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Cuando saber ya no implica entender

Nuestra mente nos reta. ¿Y si Christine no hubiera comprado esos tres productos juntos? ¿Y si los hubiera comprado en otro momento? ¿Y si no hubiera sido usuaria de Facebook? ¿Y si hubiera vivido en otro lugar? ¿Y si no hubiese llovido aquel mes? ¿Fue todo una casualidad?

Todo ello es indiferente. Lo relevante es que Andrew acertó, y que de algún modo contempló también la casualidad en su modelo matemático. Su chistera mágica convirtió lo circunstancial en esencial, creando una nueva realidad como resultado de su predicción y anticipándose al libre albedrío de dos personas comunes.

La historia de Christine y Andrew está basada en hechos reales sobre la cadena americana Target, publicados por el New York Times Magazine en 2012(R). De forma anecdótica –y puede que tan cómica como inquietante–, este caso nos desvela la revolución silenciosa provocada por la nueva ciencia de los datos.

Esta nueva forma de entender la sociedad y el mercado se caracteriza, por encima de todo, por un profundo cambio de modelo en la relación del ser humano con la tecnología: ya no solo consumiremos la tecnología para mejorar nuestra calidad de vida, sino que, en gran medida, pasaremos también a ser sus clientes y no tanto sus dueños.

Cualquier dato nuestro que pueda extraerse es muy valioso para alimentar modelos predictivos inteligentes como el de Andrew. Estos modelos recopilan los datos de forma masiva y constante, sacando conclusiones al momento. Y, lo más importante, aprenden de su propia experiencia: cada predicción exitosa de embarazo reforzaba el modelo de Andrew, y por el contrario, cada error lo corregía y reajustaba.

En otras palabras, la tecnología está ya capacitada para aprender de forma similar a como aprendemos los seres humanos en nuestra forma más primaria. La exposición a infinidad de estímulos nos permite aprender la relación causa-efecto por condicionamiento y por repetición, sin necesidad alguna de entender las leyes que rigen dicha relación. Si un niño acerca la mano al fuego, se quema. Y si repite el gesto, se vuelve a quemar. Su cerebro aprende entonces la relación causa-efecto y predice que en presencia de fuego se quemará si extiende la mano. Se interioriza así un patrón de comportamiento que consiste en evitar acercarse al fuego. El niño «sabe» que se quemará. No necesita entender las razones físicas de esa combustión para actuar, ni probablemente lo necesite nunca como adulto. Es así, por exposición, repetición y condicionamiento(R), como aprendemos e interiorizamos muchos hábitos de pensamiento y conducta que rigen gran parte de nuestra vida y de los que muchas veces no somos conscientes, que se integran en lo que llamamos «personalidad».

Las máquinas solo pueden aprender de esta forma tan eficiente si las alimentamos con enormes cantidades de datos. Hablo de millones de datos, de miles de millones, en adelante. Cuantos más datos incorporemos a los modelos, mejores patrones de causa-efecto podrán detectar, mejor será el aprendizaje y más ajustada será la predicción del efecto ante una causa nueva.

Así, por ejemplo, la cadena americana de grandes almacenes Walmart decidió aumentar de forma significativa la producción de galletas y su distribución en aquellos centros amenazados de forma inminente por un huracán tropical. Sus modelos predictivos habían detectado que, ante la amenaza de estos fenómenos meteorológicos, sus clientes comprarían muchas más galletas de lo normal. Y esa decisión comercial, a priori tan sencilla y económicamente razonable, aportó muchísimos más beneficios a la empresa que otras grandes campañas comerciales basadas en el lanzamiento de productos más caros y sofisticados. Por supuesto el sentido común parece justificar este patrón por la tendencia de las personas a comprar productos no perecederos ante la amenaza de aislamiento, pero sin duda pocos departamentos comerciales hubieran asumido una decisión así de forma espontánea. Precisamente Walmart es hoy una de las referencias de estudio de mercado en el campo del Big Data y el análisis predictivo.

Esta teoría del aprendizaje de las máquinas, que es la base de la inteligencia artificial (con la que tanto ha fantaseado el cine), empezó a desarrollarse en 1950 gracias a los trabajos de Alan Turing(R) y otros científicos. Sin embargo, sus aplicaciones cotidianas (como los casos de Andrew o de las galletas de Walmart) no han sido factibles hasta esta segunda década del siglo XXI por dos razones fundamentales.

La primera de ellas es que el mercado ya ofrece, a un precio razonable, soluciones informáticas suficientemente potentes como para procesar millones o billones de datos de forma rápida. La segunda es que solo ahora es viable obtener estos datos de forma masiva, constante e individualizada gracias al despliegue de los dispositivos móviles personales y su acción transformadora de los hábitos de pensamiento, conducta y de las relaciones sociales de la población de los países desarrollados. Este último aspecto es especialmente relevante y será desgranado poco a poco en las próximas páginas.

Cada búsqueda en Google, cada imagen que se comparte en una red social, cada recomendación, cada «me gusta», cada palabra que escribimos en un chat, cada vez que compartimos donde estamos o como nos sentimos, cada vez que medimos nuestras calorías en el iPhone después de hacer ejercicio… en general, cada vez que abrimos las puertas de nuestra vida a cualquier aplicación (gratuita o no) a través de nuestros dispositivos (smartphone, «tableta», ordenador...) permitimos que nuestra ubicación, nuestros hábitos y nuestros gustos, emociones y contactos pasen a formar parte de ese flujo incesante de datos que alimenta a las grandes empresas y que, en última instancia, tiene un valor económico incalculable.

La tendencia de mercado es inequívoca: capturar y almacenar la máxima cantidad posible de datos, por irrelevantes que parezcan, ya que nunca se sabe cuando un modelo predictivo podrá detectar un patrón oculto que genere una diferencia competitiva.

Es por ello que estamos pasando de ser los dueños de nuestra tecnología y disfrutar de sus innumerables ventajas (inmediatez, acceso a la información, comunicación de cualquier tipo en cualquier momento, etc.) a ser también sus clientes y a estar sometidos a las reglas de mercado que, dicho sea de paso, tenderán a ser gobernadas también por las máquinas y su inteligencia predictiva (hablaremos posteriormente del «Internet de las cosas»). Predicciones que generan nuevas realidades cotidianas y un cambio de las reglas de competencia: en 2016, dos de cada tres películas que se vieron en Netflix(R) fueron fruto de una recomendación automática, al igual que la tercera parte de las compras que se realizaron en Amazon(R).

Es evidente que gran parte del éxito comercial de estas iniciativas se sustentará en garantizar la obtención del dato directamente de la fuente y en cualquier lugar donde esta esté; de ahí la fuerte apuesta por el desarrollo de los sensores y de los dispositivos personales y móviles (smartphones hoy, o cualquiera de sus evoluciones en el futuro). Por eso es imprescindible implantar hábitos de conexión permanente en la sociedad, de forma que las personas participemos de forma activa o pasiva en mantener el incesante flujo de datos. Si estos hábitos generan además dependencias y transformaciones profundas en los modelos sociales, la tendencia será irreversible y las inversiones tendrán un retorno económico claro.

Sin duda, los cambios en la forma de entender la vida y las nuevas dependencias han formado parte siempre de cualquier revolución y, muy en particular, de las tres revoluciones industriales anteriores a esta cuarta que, según los expertos, estamos iniciando. Como nos ha demostrado la Historia, muchas de las nuevas dependencias serán éticamente plausibles porque mejorarán nuestra calidad de vida dándole valor añadido; desde luego, hoy es tan complicado vivir sin luz eléctrica y sin automóvil como sin poder contactar con nuestros seres queridos en el momento que deseemos. Pero no debemos perder de vista que muchos diseños aceptados pueden fomentar la adicción a la tecnología a través de la manipulación premeditada de nuestra atención y promoviendo nuevos hábitos de comportamiento apoyados en la recompensa inmediata, la compartición y la comparación social. Solo así pueden explicarse fenómenos tan virales y masivos como, por ejemplo, los que supusieron las aplicaciones Candy Crush (2012) o Pokemon Go (2016)(R).

Debiera ser importante para el hombre del siglo XXI ser consciente de ambos modelos de dependencia tecnológica. La irracional resistencia al cambio y al progreso nunca será el camino, y así lo ha demostrado nuestra naturaleza. Pero solo estando despierto, el ser humano evitará despojarse de aspectos esenciales de su vida y entregarlos gratuitamente a las redes de lo impuesto por las nuevas relaciones de poder.

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Viejas ficciones y nuevas realidades

En el momento actual, el Big Data es incuestionablemente uno de los pilares y aceleradores principales de la cuarta revolución industrial. Las bondades de su aplicación para la sociedad son evidentes: desde mejorar la prevención de enfermedades cruzando datos de todo tipo, hasta regular de forma inteligente el tráfico de vehículos en las ciudades en función de la congestión o los niveles de contaminación en cada momento. Estas aplicaciones, como cualquier otra que se base en la ciencia de datos, requieren obligatoriamente de la participación del ser humano como fuente de información, lo que supone un nuevo paradigma de mercado. Cualquier tecnología vinculada a este paradigma está destinada a implantarse de forma más rápida y universal mientras que, por el contrario, otras vivirán un desarrollo más pausado. Es el caso de la robótica, la realidad virtual, o la impresión en tres dimensiones, que ya cuentan con importantes aplicaciones en Medicina o Defensa pero que aún se resisten a invadir de forma cotidiana nuestras vidas (tiempo al tiempo).

 

Así, en poco más de cinco años, hemos vivido una vertiginosa penetración de los dispositivos móviles con sus evolucionados sensores (movimiento, presión, ubicación, temperatura, etc.) y un abrumador desarrollo de redes sociales y colaborativas de todo tipo. Tecnologías que van más allá de la frontera de la comunicación y el ocio de las personas, estando al servicio último del mercado de la captura de datos y su potencial beneficio económico. Esta es la razón de que el coste de adquisición de los dispositivos móviles sea tan asumible para la mayoría de la población –salvo situaciones de extrema pobreza o aislamiento– y que infinidad de servicios de Internet, como el correo electrónico, los mapas geográficos, el almacenamiento, el chat, las redes sociales o las aplicaciones móviles, sean gratuitos y masivos.

Los datos de uso global son inquietantes. En los últimos veinte años y en menos de lo que cubre una generación, la mitad de los siete mil millones de habitantes del planeta se han hecho ya con un teléfono móvil. Cuatro de cada diez personas tienen acceso a Internet(R), y casi el ochenta por ciento de ellas participa en una red social. Cada persona genera al día la misma cantidad de datos que hubiera generado en toda su vida hace un par de siglos. Cada segundo se realizan 10.000 transacciones con tarjeta de crédito. Cada minuto se suben sesenta horas de vídeos nuevos a Youtube. Cada día se realizan más de un billón de consultas en Google y más de 800 millones de actualizaciones en Facebook.

Los expertos prevén que en poco más de diez años estos datos se duplicarán, teniendo en cuenta la expansión de las infraestructuras y los servicios, el desarrollo de los países emergentes y la renovación generacional(R). No es descabellado imaginar, por tanto, una población plenamente conectada en la segunda mitad del siglo XXI.

Esta hiperconexión debiera encontrar su máxima expresión con el desarrollo de nuevos materiales que permitan extender la captura digital de datos. En la actualidad, el mercado augura la llegada del grafeno como un nuevo material transparente, fino y flexible capaz de recubrir cualquier superficie como si de una pantalla táctil se tratara. Este sueño de cualquier guionista de ciencia ficción fue premiado con el Nobel de Física en el 2010(R), pero su desarrollo es aún incipiente y no exento de controversia (en 2016, varios prototipos de baterías o teléfonos móviles enrollables han sido anunciados mundialmente, pero todavía no han visto la luz en el mercado). Las promesas del grafeno o de cualquiera de sus futuribles alternativas son infinitas: un navegador táctil en el cristal del coche, sensores en cualquier consumible o envase de un producto de alimentación, ropa que mida constantemente nuestras características físicas y vitales, o una lentilla que nos permita ver información sobre la persona que tenemos delante en un restaurante. Abrumador, sin duda.

La universalización de este tipo de materiales multiplicaría las posibilidades del Big Data y la inteligencia predictiva hasta los límites de la imaginación, pero también de la ética humana.

En 1956, el visionario Philip K. Dick escribió un relato que inspiró la laureada película de Steven Spielberg, Minority Report(R). En ella se retrata una sociedad futurista donde todo dato es capturado y analizado de forma masiva, donde la publicidad está finamente personalizada, llegando a cada persona a partir de la detección de sus pupilas (biométrica), y donde se predicen los crímenes antes de que sucedan y se generan acciones penales incuestionables e inmediatas para estos. Una sociedad que no actúa sobre el impacto sino sobre la probabilidad, y en la que no se permite eliminar el pasado porque los datos del mismo forman parte de la inteligencia que predice el futuro. Ciencia y ética conviven una vez más en la ficción y nos avisan de lo que puede estar por llegar.

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Objetos que se entienden. Nuevos amantes

Imagine el lector que su supermercado de confianza le sirviera la cesta de la compra en casa. No tras un pedido previo a través de Internet, sino sin hacer nada. Imagine que en su puerta aparece exactamente lo que usted necesita, y en el momento en que lo necesita. Imagine que la noche anterior se le acabó la leche o el café, y que lo tiene listo para desembalar en la puerta de casa justo a la hora del desayuno.

Imagine que cada producto tuviera un sensor electrónico incorporado en su envase, y que todos estuvieron conectados entre sí, diseñados para saber cuando se abren, cuando se consumen, como se maridan, o cuando se deterioran o caducan. Imagine que toda esta información se envía al supermercado de forma incesante, y que sus modelos predictivos extraen su patrón de consumo diseñando la cesta de la compra por usted. Tan solo pidiendo su confirmación con un pequeño gesto en su smartphone.

Esta fantasía es un futurible de lo que la industria denomina hoy el «Internet de las Cosas»: objetos conectados entre sí que son capaces de entenderse y que toman decisiones por las personas. En una vaga simplificación, esta tecnología trata de relacionar todos los sensores y programas informáticos entre sí, eliminando gran parte de las ineficiencias y los errores de la actividad humana y agilizando el pulso de la sociedad.

Ampliando el horizonte más allá de la cesta de la compra, las aplicaciones de este fenómeno son, una vez más, tan impactantes como apasionantes. Uno de los principales potenciales de esta conexión entre las cosas es garantizar la sostenibilidad de los recursos en las ciudades fuertemente impactadas por los nuevos modelos demográficos tendentes a la concentración de la población en grandes urbes. Así podríamos crear ciudades inteligentes que decidieran por sí mismas de forma autónoma con el objetivo de ser más eficientes. Por ejemplo, la ciudad podría ahorrar energía utilizando la iluminación predictiva en función de la trayectoria de los viandantes o vehículos, indicar a cada conductor donde aparcar en función del sitio libre más cercano a su destino, o ser más eficientes en la distribución del agua a los hogares, parques y jardines conectando los sensores climáticos y de humedad con los de la red hidráulica. Todo ello gobernado por un sistema informático ajeno a la participación humana en muchas de sus decisiones. Hoy en día, y sin existir aún la perfecta ciudad inteligente per se, abundan las iniciativas vinculadas a la transformación digital de las ciudades y una fuerte apuesta de los sectores públicos y privados por apoyarlas.

En una dimensión más humana, también se prevé que la llegada masiva del «Internet de las Cosas» tenga un importante impacto en el mundo laboral. Según los analistas(R), en el 2020 la cuarta parte del volumen de trabajo de las empresas será gestionada directamente por las máquinas, sus robots y sus objetos conectados, creando nuevos puestos de trabajo y destruyendo muchos más. En este sentido, las grandes oportunidades competitivas para los nuevos científicos de datos quedarán matizadas por la desaparición neta de cinco millones de puestos de trabajo(R), especialmente aquellos cuyas funciones sean de tipo administrativo. Más de la mitad de los alumnos que estudian primaria en nuestros días trabajará en puestos que aún no existen, y muchos de los trabajadores pasarán a ser supervisados por un roboboss, es decir, por un programa informático de inteligencia artificial capaz de supervisar los objetivos de sus trabajadores y generar las instrucciones adecuadas. Otros tantos serán obligados a llevar consigo medidores de sus constantes vitales como requisito del servicio de prevención de riesgos laborales, y su ubicación será permanentemente monitorizada a través de los sensores de posición de su teléfono móvil corporativo.

Podría seguir citando casi indefinidamente un sinfín de aplicaciones y previsiones extraídas de los estudios y proyecciones de mercado que existen al respecto, pero dejo ese espacio de investigación al lector interesado, para lo cual puede apoyarse en algunas referencias bibliográficas que podrá encontrar al final de este libro.

La idea de incuestionable relevancia que se desprende es que este «Internet de las Cosas», esta hiperconexión de los objetos, se unirá a la hiperconexión de las personas, creando un nuevo ecosistema al que el ser humano deberá adaptarse de forma inevitable. Un ecosistema que debiera ser el prolegómeno de la robotización de la sociedad, en la que la convivencia con objetos inteligentes será algo cotidiano.

Objetos humanizados de cualquier forma imaginable (imágenes, voces, hologramas, máquinas, robots, etc.) que serán capaces de entender nuestro lenguaje, adivinar nuestras inquietudes y predecir nuestros deseos a partir de las manifestaciones más tangibles y medibles de nuestro cuerpo.

Aquí entramos de lleno en el terreno de la inteligencia artificial y sus eternos debates. Un discurrir de ideas que merecería libros enteros y que plantearía de forma recurrente los mismos interrogantes que han desatado ríos de tinta en obras clave de la literatura de ciencia ficción de autores como Isaac Asimov, Brian W. Aldiss o el ya mencionado Philip K. Dick. La cuestión esencial reside en si las máquinas, al estar programadas para detectar cualquier manifestación humana por pequeña que esta sea, están también capacitadas para comprender su significado. Si las máquinas, al comprender estos significados, están capacitadas para empatizar de forma genuina con las personas, dueñas últimas de esas manifestaciones de ideas y sentimientos. Y si el perfeccionamiento de esta inteligencia artificial puede hacer que en algún momento las máquinas sientan de forma similar a como sentimos los seres humanos y sus derechos deban ser incorporados a la sociedad.

Especialmente inquietante es el punto de vista inverso, esto es, el de la transformación de los sentimientos, hábitos y conductas de las personas como consecuencia de la «humanización» de la inteligencia artificial. En este sentido, exponerse a una amable cara sonriente generada por ordenador, o a una voz cálida especialmente diseñada para conversar con una persona, dispara inevitablemente infinitas conexiones en nuestro cerebro asentadas a lo largo de nuestra evolución y que están entrenadas para generar respuestas afectivas; los seres humanos estamos programados por la naturaleza para empatizar y crear vínculos emocionales y afectivos entre nosotros, y los disparadores esenciales de estos programas son las expresiones faciales, el lenguaje verbal (palabras y tonos de voz) y el lenguaje no verbal.

En la futurible relación de las personas con las máquinas humanizadas (robots), nuestra empatía biológica hacia ellas no dependerá tanto de cada persona como de la perfección del diseño de la máquina. Instintivamente podremos sentir un abanico de sensaciones tales como un abrumador sentimiento de superioridad ante una especie inferior que podría resultar, por ejemplo, en el impulso de someter a las máquinas al maltrato sin remordimientos. También podremos sentir un potente rechazo visceral cuando las máquinas tengan una apariencia humana aparentemente perfecta que nos provoque la respuesta de empatía, pero cuyas imperfecciones de diseño (expresiones faciales no suficientemente naturales, lenguaje no fluido, etc.) desencadenen a su vez la respuesta contraria, la de ansiedad frente a seres no semejantes o biológicamente amenazadores(R). Pero también podremos desarrollar sentimientos de apego en el caso de que la inteligencia artificial esté perfectamente diseñada para cubrir nuestras necesidades emocionales, lo cual no implica que esta sea corpórea y humana.

En la bellísima, aunque algo indigesta, película Her(R), el solitario Theodore se enamora del sistema operativo de su ordenador, una versión de inteligencia artificial capaz de dialogar con él a través de una sensual voz femenina de nombre Samantha. Durante el desarrollo del filme se construyen y deconstruyen con una sutileza excepcional las finas líneas de la ética del amor, confrontándolas con la soledad, el aislamiento y la dependencia emocional. Samantha, de forma incondicional e inmediata, siempre estaba disponible para Theodore, detectando sus inquietudes, comprendiendo perfectamente sus emociones, y anticipándose a sus deseos en cualquier momento y lugar. ¿Acaso no son estas las aspiraciones del amor en nuestra sociedad?

Theodore se hizo la misma pregunta y decidió comprometerse con su ordenador y hacer una vida común con él. Un brillante acierto del filme es eliminar la componente física –que no sexual– y que aún así el espectador no pueda evitar ser arrastrado por los sentimientos del protagonista. Su amor es tan real como otro cualquiera. Más fuerte todavía. ¿Qué es el amor, a fin de cuentas, si no lo que sentimos dentro de nosotros? ¿No es también lo que decidimos, a lo que nos comprometemos? Pero, ¿cuál es la frontera que separa la emoción de la decisión, la decisión de nuestro condicionamiento? Son debates en los que siempre nos hemos visto inmersos como seres humanos pero en los que, tarde o temprano, tendremos que incorporar a nuestros nuevos compañeros de viaje.

 

Si perfeccionamos la humanización de la inteligencia artificial para hacerla más atractiva y comercial y, en general, si diseñamos la tecnología de forma que la comodidad, la inmediatez y la personalización que nos aporta venzan a la necesidad de relacionarnos los unos con los otros de forma profunda y genuina, nos enfrentaremos a un verdadero reto como especie.

Algo para lo que nuestros cinco millones de años de evolución no nos han preparado. Tendremos que hacer frente entonces a las posibles disfunciones psicofisiológicas que genere el vínculo emocional, inevitable, de cada persona con sus objetos inteligentes y, por supuesto, a sus consecuencias éticas.

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