Patrick Modiano

Tekst
Z serii: Prismas #17
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

En cualquier caso, el análisis de lo que hay de autoficción y de autobiográfico en su obra, y especialmente en aquellas narraciones en las que aparecen sus progenitores, no podía ofrecer los mismos resultados en 1997, cuando Laurent divulga su tesis, que doce años después, cuando en 2009 Blanckeman publica su libro, porque en ese periodo entre ambas obras tiene lugar un hecho fundamental como es la aparición de Un pedigrí (2005), una «piedra de Rosetta» en la que Modiano desvela muchos de los asuntos familiares sobre los que asienta su narrativa y permite descubrir nuevos vínculos intertextuales bajo el palimpsesto de su escritura. Obsérvese que en la portada de las ediciones de Gallimard de Un pedigrí –al igual que en Libro de familia y en Tan buenos chicos no aparece como en el resto de sus narraciones un subtítulo con la indicación de «Roman» (Novela), marca architextual que, como explica Genette (1982: 12), cuando es muda y no aparece puede ser bien por rechazo a subrayar una evidencia, o al contrario –como pensamos que es el caso–, para recusar o eludir cualquier adscripción.

1.2.2. Matar a la madre para vengar al perro

Aparentemente, en Un pedigrí no ha habido voluntad de enmascarar a las personas tras los personajes. Algo que parece claro de entrada cuando apunta los primeros datos biográficos de su madre e incluso cuando, rotundo y sin piedad, dice de ella que «Era una chica bonita de corazón seco» (UP 9).

Pero esa claridad empieza a difuminarse y a tomar unos tintes más complejos cuando, a renglón seguido, la mirada del narrador se vuelve hacia el propio autor para ir identificándose con el perro de su madre.

Su novio le había regalado un chow-chow, pero ella no le hacía caso y lo dejaba al cuidado de diversas personas, como hizo conmigo más adelante. El chow-chow se suicidó tirándose por la ventana. Ese perro aparece en dos o tres fotos y debo admitir que me conmueve muchísimo y me siento bastante próximo a él (UP 9-10).

Más adelante, el narrador tras una disculpa retórica, se pone la máscara del perro que da título a esta autobiografía y afirma con énfasis:

Soy un perro que hace como que tiene pedigrí. Mi madre y mi padre no pertenecen a ningún ambiente concreto. Tan llevados de acá para allá, tan inciertos que no me queda más remedio que esforzarme por encontrar unas cuantas huellas y unas cuantas balizas en esas arenas movedizas… (UP 11-12).19

En efecto, el escritor se pone la máscara del perro, porque tal como explicó Barthes (1972: 33): «Toda la literatura puede decir: “Larvatus prodeo”, “me adelanto designado mi máscara con el dedo”».

Y, sin embargo, esa máscara del perro es la única con la que avanza en este relato seco, en el que al lector no le puede extrañar que se identifique con una amiga de la infancia «dulce como todos los niños a quienes no han querido» (UP 59). Sobre todo, después de leer esta evocación de la relación con su madre durante la primera infancia:

La veía pocas veces. No recuerdo de ella ni un ademán de ternura auténtica o de protección. Me notaba siempre hasta cierto punto con la guardia alta en su presencia. Sus repentinas iras me perturbaban, y como asistía al catecismo, le rezaba a Dios para que la perdonase (UP 35).

Una agresividad materna que, lejos de remitir con los años, iba en aumento cuando el joven no conseguía que el padre le diera dinero para ambos.

A veces llego sin nada y mi madre monta en cólera. No tardé en esforzarme –alrededor de los dieciocho años y en los años siguientes– por traerle por mis propios medios esos malditos billetes de cincuenta francos, que llevan la efigie de Jean Racine, pero sin conseguir desactivar esa agresividad y esa falta de benignidad que me había mostrado siempre (UP 92).

Y como la herida sigue abierta, para expresar el dolor tiene que volver a ponerse la máscara del perro:

Nunca pude hacerle confidencias ni pedirle ayuda alguna. A veces, como un perro sin pedigrí y muy dejado de la mano de Dios, siento la pueril tentación de escribir negro sobre blanco y con todo detalle cuánto me hizo padecer con su dureza y su inconsecuencia. Me callo. Se lo perdono (UP 92).

No podemos dudar de la sinceridad de ese perdón, pero tampoco podemos dejar de constatar que de ninguna manera hay olvido. El escritor no ha podido, y probablemente no haya querido, olvidar todo el daño que le ha infligido esa hermosa mujer de corazón duro que fue su madre, la actriz Louisa Colpeyn. Porque, aunque afirme que le perdona, como acabamos de ver, previamente confiesa que tiene la tentación de contar sin tapujos y detalladamente todo lo que le ha hecho sufrir, para añadir que se calla. Lo que equivale a decir que tendría cosas más graves que contar. El escritor ya maduro pretende establecer con la lejanía de los años transcurridos una distancia sentimental:

Todo queda tan lejos ya… Me acuerdo de haber copiado, en el internado, la frase de Léon Bloy: «Hay en el mísero corazón del hombre lugares que no existen aún y en donde se cuela el dolor para que así existan». Pero este era un dolor para nada, de esos con los que ni siquiera se puede hacer un poema (UP 92-93).

Posiblemente de ese dolor Modiano no haya podido extraer un poema, como dice, pero si muchas páginas de su narrativa. Y es que, aun cuando los estudios sobre el escritor mayoritariamente hayan centrado el foco sobre la figura paterna, lo bien cierto es que, aunque menos constante y más diseminado, el recuerdo de la madre es aún más lacerante.

* * *

La profundidad de esa herida se hace patente si se repasa el personaje de la madre en algunas de sus obras y especialmente en Joyita, novela en la que la representación del perro en relación con la figura materna cobra una mayor relevancia.

Al comienzo del segundo relato de Tres desconocidas, aparece una madre definida como «mujer dura e iracunda, y no una sentimental como yo» (TD 51), cuyas broncas le producen miedo a su hija, que cree que su nacimiento había sido un accidente en la vida de su progenitora. Esa madre «echaba espuma por la boca y vociferaba con acento del Norte», lo que constituye una clara alusión a los orígenes flamencos de la madre del escritor y a sus arrebatos de cólera. Desde la muerte de su padre, a los tres años, la madre se había ido a vivir con un carnicero, profesión infame en el universo modianesco, que de manera indirecta remite a Jean Cau, gran aficionado a la tauromaquia y amigo de la madre de Modiano, como se comentará más adelante.

En Viaje de novios, la madre de Rigaud, el protagonista, es definida como «esa infeliz cabeza hueca» y como «una madre fútil». Previamente, ha tenido lugar este diálogo:

–¿Viven sus padres?

–He dejado de verlos –le dije.

–¿Por qué?

Otra vez el fruncimiento de cejas ¿Qué le iba a contestar? Unos padres muy peculiares que siempre había buscado internados o correccionales para librarse de mí (VN 36-37).

Luego Rigaud dirá de su progenitora que era tan poco maternal que le abandonaba jornadas enteras en el jardín de la villa y que incluso una tarde se olvidó de él. Para añadir a continuación: «Más tarde cuando padecía hambre y frío en un internado de los Alpes, lo único que le pareció oportuno enviarle fue una camisa de seda» (VN 68). Al respecto conviene recordar que el joven Modiano estuvo internado en un colegio de Alta Saboya de septiembre de 1960 a junio de 1962. Durante el primer año, sólo recibe una visita fugaz de su madre.

Mi madre pasa como una exhalación por Annecy, se queda el tiempo preciso para comprarme dos piezas del equipo: un guardapolvo gris y un par de zapatos de segunda mano, con suela de crepé, que me durarán alrededor de diez años y en los que nunca entrará el agua. Se va mucho antes de la tarde del comienzo de las clases. Siempre resulta penoso ver cómo ingresa en un internado un niño, sabiendo que se va a quedar preso allí. Entran ganas de impedírselo. ¿Se plantea mi madre esa cuestión? Aparentemente, no hallo gracia ante sus ojos. Y además tiene que irse para pasar una temporada larga en España (UP 69-70).

Cuando regresa, le cuenta historias sublimes de Andalucía y de los toreros, pero el escritor apostilla: «pero tras la afectación20 y la fantasía, hay mucha dureza» (UP 77). Por lo demás, el hambre del que habla en Viaje de novios no es ninguna fantasía literaria:

Desayuno. Café sin azúcar en un tazón metálico. Nada de mantequilla. (…). Reparten una rebanada de pan y una onza de chocolate negro a las cuatro. Polenta para cenar. Me muero de hambre. Me dan mareos (UP 72).

Llega un día en que los internos ya no pueden más y el joven Modiano y unos cuantos compañeros se rebelan ante el ecónomo. Pero la situación no debió mejorar mucho, porque en noviembre de 1961 el joven se contagia de sarna y tras buscar en el listín telefónico se acerca a la consulta de una médica de Annecy.

El estado de debilidad en que me hallo parece asombrarla. Me pregunta: «¿Tiene usted padres?». Ante esa solicitud y esa ternura maternal tengo que contenerme para no echarme a llorar (UP 77).

De manera que, años después, Modiano escribirá que cuando Rigaud vuelve a visitar el jardín en el que lo dejaba su madre sienta un enorme malestar.

Tenía la desagradable impresión de estar regresando al punto de partida, a los lugares de su infancia, que no le inspiraba afecto alguno, y de notar la presencia invisible de su madre cuando ya había conseguido olvidarse de esa infeliz: sólo la relacionaba con malos recuerdos. (…) Sintió un escalofrío. La guerra le jugaba una mala pasada al obligarlo a regresar a esa cárcel que había sido su infancia y de la que se había evadido hacía mucho. Y resultaba que la realidad se parecía a las pesadillas que tenía con regularidad: era el comienzo del curso en el internado del colegio… (VN 76-77)

 

El retrato de la madre se convierte en un aguafuerte de tintes goyescos en Accidente Nocturno, en la que un trasunto de la madre que persigue al protagonista «se parecía a una cómica21 alemana muy vieja que se llamaba Leni Riefenstahl» (AN 61). Un aguafuerte en el que el trazo menos amable no será caracterizarla como una mala actriz:

La vida y los sentimientos no habían conseguido dejar huellas en aquella cara de momia, sí, la momia de una niña perversa y caprichosa de ochenta años. Seguía clavando en mí los ojos de rapaz y yo no bajaba la mirada. (…) Notaba que estaba a punto de morderme y de inocularme su veneno, pero, tras aquella agresividad, había algo falso, como la interpretación sin matices de una mala actriz. (…) Pero no le tenía miedo. Ya se habían acabado los temores infantiles en la oscuridad al pensar que una bruja o la muerte iban a abrir la puerta de la habitación (AN 61)

En esta novela, en la que la figura de la madre está representada por una medusa, Modiano llega a despojar a esta comicastra de su condición de madre a través de un curioso vericueto narrativo, cuando el supuesto hijo acude a la comisaría y allí le aclaran que «se hace pasar por su madre, pero, según su documentación, no hay ningún parentesco entre ustedes. Por lo demás, usted nació de madre desconocida» (AN 63). La inspiración biográfica de este pasaje queda reforzada por la circunstancia de que la comisaría en la que se desarrolla la identificación es la misma a la que trasladaron Albert Modiano y al joven Patrick cuando su padre lo denunció por escándalo público. Un episodio novelado en numerosas ocasiones y cuya historicidad el escritor certifica en su autobiografía.

No menos esperpéntico es el retrato de la madre que persigue a Jean Bosmans, el protagonista de El Horizonte (EH), que también la contempla petrificado como si se enfrentara a una Gorgona. Este despiadado monstruo femenino de la mitología griega toma aquí la forma de «una mujer con el pelo rojo y la mirada dura», el mismo color del pelo que tantas veces lucirá en películas y obras de teatro la madre del escritor. Un retrato de la madre que complementa diciendo que le lanza un raudal de insultos en una lengua gutural que no comprendía, en referencia al neerlandés de Louisa Colpeyn y al acento balcánico que impostó la actriz en muchos papeles de su filmografía.

La madre va acompañada de «un hombre moreno, con pinta de cura que ha colgado los hábitos (que) se cimbreaba como un torero» (EH 35). Al mirar a este personaje, sobre el que Bosmans tiene dudas sobre si el aspecto es más el de un cura que ha colgado los hábitos, se hace inevitable pensar en una caricatura del antiguo secretario de Sartre y gran aficionado a la tauromaquia, Jean Cau, que durante una época fue el compañero de Louisa Colpeyn. Cau consiguió un primer contrato en Seuil para El lugar de la estrella, que Modiano logró dejar sin efecto cuando supo que paralelamente Raymond Queneau había conseguido el compromiso de Gaston Gallimard para publicar la novela en la mítica colección blanche. Finalmente, Jean Cau fue el autor del prólogo de la primera edición en Gallimard, aunque luego Modiano lo haría retirar de las sucesivas ediciones. En Un pedigrí se burla del amigo de su madre,22 en El Horizonte el desprecio es más directo:

En aquel período de su juventud, cada vez que Bosmans tenía la desdicha de encontrarse con la pareja si se arriesgaba a pasar por la calle de Seine y sus inmediaciones,23 sucedía lo mismo: su madre se le acercaba, con barbilla agresiva, y le pedía dinero con el tono autoritario con que se riñe a un niño. El hombre moreno se quedaba aparte, quieto, y lo miraba severamente como si quisiera avergonzarlo por el hecho de existir. Bosmans no sabía por qué aquellos dos seres le mostraban tanto desprecio. Se hurgaba en el bolsillo con la esperanza de encontrar unos cuantos billetes de banco. Se los alargaba a su madre, que se los guardaba con ademán brusco (EH 35).

Unos gestos de agresividad y una rapiña que ya vimos en la avidez de Louisa Colpeyn por los «malditos billetes de cincuenta francos, que llevan la efigie de Jean Racine» y sobre la que el escritor nos ha dejado en una entrevista otro curioso testimonio:

De joven, recibí el premio de un joyero de la zona de Ópera: la pluma de diamante. Mi madre, que pensó que tenía un plumín de diamante de verdad, lo llevó al monte de piedad. Pero nadie lo quería, era de pacotilla. Regresó a casa con el objeto. Unos días más tarde, la robaron. Los ladrones también creyeron en el valor de la pluma y dejaron el estuche. Fue hace más de treinta años. Por mi parte, hace unos días, cogí sin su conocimiento el estuche que ella había guardado para mi sorpresa. Ella se deshizo de todos sus recuerdos y nunca leyó ninguno de mis libros. Pero había mantenido este caparazón vacío e irrisorio. Tenga, ábralo en el interior está escrito Clerc. El nombre de la joyería (Diatkine, 2006).24

Este testimonio, más allá de la insistencia en la rapacería de su progenitora, guarda, en un «caparazón», una constatación posiblemente más dura para su hijo: Louisa Colpeyn no leyó absolutamente ninguno de los libros de Patrick Modiano.

* * *

Modiano ya había pergeñado un duro, aunque velado, retrato de Louisa Colpeyn en Ropero de la infancia, novela en la que la madre aparece como una actriz histérica, y la figura del perro se convierte en catalizadora del resentimiento filial.

En ella, el escritor deja pistas claras sobre la inspiración autobiográfica del pasaje, cuando el narrador, al pasar junto a los teatros de la rue Fontaine en los que actuaba su madre y evocar los días en que de niño le acompañaba, dice que había pasado su infancia en la Rive gauche, en Saint-Germaine-des-Prés. Recuerda como, los domingos, hacía los deberes en el despacho del director del teatro, Henri de la Palmira, mientras su madre actuaba en un vaudeville escrito por un sedero lionés y su amante que habían alquilado el teatro y pagaban a los actores, sin que les importase demasiado que la sala estuviera vacía y solo asistieran en alguna ocasión unos pocos amigos. Un domingo, en que los actores también actúan ante una sala vacía, el joven, mientras oye la voz de su madre en escena, decide romper los deberes y no volver al colegio, ni hacer el bachillerato ni el servicio militar. De puntillas, pasa entre bastidores y la sala del teatro que está vacía. Al ver su sombra moviéndose, los actores interrumpen el diálogo sorprendidos de que hubiera un espectador. El joven sale a la calle y se siente perdido. En un ataque de pánico está a punto de pedirle a un transeúnte que le ayude. Luego se tranquiliza y da un paseo por el barrio, la parte baja de Pigalle, donde se encuentra con el perro de Herni de la Palmira, un labrador rubio. «Cruzaba el vestíbulo, se detenía en el umbral y olfateaba el aire. Con andares plácidos, volviendo la cabeza, ora a la derecha, ora a la izquierda, se encaminaba hacia mí con el porte de un turista que estuviera visitando el barrio» (RI 66). El joven repara en que la farmacia aún estaba abierta, un detalle que no es banal porque en muchas novelas, como Joyita o En el café de la juventud perdida, la farmacia de Pigalle es un «punto de referencia» para el héroe que se encuentra perdido en un momento crucial de su vida. Un punto de referencia que aquí además se asocia a la figura del perro, una vez más un labrador.

El labrador y yo25 nos quedamos un ratito contemplando el escaparate, que iluminaba una luz verde. Luego pasamos por el cruce y nos separamos: él siguió bajando por la calle de Fontaine y yo entré en el café Gavarni (RI 66-67).

El joven decide finalmente volver al teatro, donde su madre tras preguntarle de pasada dónde estaba, le interroga inquisitivamente por una vieja cazadora de ante que habían encontrado en un armario del teatro.

–¿Me prometes que todavía tienes la cazadora vieja de ante?

Se le anegaba la mirada en una expresión de angustia insoportable. El destino del mundo dependía de aquella cazadora vieja de ante. Fuera de ella, nada tenía ya importancia.

–¿No irás a decirme que has perdido la cazadora vieja de ante? ¡Contesta!… ¿Dónde está la cazadora vieja de ante? (RI 67).

Uno de los actores está estupefacto al ver que una vieja cazadora de ante podía convertirse en algo tan importante. Pero mientras más se agudizaba la angustia, ella más se fijaba en ese detalle mínimo hasta un punto de incandescencia, sigue recordando el narrador. Tras hacerle jurar que no la ha perdido, la madre se tranquiliza y los actores se ponen a hablar sobre el futuro de la obra, preguntándose hasta cuando estarían dispuestos los autores a seguir pagando. Entonces el joven decide intervenir maliciosamente, asegurándoles que había visto salir a alguien del teatro. Los actores se muestran preocupados por si se trata de un crítico, ya que el director había aconsejado a los autores no invitar a ningún crítico con el pretexto de que eran mala gente. Los actores quieren sabe a toda costa quién era ese espectador y el joven decide burlarse de ellos.

–Entonces, ¿quién era? –repitió Montavon.

–Dinos quién era ese espectador –dijo mi madre.

–El perro de Henri de la Palmira. Y llevaba puesta la cazadora vieja de ante (RI 69).

El sarcasmo cruel del joven no puede, sin embargo, desviar la atención de lo sustancial del pasaje, que es sin duda la identificación del adolescente con la figura del perro como elemento simbólico en el que apoyarse para hacer frente al abandono de una madre histérica.

* * *

Pero la obra que con más profundidad expresa el dolor del escritor por el abandono infantil es Joyita (J), novela de 2001 en la que tuvo que recurrir a un juego de múltiples máscaras que le permitiera hacer un ajuste de cuentas, a cara de perro, con la figura materna.

El cañamazo de Joyita parte de una historia que, en principio, aunque solamente en principio, nada tiene que ver con la familia Modiano. Se trata de una historia real con la que ya había trabajado el escritor en cuatro ocasiones: una discreta alusión en el capítulo sobre Harry Dressel de Libro de familia; en el relato corto La Seine, protagonizado por Bijou y su madre; un cuento que se transforma en el capítulo V de la novela De si braves garçons; y de manera más indirecta en la figura de una joven artista que aparece en Ropero de la infancia y que sólo conoceremos como «la petite». Cosnard (2010: 238) ha revisado los magazines de los años cuarenta y algunas memorias de personajes de la época, que dan cuenta de cómo Modiano sigue bastante fielmente la historia de Sonia Blache para construir el personaje de Sonia Cardères, la madre de Joyita. Sonia Blache, que fue sospechosa de colaboracionismo, se hacía llamar Marie Olinska, nombre con el que desarrolló una efímera carrera cinematográfica, ya que aparece junto a su hija de nombre artístico, Petite Bijou (Joyita), en un único film: Le Loup des Malveneur (1943)26 y que en La Petite Bijou, Modiano cambia por La encrucijada de los arqueros.27

Cuando en 2001 aparece La Petite Bijou, la hija de Eliana Gardaire, la auténtica Petite Bijou, se queda sorprendida al ver el título en el escaparate de una librería porque sabe que ese había sido el apodo de su madre, incluso en sus años de universitaria. Compra el libro y descubre con asombro un gran número de pequeños detalles (direcciones, números de teléfono, cocinero chino…) que coinciden con la vida de su abuela y de su madre, que tenía entonces 65 años y a quien le hace leer la novela. Según Cosnard, que se entrevistó con la hija de Joyita, la impresión de su madre es ambivalente: «Halagada, también está muy sorprendida por la forma en que Modiano ha calcado la historia familiar, y con reservas en cuanto a la imagen que da de su madre, la “Condesa”» (2008: 242). Entran en contacto y Modiano, que se queda sorprendido al saber que Joyita está viva, acepta modificar a partir de la segunda edición muchos detalles demasiado próximos a la realidad, nombres, direcciones y números de teléfono. Asimismo, entre la dedicatoria y el comienzo del relato, se añade una página con la consabida advertencia: «Todos los personajes de este libro son imaginarios y en ningún caso se pueden identificar con personas que hayan existido». Frase incierta por partida doble. Por un lado, en muchos aspectos anecdóticos, como hemos visto, los personajes están calcados de la vida de Joyita y de su madre. Y por otro lado, los sentimientos entre madre e hija pueden ser asimilados a los del autor con su propia madre28 y también, aunque de manera más episódica, con los de su esposa Dominique Zerffus respecto a la suya.29

 

A pesar de que la narradora, Thérèse, o Joyita, dice de su madre que borra pistas, que miente sobre su edad y que utiliza falsos nombre y falsos títulos de nobleza, lo que no deja de ser una ironía del escritor, Modiano se cuida muy bien de dejar una serie de rastros que remiten a su propio mundo. Así, cuando Thérèse conoce a Vera Valadier, la madre de la niña que tiene que cuidar y que a su vez es un doble de la madre de Joyita, se sorprende de que el francés parisino que habla no se corresponde con su aspecto y tiene la impresión de que es como si la estuvieran doblando, en una nítida referencia a la propia madre del escritor, que trabajó durante la Ocupación como dobladora de films de la Continental y que a lo largo de su carrera interpretó en numerosas ocasiones a personajes extranjeros. Y cuando cae la tarde, mientras mira a la niña hacer sus deberes, la narradora dice que el silencio era el mismo que había conocido en Fossombronne-la-Forêt, a la misma hora y a la misma edad que la pequeña. Una población, que como se verá más adelante, remite a Jouy-en-Josas, el pueblo en el que Modiano y su hermano quedaron al cuidado de unas extrañas amigas de su madre. La referencia se amplía y se hace explícita cuando la protagonista se acuerda de dos amigas de su madre, a las que aquí llama Simone Bouquereau y Frédérique. Personajes que se corresponden con la amiga de la madre de Modiano, Suzanne Bouquerau, y la amiga de esta, Frède, transformados en personajes literarios en Reducción de condena y desvelados como personas reales, diecisiete años después, en Un pedigrí (UP 36-37). Para disipar cualquier duda, el abandono de Joyita en Fossombronne se produce como consecuencia de un viaje de su madre a Marruecos, que se corresponde con la gira teatral que emprendió la madre de escritor tras «colocar» durante un par de años a sus dos hijos, Patrick y Rudy, en casa de Suzanne Bouquerau. No era el primer abandono ni sería el último que sufrieron los hermanos Modiano. Hasta los cuatro años, Modiano fue educado por sus abuelos maternos, por lo que hasta esa edad solo habla flamenco. Con cuatro y dos años respectivamente, Patrick y Rudy son dejados al cuidado de una gobernanta en Biarritz. Esa sensación de abandono es una constante en Joyita: baste recordar la evocación que hace Thérèse, cuando en su niñez llegaba al apartamento de su madre en el Bois de Boulogne y nadie le abría la puerta. Una situación que se repetirá, años después, en la misma zona con la niña a la que cuida Thérèse.

Más pistas sobre la madre: tras el reencuentro de Thérèse con Moreau-Badmaev,30 que se dedica a transcribir el contenido de emisiones de radio extranjera, le hace una pequeña demostración de su trabajo y le dice que el fragmento que acaban de oír es neerlandés pero con un ligero acento de Amberes (J 41), que no por casualidad es la ciudad natal de Louisa Colpeyn. Asimismo, a lo largo de Joyita, encontramos una reiterada evocación del episodio del atropello por una camioneta y la inhalación de éter, que se corresponde con el atropello real de Modiano niño (UP 34) sobre el que habrá ocasión de volver a propósito de Accidente nocturno. A estas autorreferencias habría que añadir el pasaje en el que la farmacéutica que cuida a Thérèse después de un desvanecimiento y de acompañarle a su casa señala a la farmacia de la place Blanche y le comenta que antes trabajó allí. Thérèse piensa que la farmacéutica pudo haber conocido a su madre cuando vivía por la zona y trabajaba de bailarina, en clara alusión a la época en que la madre del escritor trabajaba en los teatros la rue Fontaine (UP 63) y el Modiano niño vagaba por las calles. Thérèse le pregunta si conoció muchas bailarinas y la farmacéutica le dice que no le gusta hablar del pasado (J 154-155).

Por ello no puede extrañar que Eliana Gardaire, la auténtica Joyita, mostrara sus reservas respecto a la imagen que la novela daba de su madre porque, como acabamos de ver, en un segundo nivel la madre de Thérèse tiene mucho de la madre del escritor. De ahí el interés que tiene, por un lado, sintetizar las páginas del relato que ponen de relieve los sentimientos de Thérèse respecto de una madre a la que define como «un recuerdo malo» (J 81); y, por otro lado, recapitular el papel que tienen los perros en esos sentimientos, lo que permitirá establecer un primer paralelismo entre las referencias a la madre y a los perros en su autobiografía.

En Joyita, la representación de la herida edípica es especular, a diferencia de lo que sucede en Accidente nocturno que es directa. Así Thérèse evoca la época en que de pequeña su madre, una ex bailarina que sufrió un accidente, después de ausencias de varios días, reaparecía con la cara hinchada y la mirada azorada le pedía invariablemente que le diera un masaje en los tobillos. Y poco después, Thérèse recuerda que un día nadie fue a buscarle a la escuela y fue atropellada por una camioneta que, sintomáticamente, le hirió en el tobillo. Unas monjas le socorren y le hacen inhalar éter. Este recuerdo surge cuando Thérèse, que se encuentra «perdida» en la ciudad, es socorrida por la farmacéutica. Entonces tiene la tentación de contarle todo esto a su salvadora.

Sigo esperando y nadie viene a buscarme. Gracias al éter dejó de dolerme el tobillo y me quedé dormida sin sentir. Uno o dos años más tarde, en uno de los cuartos de baño del piso de cerca del bosque de Boulogne, me encontré un frasco de éter. El color azul noche me fascinaba. Siempre que mi madre pasaba por momentos de crisis en los que no quería ver a nadie y me pedía que le llevase una bandeja a su cuarto o le diera masajes en los tobillos, yo olía el frasco para darme ánimos. La verdad es que era una explicación demasiado larga (J 87-88.)

El pasaje expresa de manera elocuente toda la complejidad y profundidad de la herida edípica en Modiano. De manera que si la madre tiene que taparse la cara para que la hija le masajee el tobillo, la niña para poder hacerlo tiene que inhalar un éter al que se ha aficionado tras ser herida en el tobillo31 como consecuencia del abandono familiar.

Pero para llegar a poder expresar el dolor continuado que esa herida le produce a la protagonista adulta, previamente esta necesitará recordar la primera vez que fue con su madre al cine, un hecho determinante porque marca la ruptura entre el disfraz que la madre quiere imponer a la niña y la percepción que ella tiene de sí misma al hacerle ver La encrucijada de los arqueros, la película en la que, tiempo atrás, había interpretado un pequeño papel junto a su madre, en la que no se reconoce, sobre todo cuando oye su voz. De manera que cree que Joyita no era ella, sino otra chica. Será a partir de este recuerdo y otros que van acumulándose cuando se desate la crisis. La joven se siente cada vez peor hasta que entra en una farmacia y se viene abajo: «Rompí a llorar. No me había ocurrido desde la muerte del perro, algo que se remontaba doce años atrás» (J 85). La farmacéutica le da entonces un brebaje de color rojo cuyos efectos asocia con el éter que le dieron las monjas cuando el atropello y la herida en el tobillo, y este recuerdo, a su vez, enlaza con los masajes en los tobillos de la madre, una artista fracasada, como tantas otras de su universo narrativo.

De modo que la crisis de la Thérèse adulta estalla a partir de la conjunción de tres recuerdos:

i. El recuerdo de un elemento disruptivo, su visión en la pantalla y la negación de la forma de representación impuesta por la madre.