Venus mujer: viaje a los orígenes

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50 Opia o Hupia es el espíritu de una persona muerta, según la mitología taína. Su significado en realidad es variado, según la zona de donde provenga la creencia. Algunos creen que los hupia son los espíritus después de la muerte, a diferencia de los goeiza, espíritus de los vivos, que habitan en un remoto paraíso terrenal llamado Coaybay. Dicen además que pueden asumir muchas formas humanas a veces sin rostro o se parecen a un ser querido muerto, en este caso no poseen ombligo. Otros les atribuyen poderes de curación. Hay pueblos que los asocian a murciélagos nocturnos que salen a comer guayaba, seduciendo a mujeres y a cualquier persona que encuentran en la noche.

51 Los Bohíque son médicos herbolarios, que en otra época eran asimismo chamanes, sacerdotes o hechiceros. Poseedores de sabidurías muy específicas sobre plantas. Se los conoce también como intermediarios prácticos y experimentados entre la gente y sus divinidades.

52 Los atajacaminos, dormilones, chotacabras o guácharos son aves que pertenecen a la familia Caprimulgidae de la especie Systellura longirostris. Esta familia está extendida por América, África y Asia. Su conformación es muy particular, el tamaño varía, tiene cuerpo alargado, cuello corto, cabeza ancha, aplanada y grande, los ojos son grandes, oscuros y muy abultados, con pestañas cortas, finas y espesas. Su pico es pequeño, ancho por detrás y agudo por delante, la cavidad bucal es muy grande y en los bordes tiene algunas sedas eréctiles. Son aves miméticas con el entorno y poseen costumbres crepusculares, emiten un grito agudo, lastimero y melancólico. Son de vuelos bajos, rasantes y cortos.

53 Guarina significa en lengua taína, “la pequeña de la casa, la que no puede contener la risa o la alocada”.

54 Mancala es el nombre genérico de un conjunto de juegos denominados “Juegos de Siembra”. Participan dos jugadores sobre un tablero de madera o barro con casillas en forma de hoyos con semillas adentro. Hay que tomar las semillas de uno de esos hoyos y “sembrarlas”, una a una en los hoyos vecinos. El objetivo final es dejar los huecos del adversario vacíos y retirar más semillas que el oponente al final de la partida. El origen del juego es africano, se lo denomina de distinta manera de acuerdo al lugar donde se lo practique, como por ejemplo Awari en Surinam, Antillas, Togo y Nigeria; Wari en Mali, Florida, Antigua (Antillas) o Mancala en Siria, Egipto, Francia.

55 Parque Nacional El Guácharo de Venezuela: ubicado en el sector este de la serranía del interior del sistema montañoso Caripe, donde se encuentran el cerro Negro, el cerro Papelón y el cerro El Periquito del macizo de Caripe, entre el estado Monagas y el estado Sucre. Ocupa parte de los municipios Caripe, Acosta, Piar y Bolívar (Monagas) y Ribero (Sucre). Está conformado por dos unidades o bloques separados: el de cerro Negro, donde se ubica la cueva del Guácharo y el de la cuenca Media del río Caripe.

iv

LA ARQUILLA

Transcurrieron diez inviernos. Ya no era un niño, me había transformado en Kóro el cazador, más por insistencia y perseverancia que por valentía para la caza. //Auru, mi hermana, había crecido fuerte y rebelde. Era una niña rapaz, sin obligaciones. Trató, ya desde pequeña, de esquivar todo lo que de alguna manera la ataba. Las sesiones de enseñanza espiritual siempre terminaban mal, alguna travesura inventaba. Mi madre la reprendía de mil formas, pero las que daban mejor resultado tenían que ver con el aumento de sus tareas y obligaciones cotidianas. A pesar de todo, esto no parecía afectarla mucho, tenía la capacidad de hacerlas, rápido y bien, y por lo general se terminaba escapando con Motsu, su loba dorada que la seguía a todas partes. Le gustaba acompañar las partidas de caza, trepando a los árboles más altos y frondosos durante las batidas para no ser descubierta. Ella prefería perseguirlos corriendo junto a su loba, en los trechos más sinuosos y frondosos para no ser descubierta. En ocasiones iban a cazar cerca de las montañas sagradas, le gustaba escalarlas, sentir el viento en los ojos y observar desde arriba las tácticas del grupo cazadores.

Había una sola cosa que ella temía, cuando se adentraban en esa región. Era la cueva de los espíritus, a la cual siempre trataba de evadir. Si, por desgracia, el camino de los cazadores pasaba cerca de la caverna, ella detenía su marcha o buscaba rodearla, mirando a la lejanía las partidas de caza. Por lo general, se situaba lejos de esta, en un viejo y alto árbol. A pesar de la distancia, más adelante me contaría que muchas veces le parecía escuchar gritos y chillidos provenientes de sus profundidades; ella no estaba segura de si tenían su origen en su imaginación o si eran ruidos propios de la naturaleza que la rodeaba. Ese lugar y esos sonidos, que solo ella escuchaba, la aterraban.

Yo sabía de esos miedos, de ese punto frágil del espíritu de //Auru, pero nunca hice mención de ello para no herir su orgullo.

Una noche lluviosa y muy oscura, cuando nos íbamos a dormir, me tomó del brazo, me apartó hacia un rincón de nuestra !Nu56 –sin que yo le preguntase algo– y me confesó en voz baja por qué tenía tanto temor de acercarse a esa cueva.

—Ese lugar, todo lo que lo rodea y en especial ese hoyo profundo y negro me aterrorizan –dijo casi susurrando.

—Pero si tú no le temas a nada –contesté con aparente incredulidad.

—Eso crees. Le temo a la cueva, porque escucho sonidos y voces, que salen de ahí, como en mis sueños –dijo con los ojos muy abiertos y oscuros.

—¿Cómo tus sueños? –le pregunté con un tono burlón pensando que hacía una broma.

—Es que… No, déjalo ahí, Kóro. –Y con evidente enojo replicó–: Si no me vas a creer mejor no te cuento.

Con aire solemne y mostrando que me importaba realmente, le dije:

—Por favor dime lo que sientes, no me voy a reír de ti –le expresé, apretando los labios para no mostrar una sonrisa burlona.

Ella suspiró, miró la lluvia como pidiendo su compasión y me manifestó:

—Sombras, sombras que se mueven, me hablan y algunas veces me gritan…

Miré el negro de sus ojos y vi su temor. Me corrió un escalofrío por el tono y emoción de cómo se expresaba. Traté de ser más pragmático y le contesté:

—Bueno, debe ser tu imaginación o simplemente son sueños. –La observé y su expresión era todavía más gris. Provoqué una carraspera, tratando de apagar lo que había dicho y le dije:

—¿Y…? ¿Se repiten? –pregunté con curiosa sinceridad.

Me miró y dijo:

—Cada noche desde que tengo conciencia.

—¿Y de qué te hablan? –la interrogué con preocupación creciente.

—Ese es el problema, no comprendo qué dicen, siempre tengo la sensación de que estoy por entender, pero me despierto o vuelvo a la realidad y siento una gran frustración.

—Me parece que lo mejor sería… –le manifesté con una expresión seria– que le consultemos a ≠Giri, ella siempre tiene una respuesta para este tipo de cosas.

Dicho esto, ella levantó los hombros y dio un largo suspiro. Se apoyó de costado, abrazando a la loba, se tapó con su piel preferida y se quedó dormida. La miré. No solo la quería porque éramos hermanos y nos habíamos criado juntos, sino también por su personalidad llena de simpleza, pero a la vez tozuda y valiente. En realidad, la admiraba, era una luchadora innata. Me quedé junto a ella unos momentos y su respiración suave me tranquilizó para conciliar el sueño también.

Al otro día entró U’we a la choza trayendo algo en sus brazos. U’we también se destacaba por su trabajo con la madera y las piedras, tanto en tallado como en esculturas. Cuando giró pude verla era una pequeña urna, hecha de madera de un tronco de acacia.57 Por la perfección y detalle los había trabajado con sus buriles58 de piedra, que con mucho celo guardaba. Nunca había visto algo tan hermoso. Medía casi un pie a lo largo, por una mano abierta de ancho y cinco dedos59 de alto. La había cavado, con destreza y paciencia hasta lograr tres hoyos profundos y divididos entre sí. Había hecho una tapa que encastraba a la perfección. En la misma grabó, con una punta de hueso de Eland, especial para canaletear la madera, tres círculos –uno adentro del otro y con un punto en el centro– pintados de color rojo.

Él observó nuestra curiosidad en aumento y nos dijo:

—Es una arquilla.

La cajuela me fascinaba, pero me preguntaba para qué servía, estaba vacía y no tenía ni idea de qué podía albergar en su interior:

 

—Tío, disculpa que pregunte, pero me muero de ganas por saber: ¿para qué es la arquilla? –pregunté con sumo interés.

U’we me miró y expresó:

Kóro, no tengo por qué ocultártelo, ≠Giri me la encargó, me dio el tronco, las medidas que debía tener la arquilla y me dibujó con un trozo de carbonilla en una piedra laja los tres círculos. Me explicó que siempre se trabajaba al amanecer y nunca en presencia de niños pequeños. Y que al final, ya pulida y engrasada, se grababan con prolijidad y precisión los tres símbolos circulares.

Mientras hablaba con U’we, yo no perdía de vista a //Auru, que no emitía gesto ni sonido. Se la veía muy atenta y callada.

Levanté la cabeza algo conmovido y dije:

—Es… es… hermosa. –Estaba emocionado y extendí los brazos para tomar a la arquilla terminada.

U’we con rudeza la apartó lejos de mis manos y exclamó con seriedad:

≠Giri también me pidió que por ahora nadie, excepto yo, su constructor, puede tocarla. Cada pieza de este conjunto debe ser respetada. Lo único que les puedo decir es que está hecha con madera del sagrado yìí-sá.60 Y fue construida, especialmente, para ser llevada por nosotros a través de la “gran agua”. –Terminó de pronunciar estas palabras y partió con paso medido a la !Nu de ≠Giri.

Di un salto de alegría:

¡U’we –exclamé gritando–. ¿Nosotros… yo y //Auru? ¿Seremos parte de los navegantes? –dije entre angustiado y emocionado–. ¿Haremos el gran viaje…?

U’we se volvió, me tomó del hombro, esbozó una suave sonrisa, y mirándome a los ojos, asintió con la cabeza.

En ese momento miré a //Auru, estaba de cuclillas, apoyaba su vista inerte en algún punto del horizonte. Su cuerpo vibraba, se estremecía. Me agaché para hablarle y en ese instante recordé haber visto a ≠Giri en la misma posición, como una roca sin existencia vital, como prisionera quizás de otros mundos como ella solía relatar.

//Auru –le susurré con suavidad para no alterarla–, escuchaste… vamos a viajar por fin.

La brisa del atardecer le movió el pelo mientras un !Kwai-!Kwai61 chillaba allá lejos. Sus ojos perdieron su brillo y el miedo poco a poco se apoderó de su ser.

Y entonces //Auru dijo con preocupación:

—La arquilla es el vientre para traer a las madres de vuelta al pueblo, pero nos acechan oscuros peligros.

Volvió su temblor. Cerró sus párpados, suspiró con agitación. Respiró largo en búsqueda de algo profundo de su interior, y para mi sorpresa, gritó como un trueno:

—¡Veo un camino de mucho sufrimiento! Recorrido por sombras, pero, a pesar de todo, es necesario encontrarlas para entender nuestro destino como pueblo.

Me dejó boquiabierto, sentí que su marca en la frente aumentaba de tono, de un rosa pálido a un rojo profundo.

Y con un último suspiro áspero y corrido, abrió los ojos para despertar y escapar de su pesadilla. En un breve pasaje de tiempo, su rostro tomó color, sonrió, me miró y preguntó como si nada hubiese ocurrido:

—¿Kóro, dónde está U’we?, ¿se ha ido...?

—Sí, hace un momento –le contesté incrédulo, sin poder cerrar la boca de la sorpresa.

Se levantó y corrió hacia la aldea.

Me quedé quieto con mis pensamientos enredados por el suceso. //Aurú nunca dejaba de sorprenderme.

Esa noche, en extremo silenciosa, sin ruidos ni nada que se le pareciese, el tiempo se hizo tan lento que me costó dormirme. Hasta que desperté, sobresaltado por un largo y profundo aullido de la loba dorada, justo después que una gran luna rompiese el horizonte, algo lujuriosa con sus destellos rojizos, presagiando, quizás, malos tiempos por venir.

56 !Nu es un término /xam que significa: choza de arbustos, casa de ramas o nido.

57 La Acacia erioloba es un árbol de la sabana natural en el sur del Kalahari, en Sudáfrica.

58 Buril: cinceles que se utilizaban para tallar maderas o piedras de menor dureza.

59 Medidas antiguas utilizadas antes de la invención del sistema métrico decimal: un pie equivale a 30,48 cm, una mano abierta o palmo a 21 cm y un dedo pulgar a 2,54 cm.

60 Yìí-sá, en lengua khoisánida, significa árbol que produce frutos.

61 !Kwai-!Kwai: antes era un hombre y ahora es un pájaro (en apariencia algo parecido a un “antílope”). viene, durante la ausencia de sus padres, para matar a los niños. “Historia de la Mantis, el Kwai-!Kwai y los niños” (en http://lloydbleekcollection.cs.uct.ac.za/stories/615/index.html).

v

SINFONÍA DE ROCAS Y VUELO DE SOMBRAS

Llegamos. Estaba contenta, a pesar de que, muy dentro de mí, un temor latía de manera permanente edificando una angustia que tenía la inercia de mis vivencias en la Argentina.

Se había producido un quiebre en mi vida, me sentía importante, adulta, capaz de tomar sabias decisiones. Mi mamá y mi papá, desde ese momento, pasaron a ser Kati y Juan, creía que llamándolos por el nombre propio me considerarían mayor.

A pesar de esto, lo que sentía no se reflejaba en las acciones de ellos conmigo. Me pasé tres semanas pidiéndoles que me llevasen a una cueva en el medio del Parque que se llamaba también como las aves que me obsesionaban, los guácharos. Les expliqué, de manera efusiva y un poco pedante, que para mí tenía una importancia “científica”, dado que había investigado todo sobre ese enigmático lugar y a partir de conclusiones personales había llegado a discernir nuevos conocimientos sobre este y su ilustre habitante alado. Muy en mi interior sabía que este no era el principal motivo, había un profundo porqué, muy personal, que todavía no estaba dispuesta a comentarles. En mis ratos libres, ampliaba mis estudios sobre el tema, concurría repetidas veces a la biblioteca del pueblo. Hurgaba en libros y en enciclopedias para averiguar con profundidad las características del lugar, que poco a poco se había convertido en mi pasión.

Aurita siempre me esperaba afuera, sentada en la entrada junto a un arbusto muy tupido que daba una sombra espesa y fresca. La biblioteca era un sitio particular. No era una sala solo con libros. Más bien era un lugar un poco penumbroso, con muebles viejos, mesas alargadas y con iluminación fija, con lámparas algo viejas alineadas y separadas para facilitar la lectura. El silencio era más que sepulcral, más bien lúgubre. Me sorprendió encontrar un ámbito tan formal y tradicional en un pueblo donde los colores, la música y la vida social eran más bien alegres y placenteros. Recortada en un rincón había una anciana muy particular. Rodeada de libros se encontraba siempre cabizbaja leyendo con sus anteojos bajos y con una actitud culta que producía un aura de respeto con su sola presencia. Cuando pasaba junto a ella, había notado que tenía siempre en sus manos un viejo libro que parecía leerlo con detenimiento. Por curiosidad, o por algún otro motivo que no podía explicar, me ubicaba muchas veces cerca de ella. Me gustaba mirarla. Me distraía analizando sus movimientos medidos y sutiles. Cuando pasaba las hojas parecía acariciarlas acompañándolas hasta su nueva ubicación, por momentos su respiración se hacía tan silenciosa que parecía entrar en un pozo profundo, para luego salir exultante tras un fuerte suspiro.

Era una persona extraña, pero a su vez misteriosa y a mí me provocaba una atracción especial.

Parece que este encanto solo se producía en ese ámbito, porque ya en casa esa imagen de la anciana leyendo en la penumbra se hacía difusa y por lo general me olvidaba de ella a pesar de su presencia constante en la biblioteca.

La vuelta a mi casa, día a día, era un calco como un ritual, entraba, saludaba a mis padres y sin más me iba a mi habitación para leer y mirar las fotos del lugar donde habitaban los guácharos, que ya se habían convertido en toda una obsesión para mí.

Todo lo que veía, escuchaba o leía sobre la cueva me parecía mágico. Estaba muy feliz, sentía que yo pertenecía a este sitio. Amaba esos cerros que marcaban trazos ondulantes sobre un verde húmedo y vital. Me imaginaba esos ríos serpenteantes que eludían las rocas de las orillas para caer por la pendiente y transformarse en cascadas que acariciaban con frescura el lecho rocoso. Había leído, en una enciclopedia, que toda la región había estado ocupada por un antiguo mar durante mucho tiempo y que luego se retiró al levantarse la corteza terrestre hace millones de años, y había dejado al descubierto un macizo montañoso horadado por el agua en su paso implacable, haciéndose camino en ramales y pasajes que confluían en amplias cuevas, transformadas en espectaculares galerías y salones de roca. Las distintas generaciones de visitantes ilustres y los habitantes del lugar le habían puesto diferentes nombres62 a cada rincón de estas a lo largo de la historia, dados por su arquitectura natural, su amplitud, la variedad rocosa o por su belleza particular.

Suspiré con emoción de solo pensar que faltaba muy poco para conocer cada recoveco y cada piedra de ese incomparable sitio.

Yo pensaba que ya estaba preparada para conocerla –eso creía por entonces–. Decidí que si no me llevaban el fin de semana me escaparía con Aurita a la siesta. Había planeado todo. Iría en bicicleta, con la mochila y el mapa marcado con el recorrido, para arribar con facilidad a ese monumento pétreo tan deseado por mí.

Llegó el sábado y… nada… ni atisbo de llevarme a la cueva. No podía esperar, el domingo me iría sola. Después del almuerzo dominical, esperé que se fueran a dormir la siesta, tal cual era la costumbre por el calor reinante. Con sigilo cargué la mochila con todo lo indispensable y partí junto a Aurita rumbo a la cueva.

El trayecto era de tierra y piedra rodeada de mucha vegetación, decían en el pueblo que el sendero era un viejo camino real construido en la época colonial. Recorrí la distancia que me separaba del lugar. Durante la travesía escuchaba y observaba entretenida el canto, el vuelo y el colorido de una variedad de aves que se cruzaban a mi paso. Una, en particular, me llamó la atención, era un querrequerre o urraca,63 que al verme empezó a emitir un sonido semejante a un susurro nervioso –rassh-rassh-rassh mientras daba saltitos, me fascinaba el color azul rabioso de un penacho que brotaba de la base del pico, contrastado con su vientre amarillo y una banda negra que recorría su pecho. Me miró, curiosa, largo tiempo con sus ojos amarillos y emitió un fuerte sonido como una llamada que se parecía más a una campana de alarma que al canto de un pájaro. No sé si por casualidad, o por el ruido emitido por el ave, que la vegetación a mi alrededor se sacudió, producto de la huida de una bandada que voló sorpresivamente alejándose del lugar.

Este brusco movimiento me hizo poner en marcha nuevamente. Me propuse no distraerme, ya tendría tiempo de deleitarme con las peculiaridades de estos curiosos animales en otro momento. Continué el camino. En tanto, Aurita me acompañaba a la carrera durante todo el trayecto, solo su lengua, balanceándose afuera delataba algo de agotamiento y sed.

El cansancio de ambas desapareció cuando en una cerrada curva apareció una montaña cubierta de vegetación, en cuya base se recortaba, oscura, la entrada a la cueva.

Dejé la bicicleta a un costado, corrí a los saltos de contenta hasta la entrada seguida por Aurita que pisaba incómoda el frío suelo. Una gran roca inclinada franqueaba parte de la gran entrada, dando a los visitantes una reverencia casi religiosa como antesala del majestuoso santuario natural que se abría detrás. Pasé junto a ella con ganas de hacer un saludo ceremonioso con la cabeza, pero me sentí estúpida de solo pensarlo. Ingresé con paso dubitativo, Aurita intuyendo mi indecisión gruñía y se colaba entre mis piernas. A pesar de mi vacilación, la luz del sol que alumbraba la entrada me daba seguridad y me invitaba a pasar. Me quedé quieta por un momento, parecía un mundo de fantasía. Sentí que la naturaleza había tallado desde el techo unas punzantes espinas que luchaban por tocar el piso. Más en el interior, en un rincón, había largos brazos de piedra que llegaban al suelo como gigantes resistiendo el peso de la caverna con sus espaldas. La roca expresaba un arte natural, pero místico y muy particular. Parecían esculturas moldeadas, artísticamente, por el agua y el tiempo, por momentos transmitían vida, sentimientos y vivencias. Me costó cerrar la boca luego de mi largo asombro.

 

Un pequeño riachuelo viboreaba buscando el fondo de la caverna. No sabía calcular muy bien, pero su techo en algunas partes superaba, por mucho, los quince metros de altura. Era una gran bóveda, apenas iluminada, en la medida en que me internaba la oscuridad la invadía haciendo más profundo y oculto su interior. Continué, el paso estaba parcialmente interrumpido, era un sector donde, en algún momento de su larga existencia, la cueva había colapsado con grandes bloques de roca que habían caído del techo. Ascendí un poco y la penumbra mutó en cerrazón. No quise traer linterna, quería darle un toque más aventurero, saqué de la mochila la antorcha con un trapo en la punta que yo misma había preparado, le puse combustible que traía en una botellita y la encendí.

Fue como un golpe. Miles de formas oscuras se apretujaron en vuelos torpes alrededor de mí, en remolinos de plumas y brisas tenues. No sé si por torpeza o por miedo caí de culo sobre un manto de guano esparcido sobre el suelo. Apagué la antorcha como pude, no quería irrumpir con luz artificial el santuario alado. Respiré profundo. Sabía que este era un momento especial. Estaba rodeada del ave que había llenado mis sueños y también mis pesadillas durante los últimos tiempos. Intuía que había una conexión, inexplicable, casi adictiva. Mis ojos se fueron acostumbrando con lentitud a la oscuridad, había comenzado a ver siluetas, sombras que parecían danzar frente a mío…

—¡¡¡Venus, Venus…!!! –gritó Juan–. ¿Dónde se ha metido esta niña...? –exclamó con cierta ansiedad. En ese momento abrió la puerta Kati, sosteniendo una pequeña palita del jardín. Y sin decir una palabra, presintiendo lo que sucedía, lo tomó del brazo a Juan y corrieron a la camioneta para dirigirse a la penumbrosa cueva.

Sin saber la preocupación de mis padres, yo trataba de disfrutar aquellos instantes de soledad pétrea. Sentí la agitación en Aurita y con el paso de los segundos percibí cómo nuestro interior se iba armonizando con nuestra respiración hasta lograr un ritmo sereno y grato, todo parecía estar en calma, ya no se escuchaba el revuelo de esas sombras aladas. Le acaricié la cabeza a mi perra y noté ese murmullo especial que semejaba un gruñido que hacía con la boca para transmitirme cariño. Me puse de pie. Y sentí cómo los guácharos pasaban volando junto a mí, era un concierto de suaves plumas acariciando mi rostro. Estaba al tanto de la particularidad de su vuelo en la oscuridad sin chocar con nada debido a su sistema de sonar,64 pero también sabía que no era solo eso, había algo más. Me gustaba pensar que ellos intuían que yo era una más de esa multitudinaria bandada, porque no parecía molestarles mi presencia.

Pasó un largo instante y, con él, la transformación. Elevé las manos y sentí el cambio en mi cuerpo, aumentaron mis latidos, me hice más leve, percibí mis brazos en cruz y cómo, poco a poco, mis manos, ignorando mi mandato, comenzaban a realizar un movimiento ondulante de arriba abajo. Me oí chillar, emitir graznidos, mis oídos se hicieron más sensibles. Comencé a percibir sonidos antes inaudibles que al emitirlos salían disparados contra las rocas volviendo como un trueno hacia mí. Respondí a estos mensajes, me balanceaba, evitaba cualquier obstáculo que tuviese enfrente. Sentí la percepción de remontarme por los aires. Volaba. Volaba sola. Volaba con otros…

—Apura, Juan, ella puede estar en peligro –dijo la atribulada Kati aferrándose al asiento. Iban con la camioneta por el camino sinuoso y dificultoso, pero a Juan no le importaba. Él había escuchado muchas historias sobre la cueva. Unos peligros que incluían lo místico, los derrumbes y gente que se había perdido en su inmensidad y nunca había regresado. Pensaba por qué no había atendido al continuo pedido de Venus, para que la llevase a la cueva, encima sentía culpa por negarse repetidas veces, mintiéndole de que lo haría más adelante. Ahora pagaría las consecuencias si algo le pasaba. Él la quería con toda el alma, la amaba como si fuese también de su sangre. Y Kati seguro no lo perdonaría. Tomó con mucha velocidad la última curva.

Volar. Siempre me había ilusionado con hacerlo. Sabía desde mi interior que las sombras que me acompañaban toda la vida estaban estrechamente relacionadas con los guácharos y con su vuelo. Abrí mis grandes ojos y sentí luego de un vaivén acompasado con otros miles cómo salía de la caverna a buscar mi alimento, lo primero que sentí fue la luz nocturna y la brisa fresca del atardecer que moría.

Un suceso repentino me hizo mirar hacia arriba y vi caer en picada verticalmente como una flecha a un gavilán guacharaquero,65 temible por sus garras y pico afilado. Hubo un desconcierto momentáneo y general de la bandada. Se había perdido la sensación de sincronía con el resto, sentí que alguien me empujaba a un lado, eso me salvó, porque me hizo girar apenas sintiendo el paso fugaz, pero mortal de la rapaz. Escuché el golpe atroz sobre otra compañera de vuelo. Y al instante, como si nada hubiese sucedido, volvió la sincronía. Continué el camino angustiada, dejando detrás de mí un tendal de plumas y sangre regadas en el cielo. Dentro de ese manto oscuro y compacto que parecía flotar en el aire, quizás me había elegido por la llamativa pluma blanca que recorría mi cabeza o intuyendo con espíritu de ave que yo era algo más que un guácharo o solo me vio pasar y por una circunstancia fortuita me había atacado. En cualquiera de los casos sabía que tendría que reponerme, perder el miedo y seguir volando. La bandada continuó impertérrita su viaje. Y yo, ya sin dudar, quería ser parte de ellos. Pasamos por un puente natural al otro lado de la cueva y nos deslizamos muy cerca del viejo cauce de un río hasta llegar a la tan ansiada comida. Me sacié de frutos de palma66 hasta el hartazgo. La vuelta duró un segundo, estábamos de nuevo en la cueva, pero esta vez sentí una presencia fuerte. Junto a mí estaba la guáchara que me había salvado. En un abrir y cerrar de ojos vi cómo mi compañera de vuelo se transformaba en una hermosa mujer sentada de cuclillas en el suelo. Cantaba como en una ceremonia triste, entre lamentos y sollozos, algo en una lengua hasta ahora para mí desconocida. No sé por qué motivo vino a mi memoria la anciana de la biblioteca. Sentí que había una conexión entre ellas. La semejanza en su postura, su altivez y su templanza eran similares. Un sonido suave y repetitivo se coló en mis pensamientos hasta hacerse perceptible y convertirse en una voz:

Urimare, Urimare –repitió de forma categórica. Quería contestarle, pero no podía articular ninguna palabra de la desconocida lengua.

En ese instante recordé la antigua leyenda de una india Mariche, llamada Urimare, que, al ser su tribu diezmada y masacrada, logró sobrevivir, pero a pesar de todo sufrió una vida de esclavitud, sufriendo vejaciones y maltrato por los invasores. Pero su rebeldía latente hizo que huyera una noche, no sin antes pasar por degüello a un despreciable español. Quiso la suerte y su fortaleza física que un grupo de indios chaima la encontrara casi desfalleciente junto a un arroyo, y que la adoptaran como a una integrante más de la tribu. Con el tiempo demostró su valentía y coraje que le valió el respeto y la admiración de muchos. Al morir el jefe, heredó el cacicazgo que lideró con sabiduría.

Para los chaima y por supuesto también para Urimare, el río, la selva y las montañas eran sagradas. Existía también la creencia sobre una maldición que caía sobre los intrusos que entraban sin permiso a la cueva de los Guácharos,67 donde habitaba el alma de los muertos de un pasado muy remoto, considerados los verdaderos y poderosos dueños de la gran caverna.

Por tal motivo la cacica Urimare, que tenía el poder y el control de las creencias por su posición en la estructura de la tribu, era para muchos la custodio de la cueva, ella no permitiría que ningún alma fuera molestada en su reposo eterno.

Transcurrió un tiempo de paz, según cuenta la leyenda, que luego de un sueño anunciado ella se acercó a la cueva, presentía que algo iba a suceder. Escondida en el follaje, Urimare vio pasar a un grupo de hombres blancos que portaban poderosas armas y con entusiasmo entraron a la caverna, seguramente pensando encontrar en ella el oro maldito. Su alma valiente vaciló, sus piernas la enterraron en el fango del temor y no pudo con sus viejos miedos y recuerdos con esos despreciables seres, no tuvo el valor suficiente ni para gritarles y menos enfrentarlos. Cuando recuperó las fuerzas suficientes, los siguió a cierta distancia, quería en realidad saber qué pretendían y deseaba con toda su ira interior comprobar el trágico destino que les esperaba, pero para su sorpresa observó cómo luego de varias horas de deambular por la cueva los soldados salían vivos y caminando sin ninguna dificultad, sin ser dañados en lo más mínimo por ningún espíritu o alma guardiana.

Es por ello por lo que, rotas sus creencias, Urimare no pudo salir más de la cueva. Desde entonces se dice que en noches de tormenta no ha dejado de gritar y de llorar, desgarrada de impotencia y de dolor al comprender que los invasores habían derrotado las almas y con seguridad no iban a parar hasta destruir todo vestigio de sus ancestros. De tal modo, la leyenda terminaba con el juramento de Urimare a los espíritus de los antiguos de proteger a su pueblo y su floresta de cualquiera que los amenace. Cuentan que todas las noches se convierte en un gran guácharo que vuela dando aviso a sus guerreros del peligro que los acecha, convertidos todos en miles de aves deseosos de atacar a cualquier agresor.

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