Las zapatillas vietnamitas

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—Yo también las tengo —respondió Stonimski rascándose la calva. Volvió a observar con repugnancia la pantalla—. La imagen le puede impactar. Dejaría a ese hijo de puta para el final. —Y señaló con el índice al hombre de la foto—. Vas a tener que dar un largo rodeo de todas formas.

—Lo sé —admitió Beras sin dejar de mirar la fotografía.

Stonimski pareció abstraerse unos segundos, inmóvil. Rechinaron sus dientes. Luego añadió, muy sobrado de razón:

—Yo empezaría por algo más cálido y próximo.

—Te escucho —contestó Beras, manipulando las teclas del ordenador.

—La historia de Hugo Verploegh, por ejemplo —respondió Samuel Stonimski—. Seguro que Daniel Conques supo de él. Fue amigo de Amalia, ¿no? Sería un buen comienzo. Sí, yo arrancaría con la foto de la boda de los príncipes Máxima y Guillermo Alejandro.

6

Daniel Conques ya había estado en la embajada de España en La Haya, tiempo atrás, lo recordaba muy bien, unas horas después de ser informado de la muerte de Amalia van Campen...

Hacía un rato que el vehículo que conducía León Biever avanzaba a velocidad de crucero por la A4 en dirección sur. Faltaban varios kilómetros para que se desviase por la A12.

En plena monotonía de una recta interminable se abrió paso en su memoria el momento en que el embajador se reunió con él y los padres de Amalia. Era una mañana de primavera, hacía tres años y siete meses. El diplomático les tendió la mano al pie de la escalera central del edificio, en la suntuosa plaza Lange Voorhout, bajo una sombra de frondosos árboles con parterres rectangulares rebosantes de tulipanes.

Fueron instantes dramáticos, antes y después. El dolor había nacarado el rostro de Peter van Campen. Beatrijs apenas podía contener su llanto. En realidad, no había cesado de llorar desde que recibió en su casa de Katwijk la noticia del trágico accidente en el que había muerto su hija. La noche anterior, el propio embajador llamó por teléfono a su domicilio. Preguntó por Peter van Campen, pero, como este no estaba en casa, lo atendió su mujer. Un par de horas después, Conques recibió en su casa de la calle Zurbano, en Madrid, la misma llamada. Se hundió en un pozo del que ya nunca saldría.

Su amigo el doctor Albert lo obligó a tragarse dos pastillas de Valium, le metió en el bolsillo de la chaqueta varias más y lo condujo hasta Barajas. «¿Quieres que te acompañe?», le preguntó poco antes de partir el avión rumbo a Ámsterdam. Conques se arrojó a sus brazos y estuvo un rato golpeándolo en los hombros. «Espérame, voy contigo». Él se negó.

Voló esa misma noche a Ámsterdam y en Schiphol alquiló un coche. Llegó a Katwijk una hora más tarde. Sus suegros lo esperaban en compañía de varios amigos que habían acudido a su casa del canal para hacerles compañía. Nada más verlo aparecer, se fundieron en un abrazo y luego pasaron los tres a una salita, junto a la cocina, y Beatrijs preparó infusiones de té verde y tila. Los vecinos aguardaban afuera y miraban, consternados, a los tres, con sus manos entrelazadas encima de la mesa, las tazas de tila humeantes, las cabezas agachadas, sus sombras lívidas. Así permanecieron largo rato.

Cuando se decidieron a hacerlo, hablaron varias horas sin querer hablar: preguntas formuladas al aire y monosílabos que iban y venían como palomillas ciegas buscando la luz de una lámpara. Los Van Campen se acostaron poco después de las tres de la madrugada tras despedir a sus vecinos. Los patos del canal observaban el cortejo desde la orilla, las cabezas estiradas, alertas, refulgentes sus plumas húmedas.

Daniel esperó, recostado en un sofá, a que amaneciera.

La primavera empezaba a colorear el paisaje de los Países Bajos de ocre encendido, de amarillo radiante, de verde apareado con el púrpura. El sol era como un tulipán gigante pintado por Van Gogh. Pero Daniel Conques sentía que su alma había ennegrecido como las paredes de una cárcel sin ventanas, y que la oscuridad se abría poco a poco en sus entrañas y se acomodaba para siempre en su corazón como un gas paralizante.

León Biever interrumpió sus pensamientos:

—El embajador lo aprecia mucho —dijo el policía sin dejar de mirar a la carretera—. Tengo entendido que se conocieron hace unos años.

—Al día siguiente de morir Amalia.

—Desconocía ese dato.

—Sabe mucho menos de lo que cree, señor Biever.

—Seguro.

En la penumbra de la cabina Biever hizo un gesto que fue toda una lamentación.

El corredor estaba hambriento. Tanteó con la mano en el asiento de atrás y pronto localizó su mochila, que atrajo hacia sí. Sacó de la barriga de la oveja de trapo uno de los bocadillos envuelto en papel de aluminio. Lo exhibió y le dijo al conductor:

—¿Le apetece?

—No, gracias.

Conques abrió la boca desmesuradamente para dar un buen mordisco. Se sacudió las migas que cayeron sobre su chándal al cuartearse la corteza del pan.

—Lo siento —dijo con la boca llena.

—No importa.

El tráfico era intenso antes del desvío a la A-12. El paisaje de la llanura, todavía verde, jalonada de casitas que parecían extraídas de cuentos infantiles, obligó de nuevo a Daniel a evocar aquellos días lejanos que tantas veces había tratado de enterrar.

Tuvo la impresión de que nada había cambiado, de que hacía el mismo viaje que tres años y siete meses atrás, en un coche alquilado, en compañía de sus suegros. El mismo viaje, sí; el mismo paisaje; las mismas cicatrices del agua en la tierra verde y luminosa; las mismas zancudas atravesando el cielo; las mismas nubes corredoras, veloces como relámpagos.

Y pensó que los hombres que lo aguardaban en la embajada le iban a decir ahora lo mismo que entonces el embajador. Tres años y siete meses después. Lo más probable, pensó, es que sería el propio canciller quien lo recibiera: serio, circunspecto, amable, más receptivo; le tendería la mano en la escalerilla de acceso al edificio; lo invitaría a entrar en su despacho, en la planta baja; él se sentaría en uno de los sillones ante la foto del rey de España. Supuso que enseguida le presentaría a los policías... Cuántos, se preguntó. Miró a Biever.

En aquella ocasión, a Peter y a Beatrijs el dolor les había otorgado un rango especial de dignidad. Se sentaron con el silencio a cuestas, tan enderezados que ni rozaban el respaldo de los asientos.

Enrique de Zuazo se había ofrecido como mediador para hacer el traslado de los restos mortales de Amalia van Campen desde Buenos Aires a Ámsterdam. Amalia disponía de pasaporte español. Nadie agradeció la iniciativa del diplomático. Hubo un parpadeo en los ojos del atleta.

Pero antes, Daniel Conques debía viajar al corazón de los Andes para recibir los objetos personales de su esposa y ser testigo del momento en que su cuerpo... «es muy duro para mí»... «sus huesos»... «lo lamento, sé cómo se sienten»... «fueran depositados en el ataúd»... «Les advierto que será muy desagradable», convino en decir, sin apenas voz, el diplomático. Tenía conocimiento, dijo, de que el avión se había estrellado al intentar su piloto hacerlo aterrizar en un terreno boscoso y cubierto de nieve.

El descomunal choque hizo que el fuselaje del aparato se partiera en miles de trozos y que los cuerpos de los ciento treinta y ocho pasajeros se evaporaran como bolas de fuego en el aire y sus restos quedaran diseminados en un círculo de varios kilómetros de radio.

El embajador desconocía si los restos de Amalia habían sido ya localizados. No se atrevía a pronunciarse. «Todavía prosiguen las labores de búsqueda», dijo, mirando al suelo de madera de su despacho.

Al diplomático le constaba que la policía argentina y los efectivos de protección civil del país estaban desarrollando un trabajo encomiable. «Se sienten presionados por nuestro interés, por el mío personal y también por el de la legación diplomática de los Países Bajos», explicó.

Daniel viajó en compañía de sus suegros a Buenos Aires y se desplazó unas horas después a Bariloche. En la capital de la Patagonia argentina lo esperaban un par de guías con un todoterreno de color amarillo. Lo condujeron hasta las mismas entrañas de los Andes. A unos treinta kilómetros del peñasco donde se estrelló el Boeing de Aerolíneas Argentinas había un puesto fronterizo aduanero.

Tuvieron que recorrer caminos imposibles y sendas escarpadas; se adentraron en bosques donde nunca había entrado la luz y cruzaron puentes colgantes, débiles como telarañas, que se columpiaban peligrosamente sobre ríos de corrientes embravecidas; él, sobrecogido por el abrupto paisaje, con el frío en su alma, sonámbulo en el laberinto de su dolor. En el paso fronterizo entre Chile y Argentina, entre quebradas y torrentes, conversó con el comandante chileno del puesto, un militar de pocas palabras y rostro cetrino y desolado; muy educado y ceremonioso; vivía con su familia en un barracón en el que despuntaba el tiro alto de su chimenea; el pequeño poblado se levantaba en el centro de un valle helado y rodeado de cumbres inaccesibles, lo que prestaba al lugar la apariencia de estar en la base de un volcán apagado.

Los chilenos habían delegado en sus vecinos argentinos los trabajos de búsqueda y localización de restos. «Por aquí apenas nos hicimos con una pequeña parte de una de las alas», le dijo el comandante de los carabineros.

En el puesto fronterizo argentino se alineaban varios ataúdes dispuestos a ser entregados a los familiares de los pasajeros muertos. También eran visibles decenas de bolsas colgadas de un perchero y con etiquetas grapadas en el plástico en las que se leían los nombres de los desaparecidos.

Un gendarme uniformado avanzó hacia Daniel Conques portando una de esas bolsas. Resonó en la cabina del coche su voz de pésame:

 

«Mi nombre es Guillevaldo Menéndez, para servirlo».

La bolsa que le entregó contenía los restos de Amalia y sus cosas personales: una sortija de oro, que Daniel Conques reconoció al instante; una cadenita de plata con la colgadura de una medalla que reproducía la imagen del apóstol Santiago en bajorrelieve (pertenecía a ella, desde luego; él se la había regalado en un viaje que hicieron a Galicia varios meses después de casarse) y una bolsa de color negro que contenía materia opaca, le pareció, tierra, creyó al principio, más bien polvo. La abrió y olió a fuego podrido.

Guillevaldo Menéndez lo sacó de dudas:

«Son cenizas».

Al llegar al escenario de ese recuerdo, Daniel Conques pasó de la ensoñación a un estado de vigilia con todos sus sentidos en alerta. Abrió la ventanilla del coche y dejó que el viento golpeara su cara, tal vez deseando que le trajera las cenizas que él mismo arrojara al canal desde lo alto del Hilletjesbrug.

Cada hebra calcinada se hizo átomo y los átomos reconstruyeron la materia de un hermoso cuerpo rosado. Una piel blanca y cálida; unos ojos grandes como un lago azul sin fondo. Y la sonrisa de Amalia iluminó de tonos grises el atardecer en la llanura en la que el Audi avanzaba, Daniel Conques no sabía si hacia delante o hacia atrás.

Se conocieron en una fiesta de fin de curso de un máster de periodismo impartido por El País. A él lo invitó su amigo Nazario Prats, periodista y profesor del curso; Amalia era su alumna más brillante. Nazario ardía en deseos de presentársela. Estaba convencido de que las personalidades de su amigo y de la periodista holandesa eran tan opuestas que por fuerza debía haber entre ellos un arrebatador polo de atracción: «Puede que sea tan retorcida como tú, pero lo disimula mucho más. Y encima, está buenísima». La conexión de ambas corrientes podía ser un divertido experimento en el circuito de la fiesta.

El currículo de Amalia impresionaba. Meses atrás, se había matriculado en otro máster en la Universidad de Salamanca, pero de paleontología y criptografía del arte.

En el momento de hacer las presentaciones, Nazario advirtió con un guiño a su amigo del colegio de los jesuitas —más tarde, en la universidad, elegirían caminos distintos— que su alumna favorita era una persona muy especial, una periodista que deseaba especializarse en criptoanálisis para poder así investigar asuntos inimaginables. «Tan difíciles de desentrañar como tu cerebro», le dijo. Y sin más, los dejó solos.

A duras penas pudo disimular Daniel su malestar por los comentarios de Nazario, pero no podía volverse atrás; primero, porque tenía ante él a una hermosa mujer a la que ya había besado en las mejillas (tres veces, siguiendo la costumbre holandesa), y en segundo lugar, porque pensó que conocer las oscuras intenciones de su amigo le daba una cierta ventaja: llegaría hasta donde solo él quisiera, ni un paso en la dirección que le apuntaba Nazario.

Las dudas se disiparon cuando Amalia, nada más comprobar que el profesor Prats y su maliciosa sonrisa se perdían entre los corros de invitados, dijo a Daniel: «También quiere jugar conmigo. No te preocupes, todos conocemos cómo las gasta. En el fondo te admira. Cree que eres un poco raro, como yo. Bueno, ¿y qué? Es gilipollas. Somos superiores a él en inteligencia y en bondad. Y no lo manifestamos. Te dedicas a la investigación, ¿no? A mí me encanta investigar. Los investigadores somos seres privilegiados, aunque incomprendidos, ¿no crees? Nadie nos toma en serio. Sin embargo, todo lo que hacemos es en beneficio de los demás».

Daniel se quedó de una pieza y empezó a creer que aquella «rubia holandesa especial» no era una simple marca de cerveza, como llegó a pensar cuando Nazario le hablaba entusiástico de ella, sino la mujer más sorprendente que había conocido en su vida.

Pronto empezó a comprobar que Amalia era, en efecto, un ser increíble. Algunos invitados, mujeres en su mayoría, habían difundido comentarios sobre el trabajo de fin de curso elaborado por la holandesa. A simple vista empleaban calificativos elogiosos, pero, a poco que uno se fijara en los ángulos de los gestos y en los desmesurados aspavientos, se sacaba la conclusión de que, tras el aparente halago, se escondía el rostro de la envidia. Ciertamente, el trabajo que describían resultaba tan atrevido como espeluznante: valiéndose de cartas, en apariencia intrascendentes, que enviaban a sus familias y amigos, Amalia van Campen había descifrado mensajes en clave, de gran interés para la policía, que intercambiaban miembros supervivientes de la banda Baader-Meinhof encarcelados en prisiones alemanas. Nazario Prats había calificado ese trabajo como «magistral»: «Se adentra en una nueva frontera del periodismo de investigación».

Pero algunas invitadas no eran de la misma opinión. Horrorizadas por el desparpajo y la audacia de la joven extranjera, cuestionaban esa forma de hacer periodismo y tildaban sus métodos de trabajo como «extravagantes y pretenciosos».

Amalia no les hacía caso. Se enganchó al hombro de Daniel Conques y lo invitó a vaciar la botella de whisky de malta de doce años que había visto esconder a un camarero en uno de los muebles bajos de la barra, probablemente por indicación del jefe de la empresa de catering contratada.

Como quiera que el joven no se atrevía a entregarles la botella que pretendían, Amalia saltó por encima de la barra y se fue directa al estante donde se guardaba el tesoro escocés. Luego buscó dos vasos y los llenó.

—Brindemos por nuestras inteligencias vírgenes —dijo, exultante—. Por la aventura de descender a las profundidades de los sentidos. Para que podamos subir hasta los nidos donde se crían los huracanes...

Daniel Conques la acompañó en el trago, muy largo, hasta vaciar el vaso. La verdad es que no entendió muy bien lo que Amalia había querido decir, pero se atrevió a ver en sus palabras una idea romántica e idealizada de la vida, lo que él tantas veces había pensado sin encontrar la forma de manifestarlo. Luego se miraron y llenaron sus pulmones de aire. Él se sintió feliz. Se había llenado de la sonrisa de ella.

Amalia van Campen era una mujer de asombrosa inteligencia y vitalidad. Daniel Conques nunca lograría explicarse por qué ella prestó atención a su balbuciente discurso nada más quedarse a solas en medio de aquellos ruidosos periodistas. Tal vez porque era el único de los asistentes que no hablaba de ella ni para elogiarla ni para vilipendiarla.

Solo después de un largo rato, ahítos de whisky, sintió que sus piernas temblaron cuando ella quiso saber a qué se dedicaba de verdad, y él le contestó que a investigar energías renovables, y como quiera que ella hizo un gesto admirativo, sonriendo con seductora delicadeza, mojándose los labios con su lengua y torciendo el rabillo del ojo, a él se le ocurrió decir algo que con el tiempo se convertiría en la frase más brillante que había pronunciado en su vida:

—Investigo la fuerza del viento, del sol, de las fuerzas ocultas que sostienen la vida. Me asomo al huracán...

En ese momento creyó que había dejado de ser un imbécil.

Él pensaba que había sido hasta entonces un pobre imbécil. Tímido, sumergido en un mundo en el que solo tenían cabida la aspiración de lograr una cierta perfección en el trabajo, unos buenos cronos en las carreras de fondo y algún que otro sueño coronado de tópicos que no sabía en qué momento haría realidad: casarse con una buena chica, tener hijos, prosperar en su oficio, comprarse una casa...

Había sido educado con arreglo al modelo al uso en la nueva y pujante burguesía española, aspirante a una perfección encorsetada, deseosa de recuperar deprisa el terreno perdido, y se sentía orgulloso de pertenecer a un país que había logrado la transición a la democracia sin desmantelar las viejas estructuras del franquismo. Era hijo de una familia de clase media abierta a la progresía del cambio, pero anclada en el conservadurismo de la dictadura.

Ella, por el contrario, había llegado de un mundo lejano y extraño, pervertido —es lo que Daniel creía muchas veces que la gente pensaba— y permisivo hasta extremos escandalosos. Una rebelde. Díscola, caprichosa, de sugerente desenvoltura.

—Seguro que tú eres uno de esos que nunca han follado, ¿verdad? —le preguntó aquella noche Amalia cuando estaban a punto de vaciar la botella.

—¿Cómo lo sabes?

Era imposible averiguar de dónde había sacado aquella imagen y estilo únicos; cómo se aunaban en ella la insolencia, la elegancia y el romanticismo, esto es, el misterio que la convertía en un ser de irresistible atractivo. No es de extrañar que él se adentrara, a ciegas, en el mar desconocido y tibio de su encanto desde el momento en que la conoció, como quien descubre la invisibilidad de la sal en el agua.

Su dominio del español, sin ser perfecto, resultaba asimismo sorprendente. Empleaba las palabras precisas. Sus argumentos resultaban irreprochables. A Daniel Conques le fascinaban sus luminosos ojos, de un gris azulado, y la manera con que atendían cualquier observación de los demás.

Amalia había cursado estudios de periodismo en la Universidad de Ámsterdam y de arte en la Gerrit Rietveld Academie; su intención era dedicarse al ejercicio de la profesión como investigadora freelance.

En el transcurso del tiempo, Daniel Conques fue descubriendo poco a poco que lo que ella en verdad pretendía era hurgar en aspectos brumosos de los comportamientos humanos que resultaban prohibitivos a la mayoría de los mortales. Desde luego, no le apetecía enrolarse en la plantilla de un medio de comunicación. Estaba por encima de las normas establecidas; para ella, lo único realmente hermético era el orden impuesto. Ejercía de mujer sin ataduras, sin complejos, sin dudas.

Al poco de haberla conocido, ella empezó a trabajar para periódicos de su país y alguno británico, pero su dominio total del español fue tan rápido que pronto pudo ofrecer sus trabajos de investigación a empresas periodísticas de Madrid, Barcelona y Bilbao. Antes de casarse —un día de mayo, en la madrileña iglesia de San Francisco, arrebolada de tulipanes de todos los colores llegados de Holanda—, ya había vendido varios reportajes a empresas periodísticas españolas sobre obras de arte, expoliadas en su país durante la Segunda Guerra Mundial, que ahora se revendían en Europa tras haber pertenecido a nazis refugiados en Argentina.

El fastidio que a Daniel Conques le causaban los frecuentes viajes de Amalia al extranjero lo compensaba con el tiempo que pasaba junto a ella en Madrid, entregada, eso sí, a su trabajo, concienzudo y metódico, casi siempre absorbente. A él no le importaba con tal de verla, aun enfebrecida por un reciente descubrimiento, o cuando su propia fantasía la hacía levitar encerrada en el cielo de su buhardilla. Nunca se atrevió a profanar aquel santuario con visitas o preguntas inoportunas.

Hacían el amor como adolescentes enloquecidos por el descubrimiento de una exclusiva: la vida se mostraba como una cascada de luz ingrávida y perpetua. Ella le había mostrado los secretos de su cuerpo, le había enseñado a escarbar en los registros microscópicos de su piel y le había hecho creer que lo convertiría en el amante perfecto. Seguramente lo fue.

Le había hecho creer que lo era.

Vivían en el último piso de una finca de la calle Zurbano, de fachada modernista y líneas señoriales, con una buhardilla con ventana y techos inclinados de madera que daba a los tejados grises y pardos del Madrid más castizo. A ella le encantaba ese Madrid tan añejo y único de Alonso Martínez y la glorieta de Bilbao, con sus palacetes burgueses de paredes coloreadas, balcones con rejas de forja y puertas con blasones.

Los estantes con libros cubrían una de las paredes de la buhardilla, la más alta, con el techo artesonado. En otra pendían recortes, copias de manuscritos y artículos clavados con chinchetas, y había una pizarra verde en la que ella solía dibujar mapas y jeroglíficos ininteligibles, organigramas y flechas, en holandés, español e inglés.

El trabajo libre de ella le otorgaba una disposición total para acompañar a su marido a las pruebas de maratón. Daniel solía correr un par de ellas, a veces tres, al año. Casi nunca faltaban a la cita de Ámsterdam, sobre todo a raíz de que Peter y Beatrijs les regalaran su pequeño apartamento en Egelantiers Gracht.

Algunas veces, Amalia se atrevía a correr junto a él. ¡Dios mío, cómo recordaba Daniel, mientras miraba por la ventanilla del coche a las patrullas de olmos que flanqueaban los distantes canales, la primera vez que la vio aparecer en pantalón corto y con unas zapatillas de color naranja a juego con los calcetines, hasta las rodillas, que parecían medias del mismo color!

 

Era una mujer esbelta y bien formada. Nunca abandonó su flequillo en la frente, aunque recortado, que usaba como las cortinas de un escenario que ella corría o descorría para mostrar el misterio de su mirada, el luminoso pasillo de su inteligencia. El resto de su pelo suelto, corto, resaltaba el punto de atracción de su cara redonda, de piel tersa, sin arrugas. Sus grandes ojos azules, con un leve tono grisáceo, de huesudas órbitas. Tal vez con unos kilos de más, lo que entrañaba alguna que otra dificultad para resistir una prueba de fondo; no importaba, ella lo intentaba siempre con admirable tenacidad. Nada se resistía a su fuerza de voluntad. Se cogían de la mano en el momento de la salida. Se observaban, acusadores. Ella, muy seria, como si se jugara la vida. La mayoría de las veces se veía obligada a abandonar a los pocos kilómetros de iniciarse la prueba. Exhausta, con la boca abierta y la mirada extraviada, moviendo la cabeza de parte a parte al tiempo que suplicaba un sorbo de agua. Él la animaba: «Hasta el próximo control de avituallamiento». Nunca logró resistir más de cinco kilómetros. En el momento de rendirse (era la palabra que ella solía utilizar, y le gustaba emplearla; Daniel creía que, en el fondo, se sentía orgullosa de exhibir esa flaqueza ante su rotunda superioridad), se dejaba caer sobre el asfalto, pero enseguida se recuperaba y se convertía en la más entusiasta animadora de su marido. Cuando él la descubría, a lo lejos, con los brazos levantados y dando saltitos muy cortos, y luego bajaba de la acera para aproximarse al paso de los corredores, y lo buscaba con los ojos, anhelante y risueña, él procuraba adelantarse unos metros, levantaba el brazo y, sin detenerse (ella sabía que no debía hacerlo), le daba un beso. Un beso fugaz, casi siempre acompañado por el susurro de una insinuación que a ella le encantaba escuchar: «Espérame en el hotel, que aún me quedan fuerzas para ti».

Daniel Conques había pensado tantas veces en esos besos, impremeditados y ahora ineluctables al recuperar la sensación del sello cálido estampado en sus mejillas... Antes de que el avión se precipitara sobre una montaña helada de los Andes. Antes de imaginar su cuerpo desintegrado, como en una lluvia de polen, sobre la cordillera blanca. Cuando arrojó sus cenizas desde el puente frente a su casa de Egelantiers. Y ahora, cuando se encaminaba a una cita con policías que lo aguardaban en el mismo lugar donde, tres años y siete meses atrás, había escuchado al embajador decir que ya nunca más la volvería a ver.

7

Después de abrir la puerta de la biblioteca, adonde Daniel Conques había sido conducido por un ujier de la embajada, y de hacer al visitante una indicación para que pasara primero, fue el propio embajador, Enrique de Zuazo, quien presentó al recién llegado a Roberto Beras y a Samuel Stonimski, que estaban tras él, camuflados en la penumbra, sonrientes.

Conques parecía estar aturdido por la presencia de los dos hombres que lo esperaban puestos de pie, con los brazos extendidos para estrechar su mano y las cabezas inclinadas. Los movimientos de sus músculos estaban sincronizados y las sonrisas de bienvenida —también la de León Biever, que se había situado en el extremo de la mesa— eran idénticas: tres gotas de agua columpiándose en una caldera de agua hirviendo.

Había en los policías una manifiesta complicidad que destilaba la apariencia de un ensayo varias veces ejecutado y que ahora se prestaban a repetir en sesión inaugural.

Enrique de Zuazo transmitía la sensación de un vago triunfo personal: no podía disimular el gozo de haber conseguido que Daniel Conques compareciera ante aquellos agentes de la inteligencia policial.

El corredor de maratón, que mantenía colgada la mochila de la oveja de trapo en sus hombros, aún no había logrado comprender lo que estaba ocurriendo. Hubo un momento en que pareció pedir auxilio con sus ojos al embajador, exigiendo, no se sabía muy bien, una explicación o que le indicara la flecha de salida de aquel encierro. Se ahogaba. Lo expresaba con los ojos, que se movían de un sitio a otro con el desaliento de los náufragos. Pero enseguida volvió a replegarse sobre sí mismo, en espera de nuevos acontecimientos, cuando el diplomático engoló su gesto y expuso seguidamente los motivos de la presencia de aquellos tres hombres en la embajada de España en La Haya. Mientras discurseaba, se miraba las puntas relucientes de sus zapatos.

A Conques le pareció que lo que realmente pretendía el embajador era evitar mirarle. Por su parte, él no le quitó los ojos de encima ni un segundo. Supo por él que Roberto Beras estaba al mando de una misión especial de la inteligencia europea, puesta en marcha por decisión de cinco ministerios de interior (de Reino Unido, Francia, Holanda, Alemania y España), con la colaboración especial de Israel, siguiendo una recomendación del Alto Representante de la Unión para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad. Beras era el policía de mayor rango y con el grado de comandante de la Guardia Civil. Durante varios años había dirigido la unidad de inteligencia en el cuartel de Intxaurrondo, País Vasco, y en la actualidad era uno de los máximos responsables del Centro Nacional de Coordinación Antiterrorista de España.

Por su parte, Samuel Stonimski era un agente especial del Counter Terrorism Bureau de Israel; pasaba por ser un especialista en investigar a organizaciones de extrema derecha y un consumado experto en el rastreo de dirigentes nazis, así reconocido en todo el mundo. Había sido designado por el gobierno de su país como asesor cualificado, habida cuenta de su notable experiencia como investigador en varios países sudamericanos.

Por último, León Biever, holandés, el más joven, integrado en el equipo en calidad de agente del Dutch General Intelligence and Security Service, había intervenido en las acciones policiales que condujeron al apresamiento de varios miembros del grupo radical islamista Hofstadgroep y estaba considerado un experto en el comercio ilegal de obras de arte en su país.

La unidad poseía apoyos logísticos en varias comisarías centrales de policía europeas y mantenía líneas permanentes de comunicación con Scotland Yard y con el cuartel central de la Interpol en Lyon.

Cuando terminó de hablar, el embajador hizo un extraño gesto, como lamentando haber olvidado algún detalle de la vida de aquellos hombres que no lograba recordar. Miró a Stonimski y le llegó una evocación trágica, impremeditada:

—Sus abuelos eran polacos y murieron en un campo de concentración. —Un silencio impostado lo disculpó.

Daniel Conques fue el único de los presentes que aprovechó ese instante, inesperadamente descolgado del encuentro. No aguantaba más:

—¿A qué misión especial se está usted refiriendo, señor embajador? —inquirió, como un juguete con voz al que se le está agotando la cuerda.

Enrique de Zuazo hizo un gesto de sorpresa, pero no contestó. Emitió una sonrisa forzada y dijo:

—Ahora le explicarán, señor Conques.

Seguramente fue esa pregunta lo que le hizo pensar que él estaba de más en aquella reunión o que debía marcharse cuanto antes. En realidad, su mediación para propiciar el encuentro había concluido. Zuazo se dirigió a la puerta de salida y giró la manivela para abrirla. Con la discreción del mayordomo que acaba de recibir instrucciones, alzó con timidez la mano que tenía libre, en un ademán que pretendía ser un saludo ambiguo pero cortés, antes de dejar escapar un susurro que dejó helado a Daniel Conques.