Las zapatillas vietnamitas

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—¿Qué quieren ustedes que haga?

—Queremos que colabore con nosotros —respondió Beras.

—¿Cómo?

—Corriendo junto a ellos. Vigilándolos. Será un corredor de maratón como hasta ahora, pero con la inteligencia alerta y convencido de que puede prestar un servicio inestimable a quienes creemos en el deber de velar por la dignidad del hombre.

—Un servicio a la humanidad —sentenció, solemne, Sam Stonimski.

—Supongo que habrán tenido en cuenta el riesgo que correría —replicó Conques.

—Lo hemos previsto —dijo Roberto Beras—. León Biever se convertirá en su sombra. Podrá recurrir a él cuando precise ayuda. Él le vigilará de lejos y a todas horas. Controlará sus pasos y los de quienes se suponga que pueden ser una amenaza para su seguridad personal. Su riesgo está calculado y le puedo asegurar que es mínimo.

Daniel Conques habló pausadamente, al compás de sus pulsaciones sometidas al dominio de su mente:

—Hace tiempo que me aparté del mundo. No quiero saber nada de él. No entiendo de sus intrigas ni quiero entenderlas. Perdí la fe en el hombre. Lo siento. Reservo las fuerzas para vencer la distancia que me sale al paso cada vez que inicio una prueba.

—Seguirá haciéndolo —dijo León Biever—. Y sentirá que posee una energía nueva que guía sus zancadas y nutre a su mente de emociones desconocidas, tal vez olvidadas.

—Y sobre ese hombre, Attila Nevius, ¿no dicen que han perdido su rastro?

—Deberá intentar averiguar dónde se oculta. Es el cerebro del plan que preparan. Meticulosamente...

—Confían demasiado en mí.

—Cierto.

—Me abruman.

—¡No lo entiende, Conques!

—No. No creo que sea el hombre que buscan.

—Lo es. Le brindamos la oportunidad de salir del círculo de soledad y de angustia en el que vive. Sabemos lo que siente. Cómo vive. Sabemos que sufre. También usted puede ser libre. Romper las cadenas que le atan a un pasado ante el que ha sucumbido. Usted es un luchador. No malgaste la formidable fuerza que posee cubriendo distancias que solo le conducen a la ansiedad de volver otra vez a empezar.

—Lo siento de veras.

—Puede hacerlo.

Samuel Stonimski se levantó del sofá, dio unos pasos hacia delante, se acercó a Beras para decirle algo al oído y luego se dirigió al sillón donde Conques, su perfil blanquecino esculpido en la penumbra relampagueante, se humedecía los labios con la lengua. El policía dobló el torso sobre el asiento y miró a los ojos al corredor:

—¡Escúcheme con atención, Conques!

—Sí.

—Lo que le ha dicho el capitán Beras es cierto. ¡Naturalmente que corre usted un riesgo! ¡Pero a cambio puede salvar su vida!

—Le oigo, no hace falta que grite.

—Usted cree, cuando corre, que vive; yo creo que huye y que se esconde como los escarabajos que viven en el desierto gracias a que han aprendido cómo succionar el agua que transporta el viento. Es usted un superviviente, Conques. Puede que llegue a los cien años, pero, de seguir las cosas como hasta ahora, será usted mismo quien lleve muy pronto flores al cementerio para depositarlas en su propia tumba.

—No comparto su opinión.

—Bien, se lo diré ahora con la música de fondo de un bandoneón.

—¿Qué quiere decir, Sam...?

—Reviva los momentos felices en que decidió compartir su vida con Amalia van Campen. Usted y ella ante el cura, con la iglesia madrileña convertida en una plantación de tulipanes. Suenan los acordes de un tango y usted se emociona. ¡Vibra! Siente que la vida retumba en su corazón con el gozo carnal de la mirada de Amalia. Las lágrimas de ella imploran la gracia de su amor. Y usted le acaricia la mejilla húmeda y le entrega su libertad y su integridad. Escuche ese tango otra vez, amigo Conques. Escúchelo. Está sonando... ¿Es que no lo oye?

El atleta alzó su mirada, rabioso ante la amenazante ambigüedad del rastreador de nazis.

—¡No entiendo lo que pretende decirme!

—¡Claro que me entiende! ¡Le hablo del único ser en el mundo que puede hacerle recuperar la alegría de vivir! ¡Vaya en su busca! Y encuéntrela.

—¡Está muerta!

—¡No lo está!

—¡Miente!

—¡Amalia van Campen fue secuestrada unas horas antes de que partiera de Buenos Aires el avión que después se estrelló en los Andes!

—No puede ser...

—Así ejecutan los nazis sus criminales planes.

—Viva... Imposible...

—Los nazis que usted puede desenmascarar.

—Por qué...

—No lo sabemos.

—Yo recibí las cenizas —dijo Conques, perplejo y desorientado a la vez, intentando hilvanar los recuerdos de la tragedia con la revelación del policía—. Estaban en una bolsa. Yo las deposité más tarde en una arqueta. Las arrojé al viento en el canal... Frente a nuestra casa. Vi cómo se desintegraba su ternura en el aire. Cómo su voz se apagaba al rozar las aguas del canal...

—¿Quién le entregó las cenizas?

—Un gendarme. En el paso fronterizo.

—¡Uno de los cómplices del atroz sabotaje!

12

La noche era negra y lloviznaba sobre el llano de Holanda, iluminado por las farolas que flanquean las autopistas del país como un gigantesco ejército en alerta nocturna. Las rachas de viento hacían temblar las puntas de las metálicas luminarias. Eran las diez de la noche y el A4 que conducía León Biever ya había tomado la salida de Oegstgeest en la autopista A-44, dejando Leiden a la izquierda.

Media hora antes, y después de recorrer el trayecto de regreso de La Haya a Ámsterdam, León Biever había aparcado su coche junto al canal, en Egelantiers, frente a la casa de Daniel Conques, para que este recogiera algo de ropa, sus útiles de aseo, un par de zapatos, usted verá, y los metiera en una pequeña maleta de color gris con ruedecillas, lo que hizo antes de asomarse a la ventana para llamar al policía. Conques lo invitó a subir, pero el agente rehusó hacerlo. Mejor aguardaba en el coche. Cuando cerró la puerta de su casa, Conques recorrió con sus ojos la perspectiva de Jordaan y sintió el alivio que había buscado en vano desde que abriera a primera hora de la mañana la ventana que daba al canal y tuviera la corazonada de que alguien lo espiaba.

Las calles estaban ahora desiertas, caían lentamente las hojas de los árboles, el viento rizaba las aguas del canal y había desaparecido el ciego que tocaba el bandoneón sobre la giba del puente.

Ahora estaba seguro de que era un bandoneón. Lo pensó mientras Biever cerraba el maletero. Echó un último vistazo al puente, nuestro puente: volvió a recordar cómo cayeron, lentamente, las cenizas de Amalia, copos de nieve gris...

Sus pensamientos se habían trocado en estados visuales de la mente; por eso sus ojos los perseguían.

—¿Se encuentra bien? —preguntó Biever antes de poner el coche en marcha.

—Muy bien.

—¿Pongo la calefacción?

—No hace falta.

—Comprendo lo que le ocurre.

—Gracias.

En el cerebro de Conques se había instalado una especie de volcán en erupción cuya lava arrasaba todo lo que había existido antes. Silencioso e inexorable. Para él empezaba una nueva fase de su vida. Era cierto cuanto le había rondado durante el interrogatorio: hacía unos minutos que aquellos tres policías habían dado el pistoletazo de salida a su carrera más incierta e imprevisible. Tenía la sensación de que había empezado ya a correr. Ahora soñaba con el final. ¿Y si Amalia estaba realmente viva, como aseguraban los del SIB? ¿Y si Amalia lo esperaba al cruzar la meta? Pero ¿dónde la escondían?

Acababa de hacer un gran descubrimiento: en el mundo que creía muerto, nada se había extinguido.

Biever giró en un par de ocasiones el rostro: no debía interrumpir los pensamientos de su copiloto. A partir de ese momento podía considerar copiloto al hombre a quien acompañaba y de quien no tendría que separarse ni a sol ni a sombra. Así que, se dijo, tendría que buscarse un hotel en Katwijk. Lo que más le importunaba era pensar en las dificultades logísticas a las que se enfrentaría desde esa noche, puesto que Daniel Conques tenía plena libertad para moverse e ir adonde quisiera. Por ejemplo, acudir al maratón de Hanói. A Conques se le había metido en la cabeza y así se lo había hecho saber a Beras en la embajada. Debía empezar a preparar el viaje a Vietnam, pues. También el desplazamiento a Madrid, adonde Conques deseaba viajar después de visitar a sus suegros. Pero ¿qué sucedería cuando Conques tomara la iniciativa y le sorprendiera con un desplazamiento insospechado? Cuando el corredor decidiera, en un plis plas, embarcarse rumbo a Nueva York, o a Buenos Aires, o al fin del mundo... Creía que lo conocía lo suficiente; era capaz de todo. Recordó lo que se afirmaba de él en los expedientes policiales: «Un hombre equilibrado y de reacciones mesuradas y reflexivas». Eso es. Pero no se atrevía a imaginar cómo respondería ante las sacudidas de sus biorritmos y emociones tras la revelación de que su mujer estaba viva; ciertamente, había sido el revulsivo eficaz que todos esperaban. La verdad es que esa carta la jugó muy bien el zorro del polaco, pensaba Bieber mientras conducía.

Beras se había encargado de informar a la Yard de la incorporación de Conques al dispositivo operativo de la SIB. En realidad, no se trataba de una incorporación en toda regla, pero como si lo fuera. También se convino poner al tanto de lo acontecido a las policías holandesa, francesa y alemana. Todo en un plano muy confidencial. No así a la argentina, pues había dudas (la investigación se llevaba a cabo con absoluto hermetismo) sobre la identidad de quienes intervinieron como falsos policías en el accidente de Aerolíneas y en el secuestro previo de Amalia van Campen.

 

El Audi llaneaba en la noche como una nube en la autopista del cielo. Biever se decidió a romper el silencio:

—Tendremos que tutearnos.

—Yo también lo había pensado.

—Estupendo.

—¿Cómo te las vas a arreglar?

—No lo sé.

—Puedes quedarte en casa de mis suegros. No creo que pongan inconvenientes.

—Tenemos que evitar aparecer juntos. Y acostumbrarnos a vivir como si no nos conociéramos. Si los nazis nos descubrieran, se echaría todo a perder. El teléfono que has memorizado en la embajada es especial y solo funciona cuando tú te comunicas conmigo. Su frecuencia no puede ser detectada. Una especie de teléfono rojo entre el Kremlin y el Despacho Oval de la Casa Blanca. ¿Qué prefieres ser?

—Me da igual —respondió Conques, sin entender.

—Es una broma. Dispondrás de uno igual en un par de días. Antes de marcharte a Madrid.

—Gracias.

—Te lo harán llegar a casa de los Van Campen.

—Oye, ¿dónde aprendiste hablar tan bien el español?

—Mi madre es española. De Soria. Estudió enfermería en Madrid y después siguió un curso sobre enfermedades terminales en Barcelona. Vino a Holanda a buscar trabajo y la contrataron como especialista en un hospital. Unos meses después conoció a mi padre, médico. Se casaron enseguida. Mi madre se empeñó en ponerme de nombre Saturio. Como el santo patrón de Soria. ¿Has estado en Soria?

—No. No tienen maratón.

—A mí me llevaban todos los veranos a Soria. Y visité un par de veces la gruta donde está el santo.

—Ahá.

—Ya sabes. Saturio. Suena a santo y seña.

—Sí.

—¿Recuerdas el número?

—Creo que sí.

—Memorízalo otra vez. —Biever miró a su copiloto de reojo—. Para perfeccionar mi español, asistía a clases en el colegio «Antonio Machado» de Soria. Todo el mes de agosto dale que te pego. Así pasaba las vacaciones. Entre la ruta de san Saturio y los libros de Machado. Naturalmente, prefería a Machado. Aprendí sus versos de memoria. «Caminante no hay camino...».

—«... se hace camino al andar».

—Es lo que nosotros hacemos ahora.

Se despidieron a unos cien metros de la casa donde vivían Peter y Beatrijs van Campen. León Biever bajó del coche para estrechar la mano de Conques, que no supo qué decir. El agente le dio unas palmaditas en el hombro, como diciéndole: Es mi trabajo. Luego, ya dentro del vehículo y con las manos al volante, bajó la ventanilla del lado derecho, giró la cabeza y le dijo a Conques, inmóvil en la acera:

—Me alegro de haberte conocido. Suerte.

El atleta se dirigió lentamente a la casa de sus suegros, en las afueras de Katwijk. El Atlántico y las gigantescas dunas que impedían su avance se adivinaban muy cerca. Conques recordaba aquel lugar con emoción. Había pasado en él momentos inolvidables en compañía de Amalia, semanas después de conocerse en Madrid. Ella dormida, acurrucada en sus brazos, desnuda, su piel resplandeciente en la aurora que rielaba la inmensa llanura verde. El paisaje al que tantas veces había despertado se sumergía ahora en la oscuridad.

La casa de sus suegros estaba en el centro de una parcela con un pequeño embarcadero desde el que se accedía al canal. Solía haber una barca fondeada. Siempre lo está. Mientras caminaba, Daniel evocaba el ronquido del motor cuando el pequeño batel se aproximaba con el sol de frente mordiendo las copas de los álamos, al anochecer. Él lo veía deslizarse sobre la superficie del canal como una trucha que asoma la cabeza creyendo que la luz del mar es una gran mosca de miel. Los patos se deslizaban erguidos; parecían esbeltas nadadoras de un equipo de natación sincronizada antes de arrojarse a la piscina.

Desde la buhardilla divisaba por la mañana los inmensos campos de flores. La tierra los había vestido con un traje de Arlequín. Los colores más hermosos de la naturaleza prendían en el llano, diseñado por un agrimensor que había aprendido lecciones de Dios: bancales cuadrados, rectilíneos, rectangulares algunos, perfectos, sin nudos, sin curvas, precintados por levísimas tiras de un color verde intenso o encajados en el azul de las aguas de los canales.

Beatrijs lo aguardaba tras los visillos corridos de una ventana, como si esperase la llegada de su hija. Al verla, Conques pensó que también ella podía tener premoniciones. Pero no, se dijo a continuación; no le contaría nada de lo que le habían dicho los policías en la embajada de España. Guardaría el secreto. Y bien que sentía no poder transmitirle a aquella mujer, ni al bueno de Peter, tan esperanzadoras noticias.

Beatrijs había preparado para cenar roast beef con puré de manzana. Los tres se sentaron después a escuchar música. Cuando terminaron los compases del Concierto número 3 de Brandenburgo, Peter abrió las dos ventanas para que entrara en la casa el murmullo del canal y el más apagado que emitía el cortejo de los patos.

Antes de retirarse a dormir, Beatrijs explicó a su yerno que la madre de Hugo Verploegh, un amigo de Amalia, ¿le conociste?, la había llamado hacía unos días por teléfono para comunicarle que había encontrado, en un desván olvidado de su casa, un cofre, cerrado con llave, que había pertenecido a su hijo. El padre de Hugo se llevó el cofre a un cerrajero para que lo abriera y, cuando este consiguió vencer la resistencia del cerrojo, encontraron en su interior un sobre cerrado con el nombre de Amalia van Campen estampado en la cubierta. «Va a hacer cuatro años que murió Hugo y no hay mes que no encontremos algo nuevo que le perteneciese», le dijo a Beatrijs su amiga, de nombre Irene.

Como los Verploegh vivían en Ámsterdam y eran mayores y con achaques, «tantos o más de los que sufrimos nosotros», se lamentó Beatrijs, su amiga Irene decidió enviarles por correo el sobre que su hijo tenía al parecer la intención de entregar a Amalia.

—Ni lo he abierto, ni tengo ningún interés por saber lo que contiene —dijo Beatrijs.

Al poco de ausentarse, la mujer regresó con un sobre almohadillado en cuyo interior figuraba el que Hugo quiso enviar a Amalia y no pudo, «o no quiso, ve tú a saber, era tan raro ese muchacho», comentó Beatrijs al tiempo que entregaba el sobre a su yerno.

—Al principio, Irene pensó en entregar el cofre a la policía, pero tuvo miedo —dijo Beatrijs—. Cosas de madre.

Daniel Conques estuvo observando el envoltorio un buen rato. Después, lo abrió con un abrecartas que le había entregado Beatrijs, presta a ayudarle. El sobre contenía una fotografía envuelta en una delgada cartulina blanca. No se atrevió a hacer comentarios en presencia de ella, ni siquiera le echó un primer vistazo al experimentar, sin saber por qué, la extraña sensación de sentirse vigilado por los policías de la embajada. En ese momento pensó en León Biever y memorizó su número de teléfono, no es para tanto, se dijo.

Su curiosidad no aguantó mucho tiempo a desplegar la cartulina. Cuando se decidió a hacerlo, Beatrijs reparó en la cautelosa reacción de su yerno y se levantó.

—Te dejo tranquilo —dijo.

Conques no contestó. Observó con detenimiento la fotografía en la que posaba un elegante anciano con bigote a lo Bismarck y sentado en un butacón orejudo de piel. Por detrás aparecía una librería con estantes cubiertos de libros y retratos enmarcadas ocupando los huecos. Junto al sillón había una mesa redonda con una pequeña lámpara en el centro que parecía encendida. Bajo la tenue luz se alzaban varias imágenes de rostros juveniles aparentemente jubilosos.

A Conques no le produjo ninguna impresión la fotografía de aquel hombre, pero enseguida reparó en dos pequeños círculos que adornaban con manifiesta intención dos de los marcos: uno de ellos en la mesita y el otro en uno de los estantes de la librería, a espaldas del altivo anciano.

En el reverso de la foto figuraba un nombre escrito con bolígrafo y centrado en la parte superior, en mayúsculas:

HERMANN KRUGER

Debajo había una anotación, también escrita en mayúsculas. Los desiguales trazos denotaban precipitación e inseguridad.

COMPRUEBA QUE EL DIBUJO DEL DIABLO-LEÓN EN LA LIBRERÍA ES EL MISMO QUE APARECE EN TUS CARTAS DE LOS JEMERES ROJOS. LA OTRA FOTO ES DE ALICIA. ME DICES ALGO.

Era imposible distinguir el dibujo del curioso animal al que aludía la nota. Le pareció ver algo parecido a una antorcha. El otro marco, el de la mesita, encerraba la foto de una mujer joven. Conques tampoco pudo identificar sus rasgos ni contrastarlos con los de las fotos de Alicia Kruger que se habían proyectado en la embajada. Encontró a Beatrijs en la cocina y le pidió que le trajera una lupa.

Unos minutos después, Conques situaba la lente de aumento sobre la foto de la mesilla. Inmediatamente reconoció a Alicia Kruger, aunque mucho más joven y con el pelo suelto, muy largo, y una sonrisa forzada y esquiva, de adolescente remisa. Movió a continuación la lente hacia el marco de la estantería hasta dar, en efecto, con el dibujo de un león de rasgos diablescos. Extraño dibujo, pensó. Le resultó gracioso ver a la fiera, o lo que fuese, captada en un movimiento que le resultó familiar. Aquel diablo (al menos por su mirada era evidente que se trataba de un diablo) parecía estar corriendo; sus piernas eran musculosas y su cuerpo atlético; de su cabeza de león surgían dos protuberancias semejantes a los cuernos de los machos cabríos y en su mano derecha portaba una gran antorcha encendida.

Muy concentrado, Daniel Conques se despidió de Peter y Beatrijs, que se asomó desde la cocina, sin hacer comentario alguno. Ellos tampoco preguntaron.

En la habitación, a solas con el silencio que llegaba del canal, envuelto en el olor de los invernaderos, Conques hizo un esfuerzo de concentración para conciliar el sueño, pero no pudo resistir la tentación de perderse en el laberinto en el que se había adentrado tras abrir la ventana de su casa de Egelantiers Gracht. Así que le llegaron, de repente, los compases del ciego que tocaba el bandoneón encaramado al puente.

El cieguito que tocaba, como creyó al principio, el acordeón. Se corrigió de nuevo sacudiendo violentamente la cabeza: no, era un bandoneón. Ahora estaba más seguro que nunca. Un bandoneón como el que impulsó los acordes que tocaron el corazón de Máxima.

Una canción de la Piaff. Lo había creído así por la mañana. O un vals de Strauss. Tampoco. Eran, ahora lo sabía, los compases de un tango que arrastraban las hojas de los árboles, rendidos a la pasión lánguida del otoño. Caían lentamente sobre las aguas del canal, y las notas, es decir, las hojas amarillas, hacían temblar la superficie hasta la cintura de las barcazas ancladas junto a los embarcaderos, de la misma manera que el bandoneón punzaba con sus agudos la piel de la princesa y abría sus poros sonrosados, ella con su pañuelito de seda, tan cándida, el príncipe dejando asomar una ternura desconocida y plana en sus ojos, algo achinados, oscurecidos de repente. Conques detuvo sus pensamientos. Regresó a la imagen del cieguito. No supo, entonces, identificar ni el instrumento ni la pieza que escuchaba porque, víctima de su febril presentimiento, creía que alguien lo espiaba, y era cierto. Lo estaban observando. Detuvo el instante con la exactitud de un cronómetro.

Ahora, en la cama, las secuencias le llegaban más diáfanas y sugerentes. ¡Claro que lo espiaban! Lo estaba aguardando en la esquina de su calle el agente León Biever, que quiso abordarlo y no pudo, mientras sonaba el bandoneón... Estaba en lo cierto. Pero ahora también sabía que sus primeros movimientos en la ventana, sacar la cabeza, mirar a derecha e izquierda, estaban siendo escrutados por el ciego. Había otro hombre, pues. ¡Otro espía además de Biever!

«Pero si era ciego, si no podía ver...». Lo comentó en voz muy baja para no escucharse a sí mismo, pero percutió en su conciencia, excitada. Con los ojos muy abiertos, se incorporó sobre la cama. Volvió a escucharse. Dejó entreabierta la puerta de una sospecha que se precipitaba desde lejos. Aquel cieguito no era tan ciego y lo miraba a través de sus gafas negras de concha, pensó mientras el vahído de un pánico incipiente se acoplaba a su corazón.

Al llegar su ansiedad a ese extremo, Daniel Conques quiso recuperar en su memoria el momento, medido en centésimas de segundo, en que miraba al ciego, en la misma perspectiva recta de la veleta con el gallo dorado en lo alto del campanario, ahí estaba el reflejo del ángel, su corona.

El impávido cieguito, la estatuaria figura moviendo milagrosamente las manos que atizaban el fuelle. Con su antifaz, su indumentaria de vagabundo: calzones de chándal, mugrienta gabardina de color marrón, gruesa bufanda de lana... ¿Tanto frío hacía o era parte de la trinchera en la que se camuflaba el truhan? Adiós Nonino... No había podido imaginarlo entonces. No había podido caer en la cuenta de la coincidencia. Pero ahora era distinto. Le sonaba la pieza en los oídos. Las enormes gafas de concha. ¿Y qué más? Su plateado cinturón musical liberando notas del otoño que llegaba. Las recordaba. Podía, ahora sí, identificarlas con las del Adiós Nonino que ungió el silencio de la Nieuwe Kerk con la nostalgia de La Pampa, de Caminito y de Recoletos, del Arrabal de Buenos Aires, de la calle Florida. El poema de Vicente Piazzola flotando sobre el canal, acompasando a los patos atentos a la gran mosca de luz.

 

Centró aún más su atención en aquella imagen estática y torpe, menos en las manos y en el gesto orientado hacia arriba, hacia su ventana, mirándolo. Él creía que era ciego. Con qué persistencia lo observaba. Cerró la ventana. Antes de correr las cortinillas aún mantuvo unos segundos, cuántos, un interés por aquel... farsante. Sus pies. Apenas se había fijado en ellos. Lo distrajo, probablemente, observar la sombra del portero del Pulitzer y la puntiaguda sombra de los álamos negros, doce espinas góticas. Como un ciervo. Era hermoso aquel reflejo.

Pero sí, sus pies. Al correr la cortinilla. Eso fue. Reparó en ellos antes de quedarse a oscuras. Calzaban unos zapatos de color blanco. Casual shoes. Es lo que pensó. En esa centésima de segundo recobrada. No, más bien eran unas zapatillas. Blancas. Pero ¿acaso su mente no registró un signo externo, una línea, una raya, un detalle que pasó por alto, entonces, y que ahora era capaz de reproducir con absoluta fidelidad, como si su mente se hubiese transformado en un escáner de gran precisión? Esa línea. El modelo. La suela. Sus ojos recuperaron el blanco. Un blanco roto. Sucio.

Ciertamente, eran unas zapatillas blancas, con la delgada línea negra en el empeine, maltratadas por el uso, dispuestas a soportar las inclemencias del otoño, arrugadas, pero aún consistentes.

Unas zapatillas blancas como las suyas.

Como las mías.

Daniel Conques bajó corriendo las escaleras y, después de encender la luz del salón, se precipitó hacia el mueble donde estaba el teléfono. Lo descolgó y marcó el número de León Biever, impreso en su mente para siempre.

Escuchó la voz del agente al tercer golpe del timbre. Una voz pastosa, desorientada, malhumorada. Una protesta agria, onomatopéyica.

—Oejjjjj...

—Alguien me estuvo espiando esta mañana antes de salir de casa —dijo, precipitadamente, el insomne atleta.

—¿Qué? —preguntó el policía, sobresaltado.

—Me siguen.

—¿Daniel?

—Sí, soy Conques. Te digo que ya sé quién me aguardaba esta mañana en el puente. Lo sabía, lo sabía. Me estaba espiando. Lo sé. Quizá aguardaba a que saliera.

—Quién...

—¡Un ciego! ¿No me oyes?

—Pero ¿cómo puede espiarte un ciego?

—Un ciego que ve. Un falso ciego. Estaba en el puente, a treinta metros de mi casa. Me esperaba. Lo sé. Me miraba a través de sus gafas negras.

—¿Tan seguro estás?

—Llevaba puestas unas zapatillas como las mías.

SEGUNDA PARTE

MADRID

Octubre de 2007.

Unos días después, con viaje

de ida y vuelta a Fráncfort.

13

Roberto Beras conducía el Audi con rostro serio y preocupado. Sus manos atenazaban con fuerza el volante. La vista de Samuel Stonimski se perdía entre la jungla de aviones varados en el costado de la terminal. Trataba de identificar el de la KLM. Al verlo, por fin, resopló y miró al asiento de atrás. A pesar de que era él quien debía coger el avión, León Biever parecía el más tranquilo de los tres.

—Llegas a tiempo —soltó Sam.

—¿Te di el teléfono del subsecretario? —preguntó Beras, como si al mismo tiempo pensara en otra cosa.

—Lo llevo —respondió León Biever.

—Si necesitas su ayuda, no dudes en llamarlo —dijo Beras—. Está al corriente de todo.

Al Audi le abría paso un coche patrulla de la policía de Ámsterdam, y a este una unidad de los servicios de seguridad de Schiphol. Los vehículos se desplazaban a una velocidad más bien lenta, tanto que parecía una comitiva fúnebre precedida por los destellos, amarillos y a veces de color naranja, según les diera el sol de costado o de frente, de las alarmas luminosas del coche escolta, lo que daba a los haces de luz que surgían del techo la apariencia de un ave del paraíso con sus plumas desplegadas.

El comandante del A320 de la KLM ya había efectuado los chequeos before takeoff. Se disponía a tomar pista para despegar rumbo a Barajas cuando recibió un aviso de la torre de control ordenándole que demorara unos minutos la salida.

—Es una orden de la policía, alguien importante tiene que subir a ese avión —escuchó que le decían.

Sorprendido por el imprevisto, y tras cortar la comunicación, giró la cabeza y le hizo un gesto de extrañeza al copiloto, pendiente en ese momento de supervisar el parte meteorológico de la ruta, para comentarle a continuación:

—Un pez gordo se ha quedado en tierra.

El comandante pensó que debía informar del retraso a la tripulación y al pasaje, pidiéndoles disculpas, tal como ordenaban las normas de protocolo de la compañía, pero enseguida advirtió que no sería necesario, pues desde la cabina de mando de la aeronave observó a un coche de la policía dirigirse a la posición donde se hallaba su avión, aún acoplado al finger de la puerta número 77. Dedujo que todo parecía desarrollarse con más rapidez de la prevista. En esas estaba cuando recibió una nueva comunicación de la torre de control:

—El pasajero que se ha retrasado debe acceder a la cabina por la puerta de cola. Su presencia tiene que pasar inadvertida —escuchó el comandante—. Cuestión de seguridad —añadió la voz—. Se trata de un agente de la inteligencia holandesa.

El cariacontecido comandante de la aeronave transmitió esta última novedad al sobrecargo y le rogó que ejecutara al pie de la letra las indicaciones de la torre.

El sobrecargo se precipitó por el pasillo hacia el fondo de la cabina, seguido por varias azafatas, y él mismo se encargó de abrir la puerta de cola. Nada más hacerlo, comprobó que en la plataforma de la escalerilla, aún tendida desde el exterior, lo aguardaba un hombre joven y alto, de rasgos inequívocamente holandeses, que lucía un traje de franela gris con camisa y corbata de un azul desigual. Portaba un maletín negro y parecía excitado, seguramente por el ajetreo de los últimos minutos. Con la respiración entrecortada, León Biever pidió disculpas, en holandés, por las molestias causadas, y agachó la cabeza al entrar en el avión.

Una de las azafatas sugirió a Biever que la siguiera y enseguida le mostró uno de los asientos reservados para casos de emergencia en business class, pero León Biever le hizo una discreta seña con la mano: prefería sentarse en uno de los asientos libres de la última fila, de modo que no se movió de donde estaba y eligió, de los dos que estaban vacíos, el que daba a la ventanilla:

—Le ruego, señorita, que actúe como si no hubiera ocurrido nada —le dijo. Ella contestó con una sonrisa franca—. Y tráigame, por favor, una almohada.

Se la pidió no porque tuviera sueño (aunque no le vendría mal dormir un poco, pensó), sino para poder taparse con ella la cara si se viera obligado a hacerlo para evitar ser reconocido.

—El comandante me rogó que le preguntara si todo está en orden —dijo la azafata en el momento de hacerle entrega de la almohada—. Seguro que le habría gustado hablar con usted...

—No, no, por Dios. Dígale que todo va bien. Gracias.

El avión empezó a deslizarse por la pista un par de minutos después. El progresivo aumento de la potencia de sus motores precedió al estrépito final del despegue tras situarse en la cabecera de pista.

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