Democracia para Venezuela: ¿representativa, participativa o populista?

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Introducción. La democracia en el siglo XXI

El término democracia es esquivo, porque tiene muy diversas interpretaciones, algunas incluso antagónicas. Cuando uno pregunta a las personas qué entienden por democracia, con frecuencia se reciben gestos de dificultad y dudas antes de contestar, también respuestas confusas. Sin embargo, las contestaciones suelen estar asociadas a la participación en elecciones. Democracia y elecciones parecen estar indisolublemente ligadas.

Democracia, sin embargo, es algo más que elecciones. Si vamos a su historia, que comienza en las ciudades Estado de la Grecia antigua, por el siglo v a. C., constatamos que cuando se inventó estuvo asociada a una forma de gobierno donde los ciudadanos se congregaban en asambleas con el fin de elaborar las leyes y tomar decisiones sobre cuestiones de interés público. No había elecciones. En el mundo moderno, sin embargo, las democracias son distintas al modelo clásico griego, porque los ciudadanos no elaboran las leyes, sino que delegan esta función y otras atinentes a la res publica (cosa pública) a representantes que son escogidos en elecciones. Nuestras democracias son liberales representativas. Esta forma de democracia nació en el seno del pensamiento liberal y se fue construyendo a partir de las revoluciones francesa y norteamericana.

En América Latina la democracia representativa hace sus primeros debuts cuando se rompe el lazo colonial con España y se establecen las primeras repúblicas. Con sus altibajos, estas democracias se fueron mejorando y extendiendo. A fines del siglo xx, con la excepción de Cuba, prácticamente todas las naciones del continente tenían democracias representativas, aunque con diferencias en cuanto a estabilidad y calidad. En los años recientes este récord se ha revertido y pareciera que entramos en un nuevo movimiento pendular hacia formas autoritarias de gobierno.

Desde siempre, no solo en América Latina, la democracia representativa liberal ha sido objeto de debates y cuestionamientos. En las últimas décadas, varias naciones del continente le han venido introduciendo reformas, buscando mejorarla en el cumplimiento de ciertos objetivos sociales y políticos. Venezuela formó parte de esta tendencia, pues en 1999 —mediante una nueva carta magna aprobada en referendo popular— cambió su régimen político representativo por lo que denominó una democracia participativa y protagónica. Paradójicamente, veinte años después, el resultado no pudo ser peor, pues Venezuela dejó de tener una democracia y ahora exhibe un régimen autoritario.

Este libro busca comprender las diferencias conceptuales entre tres distintas modalidades de democracia que se han disputado y siguen disputándose la región: la representativa liberal, la participativa o directa y el populismo. Revisaremos los vasos comunicantes entre ellas e identificaremos sus debilidades y fortalezas. Queremos aquí contribuir a explicar cómo un ensayo que quiso profundizar la democracia en Venezuela derivó en todo lo contrario, estableciendo el chavismo un autoritarismo de rasgos totalitarios y sultánicos. El libro busca alertar a otros países de este peligro.

Los textos que conforman los capítulos fueron escritos con fines principalmente didácticos y divulgativos. Estamos convencidos de que conocer con detalle las diferencias entre democracia representativa, participativa y populista contribuirá a decisiones más responsables y precisas al momento de decidir qué es más beneficioso para nuestras sociedades, tanto por parte del liderazgo político y social, presente y futuro, como por parte de la ciudadanía.

Este texto no solo es el resultado de una relativamente larga investigación sobre teoría y práctica de la democracia, especialmente sobre la participativa en Venezuela, sino también, y quizás primordialmente, fruto de conferencias y talleres de estudio sobre este tema, que he impartido en universidades, escuelas de formación política y seminarios de la sociedad civil. Por ello, en general, los textos teóricos están organizados para presentar las argumentaciones de importantes autores sobre las distintas democracias actualmente existentes, dichas de la forma más sencilla y precisa posible.

El libro se ha dividido en tres partes. La primera, con cuatro capítulos, revisa fuentes filosóficas que dan sustento a la democracia representativa liberal, a la directa y/o participativa y al populismo. También incluye esta parte los resultados de una investigación sobre la influencia de las ideas católicas en la democracia participativa de la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela y del primer Gobierno de Chávez.

En una segunda parte, se presentan resultados de investigaciones sobre mecanismos e instituciones de democracia directa en Venezuela a partir de la emergencia del liderazgo populista de Hugo Chávez. Los capítulos corresponden en algunos casos a experiencias que David Altman llama mecanismos de democracia directa como plebiscitos y referendos, y en otros casos a la práctica que se desarrolló en torno a lo que Leonardo Avritzer conceptuó como instituciones participativas, como mesas técnicas de agua y consejos comunales. Como capítulo de cierre, haciendo uso de la teoría y resultados empíricos de los capítulos precedentes, y apoyados en publicaciones nuestras anteriores, presentamos un recuento compacto del proceso venezolano que llevó a la deriva autoritaria de rasgos totalitarios y sultánicos del actual régimen presidido por Nicolás Maduro, buscando las relaciones entre ese resultado y las innovaciones participativas que se desarrollaron a lo largo de veinte años de chavismo-madurismo.

El libro lo he venido fraguando por años. Por ello son muchos los apoyos recibidos, tanto de instituciones como de académicos, activistas comunitarios, políticos y de mis estudiantes. Algunos capítulos fueron primeramente publicados en revistas académicas, o como capítulos de libros colectivos o de otras maneras impresos. Agradezco a universidades como la de Princeton, Salamanca, Tulane en Nueva Orleans, del Rosario en Bogotá y la de Florida, donde gracias a sus bibliotecas y actividades impartí seminarios o trabajé en borradores con temas de este libro desde 2015. Deseo agradecer especialmente a mis colegas del Grupo de Trabajo del Clacso sobre «Ciudadanía, organizaciones populares y representación política» y en especial a Isidoro Cheresky, quien ha prologado magníficamente este libro, con quienes mucho aprendí de teoría política y sociológica, y de estas formas de la democracia en el siglo xxi. Gracias también a Pedro Moreno, quien corrigió magníficamente el manuscrito. Finalmente, mis gracias a mi hermosa familia, esposo, hijas, yernos, todos también dentro del ámbito académico, que desde sus distintas disciplinas escudriñan América Latina en busca de un futuro mejor para su población. Ellos con sus perspectivas generacionales, disciplinarias y su amor también han contribuido a hacer posible este libro.

Parte I. Aspectos conceptuales

Capítulo 1. La democracia representativa y sus desencantos

La democracia representativa liberal caracteriza a las democracias contemporáneas. Desde que comenzara su evolución en Occidente en el siglo xvii ha ido cambiando y expandiéndose hasta que a finales de la primera década del siglo xxi se calculaba que 60 % de la población mundial vivía bajo este régimen (Dahl, 2008). En este capítulo describiremos primeramente los principios e instituciones que hoy se reconocen como mínimos para caracterizar una democracia como representativa liberal. Seguidamente, revisaremos las razones de los desencantos con ella en América Latina hacia finales del siglo xx. Tal desencanto explica en parte los entusiasmos para pensar y desarrollar formas novedosas de participación, incluyendo las populistas, que fueron apareciendo y que desarrollaremos en los capítulos siguientes.

La democracia representativa: el soberano delega su poder

La democracia se inventó en las antiguas ciudades Estado griegas (polis) como una forma de gobierno donde la comunidad política, definida como sus ciudadanos, se administraba a sí misma. Los ciudadanos griegos se congregaban en el ágora (la plaza o espacio público) para elaborar las leyes, debatir ideas sobre los asuntos políticos y tomar todas las decisiones sobre la ciudad. Las tareas concernientes a la administración pública se asignaban por sorteo (Lucardie, 2014). No había mediaciones entre sociedad y Estado. Esta forma de gobierno, que hoy es la referencia conceptual de la llamada democracia directa, desapareció por muchos siglos. Con los tránsitos históricos del antiguo régimen a la modernidad en Europa —particularmente con la Revolución francesa, y en América la de EE. UU.—, la idea de democracia directa resurgiría en los debates sobre las nuevas formas de gobierno en las repúblicas emergentes. Los padres fundadores de estas, sin embargo, la consideraron impracticable, inviable y para muchos hasta inconveniente, dadas las características de las sociedades modernas, de población numerosa, culturas diversas e intereses plurales y complejos.

Nació entonces la democracia liberal representativa, asociada al liberalismo. Para uno de sus primeros y más importantes pensadores, Benjamin Constant (1767-1839), esta democracia solo podría ser posible si el Estado naciente reconociese y garantizase derechos individuales fundamentales, como los derechos de libertad de expresión, de religión, de reunión, de tránsito, entre otros1. Esta democracia no es directa sino representativa, porque las leyes no las elaboran, como en la Grecia clásica, directamente los ciudadanos, ni se ocupan ellos de la res publica, sino que otorgan estas funciones a un cuerpo restringido de ciudadanos, elegido por ellos, quienes usualmente se organizan en partidos políticos. La participación política en el modelo representativo consiste en el derecho a elegir representantes a diversos cargos públicos y a ser elegido como representante en igualdad de condiciones. En esta democracia, el pueblo, que es el soberano, el portador de la voluntad general —luego de que las luchas revolucionarias hubieren desplazado o decapitado al rey—, no ejerce directamente el poder, sino que lo delega en un grupo de ciudadanos. Esa delegación se hace a través de elecciones democráticas. Ante lo cual uno puede preguntarse: ¿cómo se garantiza que unas elecciones sean democráticas?

 

El requisito primero o esencial en el modelo representativo liberal, según sus principales pensadores, es que quien elige sea una persona libre, que el Estado no la coaccione y que ninguna condición la limite en su libertad para elegir. Esto pudiera verse como irrealizable, pero la democracia, para ciertos pensadores liberales, es más bien un ideal, un referente para las sociedades modernas que, en su permanente movimiento, van perfeccionando las condiciones que permitirían al individuo ser cada vez más libre2. La libertad, reiteremos, es una libertad individual y, para que ella se dé, existen hoy consensos acerca de las condiciones mínimas que la institucionalidad del Estado nación deberá tener y/o garantizar:

1. El sufragio universal, directo y secreto.

2. Todos los ciudadanos son iguales ante la ley y se establece un Estado de derecho obedecido por gobernantes y gobernados.

3. Todos los ciudadanos tienen el mismo peso y las decisiones se toman por mayoría, reconociendo y respetando a las minorías. Se valora la construcción de consensos para resolver los conflictos de intereses.

4. El Estado garantiza un conjunto de libertades civiles y políticas individuales, como la libertad de expresión, de culto, asociación, reunión, entre otras.

5. Es crucial el derecho al libre acceso a la información veraz para que el ciudadano pueda hacer su escogencia de la manera más libre posible.

6. Debe existir la independencia de las ramas del poder público para garantizar contrapesos horizontales en la acción del Gobierno, protegiendo así la igualdad política y frenando los abusos de poder.

El debate sobre las bondades o defectos de la democracia liberal representativa existe desde que fue instaurada. Las posiciones sobre cuál es de mejor calidad —en contraste con el modelo practicado en la Grecia clásica— se dividen dependiendo en gran medida de cómo se entienda la soberanía popular. De acuerdo con el historiador Pierre Rosanvallon (2006), durante las discusiones de la Asamblea Constituyente de la Revolución francesa (1789), este término fue usado de forma ambigua, pudiendo entenderse de dos maneras opuestas entre sí, que perviven hasta hoy. Por una parte, algunos la percibieron como un principio pasivo, donde el pueblo se limita a dar su consentimiento para el ejercicio de la autoridad de los gobernantes. En una acepción contraria, se vio la soberanía popular como un principio activo y radical de un poder del pueblo inmediato y continuamente presente.

Como principio pasivo, se le asocia a un poder de carácter primitivo que existiría en la sociedad, al cual se apelaría en casos excepcionales. Para quienes la entienden como un principio activo y radical, sería una especie de poder divino —parecido al que tuvo el monarca absolutista— que existe como poder constituyente. En el primer caso, la democracia representativa es valorada como superior a la democracia directa, porque con ella es posible elegir a los mejores para que hagan las leyes. En el otro caso, la democracia representativa es un mal menor, porque lo ideal es que todos hicieran las leyes. Ambas acepciones, según Rosanvallon, conviven y perviven hasta hoy y no permiten una valoración única, ni sobre la democracia representativa liberal ni sobre la directa y/o participativa.

El sistema representativo liberal recibe muchas críticas en su desempeño en el sentido de expresar auténticamente la soberanía popular. Según Nadia Urbinati (2006), las democracias representativas modernas fallan en su capacidad de abolir las continuas mutaciones del «poder suave» creado por las relaciones económicas y sociales. Pone de relieve esta autora que la originalidad de la democracia directa griega, nacida tras un largo proceso sociopolítico, estuvo en su capacidad de construir un compromiso entre la gente del común y los ricos empoderados de siempre. En la democracia ateniense se logró, según la autora, quebrar la relación lineal entre el poder de la riqueza y el poder político, sin necesidad de imponer la igualdad económica, ni violentando la naturaleza voluntaria de la participación. Todo ciudadano tenía la misma oportunidad de tomar parte en la elaboración de las leyes y de dirigirse a la asamblea. Tenía derecho a participar (isonomia) y a hablar de temas de importancia estatal (isegoria).

En América Latina, las repúblicas oligárquicas que surgieron tras la ruptura del lazo colonial construyeron frecuentemente una democracia protegida (Drake, 2009). Esta restringió la isonomia, la participación de la gente del común —mediante requisitos como tener propiedades o saber leer y escribir—, aunque todas las personas pudieran hablar sobre la res publica. Esta carencia fue uno de los factores que debilitaron y pusieron en tensión a los sectores populares contra las democracias desde sus inicios, asociándolas con las capas altas de la sociedad.

Representación, pobreza y exclusión

La crítica más generalizada hacia la democracia representativa en la región, a fines del siglo xx, se focalizaba en la incapacidad que parecía mostrar para solucionar el estructural problema de la pobreza, la exclusión social y cultural, y la desigualdad socioeconómica. América Latina exhibía ante el resto del planeta la paradoja de estar conformada en su casi totalidad por democracias liberales —pues solo Cuba quedaba fuera del redil— y, sin embargo, se colocaba en el humillante lugar de ser la más desigual región del planeta. Veamos el cuadro del Banco Mundial (BM) para esos años:


De acuerdo con encuestas de hogar, usadas como la fuente de este cuadro, el 10 % más rico de los individuos recibía entre 40 y 47 % del ingreso total en la mayor parte de las sociedades latinoamericanas, mientras que el 20 % más pobre solo recibía entre 2 y 4 %. Estas diferencias son considerablemente más altas que en los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), Europa Oriental y gran parte de Asia3. El atributo más característico de esa desigualdad era la concentración inusualmente alta del ingreso en el extremo superior de la escala, una cifra solo comparable con algunos países de África y estados de la antigua Unión Soviética. A modo de comparación, el cuadro muestra cómo a fines del siglo xx el 10 % más rico de Estados Unidos recibía 31 % del ingreso total y en Italia 27 %.

La decepción hacia la democracia representativa no era tema novedoso en otras latitudes. En la literatura académica, sobre todo la europea y la estadounidense, este asunto de los déficits de la democracia representativa ha sido debatido por varias décadas. Aunque Occidente desde el siglo xviii, como ya señalamos, optó por la democracia representativa, desde los años sesenta y setenta del siglo xx, en EE. UU. hubo una producción académica importante sobre lo que se denominaba «democracia radical» y también «democracia participativa», como sustitutos de esa democracia (Pateman, 1970). Este debate estuvo asociado, según algunos autores, al rechazo hacia el exagerado intervencionismo del Estado de bienestar desarrollado en el período entre las dos guerras mundiales. De acuerdo con Kramer, en años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, las nuevas generaciones de EE. UU. y Europa, criadas sin tantas penurias económicas, desarrollaron una reacción de desconfianza y rechazo hacia las constantes regulaciones a las libertades civiles que percibían desde el Estado, y grupos que sufrían distintas exclusiones —como negros, mujeres, latinos y gays— tomaron conciencia de la ausencia de sus derechos. En estos círculos se propusieron y practicaron diversas formas de democracia directa y/o participativa (Kramer, 1972).

En un libro sobre las ciudades del siglo xxi, la investigadora británica Jenny Pearce (2010) resalta este desencanto finisecular, que considera un fenómeno que continúa y se ha extendido a numerosas ciudades de todo el planeta. Lo caracteriza como una desestabilización que se ha producido en la relación entre democracia representativa y democracia participativa. Expresa, por una parte, que la democracia representativa ha extendido su dominio sobre casi las tres cuartas partes del mundo, donde los países llenan criterios básicos de esta forma de democracia, pero crecen las evidencias del disgusto de los ciudadanos hacia los partidos políticos y los políticos, que son vistos como unos cínicos. Es como si a la gente le gustara la democracia, pero no la política que va con ella. Argumenta que esto propicia la demanda de participación con diversas formas y sobre todo para Gobiernos locales.

A fines del siglo xx, en las sociedades latinoamericanas este debate se produce con fuerza en algunos países y no obedece al intervencionismo estatal que señalaron para Europa y EE. UU. autores como Kramer, sino a otros motivos, entre los cuales destaca el pobre desempeño de las democracias realmente existentes en el objetivo de superar las condiciones de pobreza, exclusión y desigualdad en que vive la mayoría de la población.

Estos problemas tienen una dimensión histórica en la región, en el sentido de que se originaron en las condiciones coloniales con que se construyeron dichas sociedades, que crearon rasgos estamentales y racistas que hasta hoy son visibles y siguen obstaculizando la necesaria emergencia de una conciencia ciudadana igualitaria (Karl, 2000). A este obstáculo se añadieron en las últimas décadas las políticas de ajuste estructural de naturaleza neoliberal, implementadas por casi todos los Gobiernos en medio de la severa «crisis de la deuda», que sirvió para profundizar las desigualdades (Walton y Seddon, 1994). En varios casos la aplicación de políticas de ajuste contribuyó a desprestigiar el sistema democrático representativo.

En un libro colectivo sobre la democracia en la región andina, elaborado en 2005 bajo los auspicios del programa Ágora Democrática, impulsado por el Instituto Internacional para la Democracia y la Asistencia Electoral (IDEA Internacional) y la Asociación Civil Transparencia, con base en datos de Latinobarómetro, se señala que en esta región existe una baja aceptación del desempeño de las democracias, veinte años después de su restablecimiento o creación posterior a las dictaduras militares. Daniel Zovatto, uno de los ensayistas, afirmó en sus conclusiones que, aunque es multicausal este desencanto, el problema de fondo es que no ha habido resultados notables en «materia de reducción de la pobreza y seguimos siendo la región más desigual del mundo. Es allí donde hay que buscar las causas más profundas de la desafección con los partidos y con la democracia que las encuestas nos muestran todos los días» (Zovatto, 2005: 28).

Con el propósito de servir como base para una amplia discusión entre activistas y funcionarios de la región, en 2012 el Instituto Interamericano de Derechos Humanos (IIDH) puso a circular algunos ensayos de reflexión sobre este problema de la democracia realmente existente y cómo superar sus debilidades. Uno fue elaborado por el historiador y politólogo uruguayo Gerardo Caetano (2012). Allí se señala que, luego del optimismo por la caída de las dictaduras militares y el regreso de la democracia en casi todos los países de la región, fue creciendo una preocupación por la baja calidad de esas nuevas democracias. En las democracias en construcción, dice Caetano, se detecta una gran debilidad institucional y de las autoridades, la persistencia de la pobreza de millones de seres humanos y el terco rechazo de los ciudadanos a los partidos y a la política. A partir de estos malestares se han estado desarrollando transformaciones sociopolíticas importantes, algunas extremas e identificadas como ensayos constitucionales «refundacionales», como en Ecuador, Bolivia y Venezuela. Estos fueron apartándose de la manera convencional de ver la democracia en Occidente, implantando regímenes políticos que, en mayor o menor grado, no siguen las orientaciones de la democracia liberal. Se da en la región un fuerte debate sobre cómo conceptuar en las sociedades a la ciudadanía emergente impulsada por el «giro» hacia la izquierda que dieron varias naciones, con Gobiernos electos desde la esperanza de que acometerían cambios profundos en distintos niveles de la vida en sociedad.

 

En la experimentación con formas de democracia directa y participativa que se han venido desarrollando, la literatura ha puesto en realce la dimensión personal-comunitaria del concepto de ciudadanía, asociándolo con la necesidad perentoria de crear condiciones políticas que favorezcan el acceso de todos a bienes y servicios o, en lenguaje de derechos humanos (DD. HH.), el acceso de todos a sus derechos humanos básicos. Las investigaciones que registran y analizan estos fenómenos de reinvención de la democracia, la ciudadanía y la política, tienden a colocar el énfasis en el fortalecimiento de la sociedad civil y a explorar comprensiones diferentes y conflictivas sobre la individualidad, sobre la comunidad, las identidades políticas y culturales, el ejercicio pleno de los derechos y la legitimidad de las demandas de desarrollo social, económico y cultural.

Los planteamientos que han circulado en la región, continuando con el texto de Caetano, constituyen un enorme desafío a la construcción de nuevos pactos de ciudadanía, capaces de resignificar las lógicas democráticas basadas en estos fenómenos. Incluso para algunos, estos planteamientos retan la manera de comprender los DD. HH., que ha estado afincada en un enfoque liberal y ahora se busca que sea más cónsona con el combate a la pobreza. No deja de percibir este autor que, bajo la justificación de reinventar la democracia en la región, también se han venido colando en diversos Gobiernos tendencias autoritarias. Bajo la retórica de avanzar hacia la democracia directa y participativa, se observa el retorno de viejas modalidades de ejercer la política como las caudillistas, paternalistas, populistas y clientelares. Las democracias que retornan a estas formas viejas de ejercer el poder tampoco resultarán, sostiene Caetano, y de nuevo veremos lo que él llama «ciudadanías de baja intensidad».

Otro documento puesto en circulación por el IIDH se centró en examinar una selección de países de América Latina, los llamados países andinos, donde los cambios políticos con ensayos de democracia directa y participativa han sido intensos. El politólogo Fernando Mayorga, de Bolivia, autor del escrito, advierte sobre la propensión a considerar como iguales procesos distintos en sus causas y características (2012). Para Mayorga, los cambios en los distintos países andinos no son similares, hasta el punto de que pone en duda que exista una «comunidad andina». Observa que desde México hasta la Patagonia se experimenta con innovaciones institucionales participativas y directas que buscan superar las tradicionales mediaciones de la democracia liberal, pero hasta la fecha no pareciera haber patrones que permitan identificar trayectorias comunes, ni siquiera entre los países andinos donde se perciben más similitudes.

Mayorga agrupó a Venezuela, Ecuador y Bolivia como países que, en su criterio, iban hacia regímenes posliberales, apelando como principal valor a la igualdad, por encima de la libertad. No obstante, observó que solo en Venezuela se excluían el mercado y la democracia representativa como componentes de su modelo conocido como socialismo del siglo xxi, con su Estado comunal.

Mayorga señaló que en estos tres países existía una relación entre la profunda debilidad de sus instituciones —sobre todo sus sistemas de partidos, que colapsaron en los años precedentes— y la audacia con que estaban incorporando mecanismos de democracia directa y participativa. A la constatación de esta realidad se añade, en los casos de Bolivia y Ecuador, la existencia de significativas poblaciones cultural e históricamente excluidas, que han alentado esfuerzos institucionales para construir otro tipo de democracia que pudiera incluirlas en la comunidad política. Lo que no pareció percibir Mayorga fue que, en los tres países, estas características del contexto desembocarían en populismos que con los años fueron haciéndose crecientemente no democráticos.

En Bolivia, con la elección de Evo Morales en 2006, se impulsaron desde el Estado no solo mecanismos de democracia directa y participativa, sino también la denominada democracia «comunitaria», basada aparentemente en las tradiciones de los pueblos originarios. En Ecuador, durante los períodos presidenciales de Rafael Correa (2007-2017), se buscó una democracia «de ciudadanos», entendiendo que la anterior fue de partidos oligárquicos. No obstante, en estos países, además de Venezuela, los ensayos terminaron por propiciar tendencias autoritarias en el ejercicio del poder y para cuando se cerró este libro estos mandatarios habían sido desalojados del poder.

La democracia liberal vis-à-vis el socialismo

Otra manera de adentrarse en el debate que se da sobre las bondades o defectos de la democracia representativa es contrastarla con las corrientes socialistas. Aunque la confrontación liberalismo-socialismo es un debate muy viejo, del siglo xix, que en apariencia fue superado en Occidente con la supremacía del paradigma liberal, lo cierto es que en América Latina esta supremacía ha sido cuestionada desde fines del siglo pasado por actores sociopolíticos que juegan roles protagónicos en la política, como los indígenas, también llamados pueblos originarios, los partidos de izquierda de viejo y nuevo cuño y por Gobiernos que se presentan como socialistas, socialistas del siglo xxi o alguna otra variante no liberal, marcados con importantes rasgos populistas.

De acuerdo con Norberto Bobbio —en la entrada ya citada sobre democracia y liberalismo del Diccionario de política (1981)—, la democracia a secas ha sido asociada con la democracia directa, mientras la representativa, como ya señalamos, a partir de Benjamin Constant es vista como una forma diferente y la única viable en los tiempos modernos. Para los pensadores liberales, de Tocqueville a James Stuart Mill, la democracia es solamente la compatible con el Estado liberal, es decir, con un Estado que reconozca y garantice derechos individuales fundamentales, como la propiedad privada, la libertad de expresión, de religión, de reunión, asociación, etc.

En contraste, para el socialismo, de nuevo siguiendo a Bobbio (1981), el proceso de democratización del Estado parte de otros supuestos. Karl Marx y Friedrich Engels consideran que el sufragio no es un punto de llegada —como en el liberalismo— sino un punto de partida. Además del sufragio, la democratización se piensa a través de la crítica a la democracia representativa y por consiguiente como la continuación de temas de la democracia directa, y a través de la demanda de que la participación popular se extienda de los órganos de decisión política a órganos de decisión económica, de algunos órganos del aparato estatal a las empresas, de la sociedad política a la sociedad civil, pasar del autogobierno a la autogestión (Bobbio, 1981: 500-501). Para los socialistas, la esencia del socialismo es la idea de revolucionar las relaciones económicas y no solo las políticas, lo que Marx llamó la emancipación social del hombre, no solo la política.

Marx identificó elementos para una nueva forma de democracia en la Comuna de París, que desde entonces ha pasado a ser el ideal a alcanzar para muchos socialistas4. Vio en la Comuna cuatro aspectos que consideró dentro del deber ser de un Estado socialista: 1) mientras en el régimen liberal hay distinción entre Legislativo y Ejecutivo, en el Estado de la Comuna debe haber «no un organismo parlamentario, sino de trabajo, Ejecutivo y Legislativo al mismo tiempo» (Bobbio: 501); 2) mientras en el sistema representativo se dejan instituciones no representativas, que se constituyeron antes de ese régimen y siguen siendo una parte esencial del Estado como el Ejército, la burocracia y la magistratura, en la Comuna se extiende el sistema electoral a todas las ramas del Estado; 3) mientras en el sistema representativo hay mandato imperativo e irrevocabilidad del cargo, en la Comuna se elige por sufragio universal y quienes resulten electos son responsables y revocables en cualquier momento; 4) en vez del sistema representativo, que sigue centralizando las decisiones en el parlamento, el sistema comunal deberá descentralizar sus funciones lo más posible hacia las comunas rurales y dejar una asamblea nacional de funcionarios comunales con pocas pero importantes funciones.