea me contestó con contundencia cortante: «Aquí hay una persona que da las órdenes, y esa persona soy yo».

Poco importa que, por mi parte, no hubiera ninguna voluntad de dar órdenes ni de dirigir su vida; Andrea no se revolvía contra mí, sino contra su propia incapacidad para continuar gobernando sus asuntos como hasta entonces. Cuidar significa dejar que esa frustración encuentre un cauce, sin juicio y sin condena, esperando pacientemente a que la persona pueda ir integrando una situación nueva y no deseada.

Pensar la autonomía como independencia implica el peligro de considerar toda pérdida en clave negativa, quedándonos en la «falta» –de memoria, de facultades, de movilidad...– e interpretando ese déficit como un peso del que convendría liberarse sin tardanza. La persona alcanzada por el desgaste puede comenzar a sentirse un fardo para su entorno y para la sociedad; no parece extraño que surjan estados depresivos y que, en ciertos casos, se desee la muerte.

A pesar de todo lo dicho, la autonomía es un valor esencial para el ser humano, es la fuerza que impulsa a hacerse cargo de la responsabilidad de la propia existencia; es también el límite que impide la injerencia en la vida de los demás, así como la toma de decisiones sistemática en lugar del otro. La experiencia de las personas ancianas y enfermas incita a repensar el contenido del concepto de autonomía, no solo para aquellos que ven mermar sus capacidades, sino para todos los demás, seres mucho más incompletos y menos capaces de lo que quisiéramos suponer.

A lo largo de estos tres años he descubierto hasta qué punto conservar y estimular la autonomía resulta esencial para el ser humano hasta el final de la vida, en particular en lo que toca al cuidado de su autoestima. En la vejez, no se trata ya de la autonomía en perspectiva narcisista de quien cree que puede comerse el mundo, sino de una capacidad mucho más realista y más humilde, que ya no cae por su propio peso y que es preciso trabajar con inmensa atención todos los días.

Cuidar quiere decir observar detenidamente todo aquello que la persona puede hacer todavía y permitirle que lo haga. Se trata, con frecuencia, de gestos muy pequeños, pero de los cuales depende que la persona se sienta respetada en su dignidad y responsable de su vida.

Durante muchos meses, Andrea era todavía capaz de abrir la puerta de su casa. Una acción en principio sencilla, incluso automática, que empezó a demandar una gran cantidad de tiempo. Cuando llegábamos a casa, lo primero que tenía que hacer era buscar la llave, registrando el bolso y los bolsillos. A continuación, acertar a meter la llave en la cerradura, hacerla girar con esfuerzo creciente, doblar el picaporte, empujar la puerta, sacar la llave, entrar, cerrar y colocar la llave en el llavero. Uno o dos minutos para realizar algunas de estas operaciones, pero Andrea abría y cerraba la puerta por ella misma. De cuando en cuando me preguntaba si no me ponía nerviosa de esperar, y yo solía contestarle: «No... tenemos todo el tiempo del mundo, menuda suerte la nuestra».

 

A veces sí que me ponía nerviosa, claro. Yo pensaba que no se me notaba, pero Andrea, con su perspicacia y su buen humor, me dejaba al descubierto: «Me estás apretando mucho los cordones, se ve que tienes prisa...». Fui aprendiendo a manejar la inquietud a medida que comprendí que estábamos en la corriente del tiempo fugitivo, donde la vida transcurre a un ritmo completamente diferente.

Vivimos en la cultura de la eficiencia; no basta ser eficaces, es decir, hacer las cosas bien, sino que hay que ser también eficientes, o sea, hacerlas bien en el menor tiempo posible. La eficiencia es un signo privilegiado de la autonomía en sentido autorreferencial, y ya vemos a cuántas personas deja tiradas por el camino.

En la vejez nos volvemos lentos, ineficientes y con frecuencia ineficaces. Ya no logramos hacer a la misma velocidad que antes las cosas que hemos hecho siempre, y a veces ni siquiera conseguimos hacerlas bien, por muy simples que sean. Esta experiencia puede convertirse en una inyección letal de desesperanza si la persona que la atraviesa no recibe estímulos positivos que la animen a seguir haciendo lo que puede y al ritmo que puede.

Una gran tentación de quien cuida es reemplazar al otro: «Déjame, que ya abro yo la puerta». Podría parecer una manera de ayudar, cuando en realidad se trata de una falta de respeto y una invasión injustificada. Con un poco de sentido común seremos capaces de distinguir sin dificultad las situaciones en las que debemos hacer algo en lugar del otro: si al llegar a casa se desencadena una tormenta, entonces yo misma abriré la puerta a la velocidad del rayo para no empaparnos; pero si está lloviendo y tenemos nuestro paraguas, entonces dejaré que Andrea abra tranquilamente. Lo que nos lanza muchas veces a sustituir al otro no es su bien, sino nuestra propia impaciencia y comodidad, porque es mucho más fácil abrir que esperar a que el otro lo haga.

En este sentido, cuidar implica establecer una alianza de autonomías: yo salgo fiador de la autonomía del otro, es decir, me pongo al servicio de su autonomía. Libre y conscientemente, elijo respetar su ritmo y potenciar sus capacidades, y asumo los costes que todo ello provoca en mi tiempo, mi paciencia o mi manera de hacer las cosas.

En la perspectiva de esta alianza, cuidar se transforma en un ejercicio tremendamente dinámico y creativo, porque consiste en acompañar a una persona que, como todo ser humano, vive, cambia y avanza, aunque, en el caso de los ancianos, el avance se produzca naturalmente en el sentido del deterioro. El proceso hacia la muerte no es un proceso de muerte; todo lo contrario, es un proceso de vida, a lo largo del cual constatamos el desgaste de ciertas facultades y, sorprendentemente, la activación de otras. Qué importante es poder transmitirle a la otra persona que estamos a su lado para ayudarla a vivir.

Cuidar, desde el punto de vista de la autonomía y la evolución, implica también reflexionar continuamente para encontrar y proponer actividades adaptadas al estado de la persona, espacios de creación donde se sienta realmente útil. De nuevo puede tratarse de gestos tan pequeños como valiosos. Yo sabía que Andrea había tenido una enorme destreza manual y había realizado trabajos preciosos en costura, restauración de porcelana, tejidos, etc. Cuando yo la conocí, no obstante, ya no era capaz de remendar un calcetín. A pesar de la pérdida irreversible, intuí que las manos seguían albergando para ella un gran potencial, y me dispuse a investigar cómo trabajarlo.

Cada día, por ejemplo, le pedía que me atara el delantal, un ejercicio complejo que le llevaba algunos minutos, pero que ella ejecutaba con gran placer y algo de picardía (aprovechaba a veces para hacerme cosquillas). Sabiendo que sus hijos y sus nietos eran la niña de sus ojos, yo la asociaba diariamente a la preparación de la comida y, cuando no tenía ganas de levantarse, le decía: «Espabila, que tenemos que dar de comer a un batallón». Se sentía contenta y útil. Durante meses pasaba las mañanas a mi lado cortando los calabacines en cubos de una simetría admirable.

Poco a poco, Andrea dejó de ser capaz de preparar la ensalada, de poner la mesa y de colocar los cubiertos recién sacados del lavavajillas. Estimular su autonomía comenzó a significar algo nuevo: saber interpretar sus capacidades y deseos cuando ya no podía expresarlos y amoldar a ellos mis gestos. Proponer alimentos de diferentes texturas para permitir ejercer todavía la masticación es una manera de conservar la autonomía en una fase ya muy avanzada de decadencia, donde pocas actividades siguen siendo posibles.

Renunciar a alimentar a la fuerza cuando la persona en fase terminal ya no quiere ingerir nada puede ser otra forma de decir: «Eres tú quien toma tus decisiones, te respeto, te dejo seguir tu camino». Permitir que la persona agonizante se destape, agarre o suelte la mano del acompañante son otros tantos gestos mínimos que pueden pasar inadvertidos, pero que representan el deseo de cuidar la autonomía hasta el final, desde el convencimiento de que la dignidad de la persona anciana o gravemente enferma permanece inalterable en toda circunstancia y exige ser cuidada y acompañada.


Cuidar desde la vulnerabilidad


Primer día de trabajo:

Yo: Lo siento muchísimo, pero no voy a ser capaz de hablarle «de usted» como corresponde...

Andrea: No te preocupes, nos vamos a tutear, porque la sencillez es lo mejor.


Apenas dos meses después de llegar a Francia encontré un empleo en casa de Andrea. El problema era que mi nivel de francés no me permitía ni remotamente expresarme con corrección. Entre otras dificultades importantes, era incapaz de hablar «de usted»; sin embargo, en el contexto social de este trabajo, el uso del «usted» parecía imperativo. Fue Andrea quien salió al paso de mi incapacidad, proponiéndome que nos tuteásemos desde el primer momento. Semejante confianza me valió al cabo de unos días el ácido reproche de una de sus vecinas: «¿Hace mucho tiempo que conoce usted a Madame D. para que se permita tutearla?».

En aquella época, cuando yo andaba todavía buscando torpemente mis palabras en francés, Andrea comenzaba a perder las suyas. La Demencia con Cuerpos de Lewy (DCL) que le habían diagnosticado, una enfermedad emparentada con el Alzhéimer, provoca un deterioro cognitivo que afecta, entre otras funciones, al lenguaje. Se caracteriza por la fluctuación de los síntomas, lo cual provoca situaciones muy delicadas, porque a lo largo de una misma jornada pueden sucederse momentos de lucidez y momentos de gran confusión; hay que conocer bien a la persona para distinguir en qué fase se encuentra. En aquella primera época, Andrea hablaba fluidamente, pero ya empezaba a tener problemas para encontrar la palabra justa en el momento adecuado. Muchas veces, al intentar expresar una idea, sobre todo en presencia de terceras personas, me miraba implorante: «¿Me ayudas?».

Nada habría podido presagiar que una misma dificultad fuera a convocarnos: el lenguaje herido. El suyo y también el mío. Esta herida compartida nos colocó en un escenario cargado de paradojas. Por una parte, entre ella, la patrona, y yo, la empleada, debería haberse establecido una relación vertical bien delimitada por el tratamiento de cortesía, por el uso del «usted»; pero mi pobre francés nos llevó, espontáneamente y con inmenso respeto, a situarnos en una horizontal lingüística que fue dando paso a una relación de confianza vital. Por otra parte, yo estaba allí para cuidar y ayudar, y ella para ser cuidada y ayudada; y, sin embargo, cuántas veces era yo quien le pedía que me definiera una palabra y ella quien me explicaba los matices de un término que yo no comprendía.

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