Las zapatillas vietnamitas

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—Discúlpenme —dijo, inclinando levemente la cabeza ante Conques—. Tengo cosas que reclaman mi atención. Que les vaya bien.

Y desapareció. Quienes quedaron dentro de la biblioteca siguieron con la mirada el lento deslizamiento de la manivela hasta que el pestillo quedó encajado en la cerradura.

—Póngase cómodo, Conques —dijo, resuelto, Roberto Beras.

El atleta se quitó la mochila, la dejó en el suelo y se sentó en uno de los sillones chester como quien asiste a la ejecución de un condenado a muerte.

Le estalló un golpe de nostalgia en el pecho, como un globo que explota de repente. Hacía horas que Daniel Conques no experimentaba una sensación que lo aliviara del miedo que había encadenado su paseo en Vondelpark con el sillón de la biblioteca en la embajada española en La Haya.

La foto que se reproducía en la pantalla, a poco más de tres metros de sus ojos, la había visto en varias ocasiones, y la alegría le llegaba al recordar el entusiasmo de Amalia cuando se la trajo un día a casa.

Sin embargo, y a diferencia de la que había proyectado el cañón del ordenador, la foto que le mostró su mujer, al día siguiente de la boda de Máxima y Guillermo Alejandro, ofrecía la misma panorámica de la nave central de la Nieuwe Kerk, pero centrada en la expresión emocionada de la nueva princesa de Holanda, que se había llevado el pañuelo de seda a los ojos («Recoge el instante en que ella reprime su llanto», le dijo Amalia), y del príncipe, que la observaba traspasado por una ternura luminosa.

Amalia había conseguido que en De Telegraaf se la ampliasen (en realidad se la regaló un amigo suyo, Daniel no recordaba su nombre), y ella la encerró en un marco de madera barato que colgó, días después, cuando regresaron a España, en la pared de la buhardilla de su casa de la calle Zurbano.

Sobre aquel universo encerrado en la foto, que ella había calificado de «histórica», lo sabía casi todo. Ahora empezaba a desgranarlo. Amalia le había contado infinidad de detalles que a él le habían pasado, entonces, inadvertidos. Tal vez no les había dado la importancia que para ella tenían. Pero nunca se mostró indiferente a sus explicaciones.

Cuando Amalia se entusiasmaba por las cosas, y era evidente que aquella fotografía la había conmovido, había que seguirle la corriente. Así que él le permitió que alargara su discurso incorporando matices inverosímiles, casi siempre desmesurados, que en su boca resultaban palabras inocentes, como los recursos que emplea una niña para adornar un cuento de hadas que acaba de inventarse. Ciertamente, pensó cuando la escuchaba, que la boda de Máxima y Guillermo era un cuento de hadas. Amalia hablaba como si lo fuera. Como la mayoría de los holandeses.

—Conocía esta foto, ¿verdad, señor Conques? —preguntó Roberto Beras, asombrado por la súbita perplejidad del atleta.

Samuel Stonimski y León Biever lo miraron esperando una respuesta que parecía haberse adelantado en el brillo de sus ojos.

Pero Daniel Conques no respondió.

Todos sus sentidos estaban volcados en recuperar los ecos de las palabras de Amalia el día en que le obligó a sentarse a la mesa del saloncito en Egelantiers Gracht y le mostró la foto envuelta en un papel de regalo. Y recordó lo que entonces pensó: «Tan calvinistas, tan incondicionales del pensamiento de Spinoza... y tan sentimentales en las cosas que atañen a la familia real».

Amalia no era una excepción. Por ella supo que Máxima Zorreguieta no pudo reprimir las lágrimas al escuchar los acordes del bandoneón derramando las notas de un tango sobre los emocionados rostros de cientos de invitados investidos con los atributos más ostentosos de la realeza del mundo.

En opinión de Amalia, seguramente influenciada por el fotógrafo que captó el instante o por el amigo que le hizo el regalo, el valor de la toma era incalculable: su autor disparó la cámara unos segundos después de que Máxima sacara el pañuelo que guardaba en la manga de su vestido para secarse las lágrimas. El traje de la princesa era «obra del gran Valentino».

Daniel no se atrevió a preguntarle quién era aquel Valentino del que hablaba. La cabeza de la princesa estaba ladeada ligeramente. «¿Te fijaste?». Su mano derecha sujetaba el pañuelo. La punta de seda (¿Cómo sabía Amalia que era de seda?) de este esponjaba la lágrima que resbalaba por la mejilla de la desposada. Guillermo, un tanto encorsetado, la observaba con aire de preocupación: «Yo creo que ella también lo mira a él por el rabillo del ojo, ¿tú qué opinas?». Él se encogió de hombros y sonrió.

Y supo entonces, también, que el Parlamento y el Gobierno holandeses prohibieron al padre de la princesa que asistiera a la ceremonia. No, Amalia no estaba muy de acuerdo con aquella decisión. «No se pueden mezclar los sentimientos con la política en un momento tan especial y único».

El motivo del rechazo estaba, le explicó Amalia, en que el padre de Máxima había sido secretario de Agricultura y Ganadería en un Gobierno del dictador Videla, circunstancia que hacía intolerable su presencia en el país más democrático del mundo. «¿Pero no es también el más permisivo e indulgente?», preguntó él. Ella le hizo saber, muy de pasada, los argumentos de los expertos consultados: «Imagínate que el padre de la princesa se hubiera involucrado en crímenes contra los derechos humanos».

—Le comentaba que tengo la impresión de que había visto antes esa foto —insistió Roberto Beras, sonriendo.

—Sí. Un amigo de Amalia le regaló una muy parecida —balbuceó Conques sin dejar de mirar a la pantalla—. Recordaba el día en que ella la trajo a casa. Aunque en la que me mostró Amalia podía apreciarse mejor el gesto de la princesa al sonar las notas del bandoneón.

—Un tango —cortó Beras—. Adiós Nonino... La foto que usted ve en la pantalla está tomada desde el mismo ángulo, pero fue ampliada para lograr un plano mucho más largo. De manera que vemos a los príncipes en la conmovedora instantánea y también a muchos de los invitados que asistieron a la ceremonia. Esa es la diferencia. Pero estamos hablando de la misma foto, ¿no le parece?

—Yo diría que sí —contestó Conques, por decir algo.

—¿Sabe usted quién es su autor? —preguntó el policía.

—No.

—¿Conoce al periodista que se la regaló a Amalia?

—Puede que en algún momento Amalia me hablara de él, pero no podría precisarlo.

—Fíjese bien.

—Ya lo hice.

—Quiero decir que se olvide de que Amalia se la mostró en casa. Mejor todavía: imagine que nunca la ha visto. Centre su atención...

—Lo hago.

—Bien. En las últimas filas.

—Sí.

—¿Puede distinguir un pequeño círculo sobre la cabeza de una mujer con sombrero? Tal vez, si se acerca un poco, le será más fácil verlo.

Conques no se movió, ni forzó la vista.

—No hace falta. Lo distingo perfectamente. Veo un pequeño círculo al fondo. Parece haber sido trazado con rotulador.

—Estupendo. ¿Sería capaz de identificar los rasgos de ese rostro marcado con el círculo?

—Imposible.

—Desde luego.

Roberto Beras hizo una seña con la cabeza a León Biever, sentado en la silla desde la que se accedía al teclado del ordenador. La pantalla parpadeó, y, nada más desaparecer la fotografía de los príncipes, ocupó su espacio el rostro de una elegante mujer luciendo una espectacular pamela de color rosáceo.

—¿Conoce usted a esta mujer? —preguntó Beras.

—No —respondió con sequedad Daniel Conques.

—Es la mujer destacada con el círculo que ha visto antes. Estaba sentada en una de las últimas filas.

Desde el centro del sofá, Samuel Stonimski, provisto de un bolígrafo, se inclinó sobre la mesa de centro. Abrió una de las carpetas y escribió algo.

—¿Le dice algo el nombre de Alicia Kruger? —preguntó.

—No.

—¿Y el de Hugo Verploegh?

—¿Hugo? —repitió la pregunta Daniel, sorprendido.

—Sí. Hugo.

—Su nombre me resulta familiar. Es posible que Amalia me hablara en alguna ocasión de él.

—Correcto —asintió Beras. En el sofá, Stonimski movió la cabeza—. Hugo era amigo de su mujer. Periodista, como ella.

—Ya le digo, es posible que me hablara de él, pero no lo recuerdo. Amalia tenía muchos amigos y era muy apreciada por sus colegas.

—Fue Hugo Verploegh quien regaló a Amalia la fotografía de los príncipes —precisó Roberto Beras.

—Desconocía que fuera él.

—No era su autor, desde luego —agregó Stonimski—. La asistencia de fotógrafos a la boda estaba muy restringida. Pero, en cualquier caso, Hugo habría dado instrucciones al profesional que la hizo para que la ampliara con la manifiesta intención de confirmar la asistencia a la ceremonia de personas que podrían interesarle. Personas que él creía que se habían infiltrado...

—Infiltrado —susurró Conques, confundido por el empleo de la palabra.

—Eso es, infiltrado —confirmó Stonimski, apretando los labios—. Y descubrió a la mujer a la que él mismo distinguió con un círculo. A Alicia Kruger.

—Nunca oí hablar de ella —dijo Conques, meneando la cabeza.

—Alicia Kruger es una activista radical de extrema derecha, de ideología nazi, señor Conques —dijo Roberto Beras—. Hija de un poderoso banquero de Baviera, Hermann Kruger. Reside en Buenos Aires y trabaja como traductora y relaciones públicas en Industrias Rudiger, en Argentina. Ya tendremos ocasión de hablar largo y tendido sobre su padre y sobre Gustavo Rudiger.

—No sé adónde quiere ir a parar —acertó a decir Conques.

—Pronto lo sabrá.

Roberto Beras dio varios pasos en dirección a una de las ventanas de la estancia; apartó con su mano una de las cortinas para ver el exterior. Estaba anocheciendo. Pulsó el interruptor de la luz. Se iluminó el ángulo más oscuro de la biblioteca. Luego giró sobre sus pasos y regresó al lugar desde donde había estado hablando.

 

—¿Serían ustedes tan amables de explicarme, de una vez, las razones por las que me han hecho venir? —suplicó Daniel Conques, cada vez más incómodo.

—Es lo que trato de hacer, señor Conques —respondió Beras—. Lamento tener que dar tantos rodeos. Le ruego que sea paciente.

Desde el sofá, irrumpió la voz de Samuel Stonimski:

—Está usted entre gente de confianza.

—Gracias, Sam —dijo Roberto Beras. Miró al suelo, como si buscara el hilo de un argumento que se le había extraviado.

—Antes de hacerle saber por qué le hemos hecho llamar —insistió por su parte Stonimski agravando el tono de voz—, tendremos que explicarle qué hacemos nosotros aquí.

—Sí... —ratificó Roberto Beras, que pareció recuperar el hilo perdido de sus pensamientos—. Eso es. Qué razones han inducido a seis países a crear una unidad de inteligencia especial orientada a descubrir los planes de una organización nazi en plena ebullición de los partidos populistas y de extrema derecha en Europa.

Conques se llevó las manos a la cabeza; se alisó el cabello. La piel de su frente se arrugó como una cáscara de nuez.

—Una organización nazi...

—Eso dije, Conques.

—Entiendo que ustedes me han... —se detuvo en seco; iba a decir algo, probablemente obligado, tal vez secuestrado, pero rectificó a tiempo—: invitado a participar en esta amable reunión por un motivo importante, pero les aseguro que yo soy una persona sencilla que vive apartada del mundo, de la política... Soy un tipo normal que está de vuelta de todo.

—No tan normal —cortó Stonimski, dispuesto a intervenir más activamente en la conversación.

—¿Quiere usted insinuar que correr maratones convierte a quien lo hace en un ser extraño, excéntrico, quizá abominable?

—Solo interesante —contestó Stonimski, irónico—. Muy interesante. Y muy útil en este caso. No pretendía rebajar su autoestima, Daniel, más bien todo lo contrario.

—¿Útil?

—Mucho, ya le digo. Para colaborar con la policía, por ejemplo.

—Se equivoca conmigo, señor...

—Llámeme Sam —sonrió, complaciente—. Como en el café de Rick. —Desvió su mirada hacia Roberto Beras y aguardó a que este parpadeara admitiendo su ocurrencia—. ¿Se acuerda usted de Casablanca?

—Se equivoca, Sam —contestó Conques, muy serio—. Yo no voy a colaborar con la policía.

—Haga lo que le dicte su conciencia, pero después de escucharnos —dijo Stonimski—. Por favor.

Daniel Conques no atendió al gesto con la mano de Roberto Beras intentando calmar su inquietud.

—¿Colaborar? —Conques levantó la voz y dirigió la mirada a León Biever, que seguía sentado frente al ordenador—. Colaborar con la policía... ¿Qué se habrán creído ustedes...? —Negó varias veces con la cabeza, compulsivamente, y luego miró a Stonimski sin disimular su reproche—: ¿Haciendo qué, Sam?

Samuel Stonimski negó con la cabeza mientras observaba los informes que cubrían la mesa de centro. Le había agradado la reacción del atleta, sí señor, no es como yo imaginaba, tiene genio. Se repantigó en el sofá y estiró sus brazos sobre el respaldo libre mientras observaba al capitán Beras, que hizo un gesto casi de dolor y aguardó a que el judío dijera lo que le viniera en gana.

El experto en rastreo de nazis escrutó a su jefe y contestó a Conques acompañándose de una sonrisa benévola:

—Lo que mejor sabe hacer, desde luego: correr.

Conques enarcó las cejas, perplejo.

—Correr... —respondió, aún confundido por la respuesta del judío—. Eso es todo lo que se le ocurre decir. ¡No le entiendo, señor Stonimski, o como quiera llamarse!

—Sam. Mucho más fácil.

—No le entiendo, Sam...

Stonimski basculó el cuerpo hacia delante y miró al atleta como si deseara levantar una alfombra con la mirada.

—Correr, sí. ¿Y sabe por qué?

—No —respondió Daniel, altivo.

—Ellos son corredores.

—¿Corredores?

—De maratón. Como usted.

—¿Quiénes son ellos?

—Los nazis a los que investigamos.

Con un simple gesto, Beras reprochó a Stonimski que fuera tan directo. El judío polaco se quedó cortado.

—Si no te molesta —Roberto Beras torció el gesto con cierta fiereza y miró a Daniel Conques—, prefiero que sigamos hablando de Hugo Verploegh.

8

Stonimski se había ceñido a un pensamiento fijo. Su voz resonó crujiente, como rota. Se echó la mano a la garganta, para comprobar si la tenía tomada, y dijo, como escupiendo:

—A Hugo Verploegh lo asesinaron en la primavera de 2004.

—¿Asesinado? —se alarmó Conques.

—Un par de años después de la boda de los príncipes. Encontraron su cuerpo cosido a puñaladas, cerca de Muntplein, en la desembocadura del Amstel.

Cuando el judío polaco hablaba de algo que lo excitaba o lo importunaba por algún motivo, también cuando levantaba la voz, la saliva le escarchaba el labio superior, de ahí que sacara con frecuencia un pañuelo del bolsillo del pantalón para limpiarse la boca.

—La policía holandesa cree que su asesinato guarda relación con la desaparición de Amalia van Campen. Nosotros barajamos la misma hipótesis.

—Pero Amalia murió unos meses después —contestó, alterado, Conques.

Stonimski se desinfló, después de respirar hondo, y se metió el pañuelo blanco y arrugado en el bolsillo del pantalón.

—Precisamente el paso del tiempo es lo que hace inteligentes a los investigadores. Pone cada cosa en su sitio, lustra los indicios y despeja las incógnitas.

Como si le colgara una piedra del cuello, Daniel Conques pensó que se había ido sumergiendo sin darse cuenta en un mar de historias absurdas. Conforme avanzaba la entrevista, sentía que se hundía en ese mar y que no lograba hallar la forma de cortar la soga atada a la piedra que lo arrastraba hasta el fondo. Le agobiaba en especial que todos los relatos que había escuchado hasta entonces tocaban tangencialmente la vida de Amalia.

La fotografía de la boda principesca tenía que ver con ella. Se la había regalado alguien que, al parecer, estaba involucrado hasta las cejas en la trama que pretendían esclarecer los tres policías.

En el pequeño círculo de la fotografía, que permanecía fija centelleando en medio de la estancia, se localizaba la presencia de una peligrosa activista nazi. Lo de peligrosa era un decir; debía de serlo por la cara que había puesto el judío cuando el cañón proyectó el rostro de la mujer en la pantalla. ¿Y si Amalia conocía también a aquella mujer? Desde luego, su amigo el periodista sí la conocía.

El nombre de Amalia estaba ligado, pues, a una terrible fatalidad. A Conques le parecía que las palabras de los agentes lo encadenaban a un muro y que detrás de él aparecía el aura de su mujer. Un muro como el que tantas veces lo había amenazado a él en el tramo final de las carreras. ¿Estaba él corriendo y no se había dado cuenta de que lo hacía?

—¿En qué argumentos se basa la policía para relacionar ambas muertes? —preguntó Conques—. Me interesa saberlo.

—Por supuesto —asintió Stonimski.

Roberto Beras hizo un gesto teatral antes de responder.

—Los dos eran periodistas audaces. Contaban historias arriesgadas.

—¿Arriesgadas?

—Entre la audacia y lo prohibitivo.

—Amalia era una excelente periodista —dijo Conques.

—Sin duda —añadió Beras—. También Hugo Verploegh. Pero pisaban terrenos pantanosos. Aunque entre ellos existía una notable diferencia.

—¿A qué se refiere?

—A Verploegh lo dominaba la ambición. Quería convertirse en el periodista más admirado de su país.

Hacía un rato que a Conques le había asaltado la sospecha de que los tres policías, especialmente Beras, se esforzaban por ser cautelosos al abordar aspectos en los que pudiera estar implicada Amalia van Campen. Lo hacían por alguna razón que él desconocía. Ante lo cual, se dijo, lo mejor que podía hacer era ajustarse al papel de incauto confidente que le habían asignado.

—Entiendo —acertó a decir Conques, aún vacilante.

Fue al pensar esto cuando la soga que lo arrastraba hacia el abismo del mar se partió, y entonces se sintió liberado de la piedra y respirando sin agobios, igual que cuando se lanzaba a correr nada más escuchar el pistoletazo de salida de una prueba.

—Le había dicho que Verploegh era ambicioso —dijo Roberto Beras.

—Sí —respondió Conques, casi envalentonado por su decisión de enfrentarse sin tapujos a la realidad.

—Quería ser el periodista más admirado de su país.

—Eso fue lo que dijo.

—Y estuvo a punto de serlo. En pocos años se convirtió en una autoridad indiscutible en la materia que dominaba.

—El tráfico ilegal de obras de pintores famosos —terció Stonimski.

—Amalia también investigó esos negocios sucios —respondió Conques, receptivo.

—Seguramente esa afinidad forjó lo que sin duda fue una buena relación profesional —rubricó Stonimski.

—Sí, es posible que Amalia me hablara en alguna ocasión de ese colega —dijo Conques.

Roberto Beras volvió a mirar al suelo, cruzó los brazos y suspiró.

—Verploegh era un maestro —dijo, intentando hallar el hilo que de nuevo parecía haber perdido—. Un experto en obras de arte...

Conques levantó la mano para que se le permitiera pensar unos segundos y dijo a continuación, con una suficiencia que impresionó a los agentes:

—Obras de Rembrandt, Vermeer, Oteen, Bega, Dusart, Rubens, Hals... Es de suponer que mantenía buenos contactos con los servicios especiales de inteligencia americanos para la recuperación y devolución de obras de arte expoliadas. Y también con la comisión de control en Holanda sobre restitución de su legado pictórico...

—¡Cierto! —exclamó Beras.

—Amalia citaba esas fuentes a menudo —se justificó Conques—. A ella también le interesaba el arte.

—La peripecia profesional de Verploegh resultó asombrosa —prosiguió Roberto Beras, tomando carrerilla—. Descubrió las argucias y trapicheos de algunos traficantes que militaban en el Partido Nacional Socialista de Holanda. De uno de ellos en particular, Adriaan Ekkart, un testaferro de influyentes dirigentes nazis próximos a la cúpula del Reich. Ekkart llegó a amasar durante la guerra una gran fortuna y muy pronto ejerció su dominio sobre la Sociedad de Marchantes Holandeses. Saqueó decenas de museos y de colecciones privadas de familias judías holandesas. Su influencia se hizo ilimitada a raíz de conocerse el deseo de Hitler de construir un museo gigante...

—En una ciudad de Austria —le cortó Conques—. Linz, creo recordar...

—Me alegro de que también conozca una parte tan miserable de la historia.

—Me casé con una mujer empeñada en descubrir lo que sucedía en la otra orilla del planeta —dijo Conques—. Yo apenas la molestaba. Cuando iniciaba alguna de sus incursiones, me anunciaba: «¡Inmersión!». Y desaparecía. Pero, naturalmente, tenía que salir de vez en cuando a la superficie para poder respirar. Y entonces, hablaba y hablaba... ¡Y yo la escuchaba!

Beras asintió con la mirada distraída, pero centrado en el discurso que había iniciado y que enseguida retomó:

—Ekkart llegó a tener trato directo con el mariscal Goering y con el Reichsleiter Rosemberg, organizador y ejecutor de la política de saqueo artístico generalizado en los países ocupados. Ekkart, con el apoyo del comisario del Partido Nacional Socialista holandés, organizaba convoyes de trenes hasta Berlín con vagones blindados en cuyo interior se precintaban los cuadros de los genios. Los que usted citó antes y algunos más. Goering y los suyos se encargaban de distribuir esas piezas en museos, en su residencia de Carinhall, donde el dirigente nazi poseía una verdadera galería de arte, y en mansiones de amigos que albergaban importantes colecciones privadas. Banqueros o militares en su mayoría...

—Desconocía esos extremos...

—Una de esas colecciones perteneció a Otto Kruger, abuelo de Alicia Kruger.

—La señora de la pamela —dijo Conques, apuntando a la pantalla.

—En efecto. En los meses agónicos de la guerra, las colecciones se ocultaron en lugares secretos, incluso en minas. Otras veces cruzaban las fronteras de los Alpes y de los Pirineos y se escondían en sótanos y silos de Suiza y de España. En este último país se adjudicaban en subastas clandestinas, aunque siempre amparadas desde la sombra por las autoridades franquistas. Se celebraban en Bilbao, Madrid, Sevilla y Barcelona...

 

—Interesante.

—Hugo Verploegh siguió investigando sin desfallecer. Algunas de esas obras subastadas habían pertenecido a militares españoles de alta graduación, alistados en la División Azul, que las recibieron de manos de militares nazis agradecidos por la colaboración española en el frente ruso. La denominada «vía española» del tráfico... La ventaja de ser un país neutral, desde luego.

—Esa vía se empleaba para catapultar las obras robadas a América —terció Stonimski, que ardía en deseos de intervenir.

Daniel Conques seguía atentamente, con los labios entreabiertos, el frecuente tránsito de las miradas de Stonimski hasta Roberto Beras, que estaba esperándolas con las cejas enarcadas. Sentado frente al ordenador, León Biever se había atrincherado fuera del alcance de las palabras que se entrecruzaban los policías, y a lo más que se atrevía desde su atisbador era a asomar la cabeza por encima de la pantalla para observar al corredor de fondo paralizado en su estupor, que este parecía haber controlado.

—Así es —admitió Beras—. Adriaan Ekkart llegó incluso a fletar un pequeño mercante desde Sevilla a Buenos Aires con la ayuda de un millonario falangista amigo personal de Franco. Los estragos se sucedieron. Semanas antes de que concluyera la guerra, del puerto de Kiel, en el norte de Alemania, zarparon con rumbo desconocido varios submarinos o U-Boote. Portaban cientos de lienzos que habían permanecido ocultos en búnkeres y dependencias subterráneas de la Gestapo. Aquellos submarinos alemanes recalaron en las costas de la Patagonia argentina y en enclaves desérticos del sur de Chile. Durante más de un año, tan sorprendentes apariciones se hicieron cada vez más frecuentes y dieron pie a que muchos pescadores ilustraran historias infantiles que contaban a sus hijos sobre misteriosas arribadas a las playas de gigantescas ballenas de acero de cuyos vientres salían extraños seres que se acercaban en barcazas de goma a la orilla... Decenas de hombres les aguardaban en la playa y les ayudaban a descargar las obras de arte.

—¿Publicó el periodista sus trabajos?

—Le dieron fama y prestigio. Y sus bases documentales prestaron un gran servicio a la sociedad y al Gobierno de su país. La policía se sirvió de ellas para denunciar ante la justicia a muchos de los que tan impunemente se habían enriquecido. Pero al final se produjo un cambio inesperado en su vida.

—Y menos mal que no logró publicar la batería de calumnias contra la Corona de los Países Bajos —apostilló Stonimski, arrellanado en su confortable rincón—. De haberlo hecho, los nazis habrían obtenido una gran victoria moral sobre el mundo libre. Y no solo moral...

9

Roberto Beras miró su reloj; eran las siete de la tarde. Se escucharon, a lo lejos, los tañidos otoñales de una campana. Creyó que se había levantado viento y echó un vistazo a través de la ventana: las hojas secas formaban remolinos en el parque, sumido en la macilenta atmósfera de las farolas. El policía se dio la vuelta para encararse a la gran panorámica de la Nieuwe Kerk que seguía proyectada en la pantalla.

—Hugo Verploegh había llegado a creer, por motivos perversos, como tendremos ocasión de comprobar más adelante, que la boda de Máxima y Guillermo estaba amañada. Que intereses oscuros movían los entresijos de la familia real holandesa. Que las democracias europeas se estaban pudriendo. Que los partidos de extrema derecha se habían movilizado en Europa. Y que los nazis empezaban a tomar posiciones relevantes en las más altas instancias del poder en el Viejo Continente con la complicidad de no pocos políticos, banqueros y hombres de negocios, todos ellos simpatizantes de la causa. —Sin dejar de mirar a la nave de la iglesia, respiró hondo—. Tal vez por esa razón, pidió a un colega que le hiciera fotografías de la iglesia en la que tenía lugar la ceremonia. Pretendía desenmascarar a los traidores que habían sido invitados a la fiesta...

Conques sintió un ligero sobresalto, pero no se dejó impresionar:

—¿Cómo llegó a relacionarse con esa activista nazi?

—¿Se refiere a la de la foto, a Alicia Kruger?

—Sí.

—Se conocieron en Sevilla el mismo año en que lo hicieron los príncipes Máxima y Guillermo de Orange. En abril de 1999. Seguramente coincidieron en alguna caseta de la Feria de Abril, y hasta es posible que intercambiaran parejas con los hoy príncipes en algún baile por sevillanas.

—Sabemos que Verploegh asistió por aquellos días en Sevilla a una subasta de arte —precisó León Biever, que pareció despertar de súbito en su rincón—. Había estado antes en Barcelona. Seguía la pista de varios marchantes sospechosos. Preparaba uno de esos reportajes en los que denunciaba trapicheos y sobornos...

—Curiosamente, Alicia Kruger asistió a la misma subasta —dijo Beras—. El encuentro no fue casual. Todo había sido urdido con arreglo a una concienzuda y vil estrategia. Allí se conocieron, cenaron y luego fueron a bailar. Esa noche compartieron la suite que Alicia ocupaba en un lujoso hotel. Se vieron más veces ese mismo año, casi siempre en subastas de arte en España. Y también durante el Campeonato del Mundo de Atletismo de Sevilla, en agosto. Alicia formaba parte del equipo alemán de atletas que participó en la prueba femenina de maratón.

—Quedó en el puesto 36 —precisó Biever.

—A Alicia Kruger no le resultó fácil seducirlo —prosiguió Beras—. Ese era su principal objetivo, el de su organización quiero decir: ella debía convertirse en una indispensable fuente de documentación del periodista. Debía ganárselo...

—Lo manipuló a su antojo —dijo Sam Stonimski, al tiempo que echaba mano a uno de los bolsillos para sacarse el pañuelo—. Ella era el áspid que inoculaba la mentira en la mente del escritor. Obedecía órdenes. Tenía que intoxicarlo. ¿No es ese el léxico que usan los periodistas cuando mienten deliberadamente para influir en los ciudadanos?

—Creo que sí —admitió Conques, que seguía mirando de un sitio a otro buscando el origen de las voces.

—Intoxicarlo —remachó Stonimski—. Empezó con dosis inocentes en apariencia. Primero le introdujo el veneno de que los encuentros de los príncipes en Sevilla y Nueva York no fueron casuales. Y luego...

—Y luego —le cortó Beras, impaciente— exageró las filtraciones de algunas frivolidades, falsas, por supuesto, de las que se había hecho eco la prensa sensacionalista en Holanda para atraer la atención del periodista con nuevos y apetitosos cebos. La Kruger habría conocido al príncipe Guillermo en Nueva York, en los días de su famoso y multitudinario maratón. Ella incluso llegaría a correr la prueba. Su presencia en Nueva York no obedecía a razones deportivas, sin embargo. Por entonces, había empezado a frecuentar en esa ciudad el círculo de amistades de Máxima Zorreguieta. Así que aprovechó esos contactos para hacer algunas insinuaciones, confidencias interesadas, que despertaron la perspicacia del periodista. Es lógico que el incauto y enamoradizo Verploegh se prestara al juego de sus maledicencias. Por ejemplo, que Máxima, que trabajaba por entonces en el mismo banco en el que el príncipe tenía una cuenta, en Nueva York, accedía con facilidad a los extractos bancarios, conocía las fluctuaciones de su saldo y le pasaba a su novio informaciones financieras confidenciales. En ningún momento el periodista constató la insolvencia de los datos suministrados por su amante nazi.

Samuel Stonimski levantó el brazo con ánimo de intervenir. Lo hizo cuando su jefe, que parecía fatigado, asintió con la cabeza.

—Habría que precisar algo a ese respecto —dijo el agente de origen polaco—. Supongo que Hugo no prestaría al principio demasiada atención a las interesadas filtraciones de Alicia. Las consideraría algo... fantasiosas. La cosa empezó a variar cuando la Kruger le habló de ciertos documentos de la CIA sobre el pasado del padre de Máxima, un secretario del dictador Videla. Informes que, por otro lado, nunca se emitieron, entre otras razones porque no se elaboraron. No existen. Pero se hablaba de ellos con alguna frecuencia. Ya se sabe: falsos rumores. La prensa sensacionalista se encargó de airearlos. De alguna manera, Alicia le hizo ver a Verploegh que dicho expediente existía, y que si nunca se había hecho público había sido por las presiones del Gobierno holandés ante el norteamericano, también de la propia familia real. El documento en cuestión era poco menos que una bomba de relojería activada. Dejaba tan malparado al secretario del dictador que, de haber trascendido, habría puesto en serios aprietos a los Orange, hasta el extremo de hacer peligrar el matrimonio de los hoy felices príncipes, muy enamorados, por cierto. Alicia habría hecho creer a su amante que la boda de los príncipes obedecía a una conjura política planificada con meticulosidad para desacreditar a la familia real holandesa. Una silenciosa y ruin conjura con conexiones en Argentina y en los Países Bajos.