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Antes, cuando dictaba muchas horas, uno de mis sueños más recurrentes era abandonar esa vida y trabajar en algo donde no tuviera que ver a nadie ni hablar con nadie. Quién diría que ese sueño se cumpliría. Ahora he vuelto a una de mis ocupaciones iniciales y me paso casi todo el tiempo solo, frente a la pantalla de una computadora, o delante de un manojo de hojas de prueba, sin tener que dirigirme a ninguna persona, salvo para cuestiones muy puntuales.

Al principio pensaba que la corrección de textos era una tarea importante. Uno lucha por purificar el lenguaje y los resultados de esa actividad minuciosa, de gran alerta, a veces obsesiva, son compartidos y apreciados por otros gracias al milagro de la publicación. Hoy tengo una idea distinta. Es un trabajo como cualquier otro, incluso menos valorado, y uno puede hacerlo con la eficacia y la dedicación de una máquina que le pasa un barniz más o menos brillante a un producto cuya calidad y sentido son ya inmodificables. Un maquillaje. Una aplanadora de asperezas. Eso es lo que nos toca hacer a los correctores de texto.

Ver el oficio de esta manera no solo te aligera sino que te hace más eficiente y quizá por eso me han dado dos turnos en este diario que maneja tantas publicaciones y de las cuales me ocupo de las inactuales. La paga es buena para el promedio y, además de estar solo, puedo ponerme a escribir mis cosas en los ratos que tengo libres y hacerlo con la certeza y la determinación de quien sabe no encontrará otro momento mejor.

Escribir para atrapar el instante. Escribir para tratar de entender.

Siempre me ha gustado esa idea de Frank Kermode: escribimos y leemos para intentar darle un orden, una coherencia a una realidad que en el fondo no la tiene. Por eso desde chicos nos atraen los relatos, las historias con principio y con final, porque nos dejan la sensación de que la vida se dirige hacia alguna parte, de que tiene un sentido.

No sé en qué momento descubrí a Alejandra Pizarnik. Me parece que leí «Cantora nocturna» y me volqué a leer toda su poesía. Y más tarde siguieron las biografías, las cartas, los testimonios de quienes la habían conocido, sus diarios. Esos textos los encontré medio escondidos, pero una década después los difundirían por todos lados las editoriales grandes. El mito ya se había consolidado.

Sacha, Buma, Blímele, Laura, Alejandra. Tenía tantos nombres como fantasmas la atormentaban. Y su insignia era explorar su orfandad y su extravío para fijarlos en la palabra. En la palabra exacta. En su voz lacerada por las sombras. Una poesía donde convivían dobles, monstruos, niñas y lobos enfrentados a la inevitabilidad de la noche, a los bordes de ese abismo sin fondo que puede ser el silencio.

Vivió treinta y dos años encerrándose cada vez más en sí misma. Su lucidez verbal era extraordinaria y, sin embargo, se desplazaba por el mundo como un ser irreal, como una pordiosera a la que nadie podía dar cobijo. Era una mano sedienta que pedía agua. Una extranjera perdida en un país invisible. Una noche, ya no aguantó más y en el cuartito en que realizaba sus ceremonias nocturnas, rodeada de muñecas y sobrevolada por pájaros de papel colgados en el techo, se hundió para siempre en el sueño denso del seconal.

Al otro día, las amigas que encontraron su cuerpo desnudo descubrieron que había escrito en la pizarra –aquella pizarra que, puesta sobre la cabecera de su cama, miraba obsesivamente– lo siguiente:

«Solo quiero llegar hasta el fondo».

Y eso es lo que quiero hacer yo también con esto que escribo.

No le dije nada a Micaela de lo que estaba haciendo, ni dejé que se enterara. Empecé a llevar una doble vida, y solo quien ha pasado por eso sabe el enorme grado de tensión y excitación que existen. Veía a Micaela a las seis cuando salía de la academia, íbamos a tomar un café o a comer y, después de dejarla en su casa, a eso de las nueve de la noche, me iba a buscar a Tamara al Británico, donde estudiaba inglés después de cumplir su horario de prácticas. Allí empezaba la locura. Tamara era una muchacha y le gustaba salir a bailar, a divertirse. Casi siempre íbamos a algún pub o discoteca y volvíamos al elemento que nos había unido o que había alisado el camino: el alcohol. Picados, nos íbamos a comer algo o nos metíamos de frente a algún hotel. Y yo, que ya estaba agotado por mi jornada que empezaba a las siete de la mañana, adquiría una energía inusitada. Algo había en el cuerpo de ella, en la forma en que me deseaba, en la entrega y la pasión que me ofrecía, que hacía que no me importara nada y que me convirtiera en una persona que yo mismo desconocía.

Ella, por lo demás, tenía una capacidad de erotización que me sorprendía pero que, al mismo tiempo, me encantaba. Alguna vez ni siquiera llegamos al hotel y terminamos haciéndolo en el baño de un grifo. Alguna vez me la corrió en el auto y se tragó mi semen mirándome a los ojos entre contenta y agradecida. Y como sabía que me volvían loco sus senos, se ponía unos escotes inquietantes o me dejaba con la boca abierta con la lencería que se compraba. Por lo general, la llevaba a la una de la mañana a su casa. Para mi suerte, vivía con una prima con la que compartía un pequeño departamento y a la que no le importaba mucho lo que hiciera, salvo que fuese a meter a los enamorados porque entonces –ya les había pasado– empezaban las habladurías de los vecinos.

Es difícil permanecer callado en estos casos. Y muy pronto me vi contándole a Dante, en nuestras periódicas reuniones de fin de mes, lo que estaba viviendo. Antes de que pusiera algún «pero», antes de que saliera en defensa de Micaela, a quien conocía y estimaba, le dije que estaba en perfecto control de la situación, que se trataba solo de una cana al aire (una que nunca antes había tenido y que acaso me podía ser permitida por la proximidad de mi matrimonio) y que, más temprano que tarde, daría por terminada sin causarle daño a nadie. Dante me escuchaba con una anuencia cómplice, aunque no del todo completa. Y conforme pasaban las semanas, me mostraba sus cuestionamientos. «Sigues viviendo tu fin de semana permanente», me decía medio en serio medio en broma, luego de que le contara lo extenuante de mis días y viera en mi cara las huellas de un agotamiento extremo. «A mí lo que me preocupan son tus deudas», me apuntilló un día sacando cálculos de los gastos que representaban todas mis correrías. Y era que yo, irresponsablemente, sin imponerme ninguna restricción, costeaba todo con tarjetas de crédito que sabe Dios cuándo pagaría.

Pasé así dos, casi tres meses. Un día, Micaela me sorprendió con una llamada: quería que nos viéramos antes, en un café que habíamos dejado de frecuentar y que había sido recién remodelado. Temí lo peor y me preparé para amortiguar el golpe. Pero la encontré muy tranquila. Nos tomamos un café (ella, que nunca tomaba café) y me preguntó cómo me sentía, si todo estaba marchando normalmente. Le hablé de la tensión de los exámenes parciales en la universidad, de las notas que tenía que presentar. Entonces me miró a los ojos. A menos de medio metro, en esa terraza cálida en la que el sol se ponía con lentitud, quería verme mentir. Comprobar hasta dónde podía llegar. Estaba al tanto de todo. Alguien me había visto, luego otra persona y ella se había atrevido –como nunca– a entrar a mi correo. Allí había mensajes no para Tamara, sino para Dante en los que se traslucía en lo que estaba metido. Luego, me había seguido. Conocía perfectamente mi rutina. Lo había pensado y había comprendido que no tenía sentido llorar o hacerme un escándalo porque lo principal ya se había perdido. Yo me había «caído» para ella. Ya no me tenía confianza. Y así se tratara de algo pasajero, eso modificaba nuestros planes, nuestras vidas. Mejor era que nos separásemos. Me lo decía con una dignidad, con una prestancia que me impedían hablar. Me estaba cortando con la frialdad que se tiene ante un desconocido. No, no era lo que me hubiese imaginado. Pero tampoco mi actitud fue la que me habría esperado. Le dije que tenía razón. Que, frente a la contundencia de los hechos, no podía sino hacer lo que ella quisiera. Y luego la vi partir, y no hice nada por detenerla, y me quedé allí sentado con la extraña, turbadora sensación de que había perdido algo importante, fundamental en la vida pero que, como en esas relaciones atávicas que reclaman su fin, era ahora libre, impensadamente libre.

Deambulé un rato con el carro y por inercia me descubrí en Miraflores, rondando como siempre el Británico. «¿Pasa algo?», me dijo Tamara. «Estoy con la corregidera», le respondí. Me acarició la cabeza y ese gesto de ternura me encendió de deseo. «Hay que irnos a un hotel», le dije. «¿Así nomás de frente?», me sonrió, mirándome admirada pero lista para seguirme la corriente. Compramos en un grifo un paquete de cervezas, que bebí con un ansia animal. Creo que, como nunca, anduve callado, reticente y cuando nos acostamos, aturdido por el alcohol y las ganas de no pensar, le hice el amor con una furia descontrolada, una energía profunda que al principio ella interpretó como una brusquedad innecesaria pero a la que, por su propia impulsividad, no se resistió. Lo hicimos cinco veces, yendo más allá de mis fuerzas, y me quedé intentándolo una vez más hasta que un vértigo fulminante me nubló la vista y todo se apagó.

El sueño. La necesidad de que el cuerpo descanse. Al otro día amanecí mejor. O peor. Otra vez me invadía esa sensación inusitada de libertad, de que mi vida podía tomar el curso que yo quisiera. El futuro no importaba. Lo único que valía era el instante.

Me olvidé de Micaela. O me dije que ella estaría bien así, lejos de mí. Y viví con Tamara algo que podía llamarse una relación. Nos veíamos más, andábamos más tiempo juntos, y eso la entusiasmó, le dio la idea de que lo nuestro podía llegar lejos. Me volví un adolescente, cambié de ropas y de costumbres, empecé a vincularme con sus amigos, a ser parte de su mundo joven. Y esa cercanía, que ella sentía tan bien, me hizo daño. Empecé a sentir celos, a cuestionar sus amistades, a vigilar sus salidas, cosas que a ella en un principio le gustaban pero que, por mi insistencia, sintió como una amenaza. Había por eso conatos de pelea, tensiones que crispaban el aire, pero que lográbamos atemperar con el alcohol y el sexo.

 

El alcohol era nuestro dios, la carretera por la que nos emparejábamos e íbamos a la misma velocidad. Y el sexo era el lugar de llegada y el lenguaje que permitía que nos entendiéramos sin interferencias. El alcohol primero y después el sexo. Sobre esos rieles andábamos.

Pero conforme pasaban los días y, sin proponérnoslo, tratábamos de tener una relación más normal, fueron apareciendo las grietas. Fisuras que acaso ella no sentía, pero yo sí. Su juventud, su manera despreocupada de vivir, sus amigos, su obsesión por la ropa, por la moda, por estar alegre, todo eso me fue pareciendo insulso. El sexo siempre era un paliativo para mi aburrimiento, pero también se me hizo un territorio conocido. No era que ya no me excitara como antes (ella tenía la capacidad de excitarme solo mirándome), pero el sexo empezaba a tener menos fuerza frente al tedio. Había días en que salíamos con sus amigos, o estábamos conversando sobre temas que ella proponía y no me interesaban, y entonces yo experimentaba la sensación clarísima de estar de más. De querer largarme de allí para siempre. Y ni siquiera pensaba en mi pasado. Ese presente, de haber sido elegido por mí con la más absoluta cordura, no era el que quería vivir.

Y allí estoy sintiendo que el tobogán frenético al que me había subido llegaba a su fin, que pronto regresaría a pisar tierra firme. Tengo la imagen de aquellos momentos –de aquellas semanas, en realidad– como una nebulosa negra, ingrata. Intenté muchas estrategias. Primero, ir disminuyendo las horas que pasábamos juntos, con el pretexto de que tenía mucho trabajo o que gastábamos demasiado y ya no tenía plata. Luego, tratar de hacerle ver que nuestras diferencias de edad y de personalidad eran insalvables (le llevaba once o doce años, pero a esas alturas se me hacían muchos más). Y frente a todos esos obstáculos ella se mostraba animosa, comprensiva, dispuesta a adaptarse a las circunstancias. Entonces se me dio por pensar que quizá no solo era el sexo lo que nos unía, que quizá podía haber otros puntos de contacto. Pero apenas me vi otra vez envuelto en su mundito, en ese medio que me parecía tan idiota por predecible y mecánico, me volvían las ansias de fuga. En una de esas, a la salida de una fiesta en la que ella estaba feliz y yo aburridísimo, tuvimos nuestra primera pelea de verdad. Le dije lo que pensaba, se lo dije con violencia y ganas de herir, y ella estuvo a punto de golpearme, pero se contuvo, paró un taxi y se fue. Nos dejamos de hablar por varios días. Pero al cabo otra vez estábamos comunicándonos, acordando dónde vernos, y terminamos en un hotel al que yo llegué con una excitación atrasada que traté de cobrarme de la mejor manera, y del que salí con la seguridad plena de ser un adicto, de estar encadenado a una droga.

Hubo dos peleas más de ese tipo, a las que siguieron reconciliaciones similares. Pero en la tercera, que tenía todos los visos de repetir la mecánica, algo extraño pasó. Lo recuerdo claramente porque era la primera vez que experimentaba algo así. Habíamos durado casi una semana sin hablarnos, hasta que ella buscó un pretexto y me escribió un mensaje de texto preguntándome por una prenda suya que creía perdida pero que, en realidad, estaba refundida, como muchas otras cosas suyas, en la maletera de mi carro. Me dijo que iría donde le dijera a recogerla y yo le prometí pasar más bien esa noche por el Británico. Así lo hice. Me estacioné al frente de la puerta, en la Bajada Balta. La vi salir y mientras trataba de ubicarme, la miré bien y la sentí como una persona desconocida, alguien que no tenía nada que ver conmigo y que sin embargo creía conocerme y buscaba a ese que supuestamente era yo. Me encontró, la hice pasar y empezamos a hablar. Sin asperezas, como si nunca nos hubiésemos peleado. «Te invito un café», me dijo y yo acepté con una amabilidad y una docilidad que eran nuevas en mí. Fuimos al Café de la Paz y allí, sentados en la parte del fondo, me habló con una dulzura y una inteligencia que no olvidaré. Me describió con extraordinaria exactitud quién era ella y quién era yo, qué nos había unido y qué hacía que nos atrajéramos y, sobre todo, me habló de cuáles eran mis miedos, qué cosas me molestaban y qué podíamos esperar para un futuro si nos atrevíamos a continuar juntos. Ella estaba decidida a dejar todo lo que a mí me atemorizaba o me exasperaba, cambiaría o mejoraría no porque quisiera complacerme, sino porque se había dado cuenta de que lo único que deseaba en la vida era estar junto a mí. Yo la escuchaba hablar admirado, de veras sorprendido no solo porque era la mejor chica que uno se podía imaginar, sino porque me veía allí también, lejos de mí, salido de mí, como un espíritu o una energía bamboleante, que podía quedarse sobrevolando a esa pareja que conversaba tan civilizadamente allá abajo o podía seguir su camino y vagar por el mundo, con una hermosa libertad. Me vi y me oí decir cosas sensatas, frases que a ella la colmaron de esperanza y de alegría, y que a mí también me conmovieron desde la tranquilidad y la distancia en que me encontraba. Salimos, volvimos al carro y, como quien empieza una nueva vida, la dejé en la puerta de su casa. Teníamos todo claro, el mundo era nuestro y el fantasma del deseo se había esfumado o al menos en esos momentos no se hizo presente. La besé larga, sinceramente, como el hombre más enamorado del mundo, y ella se despidió con un rostro de satisfacción que me llenó de ternura y agradecimiento. «Mañana te busco a la salida de tu trabajo», le prometí mientras le sonreía y encendía el auto.

Nunca más la volví a ver.

Hay un momento en la vida en que todo cambia. No lo descubres mirándote en el espejo, sino repasando fotografías, encontrando ropa acumulada en el ropero que ya no usarás y que debes botar o regalar. Tu cuerpo parece el mismo, pero te das cuenta de que ya eres otro: te demoras más en subir las escaleras, te caen mal las comidas que antes consumías sin problemas, un simple resfrío te puede durar semanas, el olor, la textura de tu piel se sienten más ásperos, con menos brío. Y en particular, te cogen unos silencios súbitos, estás haciendo cualquier cosa y eres consciente de que ya no quieres ir tan rápido, de que ya es más difícil arrojarse al camino sin pensarlo, que la energía que antes desbordabas ya no debes usarla en tomar más impulso, sino en desacelerarte y encauzar tus pasos para no tropezar y terminar desbarrancándote. Y en esos silencios imprevistos, se te da también por rememorar hechos y sensaciones que aparentemente no vienen al caso, o por calibrar el peso y la presencia de los que más quieres; los miras y los abrazas con una angustia secretamente liberada, porque comprendes que el tiempo no solo te ha estado corroyendo a ti sino a todo lo que te rodea y que esos encuentros causales o rutinarios son, en el fondo, un milagro.

En ese momento sucede lo que antes creías imposible o inimaginable. Sucede que, al fin, tu sombra te alcanza.

La noche en que vi por última vez a Tamara, me quedé como un zombie. Vagabundeé por la ciudad como si esperase que, en el camino, alguien me detuviera o me recordara cuál era mi destino. No tenía adónde ir. Bajé un rato a la playa y me dejé invadir por el aire húmedo que venía del mar, por las exhalaciones saladas que me rondaban mientras yo trataba estúpidamente de ver resplandores en la oscuridad brumosa. Me quedé dormido entre las rocas, hasta que fui despertado por el picotazo de un pájaro o la mordedura de una araña de mar. Seguía igual de idiota, pero volví a sentir mi cuerpo, la humedad sucia de la noche me golpeó, y regresé al carro para volver a casa.

Pude cerrar los ojos un rato más y cuando la luz azul se anunció por la ventana, comprendí cuán estúpido había sido. Por primera vez en esos meses pensé en Micaela. Por primera vez vi con claridad lo que había hecho. Micaela, la chica con la que había pasado buena parte de mi vida. La mujer que estaba a punto de casarse conmigo. La única persona que de veras había creído en mí y a la que había traicionado. Me entraron unas náuseas feroces. Y durante un tiempo indeterminado, entre lágrimas y temblores, vomité con la ilusión de que aquello que tanto me costaba expulsar se llevara también aquella parte de mí que no reconocía, que había mutado terriblemente y que me había colonizado hasta convertirme en un monstruo.

Me di un baño y en aquella maraña de vómitos y sudor frío que me cubría, cerré los ojos y me quedé tumbado en la ducha. Recordé todo. Vi gestos, palabras a las que antes no había prestado importancia y que ahora adquirían un significado pleno. Micaela, en silencio, había estado en el centro de todo y yo, de pronto, la había cambiado por cualquier otra.

Durante tres días me la pasé en mi cuarto. Me llamaban del trabajo y decía que estaba gravemente enfermo, que no podía asistir, que me buscaran un reemplazo. Y me quedé allí pensando que tenía que volver a ver a Micaela, aunque sea por última vez. ¿Para decirle qué? ¿Con qué cara además? No tenía idea. Pero si yo tenía todavía algún futuro, eso dependía de que volviera a hablar con ella.

Una tarde, me senté a la computadora y escribí una carta larguísima y confusa que solo sirvió para acabar de botar lo que aún llevaba adentro. Al otro día la borré y volví a escribir algo más corto y claro, algo que si Micaela se encontraba invadida por el odio –un odio totalmente justificado–, por lo menos terminara de leer. La envié por el correo electrónico y me sentí un poco reconfortado. La escritura no cura el dolor, no restaña las heridas, pero escribir vehiculiza las energías turbias, las fija sobre un papel y esa cosa negra que nos hace daño adquiere una concreción, se libera y es posible mirarla a cierta distancia.

A la semana, cuando estaba otra vez encarrilado en el trabajo, cuando ya había perdido toda esperanza de que me respondiera, recibí un mensaje suyo. No me decía gran cosa. Se había enfocado en el trabajo. Había ido saliendo del dolor haciendo otras cosas, viendo a otra gente. Y si entonces podía escribirme, era porque en cierta forma ya estaba mejor.

Volví a escribirle. Y esa carta inició una correspondencia que no habíamos tenido ni cuando éramos enamorados. Yo le iba escribiendo textos cada vez más largos en los que le hablaba de lo mucho que la había extrañado o en los que recapitulaba esos momentos tan valiosos que, tal vez, yo no había sabido apreciar y sobre los que le quería agradecer. No le hablaba de lo que estaba pasando conmigo. Si seguía con la chica por la que la abandoné, o si ya eso se había terminado. Le hablaba como si me hubiese despertado de un estado de coma. Como si fuese un sobreviviente. Como si hubiese estado viviendo en un agujero negro al que un golpe de luz había diluido en un instante.

Pasó como un mes así. Hasta que tuve el valor de decirle para verla y ella no se negó. Me dijo para encontrarnos en el centro por la noche y así lo hicimos. Ella también parecía regresada de una hecatombe. Aunque no se veía triste ni deprimida, estaba hecha un palo, delgadísima, y con un aura apagada, ensombrecida. Nos reunimos en La Colmena y tras caminar un rato entramos al Dominó, un antiguo café por la plaza San Martín. No tengo palabras para describir cuán mal me sentía, pero debía de advertirse en mi rostro, en la torpeza con que hablaba, en mi incapacidad para ser yo quien, como siempre, llevara el hilo de la conversación. «Ahora estoy bien», me dijo para ayudarme. «Por lo menos puedo mirarte a la cara». Y me habló del nuevo trabajo que se había conseguido. La habían admitido como psicóloga en un colegio extranjero, con una paga regular pero con posibilidades de crecer. Me aferré a eso. Le hice preguntas, comenté lo que sabía sobre ese colegio. Otra vez las palabras volvían a socorrerme. En algún momento dije algo gracioso y ella se sonrió. Fue como encontrar un rastro de vida en los escombros de una ciudad devastada por un bombardeo. Y yo había originado esa deflagración, no podía olvidarlo.

No sabía de qué más podía hablarle y le dije que había en cartelera una buena película y sin más le propuse verla en un cine de por allí. Tuve suerte porque ella también estaba interesada: había escuchado buenos comentarios. Entramos al cine. No recuerdo qué vimos. Solo sé que estuve a su lado una hora y media, sintiendo su calor, viendo cómo se recogía el cabello que a veces le caía en la frente, preguntándome hasta qué punto uno puede quebrar su vida sin darse cuenta. La película le pareció buena y no hablamos más de eso porque era claro que yo no había podido concentrarme. Le dije para comer algo y no quiso. Aceptó, sí, que la llevara a su casa.

 

Volver a mi carro con ella fue otra ráfaga de sensaciones tensas, desagradables. No sé si ella pensó en eso, pero yo no pude evitar recordar que no hacía mucho había tenido al lado la presencia inquietante de Tamara, una presencia que yo había tratado absurdamente de absolver mandando a lavar el carro por dentro, poniéndole forros nuevos a los asientos. Micaela no notó aquel cambio, o quizá hizo que no lo notó. Hablamos poco en el camino, pero cuando ya estuvimos cerca de su casa, paré a echar gasolina y entonces ella me dijo: «¿No quieres que nos tomemos una cerveza?». Era rarísimo: a ella no le gustaba tomar. ¿Me estaba probando? ¿Qué pensaba hacer? «No», le dije sin saber qué más decir. «Yo sí quiero», insistió. «Me ha provocado». Compramos un par de latas y las bebimos en el parque que estaba a la vuelta de su casa, un lugar en el que habíamos estado tantas veces y que de algún modo me hizo sentir que el mundo que había perdido era aún recuperable. Micaela me sugirió poner la música que a ella tanto le gustaba y que me había enseñado a querer: Morrissey, The Cure, Joy Divison, Depeche Mode. Y así, escuchando esas melodías familiares, dejando que la cerveza me relajara, la volví a sentir cercana. Seguíamos a la misma distancia y, sin embargo, la forma como se movía lentamente acoplándose a la música, la luz que latía débil en sus ojos grandes y que yo sabía era una expresión de comodidad, eran la prueba de que no éramos personas ajenas. Nos encontrábamos tan bien así que nos animamos a comprar unas cervezas más y cuando nos volvimos a estacionar en el lugar en el que habíamos estado, ella me miró con una expresión indefinible y se acercó para besarme. Le correspondí al principio extrañado, hasta que comprobé que no era en ella un gesto forzado y que cerraba los ojos con pasión, como antes. Sí, como antes. ¿Podía ser posible? La besé con intensidad, reconociendo en esa boca y en esa saliva algo así como el regreso a mí mismo. Pensé estar viviendo una ilusión, pensé que todo se arruinaría en un instante. Y así fue. «Esto es lo que te gusta», me dijo. No había ningún tono en particular. Solo era una constatación. Debí quedarme callado. Debí omitir cualquier comentario. Pero no: hablé. Le dije que había estado enajenado, que esa chica ahora se encontraba lejos de mi vida y que en realidad siempre lo había estado, que había cometido ese error porque era un imbécil, porque no estaba seguro de si debía casarme o no, y que estaba profundamente arrepentido. Le repetí lo que le había dicho en las cartas, solo que ahora hablaba con miedo, con desesperación. Ella me miraba con una especie de rencor contenido, algo oscuro y violento que nunca le había visto en los ojos. «Yo he hecho lo mismo», me dijo sin mirarme. «Quería saber qué se sentía». Entonces me contó. Y fue como si algo muy adentro se me fuese desgajando lentamente. El día en que le confirmé que la engañaba y me quedé en el café sin retenerla, sin darle mayores explicaciones, sintió que la había asesinado. Con una fuerza que no sabía de dónde sacó, salió de allí casi sin aliento. El mundo se le había venido abajo, nada en adelante tendría sentido. Lloró muchas veces hasta que las lágrimas se le acabaron y el cuerpo empezó a secársele. Al principio no quería ver a nadie, solo lloraba en silencio en el trabajo, en las calles o en los buses, pero luego comprendió que debía decírselo a alguien. Adriana, su mejor amiga, estaba viviendo fuera del país y no tenía más personas en quien confiar. Se le pasó por la cabeza ir a ver a Roberto, un amigo pintor que, en el tiempo en el que habían trabajado juntos en un proyecto, siempre la había escuchado con verdadero interés, acaso porque estaba enamorado de ella. Él se lo había dicho, pero ella le había hecho ver que ella me tenía a mí y me quería. Roberto la recibió con el cariño que siempre le había mostrado. Ella le contó que ya no estaba conmigo, aunque no quiso darle más detalles. Empezaron a frecuentarse, a salir juntos, sin hablar mucho porque ella no quería hacerlo y él se amoldó a su silencio. Un día, ella le dijo para ir a un hotel. «¿Estás segura?», le preguntó él. Y Micaela le respondió que sí. Esa tarde, después de encontrarse en el local de Emancipación donde él vendía sus pinturas, entraron a un hotel barato, a una de esas casuchas viejas y pulguientas que hay en las calles del centro. Ella no quiso mostrarle su cuerpo delgadísimo ni se atrevió a tomar la iniciativa. Temerosa pero resuelta, lo dejó acariciarla con cariño, decirle esas palabras bonitas que siempre le tenía reservadas (alguna vez le había escrito un poema en el que la llamaba «mariposa etérea») y hacerla suya con una delicadeza que ella no creía posible. Igual, no lo disfrutó. No sintió nada. O más bien después, en los días siguientes, se sintió sucia. Pero pensó que era algo necesario. Que yo no le había dado otra alternativa.

Observaba a Micaela hablar, a menos de un metro de mí, sin mirarme, con los ojos puestos en el parque, y yo apenas si podía creer lo que pasaba. De todas las posibilidades que se podían presentar, jamás me hubiese imaginado esa. No podía ser verdad lo que me estaba diciendo. Y como no salía de mi incredulidad, le pregunté con una exasperación creciente si no me estaba mintiendo. Todo era cierto, todo. Y entonces algo se desbordó dentro mí y no me salieron las palabras sino una fuerza atroz que movilizó mis manos y me llevó a tomarla del cuello. Sí, yo que jamás le había puesto la mano a una mujer, yo que había aprendido a tratarla con una particular delicadeza debido a su fragilidad, estaba violentándola, aprisionándole la garganta, diciéndole sabe Dios qué cosas. Y ella no decía nada, tan solo trataba de apartar débilmente mis manos, y eso me enfurecía más porque yo quería oírla decir que todo era mentira. Por suerte una de esas disociaciones que por entonces empecé a tener me salvó de desatar una tragedia. Me vi desde lo alto, como un loco enfurecido, y luché contra mí mismo para detenerme. Y cuando volví en mí, me encontré llorando y temblando. Ella estaba entre confundida y aterrada, pero no hizo nada por calmar las cosas, se bajó del carro y se fue a su casa. Y yo ya no pude hacer nada más. La dejé ir.

Esa noche no pude dormir. Es más, ni siquiera tuve fuerzas para irme a ningún lado. Me quedé en el parque, llorando por ratos, serenándome en otros, siempre volviendo a las mismas imágenes. Micaela con otro hombre en aquel hotel desventurado. Micaela penetrada por otra persona. Alguien que quizá se había aprovechado de ella. Y de la tristeza pasaba entonces a la ira y de allí a una lucidez culposa: sea lo que hubiese sucedido en aquel cuarto, yo había sido el que había desencadenado aquel hecho. Me lo merecía. Tenía que aceptarlo. Y así, yendo de un sentimiento a otro, amaneció. La luz oscilando en el cielo anubarrado, la gente que empezaba a salir a las calles, los autos que circulaban a mi alrededor. Todo estaba cambiando y yo seguía allí.

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