Las zapatillas vietnamitas

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Conques cruzó la puerta principal del Vondelpark con su habitual estilo de gacela, muy erguida la frente, a un ritmo que a León Biever le pareció algo lento. El corredor se adentró por caminos y recodos que le resultaban desconocidos.

De vez en cuando se detenía e hincaba con fuerza los pies en el suelo, con todo su peso gravitando sobre las rodillas, después sobre los talones, como empujando la mente hasta las extremidades. Imaginaba que sus huesos soltaban las últimas protestas del cansancio acumulado por el esfuerzo del día anterior. Liberadas las tensiones de cintura para arriba, dejaba que la sensación de fatiga se pudriera en el estómago.

Al cabo de algo más de una hora, se sentó en un banco de madera, frente a un estanque en cuyas aguas se reflejaban las greñas de los gigantescos álamos y castaños de Indias que marcaban los límites del parque con la ciudad. Nada más aposentarse, escuchó las pisadas del hombre que le había estado siguiendo, pero no se movió ni miró atrás, porque creyó que formaban parte del misterio que vivía en aquella pequeña selva domesticada de su mente.

León Biever se le acercó por detrás, abriéndose lentamente paso en el mar de hojarasca.

Con los ojos cerrados, Conques se había abstraído del paisaje y hasta de la humedad que le llegaba de las umbrías. Apoyó la cabeza sobre el respaldo en busca del punto de apoyo que le ayudara a recomponer el momento más feliz de la prueba, el punto de partida, cuando inclinaba ligeramente el torso hacia delante y flexionaba las rodillas, atento a la señal de los jueces, cubierto por la sábana de silencio que envolvía a los corredores, sus mentes en un grano de trigo.

Hubo un instante en que León Biever se situó muy cerca de él, a escasos metros, de pie, como si deseara hacerse pasar por una de las estatuas del parque, pero no se atrevió a interrumpir la ensoñación del atleta porque nadie tenía derecho a violentar su intimidad con la gloria.

4

Al cabo de un rato, el atleta estiró los brazos en cruz, apoyándose en el respaldo del banco, y buscó con la frente la caricia del sol. Encorvó su torso hacia delante y de nuevo todo su cuerpo se contrajo antes de plantar con fuerza los pies en el suelo. Neurona a neurona, su mente se licuaba por el hipotético agujero que él estaba horadando en la tierra.

Decidido, finalmente, a actuar, León Biever creyó que el corredor había despertado y se acercó por detrás hasta situarse en la esquina del banco. Dudó unos segundos antes de posar su mano sobre el hombro del corredor, y cuando lo hizo, la retuvo varios segundos esperando la reacción de aquel cuerpo que parecía haber salido de un trance.

Conques interrumpió de golpe su insólita carrera en busca de la antípoda de su mente.

—Lo siento —escuchó. La voz del desconocido sonó amable. Su español era perfecto, recio.

Conques se giró con lentitud. Apenas pudo ver, al contraluz, la cara del hombre, solo su envergadura.

La expresión de León Biever estaba dominada por la poderosa geometría de sus mandíbulas. Exhibía una barba de pelo corto, bien diseñada y recortada con esmero para que pareciese de tres o cuatro días. Pelo rubio, abundante. Bien peinado. Todo hacia atrás. Complexión atlética. Cliente fijo de gimnasio, pensó el corredor al verle de lleno. Le calculó unos cuarenta años. Tal vez menos. Usaba unas gafas de sol Ray-Ban años sesenta, como las que puso de moda Anthony Perkins. ¿Cómo se llamaba aquella película que protagonizaba con Ingrid Bergman? No recordó el título. Mocasines de marca, españoles, mallorquines; los conocía muy bien porque él tenía unos iguales. Vestía un traje de ojo de perdiz, camisa gris y corbata de un color rojo sangre.

Al otro lado de los cristales verdes, Conques advirtió que el recién llegado le sonreía. Sus vivaces ojos tenían un fondo que no se sabía muy bien si era de mordacidad o de ternura.

—Deseaba hacerle un par de preguntas —dijo Biever—. ¿Le molesto?

—No importa —contestó Conques. Hizo visera con la mano para evitar el deslumbramiento—. ¿Le conozco?

—No creo. ¿Permite que me siente?

—Por supuesto —dijo Conques. Deslizó su cuerpo unos centímetros a su izquierda para dejar más espacio en el banco.

El recién llegado tenía un semblante discretamente apaciguado por una súbita contraseña.

—Yo a usted sí lo conozco.

—No recuerdo haberlo visto…

—Yo, sin embargo, lo veo todos los días. Más aún: le diría que me he acostumbrado a verlo.

—Me sorprende —reaccionó Conques enarcando las cejas.

—Usted corre maratones y yo corro detrás de usted, siempre a distancia, desde luego. Es usted un excelente atleta. Y a su edad, quién lo diría... Envidiable. —Tras lo cual, León Biever esbozó una sonrisa larga y untuosa que se expandió por su anguloso rostro, un gesto cálido, aunque disfrazado de rigidez, en busca de complicidades, y alargó su brazo para propinar en el hombro del corredor un par de palmaditas.

Los dos hombres permanecieron varios minutos en silencio y sin mirarse.

Daniel Conques volvió a cerrar los ojos con la intención de regresar a sus ejercicios de relajación que había interrumpido, pero no pudo porque la presencia del hombre le incordiaba por algún motivo especial que no lograba precisar.

Súbitamente, le sobrevino el mismo desasosiego que experimentó cuando se asomó al canal desde la ventana de su casa. De reojo, observó otra vez al extraño y enseguida lo identificó como el hombre que había intentado abordarle en el Hillettjesbrug.

Al sentirse descubierto, León Biever miró con disimulo a las ocas que desfilaban marcialmente como soldaditos por el borde del estanque, frente a ellos.

—Sí, soy ese en el que piensa —dijo Biever sin dejar de sonreír—. Quise hablar con usted antes, pero no me lo permitieron. Lamento haberle importunado.

—¿Quiénes no se lo permitieron?

—Mis jefes.

—¿Y quiénes son sus jefes?

—Policías. Como yo.

—Policías... —murmuró Conques, desafinado.

León Biever sacó del bolsillo trasero del pantalón una pequeña cartera y extrajo de ella una especie de carné plastificado diferente a los de identidad españoles. Extendió el brazo y puso el documento a dos palmos de los ojos de Conques, que seguía sumido en la perplejidad.

—En realidad, soy funcionario del Ministerio de Defensa de los Países Bajos, adscrito a los servicios de inteligencia holandeses. Desde hace varios meses desempeño mis funciones, en comisión de servicios, en una brigada especial integrada por agentes de seis países...

—Perdone, pero no entiendo nada —interrumpió Conques; entornó los ojos, cegados por un haz de luz que se reflejaba en el estanque.

—Lo extraño sería que lo entendiese —condescendió Biever.

—Es usted un espía... —dedujo, muy serio, el corredor.

—Más o menos.

—Antiterrorista...

—Como prefiera.

—Yo no tengo ninguna relación... Ni estoy al corriente...

—No tiene nada que temer, señor Conques —dijo León Biever, tranquilizador—. Las autoridades europeas nos han habilitado un despacho en la embajada española en La Haya. Formamos un pequeño grupo de profesionales que operamos en este país y estamos en permanente contacto con los centros policiales más importantes del mundo. Así de simple, o de complicado, como prefiera.

—No sé qué decirle.

—Lo entiendo.

—¿Qué desea de mí?

No tardó mucho tiempo Daniel Conques en advertir que el agente de la inteligencia holandesa, sentado en la otra esquina del banco, se sabía de memoria algunos capítulos de su vida, especialmente los que le habían causado mayor desventura. A León Biever lo mismo le daba —siempre expresando una pulcra frialdad— repasar la superficie de las cosas que quitar el polvo de debajo de las alfombras, como si quisiera acreditarse a toda costa como el biógrafo oficial del corredor, o como el cirujano dispuesto a rajar la barriga de un paciente para sacarle sus tripas sin ninguna aprensión.

—Lo siento —dijo Biever al cabo de un rato, conforme el estupor se iba asomando al rostro de Daniel Conques—. Es mi trabajo.

—Por supuesto —respondió el corredor en un tono apagado y sin saber qué decir.

—Disponemos de un amplio informe sobre usted. Se lo imagina, ¿verdad? Seguro, después de lo que acaba de oír. Sabemos que consiguió hace poco más de tres años la jubilación anticipada y que desde entonces se dedica a correr maratones por todo el mundo.

—Perdone, pero no es exacta esa información.

—Seguramente hay matices que desconozco o que he pasado por alto de manera deliberada para no molestarle todavía más. En el expediente del que le hablo se refleja la verdad. Lo suyo no fue una jubilación anticipada, sino un caso de incapacidad laboral. ¿No es así, señor Conques?

El atleta asintió, pero no estaba muy conforme.

Así las cosas, Daniel Conques se creyó en la obligación de puntualizar algunas de las informaciones reveladas por aquel espía. Le costó unos minutos remontarse más de un cuarto de siglo, pero lo hizo con cierto agrado, como si quisiera demostrarse que era capaz de reconstruir una etapa de su vida que casi había olvidado, y también para exhibir al agente su condición de hombre orgulloso de su pasado.

Ingeniero industrial por el ICAI, no le resultó difícil encontrar colocación en una compañía de reciente constitución a la que se le auguraba en medios económicos y políticos de su país (su puesta en marcha había sido financiada por el Instituto de Crédito Oficial y respaldada por el Gobierno de Felipe González) un excelente porvenir: Empresa Nacional de Energías Renovables (ENER). Al comienzo, le asignaron un puesto en el área de generación eólica y a los pocos meses se integró en un grupo de investigación de mecánica de fluidos computacionales que estudiaba los movimientos del aire en determinados emplazamientos y la aerodinámica de los aerogeneradores. Unos años después, pasó a dirigir las áreas de generación eólica y, más tarde, el departamento de I+D+I de la empresa. Llegó a tener bajo su responsabilidad a 52 técnicos, en su mayoría ingenieros superiores y de grado medio. En 2003 la empresa batió su récord de beneficios netos: 38 millones de euros, un 40 % más que en el ejercicio anterior. Fue el año en que España se convirtió en una primera potencia industrial en energía eólica. A raíz de tan fulgurante éxito, el presidente de la compañía lo nominó para ocupar un puesto en el consejo de administración…

 

—Puesto que no tuvo ocasión de ejercer a causa del fallecimiento de su esposa —terció Biever, pretendiendo con ello demostrar, una vez más, que también conocía al detalle el currículo profesional del atleta—. Había cumplido usted dieciocho años en la empresa.

—Es muy probable que su cálculo sea correcto —respondió Conques, incómodo.

—Usted ingresó en ENER en el 85.

—En efecto —dijo Conques con retintín—. Lamentablemente, no llegué a tomar posesión de ese puesto que me acreditaba como socio de la empresa. Pero en diciembre de ese mismo año, unos días antes de Navidad, la compañía tuvo a bien concederme una prima extraordinaria de cien mil euros. Una gratificación destinada a consolidar mi nuevo estatus... A prestigiarme, decían. Le había hecho saber a Amalia que con ese dinero nos compraríamos una lancha para navegar por los canales de Ámsterdam.

—Desconocía ese detalle.

Meses más tarde, prosiguió Conques, tras la muerte de Amalia van Campen en la primavera de 2004, el consejo de administración de ENER propuso que se le otorgase la prestación de incapacidad permanente por un periodo de tiempo de tres años, prorrogable a otros tres. Un informe médico, avalado por especialistas y técnicos de prevención de enfermedades profesionales de la propia empresa y de la mutua de accidentes de trabajo, así lo recomendó por unanimidad. Es lo que aconsejaba el derrumbe psíquico que había provocado en él la trágica desaparición de su mujer. Bastaron cuarenta días para que los mismos especialistas de la empresa, tras un par de reconocimientos, certificaran que la fulminante caída en el pozo de la depresión de su ejecutivo más brillante era poco menos que irreversible y que apenas existían posibilidades para su rehabilitación profesional. Fue entonces cuando los médicos diagnosticaron la incapacidad total para el desempeño de sus funciones.

—Bien matizado —asintió el policía, muy atento a las explicaciones del corredor.

—El comportamiento de mi empresa fue irreprochable —dijo en tono de sincero agradecimiento.

—Sin duda, señor Conques.

—Más aún cuando, transcurrido un plazo prudente sin experimentar mejoría alguna, el consejo me ofreció la opción de una jubilación anticipada. Acepté. Yo no me había planteado seguir viviendo..., pero acepté. Fríamente. Supongo que era lo único que se podía hacer en esas circunstancias.

—Lo entiendo.

—Alguien me dijo, creo que mi amigo el doctor Albert, supongo que no habrá oído hablar de él...

—Ramiro Albert —respondió Biever con una sonrisa que pretendía evitar cualquier atisbo de cinismo—; cardiólogo.

—Ya veo. —Conques hizo un gesto átono—. Me dijeron que con esa asignación y la prima que se me había concedido tendría suficiente dinero para vivir con holgura el resto de mis días. Tenían razón. Con ese dinero «podía vivir muy bien», como aseguraban. —Meneó la cabeza con pesar; luego bajó la vista y dijo—: Ese dinero me permitió viajar a Argentina para recoger las cenizas de Amalia. Supongo que sabrá que me adentré en los Andes hasta llegar a un puesto de carabineros en la frontera con Chile. Un viaje largo y caro. Y muy complicado. El día que recibí las cenizas hacía mucho frío... Los policías tuvieron que reanimarme.

—Le entregaron una arqueta de madera, sellada, con las cenizas dentro.

Conques negó con la cabeza, repentinamente triste.

—En realidad me entregaron una bolsa de plástico —dijo—. Yo las deposité en una arqueta, sí, una arqueta que compré en Ámsterdam...

—Otro detalle que desconocía.

—Así fue. Y unos días después, ya instalado en Madrid, recibí la visita de un agente de seguros. Un alto directivo de una compañía importante. Una multinacional. Lo recuerdo muy bien: un hombre discreto en grado sumo y muy educado. Con solemnidad, dijo hablarme en nombre de Amalia van Campen. Me impresionó. Representaba la voluntad de mi esposa. —Conques tragó varias veces saliva; su voz se debilitó de repente—. La voluntad de aquellas cenizas en la urna que yo tenía la intención de arrojar sobre los canales de Ámsterdam. Supuse que era lo que más le habría gustado que hiciera... Ella amaba Ámsterdam. —Miró al suelo; se recuperó—. Aquel hombre, como digo, había sido investido por su empresa para hablar conmigo. Parecía haber estado estudiando mucho tiempo lo que decirme. Y cómo decírmelo. —Se tomó un tiempo para llenar los pulmones de aire—. Por él supe que, antes de emprender el viaje a Buenos Aires, mi esposa había suscrito una póliza de seguros que me hacía beneficiario único en el caso de que muriera en accidente de aviación. Le aseguro que desconocía el hecho. No lo podía saber puesto que nada me dijo cuando se despidió de mí en el aeropuerto de Barajas. El paso del tiempo me ha demostrado que desconozco demasiadas cosas de Amalia. Sentado frente a mí, aquel hombre me extendió un cheque bancario por importe de algo más de dos millones de euros... Supongo que sabrá a cuánto ascendía el pico.

Biever asintió moviendo la cabeza varias veces y con cierto pesar:

—Siento que mi presencia le haya hecho recordar momentos tan trágicos.

—Más de una vez —prosiguió Daniel Conques sin atender a la disculpa del agente— había expresado a mis más allegados el convencimiento de que el maratón germinaba en mí perplejidades difíciles de entender. La de aquel hombre que me hizo millonario de la noche a la mañana fue una de ellas. Sin duda la más asombrosa. Yo corría para no morir. Y tenía mucho dinero para seguir corriendo el resto de mi vida. De manera que, cuanto más se prolongara mi vida, más tiempo tendría para recordarla…

En sus últimas palabras asomó un discreto lustre de nostalgia.

—Lo siento de veras —dijo Biever.

—No se preocupe. Su presencia demuestra que todos los seres humanos estamos siendo permanentemente observados por una inteligencia superior, algo bastarda, la verdad, a la que no podemos sustraernos. El ojo de Dios es un cuento chino. El que nos espía a todas horas es el de ustedes.

—En su caso, le diré que iniciamos la investigación por pura casualidad, tras un reportaje publicado en un periódico madrileño en el que se hablaba de usted, del gran corredor… Nos hizo pensar.

—Hace un par de años, cierto.

—Los periodistas son el otro ojo, ¿no es así?

—Tal vez.

—Créame que lo siento.

—A propósito, todavía no me ha dicho qué es lo que quiere de mí.

Biever lo miró con fijeza después de vaciar sus pulmones y de pellizcarse el labio inferior:

—Se me ha encomendado la misión de acompañarle a la embajada española en La Haya.

Una especie de temblor lejano a punto estuvo de dejar sin habla al atleta:

—¿Y eso?

—Mis jefes quieren hablar con usted.

—¿Y si me niego?

—Estaría usted en su derecho. Sin embargo, le puedo asegurar que le conviene hacerlo. Hay asuntos importantes que merecen su atención y que debe conocer cuanto antes. Solo puedo decirle que no se arrepentirá si lo hace.

—No es usted muy explícito.

—Lo siento. No estoy autorizado a dar más explicaciones.

—En ese caso, permítame que me reserve la decisión.

Lo dijo algo molesto, ofendido por el denso silencio que se amansaba en el parque y se adueñaba de aquel instante imprevisible. Conques pensó que aquel hombre que se le había aparecido de repente portaba más dudas que horizontes claros, pero seguramente tenía una poderosa razón para haber llegado hasta él. Su presencia había trastocado sus planes y a buen seguro que aún los violentaría más si aceptaba acompañarlo hasta La Haya. Un extraño temor a lo desconocido se deslizó por su garganta hacia el estómago. No, no le seducía la idea de acudir a escuchar mensajes de sirenas policíacas. Tendría que posponer la visita a sus suegros. El morbo, más bien la curiosidad, siempre encubría desgracias y él ya tenía bastante con las suyas. No distinguió la diferencia entre lo uno y lo otro, pero algo de eso había, algo que se fragmentaba en la bruma que él imaginaba en los ojos de aquel policía.

En ese momento sonó el móvil de León Biever.

Todos los movimientos del policía fueron registrados por la mirada expectante y rigurosa del atleta. Biever se levantó del banco, como si la madera se hubiera transformado de repente en un hierro incandescente, y dio la espalda al corredor para impedir que este escuchara la voz de quien lo llamaba. Respondió con un monosílabo y evitó durante la conversación pronunciar palabra alguna. Solo movió varias veces la cabeza de arriba abajo, de lado a lado después, sincronizada con los pasos marciales de las ocas. Su rostro se tornó serio, opaco. Se quitó las gafas. Alzó el brazo en el que portaba el móvil, se lo ofreció al corredor, atento a los movimientos de su mandíbula, y le dijo:

—Es el embajador español. Quiere hablar con usted.

5

—Analizado fríamente, tal vez tengas razón —dijo Roberto Beras—, pero no creo que sea este el momento indicado para iniciar un nuevo debate. Daniel Conques no es un modelo de personalidad expansiva y dominante, desde luego. Es lo que piensas, ¿verdad? Si nos tuviéramos que atener a las secuelas que le dejó su depresión, no habríamos tomado la decisión de elegirlo. Olvidémonos de su aparente debilidad, es lo mejor. Solo aparente. Recuérdalo.

A raíz de pronunciar estas palabras, el capitán Beras empezó a andar de aquí para allá por el despacho habilitado para la Brigada Especial de Inteligencia (SIB, en inglés) en el sótano de la embajada española en La Haya.

El aspecto de Roberto Beras se aproximaba más al de un cargo diplomático que al de un policía: vestía un traje negro de corte impecable, como hecho a medida, camisa de color azul claro con corbata en un tono más oscuro y zapatos de marca. Era un hombre bien parecido, moreno, ancho de espaldas, lo que contrastaba con su delgadez, pelo negro recortado y unos ojos redondos dotados de una expresividad luminosa.

Desde el ángulo opuesto, Samuel Stonimski le observaba con esquiva preocupación: su colega y jefe estaba nervioso y no lograba disimularlo; poseía una contagiosa vitalidad, excesiva, le parecía; aquel estado físico en permanente excitación despertaba en él una sana envidia; quizá no fuera tan sana... Él lo sobrepasaba en más de una década, más bien dos, cayó en la cuenta, ¿cuántos años tendría realmente su jefe?, si parecía un pibe, y él... empezaba a sentirse acosado por una vejez prematura. ¿Prematura? No me jodas, polaco. No, no deseaba molestar a su jefe con sus incordios ni causarle enojo, pero era él quien insistía en hablar de nuevo sobre el asunto que los había reunido en la embajada, y aunque no le apetecía repetir sus archiconocidos puntos de vista sobre el atleta que esperaban, el tal Conques, masculló un par de frases en hebreo —Roberto Beras se revolvió contra él como si hubiera escuchado un insulto—, moviendo la cabeza, luego en polaco —su jefe repitió su gesto furioso—, y dijo, finalmente, en un castellano con fuerte acento argentino:

—De acuerdo, de acuerdo, Roberto. Yo no discuto con vos. Su debilidad es solo aparente, como vos decís, jefe. Aparente. Estás en lo cierto. Pero también sus reacciones son imprevisibles. ¿O no? No lo notaste, no. La misión que se le va a encomendar es de alto riesgo y todos tenemos nuestras dudas. Pero entiendo que es nuestra última baza y nos toca jugarla como a la gallinita ciega. Hay que admitirlo así. No la jodamos, amigo.

—Hay algo de enigmático en él —dijo Beras en un tono de voz tan bajo que obligó a Stonimski a erguir su cabeza. En la mirada del policía español se concentraba una mezcla de ansiedad y de entusiasmo—. Como si el golpe por la desaparición de Amalia van Campen le hubiese dotado de un instinto de supervivencia desconocido. ¿No te causa esa impresión? Yo no diría que es un hombre especial, pero como si lo fuera. Ahí difiero de ti, Samuel. Pocos hombres en el mundo han sido examinados tan meticulosamente como Daniel Conques. Estoy seguro de que no se resistirá a colaborar con nosotros tras escuchar lo que tenemos que decirle.

 

—Muy seguro estás, Roberto.

—Lo estoy.

—Pese a todo lo bueno y positivo que en estos informes se asegura de él —Stonimski levantó el brazo para exhibir varias carpetas que había recogido de la mesa—, yo solo expreso, insisto, mi opinión: albergo mis dudas sobre la solidez de su carácter. Un pálpito, como decís los gallegos. —Beras le arrojó una mirada torcida—. No lo tomés a mal, jefe. Lo dije sin segundas. Todos somos gallegos...

—Nuestro hombre no ha logrado superar al cien por cien el tremendo golpe de la pérdida de su mujer —dijo Beras, obsesivo—. Eso es lo que le ocurre. Toda su vida gira en torno a ese problema.

—Insisto, ché... Estamos hablando del hombre seleccionado por expertos policiales de seis países, incluido el mío, aunque Israel solo participe como asesor, pobrecito...

—No digas chorradas... Israel cumple una misión. Tú la cumples. Y tú eres un hombre importante.

—Seguro. Quería decir que la misión que va a desempeñar es muy complicada. ¿O no es macanuda? Habrá que fiarse de ellos, de los sabios que han dicho: «Es nuestro hombre» —añadió Stonimski, se paró en seco y miró las manecillas del reloj de pulsera—. Tendrían que haber llegado ya.

—No creo que tarden —contestó Beras.

—Lo acompaña León, supongo.

—Sí.

El jefe de la unidad se acercó al ordenador portátil, instalado en una de las esquinas de la mesa que ocupaba el centro de la estancia, y se entretuvo pulsando algunas teclas con la intención de comprobar que toda la información que se había elaborado y almacenado en el disco duro estaba dispuesta para ser ofrecida de manera inmediata.

En la amplia estancia —la biblioteca de la embajada— solo estaba encendida una pantalla de pie junto a un sofá y dos sillones de estilo chester, con una mesa de centro de marquetería sobre la que se extendían varios archivadores y carpetas de colores, todo muy desordenado, lo que evidenciaba que los dos hombres los habían estado hojeando antes. Algunas de las hojas habían caído al suelo.

Los estantes de la biblioteca, con libros de lujosa encuadernación y varias enciclopedias, cubrían una de las paredes laterales. Detrás de la gran mesa de caoba, que servía en esta ocasión de escritorio, con tulipas de color verde agrupadas en el extremo contrario al del ordenador, había sido desplegada una pantalla para proyección de imágenes que casi tapaba la fotografía del rey Juan Carlos I, en el centro de la pared.

A la altura del portátil había una silla vacía en el extremo de la mesa, en cuya superficie se reflejaban los últimos rayos de sol que entraban desde la plaza Lange Voorhout.

Los mismos destellos se estrellaban contra la pantalla del ordenador y salían despedidos hacia otra de las ventanas, de manera que aquel huidizo rayo de luz parecía volar como un pájaro que portaba en sus alas el último fulgor del sol. Los visillos de las ventanas habían sido recogidos a los lados en anillas metálicas cromadas, y a través de ellos se anunciaba un atardecer pálido a punto de diluirse en el gris hinchado de las siempre veloces nubes que cruzaban el espacio de La Haya.

Samuel Stonimski había empezado a leer uno de los expedientes que había encima de la mesa de centro. Antes de abrirlo hizo un gesto de cansancio, como preguntándose: cuántas veces lo habré hecho. Estaba sentado en el bordillo del sofá, con el cuerpo recto, los hombros hacia atrás y el culo a punto de despeñarse del tablero central, de manera que leía los papeles como el músico que repasa una partitura. De repente, reparó en algo que pareció interesarle sobremanera.

—Escucha lo que dice aquí. Es un recorte de periódico.

—Supongo que te refieres al reportaje que publicó El País —dijo Roberto Beras, que seguía manipulando las teclas del ordenador y mirando atentamente a la parpadeante pantalla—. Lo conozco.

—«El maratón es como la vida misma» —leyó Stonimski. Alzó la mirada, y como quiera que su colega no le prestaba atención, pues insistía en poner a punto el ordenador, elevó la voz—: «Cada carrera tiene su historia, pero en todas se aparece un muro, un imponente obstáculo que debes superar. Para mí ese obstáculo es el recuerdo de mi esposa». —Nada más terminar la lectura, movió con lentitud los brazos y dijo en un tono que expresaba una inequívoca doble intención—: Palabras de nuestro hombre.

—Revelan con transparencia su actitud ante la vida —dijo Roberto Beras.

—Cierto —repuso Stonimski—. Pero también demuestran que es un romántico recalcitrante. Los románticos tan retraídos me ponen los pelos de punta. ¿A vos no?

—¿Es algo malo?

—En los tiempos que corren, sí. A mí me parecen las declaraciones de un hombre inmaduro. Vos pensás lo mismo, Roberto. Y no quisiera parecer pérfido...

—Un inmaduro, sí, que ha escogido una forma de vida que exige dosis de coraje a prueba de bombas —reaccionó airadamente Roberto Beras; giró la cabeza y buscó con la mirada a su colega israelí—. De sufrimiento y de capacidad de reacción ante la adversidad. ¿No ves que no, Sam? Además —y añadió un gesto de saturación—, todos los informes que se han recabado sobre él en los dos últimos años han sido positivos, muy positivos. A pesar de su depresión.

—Vos tenés siempre la razón, Roberto —dijo Stonimski, demostrando que había arrojado la toalla—. ¿La joderemos o no la joderemos?, que se preguntaría Hamlet...

Se encogió de hombros y resopló.

Roberto Beras lo miró. La verdad era que su colega se parecía más bien poco al príncipe Hamlet que él había imaginado de joven.

No podía decirse que fuese calvo, pero ni un simple cabello crecía en la parte central de su cráneo, como si una segadora le hubiera abierto un cortafuegos cuidando de mantener a ambos lados un par de voluminosas melenas que le caían sobre las orejas. Había rebasado los sesenta. No se atrevió a preguntarle. Su prominente nariz destacaba sobre el resto de las facciones de su cara, incluso sobre los ojos pequeños y azules, vivaces como los de los gallos. Sí, aquella nariz era toda una credencial de su genética judía.

—¡La vida es una carrera de maratón! —exclamó Roberto Beras como si leyera la frase en la pantalla del ordenador—. También nosotros corremos como poseídos hacia una meta que no sabemos dónde está. Y nos obligamos a superar muros que nos parecen infranqueables.

Cortó su discurso al apretar una de las teclas y quedar reproducida, al instante, llenando por completo la pantalla que ocupaba media pared del fondo, la fotografía de un hombre con indumentaria de corredor en pleno esfuerzo de una prueba atlética. La atrajo con el zoom hasta conseguir un primer plano del hombre: rubio, pelo recortado al cepillo, mandíbulas agudas, cuello largo y musculoso, mirada profunda y tenaz. El lienzo que casi cubría la pared pareció trepidar cuando los ojos de Beras se posaron sobre uno de los brazos del corredor, cubierto por el extraño estigma de una criatura de cuerpo liviano y musculosas piernas rematadas en los pies por unas desproporcionadas alas de pájaro.

—Attila, ¿dónde te escondes, cabrón? —increpó Beras, observando muy concentrado la fotografía. Al cabo, murmuró, apretando los dientes—: Cabrón...

—¿Vas a empezar por ahí? —preguntó Stonimski alzando aún más el cuello pero sin perder la compostura en el sofá. Su rostro, impresionado por la aparición de la fotografía del atleta, registró un gesto de gravedad, casi de ira.

—Confieso que tengo mis dudas —contestó Roberto Beras, mirando a la pantalla—. No sé si será la forma más indicada para que Daniel Conques entre al trapo.