Las zapatillas vietnamitas

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—La Kruger —dijo Beras, sin dejar de mover la cabeza de arriba abajo— quería hacerle ver al periodista que alguien desde fuera estaba en disposición de sobornar a nobles de palacio, a poderosos hombres de negocio, a cambio de favores... En concreto, de venta de cuadros de excelsos artistas. Le facilitó nombres de obras y de autores. Inexistentes. Los negocios se ultimarían en Sevilla, coincidiendo con los días del primer encuentro de los príncipes, cuando se conocieron... La intriga estaba servida. A la policía le constaba que todos los datos proporcionados al periodista eran falsos. Pero la intriga funcionaba...

—¿Y cómo llegó a esa conclusión la policía? —preguntó Daniel Conques.

—Hugo Verploegh me lo confesó poco antes de morir —contestó León Biever, dispuesto a hacerse escuchar—. Estaba convencido de que los bulos sobre la boda de los príncipes respondían a un plan premeditado con fundamentos en intereses económicos y políticos. Todo era mentira, desde luego, pero él se tragó la historia de su amante. Además, a los pocos días de encontrar su cadáver en el río, la policía registró su domicilio...

Al capitán Beras lo envolvió una inesperada quietud. Samuel Stonimski agitó la cabeza y se inclinó hacia delante. Se había sacado el pañuelo, pero no tuvo necesidad de usarlo. Parecía satisfecho por el rumbo que había tomado la conversación. Miraba con frecuencia a Conques, que aplicaba febrilmente su atención para que no se le escapara ningún fleco del asombroso relato.

—Es incomprensible que el periodista nunca llegara a sospechar de las aviesas intenciones de esa mujer, Alicia... —balbuceó el corredor.

León Biever se levantó de su silla y se aproximó hasta situarse a un metro del sillón que ocupaba Conques.

—Solo cuando la vio en la foto de la iglesia —dijo Biever, y apuntó con el dedo a la pantalla—. Entonces, la bomba que preparaba con la publicación de su despreciable reportaje le estalló en las manos. El rostro de aquella mujer, sentada entre los invitados, le reveló su traición.

—Una mujer de abominable inteligencia.

—Lo es —respondió Biever.

—¿Se sabe quién la invitó a la ceremonia? —preguntó Conques con un registro de inocencia en la voz.

—Probablemente alguien muy influyente en el comité organizador de la ceremonia —respondió Beras—. La policía baraja varias hipótesis, todas muy confidenciales. En realidad, quien fue invitado a la boda fue el padre de Alicia. Pero Hermann Kruger sufrió una arritmia a finales de marzo. Es lógico que delegara en su hija.

—Ningún médico ha certificado hasta la fecha esa dolencia —dijo Stonimski.

—Cierto —admitió Beras—. En cualquier caso, lo importante es averiguar de dónde partió la invitación. Quien lo hizo pretendía corresponder a un favor de los Kruger. Y lo hizo desde dentro de palacio.

—Es uno de los secretos que Verploegh se llevó a la tumba —añadió el judío.

—Aludí antes a la ingenuidad del periodista... —reiteró Conques.

—Esa sería la palabra —asintió Biever—. Llegué a conocer a Verploegh personalmente, y sí, era un ingenuo.

Conques reflexionó en voz alta, con la mirada perdida:

—De todas formas, Alicia, o quien lo hiciera, tuvo que ser muy hábil para ganarse la confianza de tan reputado profesional.

Biever tardó unos segundos en responder:

—Le consiguió fuentes de información que dieron solidez a sus trabajos periodísticos. Gracias a ella, Hugo Verploegh accedió a testimonios de hijos de marchantes nazis que se prestaron a denunciar el trabajo de sus padres, ya fallecidos. Y viajó varias veces a Nueva York para entrevistarse con judíos cuyos padres habían sido forzados a entregar a los nazis obras de arte que les habían pertenecido durante siglos. También medió para que Hugo pudiera hablar con hijos y nietos de nazis refugiados en Argentina y Chile. De aquellos que desembarcaron en las costas...

—Pero todo eso es cierto —dijo Conques con un hilo de voz.

—Claro, claro... —admitió Biever—. Tal vez por eso Verploegh nunca llegó a sospechar del doble juego que aplicaba Alicia Kruger en su estrategia. Le facilitaba su labor suministrándole datos de difícil acceso y luego le filtraba información que ridiculizaba a los Orange o descubría los negocios opacos de nobles, banqueros y políticos europeos con marchantes corruptos.

Samuel Stonimski se revolvió en su sillón y carraspeó:

—La estrategia perfecta del manipulador. El vil montaje de un arma con el punto de mira orientado a poner en ridículo a la vieja Europa y unir a la derecha más radical.

—Alicia Kruger fue la mano ejecutora de ese plan de acoso y derribo del viejo orden —dijo Roberto Beras—. Pretendía utilizar el prestigio de un periodista crítico con el sistema para ridiculizar a la monarquía de los Orange y de paso a todas las instituciones sobre las que se asientan las democracias del continente. ¿Cómo lo calificaste tú, Sam?

—Un original y meditado intento de rehabilitación de la causa nazi —respondió, con gesto grave, el judío polaco—. Al cuestionar la honorabilidad del país más democrático del mundo, se parodiaba la endeblez del sistema y se proclamaba la necesidad de cambiarlo... Nuestros servicios de inteligencia llevan meses advirtiéndonos de una encubierta inestabilidad en los mercados que pronto podría poner en jaque la seguridad y solvencia de las principales instituciones financieras del mundo. Tal vez la organización a la que pretendemos desenmascarar también está al corriente de esos negros presagios y desea aprovechar la oportunidad de pescar en río revuelto.

—Por lo que dicen —arguyó Conques, muy interesado en la nueva fase del relato—, está meridianamente claro que esa mujer manipuló al periodista. ¿Pero cómo dieron ustedes con la organización para la que trabajaba?

—Lamentablemente, no sabemos mucho acerca de esa trama —dijo el policía israelí, y meneó la cabeza. Luego se la rascó, pensando en lo que acababa de decir. No, en realidad no sabían gran cosa, pensó.

—Hugo Verploegh no murió en vano —añadió Roberto Beras—. Su muerte obligó a la policía holandesa a intervenir. La aparición de su cuerpo acuchillado en el Amstel fue el detonador de lo que sucedería más tarde. El despojo de hombre en el que se había convertido hizo pensar al principio que el móvil del crimen había sido un asunto de drogas. No había motivo, desde luego, para pensar que se trataba del primer eslabón de una intriga política. Al estancarse las investigaciones, la policía científica solicitó un informe a la inteligencia holandesa...

—Yo intervine en esa fase indagatoria —cortó con decisión León Biever—. Mi informe personal sobre el pasado de Verploegh, a quien recurrí en alguna ocasión para pedirle información y consejo sobre obras de arte desaparecidas, indujo a mis superiores a barajar la hipótesis del móvil de la conspiración... Los servicios de inteligencia encontraron datos sorprendentes en el disco duro de su ordenador. Listados de colaboracionistas nazis: holandeses, alemanes, franceses, españoles. Direcciones de familiares vivos, entre ellas, las de dos nietos de Ekkart. Uno, con domicilio en Buenos Aires; el otro, en Washington. Apuntes y notas sobre sus viajes a Nueva York y a Sevilla. Correspondencia con Alicia Kruger. Correos con Gustavo Rudiger. La teoría de que fue asesinado por un sicario nazi empezó a tomar cuerpo inmediatamente.

—A raíz de cobrar fuerza esa hipótesis —prosiguió Beras—, Alicia Kruger, además de otras personas que figuraban en las listas intervenidas por la policía en el domicilio del periodista, fue sometida a una estrecha vigilancia. Se pidieron informes a la policía argentina y a la Interpol. En ambos casos se confirmó la vinculación política de la mujer con grupos de extrema derecha. Era una destacada dirigente de la organización «El Anillo del Nibelungo», con centros activos en Buenos Aires, Córdoba y Bariloche. Pero su conducta era intachable. Carecía de antecedentes penales. Una mujer limpia, sin mancha alguna en sus comportamientos públicos. Además, Alicia Kruger estaba en Buenos Aires el día que fue asesinado Verploegh.

—Sería interrogada, a pesar de todo —convino Conques.

—Por supuesto —respondió Biever—. En su domicilio bonaerense. Declaró ser amiga, cómo no, de Hugo Verploegh. Incluso admitió haber tenido relaciones íntimas con él, pero hacía tiempo que había dejado de interesarle. Dijo, además, sentirse muy afectada por su muerte.

—Una candorosa criatura —ironizó el polaco.

—Sin embargo, la policía estaba ya en alerta —prosiguió Roberto Beras—. En Argentina, Chile y en varios países de la Unión Europea se activaron las alarmas a fin de detectar cualquier tipo de actividad inusual de grupos neonazis o populistas antisistema. Se generó una cierta preocupación por el asunto y sus posibles connotaciones políticas. Y empezaron a surgir no pocas dudas acerca de las verdaderas intenciones de esos activistas ocultos en la clandestinidad. El asesinato de Hugo Verploegh no debía ser contemplado como una tragedia aislada. Era mucho más que un crimen despiadado y a sangre fría. Fue entonces cuando los ministerios del interior de cinco países decidieron constituir una unidad especial de inteligencia que investigara los movimientos de Alicia Kruger y de sus correligionarios.

—Ahora ya puede imaginar, sin riesgo de equivocarse, qué es lo que estamos haciendo aquí —dijo Stonimski. Se levantó, se metió las manos en los pantalones y se buscó con la derecha los genitales—. Perdón. Me pasa cuando cargan sobre la parte que no les corresponde.

—Así que empezamos a trabajar —dijo Beras—. Nuestros superiores habilitaron para uso exclusivo de la unidad varios despachos de comisarías en Ámsterdam, Madrid y Berlín. Para otros asuntos utilizamos esta biblioteca. Bien. Las primeras semanas fueron excitantes. Cada día que pasaba nos reafirmábamos en nuestra sospecha de que los radicales maquinaban algo importante. No sabíamos qué ni por dónde empezar. Partíamos de un crimen y de una supuesta red de influencias. Todo era muy confuso. Pero empezamos a oler sus fétidos perfumes, a detectar movimientos sospechosos. Sin darnos cuenta, nos convertimos en rastreadores de sus sombras.

 

—Y entonces sucedió algo inesperado —interrumpió Stonimski, que parecía haber esperado hasta el final para engullir el trozo más apetitoso del pastel—. El módulo central de ordenadores de Scotland Yard difundió una escueta nota con la fotografía de un hombre. Un desconocido en los cuarteles policiales del Viejo Continente. Lo había fichado la Yard nada más aterrizar en Londres el avión en el que viajaba Augusto Pinochet. Se trataba de uno de los guardaespaldas que velaban por la seguridad del dictador. Hacía varios meses que Pinochet estaba bajo arresto domiciliario en la capital británica, acusado por la justicia internacional de torturar, secuestrar y asesinar... Ese hombre, ya digo, solo se separaba del dictador en sus días libres para visitar a una mujer: Alicia Kruger. Sus encuentros tenían lugar de manera imprevisible y en ciudades europeas escogidas aparentemente al azar, casi siempre coincidiendo con alguna prueba de maratón. El guardaespaldas se llamaba Attila. Attila Nevius.

10

La foto de Attila Nevius con la gorra puesta al revés, luciendo junto al hombro un tatuaje de un engendro de pies alados, estuvo fija en la pantalla al menos diez segundos. Nadie dijo nada. Daniel Conques intentó en vano precisar los trazos de aquel dibujo en la piel del guardaespaldas. Inclinada ligeramente la cabeza sobre el tablero, León Biever manipuló las teclas del ordenador con la precaución de un ciego que recibe las primeras lecciones prácticas de informática. Al apretar el ratón, se sucedieron en cadena sobre el blanco de la pared varias imágenes en cortos intervalos, lo imprescindible para que el ojo humano pudiera registrar cada instante de una secuencia de impactos: Attila Nevius en plena carrera. Atravesando una plaza. ¿La plaza central de Cracovia? A Conques no le dio tiempo de hacer la pregunta. La primera impresión era esa, Cracovia. Por los caballos percherones que tiraban de las elegantes calesas. Cloc. El atleta en el maratón de Londres. Conques identificó las torres del parlamento. Cloc. En las escalinatas de acceso a un robusto edificio con columnas; arriba, el nombre: «The Clinic». En una esquina, junto a una de las columnas. ¿La clínica donde fue intervenido Pinochet?... Probablemente, asintió con la cabeza Roberto Beras adivinando la pregunta. Cloc. Atravesando un puente, con el Golden Eye al fondo, por detrás de Augusto Pinochet. Él, mirando a la derecha. El dictador, sonriendo ante la cámara. Cloc. La misma fotografía, pero con Attila en primer plano. Un rostro recio, musculoso. Su cuello de toro bravo, hinchadas las venas, Cloc. Otra toma en el mismo puente. Él, de cuerpo entero, caminando con firmeza. Vistiendo una gabardina oscura. Junto al dictador, en un parque. El dictador en primer plano, con rostros de manifestantes al fondo, en las aceras; portan pancartas. «Killer». Attila Nevius junto a él, mirando al gentío. Muy serio. ¿Preocupado? Seguro que lo estaba. Cloc. Pinochet se despide de Margaret Thatcher en su residencia londinense. Conques intenta recordar: en el barrio Virginia Waters. A un par de metros de Pinochet, por detrás, aparece Attila Nevius...

—¡Cambia, por favor! —exclamó Roberto Beras.

León Biever apretó el botón del ratón. Una nueva secuencia de fotos se disparó sobre la pantalla: Attila Nevius y Alicia Kruger bailan, es un decir, piensa Conques, sevillanas en una caseta de la Feria de Abril. Cloc. La pareja camina por Oxford Street. Agarraditos de la mano. Cloc. Corren juntos. ¿En un maratón? Seguramente. La estatua del fondo parece la de Colón de Barcelona. Otra toma, en el maratón de Roma. Muy fácil localizarlo. Cloc. Se divisa claramente el Coliseo. En París, abrazados ante la Torre Eiffel. Cloc. En una calle de Ámsterdam. Cloc. Entrando, cogidos de la mano, en un hotel. ¡Pero si parece el Pulitzer, al lado de casa!, está a punto de exclamar Conques. Se le acelera el corazón. Cloc. Las siluetas de Alicia y Attila, al otro lado de una ventana, se besan. Ella lo rodea con sus brazos, con sus piernas. Cloc. La misma ventana, corridos los visillos. Cloc. La fachada del hotel Pulitzer... Soleada. Un día de primavera.

—¡Cambia!

Jóvenes vociferantes son bloqueados por la policía al paso de Tony Blair. Alicia y Nevius, entre ellos, asoman sus cabezas. Ella abuchea haciendo embudo con las manos. Cloc. Attila entra en un edificio acompañado de varias personas que usan gorras militares. Hay una cruz gamada en una de las paredes de la casa. En la puerta de Brandemburgo, Attila Nevius encabeza un grupo de jóvenes airados. Attila Nevius y Alicia Kruger fotografiados en la zona cero de Nueva York. Sonrientes. Alicia Kruger en la fachada del «Centro de Inmigrantes Alemanes. Bariloche». Con varios jóvenes. Uno de ellos haciendo el saludo nazi. Attila Nevius viste una especie de chilaba. Lo acompañan varios hombres que parecen guerrilleros afganos o pakistaníes. El terreno es muy árido. Attila y Alicia en las gradas de un estadio; Conques cree que es el de La Cartuja de Sevilla. ¿Sería la tarde en que llegó Abel Antón alzando los brazos proclamándose campeón del mundo de maratón? Recordaba al héroe español. Nevius en el puente de las Cadenas de Budapest, junto a varios jóvenes que visten uniformes paramilitares. Uno de ellos muestra unas enormes cadenas partidas por la mitad... Asomando la cabeza por detrás de un mitin de Jean Marie Le Pen, al fondo la torre Eiffel.

—¡Cambia!

Primer plano de unas zapatillas de maratón. Otras, iguales, en los pies de un corredor en plena carrera. Otras. Dos corredores, de espaldas, antes de la prueba, con las mismas zapatillas. Llevan una pequeña franja negra bordeando el empeine. El resto, de color blanco. Parecen muy flexibles. Parecidas a las mías. Otra zapatilla idéntica a la anterior. Y otra. Y otra. «Son iguales», murmura Conques.

—Punto y final —dijo León Biever. Resopló, como quien se siente fatigado tras una carrera.

—Gracias —dijo Roberto Beras.

Stonimski observó con interés las reacciones de Conques, desorientado. El asombro inmovilizó al atleta, pendiente de la pantalla por si aparecía una nueva imagen.

—¿Qué le ha parecido? —preguntó el judío.

—Bien...

—¿Alguna pregunta?

—Por un momento pensé que el hombre y la mujer que aparecen en las fotos entraban en el hotel Pulitzer.

—Así es.

—Ese hotel está muy cerca de casa.

—Una de las muchas coincidencias que se dan en esta historia. ¿Sabe una cosa, Conques? Todas las investigaciones tienen su fundamento en las coincidencias. En el relato que usted acaba de escuchar se dan muchas casualidades. Cabos sueltos que no lo son tanto. Nuestro trabajo consiste en comprobar si son ajustables, si pueden amoldarse razonablemente o si, por el contrario, son productos del azar o de la imaginación desorbitada de los humanos. Nosotros somos geómetras que trazamos líneas maestras a las que se acoplan las coincidencias o las piezas de los rompecabezas, como en un machihembrado perfecto. El incauto de Hugo Verploegh se dejó fascinar por muchas de esas coincidencias. Acertó en el diagnóstico previo de que no eran producto de la casualidad, pero no se percató de que al geómetra, en este caso malvado, lo tenía dentro de casa. Y fue devorado por la araña en la red que le habían estado tejiendo sin él darse cuenta. Fíjese lo que son las cosas. Mientras Alicia Kruger seducía a nuestro iluso periodista, se acostaba con su amante de verdad, Attila Nevius. En Sevilla, sin ir más lejos. Los apareamientos entre nazis tienen un morbo especial. Hasta cuando follan creen que están concibiendo un mundo nuevo y eso los hace aún más peligrosos porque los conduce al paroxismo...

—La aparición en escena de Attila Nevius —dijo Roberto Beras, muy tranquilo— cambió, en efecto, el rumbo de los acontecimientos. Alicia Kruger dejó de ser una sospechosa aislada. Sus amigos fueron fichados como pertenecientes a una camada de radicales cuyos movimientos, aparentemente inofensivos, activaron las alertas políticas.

—Me pasé diez años en Sudamérica —le cortó el polaco—. Huroneando... Descubrí madrigueras en las que se ocultaban los más crueles criminales.

—La Unión Europea nos dotó de medios técnicos sofisticados —prosiguió Beras— que desplegamos por varios países. Algunas de las fotos que se acaban de proyectar son fruto de ese trabajo en equipo. Así que decidimos coordinar con la policía holandesa la investigación del asesinato de Hugo Verploegh. Ellos asumieron, digamos, la línea criminal; nosotros, la urdimbre política del crimen. Sabemos que, si llegamos al núcleo de la organización, obtendremos las pruebas que buscamos. Cuestión de tiempo. Es lo más inteligente si queremos llegar a las entrañas de «Maratón» y conocer sus propósitos.

—¿«Maratón»? —preguntó Conques, que abrió los ojos desmesuradamente.

—Así denominamos a esa organización —contestó Beras—. Entre nosotros. Para abreviar.

—Todos los miembros que hemos reconocido como pertenecientes a la manada son corredores de maratón —apostilló León Biever.

—Es un punto de partida incontrovertible —aseguró Roberto Beras—. Aunque, de momento, nos ha servido de bien poco. Si acaso, para concluir que Attila Nevius y Alicia Kruger no actúan solos y que Maratón ha trasladado a Europa a un grupo de entre treinta y cuarenta correligionarios, tal vez más. Maratonianos todos. En su mayoría son argentinos, hay algunos españoles y varios austriacos, holandeses, franceses, italianos y un húngaro. Tal vez algún asiático. Chinos. Pakistaníes. No lo hemos confirmado. Es evidente que reclutan adeptos bien entrenados y muy concienciados con su misión, que es, todavía, un misterio. Nos sorprende que no demuestren actitudes fanáticas. Son discretos. Asisten a manifestaciones antisistema y profieren gritos de protesta contra políticos. No se les puede detener por eso, claro.

—Se dividen en grupos que actúan por separado —añadió Biever—. Se reúnen coincidiendo con la convocatoria de algunas pruebas. Attila Nevius sería su líder indiscutible.

—¿No recuerda haber visto a Attila en alguna ocasión? —preguntó el capitán Beras a Daniel Conques.

—Nunca —respondió el atleta—. ¿Qué sentido tiene que todos ellos sean corredores?

—Pasan inadvertidos —respondió Beras—. Son gente... Deportistas. Corren la prueba más dura y noble del atletismo.

—¿Y qué pretenden con ello? —insistió Daniel Conques.

—Dinero —contestó, tajante, Samuel Stonimski—. Preparan una operación de la que pretenden obtener dinero. Supongo que mucho dinero... Defiendo esa teoría con uñas y dientes. Buscan financiación. Y disponen de métodos para poder conseguir lo que se proponen. Quieren rehabilitarse como ideología dominante en los sectores de población más desencantados, de derecha o de izquierda.

—No deja de ser una teoría —dijo Roberto Beras.

—El momento es propicio —respondió Stonimski—. Son muchos los analistas económicos que auguran una crisis mundial de consecuencias imprevisibles. Algunos politólogos han advertido sobre el regreso de los totalitarismos, en esencia idénticos a los que desencadenaron la mayor catástrofe de la humanidad... Con un rostro distinto. Nazis metamorfoseados. El poder de los Estados se ha debilitado. Los populismos están en alza... Añadamos los problemas que ocasionan la inmigración y el terrorismo yihadista. Y ellos lo aprovechan.

—No me planteo esas cuestiones...

—Ya. Todo es más vulnerable en la vieja Europa y los nazis apuntan al nuevo objetivo. Pero necesitan dinero, mucho dinero... Lo tienen, pero quieren más. Preparan un gran golpe.

Se hizo un silencio denso. Afuera, la oscuridad era total. Soplaba un viento racheado que se estrellaba contra los cristales de las ventanas. Hasta parecía escucharse el corazón de la biblioteca, de los libros, el ronroneo del ordenador con sus funciones vitales paralizadas. Daniel Conques sentía en el silencio los latidos del suyo, entre cincuenta y cinco y sesenta pulsaciones por minuto, calculó.

—Tal vez tenga usted razón, señor...

—Stonimski, amigo Daniel.

De repente, el cañón proyectó en la pantalla una foto de Attila Nevius que no había aparecido antes. Estrechaba la mano del dictador Videla. Vestía uniforme militar.

 

—Es una foto de archivo, facilitada por la policía argentina —dijo Roberto Beras.

—Ese hombre es el más peligroso —dijo Stonimski apuntando a la imagen con el dedo—. Se formó en las escuelas paramilitares de Jorge Videla. Tenía poco más de doce años. Sus orígenes nazis no dejan de ser curiosos: su abuelo, Otto Nevius, fue uno de los quinientos marineros del Graf Spee1 que se refugiaron en Buenos Aires.

1 Acorazado de bolsillo alemán hundido por la armada británica frente a las costas del Río de la Plata durante la Segunda Guerra Mundial.

—Attila desapareció hace un par de años sin dejar rastro —terció Roberto Beras, con la mano en la barbilla—. Hemos seguido los pasos de Alicia Kruger, por si nos conducían a él, y controlado rigurosamente las actividades de estos nazis camuflados como corredores de fondo. Pero de Nevius no sabemos nada. Hemos perdido su pista. Es como si, de repente, se lo hubiera tragado la tierra. El führer se ha volatilizado...

11

Daniel Conques se había preguntado varias veces por qué se habían proyectado las fotos de aquellas zapatillas, si había alguna razón especial para exhibirlas o si se trataba de otra coincidencia de las analizadas por aquellos policías geómetras.

La secuencia de imágenes había sido tan rápida que apenas le dio tiempo a examinar los componentes de las prendas. A él le encantaba hacerlo. Quizá sonaba extraño, pero se consideraba un experto en la materia. Un buen sneaker. Había conocido a varios customizadores chinos, los mejores del mundo, y americanos en las carpas publicitarias que se instalan en los días previos a las pruebas. Tal vez los tres policías de la SIB conocían esa faceta suya y de ahí su interés por proyectarlas.

Albergaba sus dudas, sin embargo.

Supuso, pues, que esperaban a que él las catalogara. Pero si esa era la razón de aquel despliegue fotográfico, se dijo, no entendía por qué no se le había formulado pregunta alguna acerca de ellas. Aunque las tomas eran diferentes, todas las prendas le habían parecido iguales. La misma estructura y diseño, idénticos materiales. Llevaban una línea negra muy fina en el empeine con combinaciones en distintos tonos de blanco: calcáreo, roto, agrisado, ardiente, desierto, albino...

No le dio más vueltas.

—¿Y las zapatillas? —preguntó Conques con cierto descaro.

Antes de hablar, Roberto Beras miró a sus compañeros, como esperando su consentimiento. Cuando estuvo seguro de lo que tenía que decir, respondió:

—Las zapatillas que usted ha visto en la pantalla son las que usan los corredores que están siendo vigilados. Y son idénticas a las suyas, señor Conques.

El atleta reaccionó con rapidez.

—¡Imposible! —dijo, con los ojos deslumbrados.

—Aparentemente, son iguales —dijo Beras—. Hemos fotografiado unas y otras. No hay diferencias que las distingan.

—¿Dónde adquirió sus zapatillas, señor Conques? —preguntó el policía judío.

—Fueron un regalo de mi mujer. Las compró en Vietnam, coincidiendo con un viaje de trabajo que hizo por países del Sudeste Asiático. Adquirió dos pares. Me aseguró que eran las zapatillas más exclusivas del mundo.

—Enhorabuena. Pero no es el único corredor que las calza... Ahora ya lo sabe.

—Me sorprende.

—Lo entendemos —dijo Beras, algo borde.

—No pensarán que yo soy uno de ellos...

Los tres policías respondieron al mismo tiempo y gesticularon de manera exagerada. Stonimski reprimió una carcajada. León Biever inclinó la cabeza sobre el ordenador.

—Nada de eso —dijo Beras.

—¿Entonces?

—Una de las empresas de Industrias Rudiger las fabrica en Córdoba, Argentina. Se comercializan por todo el mundo. Sabemos que los corredores aprecian mucho su calidad y diseño. Hace unas semanas ordenamos a un par de fabricantes de calzado que analizaran al detalle un par de esas zapatillas made in Argentina. El resultado de su estudio fue descorazonador. Las zapatillas «Rudiger», que así se llaman, no tienen nada que ver con las que emplean Attila y sus compinches. Ni con las suyas, por supuesto.

—De lo que se deduce que las mías han sido fabricadas por una empresa diferente.

—Desde luego. Sin embargo, los fabricantes que hicieron el informe resaltaron que las «Rudiger» son zapatillas exactas a las que usted tiene, aunque diferentes en aspectos de textura, de algunos componentes y de calidades y tratamiento del caucho. Así lo determinan los estudios fotométricos y de densitometría efectuados. Digamos que las «Rudiger» son una imitación de las zapatillas que Amalia adquirió en Vietnam y, por consiguiente, de las que usan los corredores nazis que vigilamos.

—¿Se sabe dónde las compraron?

—No. ¿Usted lo sabe?

—Supongo que en Hanói.

—¡Ah! El número de artesanos clandestinos en Hanói es probable que roce el infinito. Creemos que las zapatillas de las que hablamos han sido fabricadas a mano por uno de esos artesanos anónimos. Pero es como buscar una aguja en un pajar.

—Esa aguja, amigo Conques, puede ser la que enhebre el hilo de la investigación en marcha —dijo Samuel Stonimski—. ¿Y sabe por qué?

—No.

—Son las herramientas básicas de su trabajo.

—¿Su trabajo?

—Me refiero al que hacen ellos. Los corredores nazis.

—Ya...

—Trabajan como enlaces. O, si lo prefiere, son correos. Correos humanos. Pasan información. Oculta.

—¿Dónde?

—En las zapatillas. —Stonimski sonrió. Sacó su pañuelo blanco del bolsillo y se limpió los labios; luego se lo guardó y observó con aire paternal a Conques—: Los informes de nuestros técnicos coinciden en que sus zapatillas han sido cuidadosamente personalizadas. Disponen de una cámara especial de aire y han sido elaboradas con caucho reblandecido que permite la incrustación de microchips del tamaño de una lenteja...

—No logro entender la eficiencia de ese método, por muy curioso e imaginativo que parezca —razonó Conques, meneando la cabeza, escéptico.

—Rudimentario, ¿verdad? —admitió Stonimski.

—Seguro que hay sistemas en el campo de las nuevas tecnologías mucho más eficaces —dijo Conques—. Les recuerdo que algunos científicos han empezado a trabajar con componentes cuánticos.

—Así es, amigo mío. —Stonimski se dispuso a guardar silencio unos segundos, para lo cual cruzó sus manos, como si fuera a rezar, y se las llevó a la boca. Torció la mirada y dijo—: Vos no tenés idea de lo que son capaces de hacer los nazis... ¿Te fijás en el tatuaje de Nevius?

—Extraño.

—Indefinible... —susurró el judío polaco, que empezó a encadenar las palabras como si quisiera construir con ellas una arquitectura en el aire—: Un dragón, un nauseabundo reptil. Un demonio que se confunde con un león. Wind Runners... Corredores del viento. A los nazis les va ese juego de héroes y leyendas salvadoras. Les importa más sentirse dioses que expertos informáticos... ¿Escuchás historias sobre los mensajeros del sol?

—No.

—La literatura oriental, las culturas andinas... hablan de corredores que son ángeles y guerreros a la vez. Y demonios. La Biblia sería otro ejemplo... El Génesis. Malaquías... Los nazis veneran la mitología... Los escenarios en los se sienten protagonistas de sueños de grandeza...

—Siento no poder ayudarles —susurró Conques, encogido de súbito por las últimas palabras.

—Sí que puede, amigo Daniel.

La afirmación del judío tuvo la contundencia de un golpe seco, casi violento. Conques lo miró como siguiendo la trayectoria en el aire de unas intenciones que empezaba a imaginar, la de un puño que se detiene a un centímetro de su pecho. Respiró hondo cuando admitió que se trataba de un simple amago. El rastreador de nazis lo observaba expectante. También los agentes Beras y Biever aguardaban su reacción. En sus ojos no solo se adivinaba la idea de formalizar una apuesta; también la inquietud de perderla y la esperanza de ganarla. La bola corría por el riel de la ruleta como un pequeño meteorito con rumbo predeterminado por el azar. Fuera aullaba el viento.