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CULTURA, LITERATURA, CINE, TELEVISIÓN

Prólogo

Como se dijo en el prólogo general, las notas principales que se piden a los críticos u otros periodistas suelen tener que ver con efemérides, autores que se ponen de moda por alguna razón, escritores que visitan el país o llegan en versiones audiovisuales a la televisión o al cine (las notas sobre Patricia Highsmith, Talima Nasrim, José Saramago y Robbe Grillet que se leen en esta sección son de ese tipo). En otros momentos, es el o la crítica quien ofrece una nota sin ese tipo de anclaje en el día a día: porque le interesa el tema o porque lee una nota de otra persona en el suplemento y quiere iniciar un debate.

Esta sección del libro ofrece algunas notas principales que publiqué en los últimos años. Estas notas centrales suelen ser panorámicas, pensadas como introducción o resumen de ciertos temas u obras, excepto en el caso de los debates. Por ejemplo: la primera nota de este segmento es una introducción a mi visión de la novela estadounidense del siglo XX. La nota es una toma de posición respecto de ideas definitorias sobre la literatura y el canon literario, que en el caso de los Estados Unidos se dedica a autores blancos, anglosajones y protestantes “WASP”, generalmente hombres (no mujeres). La segunda nota, “Literatura estadounidense: lo que hay detrás de una lista de nombres”, es sobre el mismo tema pero forma parte de un debate a raíz de una nota escrita en los Estados Unidos y traducida para el suplemento. La calidad de “debate” se nota en el tono. En el artículo que leí y al que respondo, se describía la literatura contemporánea de ese país sin hacer alusión a ningún nombre no WASP y a ninguna mujer y se afirmaba que se estaba describiendo “la literatura estadounidense”. La tercera nota también discute la idea de “canon”. Soy consciente de que estoy incluyendo en esta selección no una sino tres notas sobre canon pero eso tiene sentido si se toma en cuenta que los suplementos literarios de los diarios principales no dan importancia a ese concepto, lo invisibilizan, cuando en realidad son formadores del canon. Lo cierto es que, aunque no se discuta, el canon siempre está presente en un suplemento literario: la Academia, el mercado de las editoriales y los suplementos construyen el canon, deciden de quién se habla y de quién no; a quién se vende y a quién no. Mis notas, mi insistencia, son un intento de hacer visible lo invisible, y al mismo tiempo, de mostrar lo que el poder deja fuera.

Eso fue lo que me llevó a acercar al suplemento varias notas sobre los autores amerindios de los Estados Unidos que son mi tema de investigación a nivel académico: “Todos nuestros parientes” y “Voces diferentes” son dos artículos sobre el tema. No es fácil publicar esas notas. Justamente porque tratan temas no canónicos, carecen del atractivo de lo conocido que se busca en una publicación de divulgación literaria. Lo mismo sucede con las autoras femeninas de ciencia ficción y fantasía, sobre las que escribí varias veces. En cambio, las notas sobre géneros populares o cine encuentran espacio más fácilmente porque el cine y la literatura popular resuenan en el público (las notas sobre la película de Tarantino Django y sobre la serie de televisión y de novelas Juego de tronos son de este último tipo) y se publican en momentos en que la película o la serie están en el candelero.

Las primeras dos notas de esta sección, una sobre los dos modelos de país en los Estados Unidos y la otra sobre el arte político, son introducciones generales. Las ubico al principio de la sección porque creo que, en cierto modo, son las raíces de todo lo que sigue.

NOTAS

Dos modelos de país para Estados Unidos: crisol de razas y multiculturalismo

En Middlesex, la novela con la que Jeffrey Eugenides ganó el Pulitzer a principios del siglo XXI, se describe la metáfora central del que fue el único modelo reconocido de país en los Estados Unidos hasta la década de 1960. El capítulo, de un humor desopilante y amargo, transcurre en la famosa fábrica de autos de Detroit, que, a principios de siglo XX, era un remolino de culturas. Henry Ford tomaba obreros de casi todas las procedencias y llevaba a cabo una política agresiva de asimilación: por ejemplo, su personal de seguridad revisaba si tenían cepillos de dientes en las casas y los obligaba a comprarse una casa y un auto en cuotas.

La novela describe el acto organizado por la fábrica para celebrar el día de las comunidades. En el escenario, se representa el modelo político que postulaban los poderosos del país en medio de la gran ola inmigratoria. El modelo lleva como nombre una metáfora: “crisol de razas”. Eugenides lo cuenta desde la visión de un inmigrante griego que todavía siente nostalgia por su país y no está integrado del todo aunque ya empieza a ser un mestizo cultural con un pie en sus tradiciones de origen y otro, en la vida que le propone el nuevo país.

Sobre el escenario, hay una olla enorme (el “crisol”) con una escalerita por la que suben, uno tras otro, representantes de distintas culturas en trajes tradicionales estereotipados (más relacionados con la forma en que la cultura blanca interpreta a esos pueblos que con la verdad; basta con leer Orientalismo de Edward Said para entenderlo). Cuando todos están dentro, alguien revuelve la olla y, ¿qué sale de ese guiso de costumbres, artes, lenguajes, valores? Algo increíblemente simple: un hombre (no una mujer) trajeado y moderno, claramente blanco, anglosajón y protestante (WASP), la minoría más poderosa del país.

El tono de Eugenides es irónico. El resultado del “crisol” es lógico dentro de los valores de “pureza” del modelo estadounidense, valores que incluyen un tabú absoluto: el de la mezcla de las razas. Fuera de ese universo etnocéntrico, ¿hay algo más imposible que ese guiso metafórico? ¿En qué clase de guiso se cuecen todos los ingredientes y la cocción elimina el gusto de todos salvo uno? El “crisol” es un recipiente para fundir metales y convertirlos en algo nuevo…, pero incluso en esa imagen, en la que el resultado es homogéneo, la homogeneidad no repite la de ninguno de los elementos originales. El metal que se crea es distinto de todos los originales. En cambio, en la metáfora del crisol de razas, los pueblos no blancos que aportan a la civilización estadounidense pierden sus “diferencias”, todas, y se convierten en WASPs desde un punto de vista cultural, ¡y hasta desde un punto de vista físico!

Esa idea sigue teniendo mucha fuerza, sobre todo entre los conservadores republicanos. No por nada las tribus amerindias tuvieron que esperar hasta mucho más allá de mediados del siglo XX para tener libertad religiosa, un valor esencial para los pioneros que llegaron a América del Norte. Cuando Schwarzenegger, gobernador de California, defiende la idea del “English only” (solamente inglés) en las escuelas (idea absurda para un estado donde una gran cantidad de habitantes habla castellano), está diciendo exactamente eso: solamente se es estadounidense si se habla inglés, si se cree en estos valores, si se abandona todo rasgo cultural diferente, todo pasado cultural distinto.

Desde la década de 1960, sin embargo, el modelo del “crisol” tiene un rival. Ese segundo modelo se describe a sí mismo en el nombre: “multiculturalismo” y es fruto de la resistencia constante que siempre llevaron a cabo las “minorías étnicas” estadounidenses contra la colonización cultural del “crisol de razas”, expresada en instituciones como la escuela (que trataba y trata todavía de imponer una historia, una manera de entender el mundo, una única serie de valores), el ejército o la justicia.

Un ejemplo entre muchísimos otros: hasta la mitad de siglo XX, la sociología blanca afirmaba que la cultura de los negros, arrastrados a América desde África en barcos esclavistas, era muy semejante a la blanca porque el cruce del Atlántico había convertido a los africanos en “tabulas rasas” sobre las que los amos habían impreso un idioma (el inglés), costumbres, valores y religiones occidentales. Esa descripción es fruto de la idea del “crisol de razas” y es profundamente falsa. La cultura negra no fue nunca igual a la blanca. No hubo “tabulas rasas”. África llegó a América: basta con estudiar los gustos, las costumbres, el lenguaje de los negros (un dialecto particular, muy distinto del inglés blanco estándar, al que suele llamarse “vernacular”), y por supuesto, la música. El jazz, única música original estadounidense, es una prueba evidente de que África cruzó el Atlántico: ritmo africano; instrumentos europeos (salvo la percusión). Un crisol de resultado bien diferente al que se representa en la fábrica de Eugenides.

La música fue parte de la resistencia cultural negra. También hubo resistencia lingüística, por ejemplo en el caso de los inmigrantes latinoamericanos (ilegales, en general), que se convirtieron en un grupo bilingüe con una literatura bilingüe que rechaza a cualquier grupo que desconozca el castellano. En el caso de las tribus amerindias, la defensa de la cultura de origen incluyó una resistencia contra la escuela, que impedía a los chicos hablar en su propia lengua y conservar las tradiciones, los valores, las costumbres y las creencias tradicionales.

El debate entre esos dos modelos de país sigue vigente desde la década de 1960 y es central porque es una discusión sobre identidad nacional, sobre quién es estadounidense. En esa década, los líderes de los negros, Martin Luther King, Malcolm X, las Panteras Negras y otros grupos hicieron notar en libros, acciones y discursos que, si “ser estadounidense” era ser el resultado del “crisol de razas”, había demasiados grupos que se quedaban fuera. Y por otra parte, los no WASPs que aceptan el crisol como modelo pagan un precio altísimo por esa opción porque el borramiento de lo que tienen de Otro causa daños profundos a nivel psicológico.

 

De eso trata, por ejemplo, la primera novela de la Premio Nóbel Toni Morrison: Ojos azules. La historia se abre con una cita de manual escolar, repetida tres veces (otra vez, la escuela como institución que impone cultura). El manual describe a una familia que se presenta como universal y que en realidad, es un matrimonio WASP de clase media con casa, auto y chicos de ojos azules. Primero, Morrison cita el párrafo tal cual aparecería en el texto. Lo repite por segunda vez sin puntuación y sin mayúsculas, lo cual lo vuelve inquietante. La tercera repetición elimina la separación entre palabras y entonces, el texto se convierte en un único bloque perturbador. Después, empieza la historia de una nena negra frente a un guión de vida imposible: según la escuela, para ser, hay que tener pelo rubio, ojos celestes y una casa de clase media. Nada de eso está disponible en el futuro de la nena negra. La alternativa es la locura. Por eso, apareció el multiculturalismo, un modelo que busca la convivencia igualitaria de muchas culturas. Basta con mirar cualquiera de las series estadounidenses actuales (incluso las fantásticas como True Blood) para saber que Estados Unidos no ha llegado a eso, que los dos modelos siguen luchando uno contra el otro en todos los ámbitos.

La academia literaria es uno de ellos y es lógico: se trata de un campo netamente “cultural” y, por lo tanto, muy ligado a la definición de una identidad nacional. ¿Qué autores forman el “canon” (la lista oficial de libros reconocidos)? ¿Qué autores representan al país? Los que apoyan la lista “oficial” anterior a 1960 (Harold Bloom, autor de El canon occidental, entre otros) sostienen que el único criterio era y es la “calidad”. ¿Pero existe la “calidad literaria” universal? ¿De qué dependería tal cosa cuando los parámetros de calidad se construyen sobre una base cultural específica, jamás universal?

Ese es el problema. Las feministas fueron las primeras en notarlo. Jane Tompkins, por ejemplo, ataca la idea del canon como universal y eterno en un artículo en el que compara antologías dedicadas a la literatura decimonónica estadounidense antes y después de 1960. Descubre que, en las anteriores, los autores eran casi todos hombres WASPs y que, después, la lista aceptó a negros, indios, mujeres, latinos, asiáticos. En ese proceso, la “calidad” se entendió como más compleja y menos unívoca. En el otro extremo de las cosas, ya a principios del siglo XXI, apareció una antología de “literatura estadounidense no escrita en inglés”… Y mal que le pese a Schwarzenegger, eso tiene sentido: ¿no es literatura estadounidense la de Isaac B. Singer, Premio Nóbel, que escribe en idish sobre Nueva York? ¿O la de Gloria Anzaldúa, cuyo Borderlands/La frontera está mitad en castellano, mitad en inglés?

En la isla Ellis, puerta de entrada al país, se divide a las culturas estadounidenses en tres: las que llegaron mucho antes y ya estaban en el continente en 1492; las que vinieron como mercancías, en el fondo de barcos esclavistas que los traían de África; y las de los que llegaron y siguen llegando como inmigrantes. La idea de convertirlas en una única cultura homogénea, esencialmente europea, es no sólo imposible sino horrorosa.

Pero no todos están de acuerdo con eso. Y así, el multiculturalismo despierta tanto defensas apasionadas como ataques furibundos (basta leer el prólogo al libro de Bloom para comprobarlo: un prólogo de barricada en el que se habla de “envidia” y “resentimiento”). Este modelo distinto, mucho más complicado y difícil de lograr en la realidad, defiende la diversidad cultural, tan contraria al binarismo implícito en fórmulas como “civilización o barbarie”. Y la verdad es que la diversidad cultural es tan indispensable para la cultura como la biológica para la vida. A diferencia de lo que pasaba en el acto de la fábrica Ford reconstruido por Eugenides, en un buen guiso, los gustos se combinan unos con otros. Y es la combinación lo que vale.

Arte y política versus arte o política

Tal vez no con ese título rimbombante, pero ese debate atraviesa casi todo lo que hago con respecto a la literatura. Eso sí: creo que, como debate, está mucho más en mi trabajo como profesora que en el momento mágico del verano en que me siento a escribir en un cuaderno, a mano, la primera versión de un cuento o una novela.

Es lógico. Escribir es un momento dulce y difícil y entero que, para mí, tiene que ver con palabras, historias, lectores, cuadernos, biromes. Todo eso y nada más. Los que deciden si lo que escribí un verano se publica o no un tiempo después —editores, jueces de concursos, directores de colecciones— empiezan a existir más tarde. Solamente más tarde, me resigno a ciertas quejas (“demasiado difícil”; “no sé si lo aceptarán en las escuelas”) y a sus consecuencias. Y es en esas quejas que aparece el debate. Pero cuando escribo, yo no pienso en nada de eso. Ese tiempo (el del verano), ese lugar (el cuaderno y la birome) respiran a un costado de todo lo demás. No hay debate ahí, ahí yo sé lo que quiero. Cuando enseño, en cambio, el debate está siempre presente.

Enseñar

Empecemos por eso, entonces. Yo no soy muy amante de los debates (y considero que eso es un defecto, no una cualidad) y mi viejo decía siempre que era mejor terminar primero con lo que es más duro y dejarse el postre (lo mejor de la comida, desde mi punto de vista porque soy amante de lo dulce) para el final.

En la academia, ese debate es constante. Yo hablo de él el primer día de clases porque sé que estoy en minoría y siento que los que eligieron mi materia (Literatura de los Estados Unidos) tienen que saber dónde están parados antes de decidir si siguen cursando la materia o no. El debate no se da exclusivamente en la Argentina: es central en el Occidente de los siglos XX y XXI. En el núcleo está la pregunta “¿hay relación entre el mundo artificial de la ficción y el mundo que respira fuera de las palabras?”. Es una pregunta nueva: hasta la mitad del siglo XX, esa relación se daba por sentada; ahora, ya no. Hay dos bandos en pugna. Por un lado, hay quienes (desde el estructuralismo y el postestructuralismo) afirman que la barrera que divide la ficción de lo que hay fuera de ella es imposible de atravesar y que, por lo tanto, el “texto” (nunca dicen “obra”, como si la escritura no fuera un trabajo) debe estudiarse en sí mismo, sin relación con el mundo “real”, incluyendo el “autor” (por eso se habla de “la muerte del autor” y por eso, autores como José Saramago protestan y dicen algo parecido a “este libro lleva una persona adentro les guste o no a los críticos”). Por el otro, algunos creemos que no se puede dudar del mundo al que se refieren las palabras y que toda literatura tiene una relación necesaria con ese mundo y por eso, es indefectiblemente política aunque no lo quiera. Y creemos que esa cualidad importa para entenderla. Para nosotros, toda literatura está íntimamente relacionada con el mundo que la produjo, ese en el que vive el autor o la autora. Entre los primeros, hay muchos (no todos) que dicen “si el arte es político, no es arte”. Un buen ejemplo es de Harold Bloom. Nosotros decimos “arte y política” siempre, hasta cuando no parece.

Escribir

Como dije al principio, para mí ahí no hay debate porque cuando escribo, yo estoy sola con mi manera de ver el mundo. Y yo quiero ser política en la escritura. Es por una posición política que mis historias suelen rechazar la idea del protagonista, del héroe. Es por una posición política que escribo novelas comunitarias, de grupo, en voces múltiples, no siempre humanas.

La política va más allá de las relaciones entre los seres humanos, creo yo. Y lo que quiero, siempre, es escribir sobre el planeta. Este planeta, el nuestro, no es humano solamente: lo compartimos con las montañas y los ríos y los mares y los animales y las plantas y el aire y las nubes. Sin ellos, no seríamos. En Occidente, fingimos que somos en la punta de una pirámide y que nada más importa. O que todo lo demás está ahí para nosotros, como recurso, como fuente de ganancia.

Hay sociedades (las de los pueblos originarios, por ejemplo) que no creen eso, sociedades que saben que las montañas y los animales y las plantas y el agua son nuestros parientes. Yo lo repito. Escribo sobre lo que creo verdadero: sobre esta, nuestra emergencia. Sobre un hecho cierto: sin este planeta, no somos. Y sin embargo, lo estamos destruyendo.

Escribir sobre eso es mi manera de hacer arte (porque sin arte, sin trabajo de lenguaje, la literatura tampoco sirve, eso también lo creo) y política.

El jardín de los senderos que se bifurcan: la novela estadounidense en el siglo XX

La variedad de la ficción novelística estadounidense en el siglo XX es tan inmensa que se hace totalmente imposible trazar una descripción razonable en una o dos páginas. En lugar de intentarlo, tal vez sea más productivo señalar ciertas direcciones o caminos evidentes, como si el panorama de la novela fuera la foto aérea de un jardín inmenso en la que se quisieran descubrir las líneas generales de una red abigarrada y compleja de comunicaciones y relaciones.

La novela es un género extraño: abierto, flexible, cambiante, marcado siempre por las ideas, concepciones y heridas de la sociedad que la produce. Tal vez por eso, se entiende que los académicos del Norte estén trabados en un debate feroz alrededor de la definición de una “lista”, un “canon” de novelistas estadounidenses. Es lógico que haya una discusión apasionada al respecto: definir qué entra en una literatura nacional y qué no, define en parte qué se entiende por esa nación. En otras palabras: según qué nombres se incluyan en la lista, el país que esa lista dice “representar” cambia por completo. Por ejemplo: si se eligen los nombres tradicionales, los más conocidos, los que se enseñaban en las universidades estadounidenses hasta la década de 1960 (Fitzgerald, Hemingway, Faulkner, Salinger, Updike...), la imagen que resulta de esa selección será la del país de los grupos más poderosos, un país centrado cuidadosamente en un grupo social: el de los hombres blancos (hombres, no mujeres), de ascendencia anglosajona y religión protestante (WASP, White, Anglo Saxon Protestant).

La novela WASP en el siglo XX

Esa definición tradicional de lo “estadounidense” gira alrededor de un mito nacional que se re escribe constantemente: el mito del “western”, con su héroe solitario y antisocial, que se aleja al galope de los pueblos para refugiarse en la naturaleza y que, muy frecuentemente, es experto en violencia y uso de armas de fuego. Hasta la década de 1960, la novela estadounidense se estudió sobre la base de esa lista tradicional. Para tomar los dos extremos de un siglo muy corto —y hablar solamente de lo más famoso, y tal vez lo que fue más importante en Latinoamérica por el peso de la influencia que tuvo—, en el principio (1920 es el año que culturalmente inauguró el XX) habría que nombrar a los dos escritores sagrados, William Faulkner en el Sur, Ernest Hemingway en el Medio Oeste (y después, en África, España, Cuba, el mundo). Esos dos novelistas —que competían por el Nóbel y lo consiguieron— crearon un universo literario dividido: por un lado, la prosa escueta, casi vacía de Hemingway; por otro, el Sur retorcido, adjetivado y turbio de Faulkner. En los dos, las mujeres eran poca cosa, y eran peligrosas; en los dos la violencia era extrema y había culpa, muerte, incomunicación y finales infelices. Los temas del siglo que acababa de nacer cuando ellos empezaron a publicar.

Ese universo partido en dos se extendió en olas de seguidores, plagiarios y rebeldes que cubrieron todo el continente americano y llegaron a Europa y a Latinoamérica. Hoy, cuando ya se terminó el siglo XX, Faulkner y Hemingway siguen caminando por el mundo: aparecen constantemente en la ficción latinoamericana y europea. Han crecido y se han multiplicado por miles. Los lectores del siglo XXI siguen visitando los cuartuchos aterrorizados y las guerras feroces de Hemingway, y también los personajes silenciosos, las familias decadentes y las largas oraciones milagrosas de Faulkner tanto en sus propias páginas como en las de otros escritores que los homenajearon y los siguieron.

En el otro extremo del período y dentro de la misma lista, después de 1989 (el año que, con la caída del Muro de Berlín, marca el final del siglo según muchos historiadores), está el abanico variadísimo y espectacular de lo que se llama, generalmente “posmodernismo” por un lado y de los autores que lo rechazan por otro. En ese mar de propuestas y creatividad, subsisten la reformulación del western —en autores como McCormack—; la experimentación —en Thomas Pynchon o Steven Millhauser—; la fascinación con la narración en sí misma —en John Irving—; el Sur resucitado —Coraghessan Boyle—. Frente a ese panorama, hay también una visión anti-western, claramente diferenciada y rebelde, en el trabajo novelístico de las mujeres WASP como Joyce Carol Oates, Jane Smiley, Anne Tyler, E. Annie Proulx y muchas otras, cada una a su manera. En muchas de ellas aparecen también las sombras ineludibles de Faulkner y Hemingway.

 

Generalizar es imposible pero hay ciertos rasgos más frecuentes que otros. Uno de ellos, tal vez el más común, es la “fragmentación” en todos los niveles. Para muchos de estos autores, el universo extra literario es, de por sí, fragmentario y por lo tanto, la mejor forma de escribir sobre él es a través de la glorificación y defensa del fragmento. Se trata de libros esencialmente heterogéneos en todo sentido: desde la textura misma, que puede llegar a ser una mezcla de poesía, prosa, informes, cronologías, cuadros, dibujos y fotografías, hasta el punto de vista, pasando por la perspectiva, la narración y el manejo del tiempo. Detrás de estos recursos y enfoques, hay distintas ideologías, intenciones e ideas sobre la literatura. En ese sentido, el panorama es amplio: están aquellos que creen que la literatura no se relaciona con el mundo extraliterario, que la narración es solamente ella misma, sola en un universo propio (Pynchon, por lo menos en algunos de sus libros) hasta la de aquellos que consideran a la literatura una herramienta capaz de conseguir ciertos cambios en el mundo o de decir cosas sobre la realidad más allá de la literatura misma (por ejemplo, Norman Rush).

Este resumen cortísimo lo deja bien claro: el sector (tradicional) de la novela estadounidense, el canónico, es interminable. Y sin embargo, representa apenas uno de los muchos caminos de este jardín infinitamente bifurcado, a pesar de que algunos críticos muy famosos (Harold Bloom, por dar un nombre conocido) siguen insistiendo en que es el único sendero valioso, el único digno de estudiarse.

En el margen: la novela de “minorías”

Para muchos otros, en cambio, desde la década de 1960 en adelante, la definición “canónica” de lo nacional (representada por la lista de los mejores novelistas WASPs) no es ni la única posible ni la mejor. Las otras —que compiten con ella por espacio en las editoriales, congresos y universidades— tienen por lo menos la misma fuerza, el mismo afán experimentalista (aunque con otras intenciones) y la misma inventiva (aunque no el mismo apoyo, o por lo menos no todavía, no en todos los campos).

Según estas otras definiciones —reunidas, muchas veces, bajo la etiqueta de “multiculturalismo”—, los Estados Unidos son un país plural, tan heterogéneo como el mundo globalizado que se empeñan en convertir en “uno” con la exportación de la Coca-Cola y los McDonald’s. Ese país no produce “una” cultura porque no la tiene: se trata de un país con historias contrapuestas que, en su mayoría, el mito principal ni siquiera considera porque cree que las ha destruido o porque las considera intrascendentes.

Por ejemplo: ¿cómo pueden sentirse representados por el mito del western y sus muchas derivaciones los novelistas de antepasados aborígenes? ¿Y los negros, que fueron cowboys y pistoleros, y están totalmente ausentes de esa narración? ¿Y las mujeres, que viajaron en caravanas, empuñaron armas y se hicieron cargo de familias en medio de la nada y que, en el relato del western tradicional, son sólo premios, brujas poco comprensivas o damas en peligro? ¿Y los hombres y mujeres venidos de Asia, que trabajaron como esclavos en la construcción del ferrocarril que cruzó el continente en tiempos del presidente Grant? ¿Y los mejicanos que, como ellos dicen, no cruzaron la frontera hacia el Norte sino que la frontera los cruzó a ellos hacia el Sur cuando los Estados Unidos se quedaron con medio México?

Así, un escritor de ascendencia aborigen, negra, asiática, latinoamericana, mejicana no escribe de la misma forma que John Updike, John Irving o William Faulkner. Al contrario, las ideas (variadísimas y amplias) de gran parte de estos autores podrían resumirse con la cita del comienzo de Malcolm X, la película de Spike Lee: nosotros no somos estadounidenses, dice allí el líder negro, no si se define “estadounidense” como se lo ha definido hasta el día de hoy. Como todas las historias, la de los Estados Unidos es otra si se la mira desde otra perspectiva: las novelas de estos autores (novelas de “minorías”, “étnicas”, de “género”, como se las llama a nivel académico) cuentan otra historia y la cuentan en otro idioma.

¿Otro idioma? Para empezar por ciertas definiciones extremas, que son las que más asustan a los ortodoxos como Bloom, algunas de estas obras ni siquiera están en inglés. Un ejemplo fascinante, que obliga a replantear no sólo la idea de nación sino también la de traducción, es el de Borderlands/ La frontera, de Gloria Anzaldúa, escritora chicana. Es una obra (¿novela? ¿ensayo? ¿autobiografía?) escrita en dos idiomas, —cincuenta por ciento en inglés y cincuenta por ciento en castellano—, sin traducción. El libro exige un público bilingüe, es decir, dentro del mapa cultural estadounidense, un público casi específicamente chicano o “latino”. Desde el título, se trata de una novela mestiza en la que todo es doble o más que doble: el género literario, el/la narradora, el idioma, la definición de país, la identidad.

Lo mestizo asusta a los que defienden la definición tradicional de lo estadounidense, una definición cuyo único centro es la identidad WASP, concebida como única y homogénea (fuera del campo literario, pero no del cultural, esto se relaciona con el deseo de impedir el bilingüismo en las escuelas que siempre surge en estados fronterizos, como California). Pero lo mestizo es el rasgo esencial de los autores de “minorías”, que aún cuando escriben en inglés, lo modifican profundamente porque lo están usando para expresar puntos de vista, espacios, conceptos e ideas que no son WASPs, que en gran parte, no son siquiera descendientes de la cosmovisión europea. “Reinventan el idioma del enemigo”, como dicen en el título de una antología las autoras amerindias Joy Harjo y Gloria Bird, y al hacerlo también reinventan géneros como la novela.

De vez en cuando, el “canon” reconoce a estos novelistas y los premia. Ahí está, para probarlo, Toni Morrison, la escritora negra que ganó el Premio Nóbel en la década de 1990. Morrison crea un mundo de una intensidad bella, dolorosa, intolerable con un idioma capaz de transformarse en música negra, en baile y en dolor, un idioma que en libros como Jazz, hace pensar en otros escritores (latinoamericanos estos) que hicieron música con su literatura, Alejo Carpentier, por ejemplo. Morrison es una de las continuadoras de Faulkner pero su homenaje se hace desde la otra orilla del mundo del Sur con una literatura que usa los mismos recursos fragmentarios que los escritores WASPs pero desde una concepción de la vida que reniega de la visión fragmentaria de la realidad, plantea problemáticas sociales y se tiñe constantemente de protesta.

El Premio Nóbel llevó a Toni Morrison al gran público y lo mismo hicieron el Premio Pulitzer, el cine y la televisión por otros autores de grupos no WASP, por ejemplo, Louise Erdrich y Nathaniel Scott Momaday, autores aborígenes que recibieron el Premio Pulitzer por sus novelas Filtro de amor y House Made of Dawn, respectivamente; la asiática Amy Tan que llegó a la pantalla con El club de la buena estrella, como hicieron los autores amerindios David Seals con Powwow Highway, Sherman Alexie con Smoke Signals y Greg Sarris con Grand Avenue. En todos esos autores, como la visión del mundo es no occidental, la forma de la novela y el inglés sufren enormes transformaciones. Hay fragmentarismo sí, pero de un tipo completamente distinto al que ronda los libros del “posmodernismo WASP”: aquí, la visión dividida del mundo es una enfermedad de la sociedad blanca que no consigue detectar la relación profunda entre todos los seres humanos y el planeta, entre las distintas fuerzas naturales y la sociedad, entre los desastres que causamos a los demás y los que sufrimos nosotros mismos o es un fragmentarismo que habla de diversidad dentro de una unidad mayor. En ambos casos, un fragmentarismo provisorio que termina por instaurar una visión unitaria (pero heterogénea) de la novela misma, una visión que respeta diferencias individuales y culturales pero que es, en el fondo, netamente colectiva. Tal vez eso explique que, en gran parte, estas novelas no tengan protagonista a menos que se defina como tal al lugar en que transcurre la acción o a la comunidad toda.