Breve historia de España para entender la historia de España

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la españa de los reyes católicos (siglos xv — xvi)


Salón del trono del Alcázar de Segovia.

Foto del autor.

A principios de siglo XV, la península ibérica todavía estaba dividida en varios reinos: Portugal, Navarra, Castilla y León, la corona de Aragón y Granada. Portugal se había afianzado como reino independiente y estaba en camino de iniciar una expansión atlántica gracias a la «escuela de navegantes» fundada por Enrique el Navegante (1394—1460). Navarra permanecía enclaustrada entre el Ebro y los Pirineos, rodeada por reinos más poderosos y al acecho de cualquier debilidad. Castilla y León parece querer romper fronteras con la conquista de Tetuán (1400), el comienzo de la conquista de las Islas Canarias e incluso con embajadas al reino asiático de Tamorlán. El reino de Granada es lo que quedaba del antiguo dominio musulmán en la península.


Los reinos de Aragón y Valencia, el principado de Cataluña y el reino de Mallorca formaban lo que se denomina corona de Aragón, una confederación cuya unión estaba representada por un monarca común. Aragón y Cataluña se habían unido en 1162 con Alfonso II, heredero de Petronila (reina de Aragón) y de Ramón Berenguer IV (conde de Barcelona). Posteriormente, Jaime I (1208—1276), en su testamento, cede lo que va a ser reino de Mallorca (con posesiones en el sur de Francia) y el reino de Aragón a dos de sus hijos: el de Aragón pasa a Pedro III (1276—1285). La conquista de Sicilia por Pedro III en 1282 supuso una oportunidad que aprovechan los nobles de los distintos territorios para conseguir prerrogativas a costa del monarca. Poco a poco, Cataluña se convierte en el centro político de la corona, aunque el título de rey de Aragón preceda al de conde de Barcelona. Una guerra civil enfrenta a los catalanes entre 1462 y 1472, resultado de las tensiones con el rey, las de los comerciantes barceloneses con la nobleza y la de todos con los campesinos, ansiosos por conseguir su libertad personal; es la lucha entre la Biga y la Busca, es decir, entre los intereses de los mercaderes y la de los campesinos: una constante en la Cataluña de esos y los posteriores siglos.

En 1412 se produjo otro hecho fundamental para la historia de España. En 1409, había muerto sin descendencia el joven rey de Aragón, Martín I; de momento se elige a Jaime de Urgel como lugarteniente del reino, pero no gusta a casi nadie (ni a los catalanes), por lo que los dirigentes de los territorios deciden que el nuevo rey se elegirá (pocas veces en la historia se elige a un rey) mediante un acuerdo de las Cortes de Aragón, Cataluña y Valencia. Tras dos años de guerra civil, en 1412 nueve delegados (tres de Aragón, tres de Cataluña y tres de Valencia, entre ellos el dominico Vicente Ferrer) se reúnen en el pueblo aragonés de Caspe y eligen como rey de la corona de Aragón a Fernando de Antequera, castellano, de la familia Trastámara, familia que ya reinaba en el reino de Castilla desde 1369. Tenía derechos a heredar un francés (Luis de Anjou), pero el asesinato de su defensor en la reunión (el arzobispo de Zaragoza) dejó esa candidatura sin apoyo. El acontecimiento se conoce como el Compromiso de Caspe y a partir de entonces una misma familia, la Trastámara, reinaría en los dos reinos más importantes de la península. Fuera quedaba el reino de Navarra. La decisión tomada en 1412 ha sido enjuiciada de muchas maneras. Casi todos estudiosos están de acuerdo en que el compromiso evidenciaba la división que reinaba entre los distintos territorios de la corona de Aragón, incluso dentro de cada uno de ellos. Algunos lo consideran como una traición de los compromisarios catalanes. Otros, una decisión motivada por la diversidad de leyes hereditarias: en Aragón no podían heredar las mujeres ni transmitir la herencia, mientras que en Cataluña la herencia se trasmitía por vía masculina. Las tropas castellanas y el apoyo del papa Benedicto XIII acabaron de asentar a Fernando I Trastámara como rey de Aragón, que reinaría desde el 1412 al 1416. Como es un rey elegido, tiene que pactar de nuevo con los diversos territorios y con las facciones dentro de cada uno de ellos. En 1443, otro rey aragonés, Alfonso V el Magnánimo (1394—1458) da otro paso importante para el futuro: es proclamado rey de Nápoles, en contra de intereses franceses. Italia será pocos años después un campo de batalla entre España y Francia.

En el campo de la corona de Castilla, el siglo XV se caracteriza por revueltas nobiliarias y guerras civiles. La primera fue de 1366 a 1369 cuando un importante sector de la nobleza liderada por Enrique de Trastámara (hijo bastado de Alfonso XI) se rebela contra el rey Pedro I (hijo legítimo y sucesor de Alfonso XI). Inicialmente Pedro I salió vencedor de los primeros encuentros, pero paralelamente Pedro I entró en guerra con Pedro IV de Aragón (en lo que se conoce como la «guerra de los dos Pedros»), cosa que aprovecharon los partidarios del Trastámara para reiniciar la revuelta, esta vez con apoyo de aragoneses y franceses; a su vez, Pedro I buscó la ayuda de los ingleses. El conflicto se resolvió en la batalla de Montiel (1369) en la que resultó vencedor Enrique de Trastámara e instaura en Castilla la nueva dinastía. Tras la derrota, Pedro I se refugió en el castillo de Montiel y aceptó negociar con su hermano, el Trastámara; cuando los dos estaban reunidos, Enrique asesinó a su medio hermano Pedro; desde este fratricidio ningún rey de España ha muerto de manera violenta. Esa guerra civil se decidió, por primera vez en la historia de España, con ayuda de tropas mercenarias extranjeras: las inglesas del príncipe Negro, príncipe de Gales, y las de las compañías Blancas, francesas, a las órdenes de Bertrand Duguesclin, porque no hay que olvidar que franceses e ingleses estaban en esa época enfrascados en la guerra de los Cien Años. Pocos años después, en 1380, naves castellanas penetraron por el Támesis y saquearon los arrabales de Londres. Otro rey castellano posterior, Juan I (1379—1390), quiso hacerse con el reino de Portugal, pero fue derrotado en la batalla de Aljubarrota (1385), cosa que todos los niños portugueses recuerdan desde entonces.

La otra guerra civil castellana sería ya a finales de la Edad Media y sus consecuencias fueron decisivas para el coronamiento de Isabel, la Católica, como reina de Castilla. Enrique IV (1454—1474) (el de las Mercedes, por los amplios privilegios que dio a los nobles) vio su reinado amenazado por el poder de los nobles (entre ellos un tal Beltrán de la Cueva) y las guerras civiles. En 1465, una parte de la nobleza rebelde a Enrique le destrona simbólicamente (farsa de Ávila) y eligen como soberano a su hermanastro Alfonso; la muerte prematura de este (1468) reabre el problema sucesorio que se resuelve con un acuerdo (Pacto de Guisando, 1468) por el cual Enrique IV acepta que a su muerte le suceda su hija Isabel en perjuicio de su otra hija, Juana (llamada la Beltraneja, por considerarla ilegítima e hija del noble Beltrán de la Cueva). Pero unos años después, el rey se desdice de lo pactado y vuelve a reconocer a Juana como sucesora del reino, que contará con el apoyo de su tío, el rey portugués Alfonso V; los partidarios de Isabel no se resignan y la guerra civil continuará durante varios años.

Por cierto, que en el difícil reinado de Enrique IV hay que señalar una curiosidad que pudo cambiar el curso de la historia de España. Enrique IV se vio involucrado en otra guerra civil que se libraba en la corona de Aragón, en el transcurso de la cual los catalanes ofrecieron a Enrique ser su príncipe, en perjuicio de Juan II que era el que les tocó. La indecisión de Enrique trastocó la jugada.

Mientras Isabel luchaba por sus derechos al trono castellano, en octubre de 1469 se casó en secreto con el príncipe Fernando, hijo y heredero del rey aragonés Juan II, después de que su padre, el rey Enrique de Castilla, la hubiera intentado casar con el rey de Portugal (desde hace tiempo, fruto buscado por los reyes de Castilla). Fernando tuvo que recorrer toda Castilla disfrazado de criado para llegar a lugar de la boda. Se casaron en Valladolid; la novia tenía dieciocho años, uno menos el novio y se casaban sin el preceptivo permiso del rey; además, Isabel y Fernando eran primos segundos y para casarse también necesitaban una dispensa papal.

A la muerte del rey Enrique IV en 1474, Isabel I consigue con energía sorprendente ser proclamada reina de Castilla en Segovia y allí mismo se firmó la Concordia de Segovia: un arbitrio judicial en el que se estipularon las condiciones del matrimonio y sobre el papel de cada uno en la nueva situación; allí se convino que la reina de Castilla sería Isabel y de que Fernando tendría la facultad de reinar con ella. Esto quizás contradiga la creencia general de que la unidad de España se consiguió en esta época: lo único que se había conseguido con el matrimonio era la unidad dinástica de los reinos de Castilla y Aragón y una cierta colaboración en la gobernanza de los reinos respectivos. Esa colaboración se demostraría casi inmediatamente pues el rey de Portugal se opuso a los acuerdos e intentó durante varias veces invadir Castilla; pero el ejército castellano, levantado por Isabel y conducido en el campo de batalla por Fernando, logró desbaratar los esfuerzos portugueses: los españoles no seríamos portugueses. ¿Se imaginan, queridos lectores, cómo hubiera sido la historia de los siglos venideros si en la península ibérica se hubiera dividido en esos momentos en dos reinos: el castellano—portugués y el existente reino de Aragón? Pero lo que propongo no es historia; sigamos con la historia.

 

En 1479 el rey de Aragón Juan II muere y Fernando accede al trono aragonés; ahora, los reinos de Aragón y Castilla tienen los mismos reyes; no es un nuevo reino, pero se ha dado un paso hacia la unión territorial. El hecho es tan importante que los historiadores están casi unánimemente de acuerdo en coincidir que una nueva época ha comenzado: la Época Moderna. No existe tal unanimidad en ver los pasos anteriores como un plan preconcebido por los Reyes Católicos o como fruto de los acontecimientos. No vamos a entrar en esas discusiones, pero lo que sí es claro es que los pasos que dan los nuevos soberanos van encaminados hacia la unidad, sin vuelta atrás.

Quizás sea la conquista del reino musulmán de Granada uno de los episodios centrales del reinado de Fernando e Isabel. Podía parecer milagroso que dicho reino perdurara tanto tiempo al ímpetu reconquistador de los reinos cristianos. Las razones pueden ser varias; en primer lugar, el reino de Granada era una fuente de ingresos para los reyes de Castilla desde hacía tiempo a través de las parias que los musulmanes debían de pagar a los castellanos; la riqueza y dificultad del paisaje granadino jugaban a favor de su defensa; también, las inestabilidades internas de Castilla y Aragón ayudaron al mantenimiento de la independencia de los reyes moros. En 1481, esos equilibrios se rompieron; en ese año el rey Muley Hacén se negó a pagar el tributo anual y se declaraba una guerra civil en el reino nazarí en la que resultaría vencedor un nuevo sultán: Boabdil. El rey Fernando planeó la conquista con esmero y en esta ocasión la guerra no iba ser una cuestión de incursiones esporádicas y temporales: los castellanos hicieron una guerra por fases, bien planeada, y donde se forjó un nuevo ejército nacional en el que habría de sobresalir un gran jefe: Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán. Fue una guerra casi moderna; hubo una campaña de espionaje, se conformaron nuevas unidades, nuevos reclutamientos e incluso actuaron las marinas de Aragón y Castilla. El resultado fue que el bando musulmán no pudo resistir y, el 2 de enero de 1492, Boabdil el Chico entregó a los Reyes Católicos las llaves de Granada: la Reconquista había terminado. Boabdil recibiría tras su rendición un señorío propio en las Alpujarras, pero pocos años después prefirió partir a morir a Fez (Marruecos). La población musulmana de Granada al principio fue respetada gracias a la parsimonia de fray Hernando de Talavera, pero el cardenal Cisneros exigirá poco después la conversión forzosa.

Alhambra de Granada. La belleza del palacio nazarí expresa el refinamiento de la cultura musulmana en España. Foto del autor.

Los acontecimientos de Granada fueron presenciados por un extranjero que buscaba con ahínco una entrevista con los reyes: se llamaba Cristóbal Colón y es hoy día más conocido que lo que lo era entonces. A Colón se le han atribuido distintas nacionalidades (catalán, mallorquín… e incluso que era nacido en Cogolludo, un bonito pueblo del norte de Guadalajara), pero hoy día se da por seguro que nació en Génova y que navegó en barcos portugueses en las exploraciones de estos por el oeste de África. Adquirió una gran experiencia marinera y leía casi todo sobre la materia. Era y es un personaje misterioso y de personalidad contradictoria: con mentalidad entre moderna y medieval; culto, pero también ambicioso, vanidoso, soberbio, megalómano; pero, sobre todo, entusiasta de una idea: que la navegación de Europa hacia la India se podía hacer tomando la dirección oeste, cuando las evidencias en aquel tiempo eran que solo se podía hacer rodeando el continente africano. Era lo que estaban haciendo los portugueses desde hacía décadas, los más experimentados marineros de la época. Hay muchos misterios en la vida y en la obra de Colón (anímese, lector, y profundice en ello), uno de ellos habla de que don Cristóbal había encontrado en una ocasión a un marinero extraviado que le había contado que existía un continente más allá del Atlántico. Sea como sea, Colón logró vender su teoría a los Reyes Católicos, después de habérsela ofrecido al rey de Portugal. Gracias a algunas casualidades y al acceso a personajes influyentes en la corte española, Colón es recibido por los reyes en el campamento de Santa Fe, levantado para el asalto a la ciudad de Granada; tras muchas discusiones y dudas, finalmente las dos partes llegan a un acuerdo (Capitulaciones de Santa Fe) por el que se autoriza a Colón a reclutar marineros de la zona de Palos (por cierto, como castigo a estos por haber navegado sin permiso por aguas africanas, bajo soberanía portuguesa) y a armar dos carabelas (la Pinta y la Niña) y una nao (la Santa María, llamada anteriormente la Gallega). Noventa aventureros, entre ellos tres no españoles, ninguno soldado ni cura, partieron de Palos un 3 de agosto de 1492. El 12 de octubre llegan a las primeras tierras de lo que después se llamará América; Colón dice en su diario que él fue el primero que avistó la nueva tierra (quizás para embolsarse el premio que había prometido la reina Isabel al primero que lo hiciera), pero la historia asigna tal privilegio a Rodrigo de Triana. Todos los manuales de historia del mundo han mencionado aquella fecha, el 12 de octubre de 1492, como una fecha transcendental en la historia de la humanidad; ahora hay muchos que la quieren hacer olvidar.

Quizás se pregunten por qué era tan importante llegar a la India; la respuesta es porque en esa zona se producía una cosa que ahora nos parece ridículo que entonces representaba en la economía mundial lo que hoy es el petróleo: especies alimenticias; todo el mundo las quería y su producción y comercialización eran fuentes de riquezas inmensas. Aunque parezca mentira. Desde la expansión de los musulmanes y de los turcos por Oriente Medio, los Balcanes y Asia, el comercio terrestre para llegar a las tierras de producción de esas especies se había interrumpido y, por tanto, encontrar una nueva vía (marítima) era fundamental para restaurar el comercio de tales productos.

Colón realizó cuatro viajes a la zona, sin saber que era un nuevo continente; una de sus desgracias fue que las nuevas tierras se deberían de haber llamado quizás Colombia, en honor suyo, y no América, en honor del florentino Américo Vespucio quien, a pesar de haber hecho también viajes al nuevo mundo, merecería menos que Colón en perpetuar su nombre en la denominación del nuevo continente. Las relaciones de Colón con los monarcas españoles, y con muchos de sus colaboradores, acabaron mal. El 2 de mayo de 1506 falleció en Valladolid; primero se le enterró en esa ciudad; luego se trasladó su cuerpo a Sevilla y, en 1526, por deseo de su hijo Diego, los restos fueron trasladados a la catedral de Santo Domingo. Tras la conquista de la isla de Santo Domingo en 1795 por los franceses, los restos de Colón se trasladaron a La Habana y, tras la independencia cubana en 1898, los restos fueron de nuevo trasladados a bordo del crucero conde de Venadito hasta Cádiz y desde allí con destino a la Catedral de Sevilla, donde reposan en un suntuoso catafalco. Los dominicanos actuales no están de acuerdo con esa narración de los hechos: opinan que la caja encontrada en 1877 en la catedral de su capital son los restos de Colón. La cosa todavía no está clara. Colón: una gran gesta; muchas polémicas.

Tras la conquista de Granada, los Reyes Católicos decidieron iniciar la conquista del norte de África con el argumento de proseguir la Reconquista cristiana y eliminar los focos de piratería berberisca de la zona. En 1497, los reyes autorizaron al duque de Medina Sidonia a que montara una expedición con personal reclutado entre poblaciones andaluzas de la zona de Cádiz; la expedición, mandada por el comendador Pedro de Estopiñán, se hace el 28 de septiembre de ese año con Melilla; los moros de la zona intentaron repetidamente reconquistarla: fracasaron y desde entonces esa ciudad norteafricana es parte de España sin solución de continuidad. Las conquistas siguieron con la toma de Mazalquivir (en 1505) y posteriormente con la ocupación del Peñón de Vélez, Orán, Bugía, Argel, Túnez, La Goleta y Trípoli. En todas esas conquistas fue personaje clave el cardenal Cisneros, confesor de la reina Isabel, arzobispo de Toledo y probablemente la tercera persona más influyente en la España de su época. La conquista del norte de África se interrumpió en 1510 debido a la reanudación de las guerras en Italia; quizás fue un error, pues el norte de África siempre será una fuente de preocupaciones en este lado del Estrecho.

A finales del siglo XV parecía que la unidad territorial peninsular estaba a punto de realizarse. Los Reyes Católicos buscaron a través del matrimonio de sus hijos la unión con Portugal, pero repetidamente los intentos fracasaron. Quedaba el reino (o reyno) de Navarra. Este reino había tenido su apogeo a principios del siglo XI, con el rey Sancho III el Mayor, que casi consigue el solo la unidad peninsular; después de ese periodo, Navarra fue perdiendo importancia y territorios ante la pujanza de sus vecinos los reinos de Castilla y Aragón. En el siglo XV, el reino de Navarra (que comprendía territorios a este y al otro lado de los Pirineos) entra en un periodo de decadencia y de luchas internas entre facciones nobiliarias que acaban, para resumir mucho, ligando el reino a intereses franceses, en contra de las pretensiones dinásticas de Fernando el Católico. En 1512, finalmente el rey Fernando decide acabar con esa situación y ordena a don Fadrique Álvarez de Toledo, II duque de Alba, la conquista del reino pirenaico. Apoyados por fuerzas voluntarias alavesas y guipuzcoanas, las tropas del duque de Alba completan la conquista de todo el reino hasta los Pirineos (los últimos reductos de resistencia fueron en el castillo de Maya/Amaiur, hasta el 19 de julio de 1522, y en la fortaleza de Fuenterrabía, que resistió hasta marzo de 1524). A pesar de intentos de reconquistas de fuerzas navarras—francesas, en 1512, las Cortes de Castilla anexionaron Navarra al de Castilla, con la promesa de mantener sus fueros y sus Cortes, cosa que sucedió hasta 1841 cuando el hasta entonces denominado reyno de Navarra desparecería oficialmente.

El proceso unificador de los Reyes Católicos comprendió tanto la existencia de una única dinastía en los reinos peninsulares (excepto Portugal) como la neutralización del poder nobiliario (a los que convirtió en aristocracia cortesana y honorífica), la creación de un embrión de ejército nacional, las reformas de la iglesia española (como por ejemplo, la instauración de un regalismo que permitía a los soberanos intervenir en los nombramientos de cargos eclesiástico, además de otras reformas emprendidas por el cardenal Cisneros) y la unificación religiosa de los súbditos. En este último aspecto, tomaron dos decisiones controvertidas en su tiempo y, con cierta falta de perspectiva histórica, mucho más criticadas en la actualidad: la instauración de la Inquisición y la expulsión de los judíos, decretadas ambas en el año 1492. Los dos hechos han pasado a formar parte de eso que se llama leyenda negra de España.

La Inquisición española, o Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición, fue fundada en 1478 por los Reyes Católicos para mantener la ortodoxia católica en sus reinos. La Inquisición española tiene precedentes en instituciones similares existentes en Europa desde el siglo XII, especialmente en la fundada en Francia en el año 1184 para combatir la herejía albigense. La Inquisición, como tribunal eclesiástico, solo tenía competencia sobre los judíos que habían renegado de su fe y se habían bautizado, aunque su jurisdicción se extendió a la práctica totalidad de los súbditos del rey de España. Hoy día, la labor de la Inquisición española está en revisión y se puede afirmar categóricamente que los juicios y los resultados de los mismos no fueron tantos como antaño se dijeron, aunque la represión moral y psicológica no fue desdeñable e indudablemente contribuyó de manera decisiva a la unidad religiosa de la España que surgía en el siglo XVI. Su abolición sería aprobada en las Cortes de Cádiz en 1812 por mayoría absoluta, pero no se abolió definitivamente hasta 1834.

 

En parecida dirección iba encaminada la orden de 1492 por la que los Reyes Católicos ordenaban la expulsar a los judíos que no renegaran de su religión. Los judíos tuvieron larga historia de represión en la España desde los visigodos; no solo en España, sino entonces y después en casi toda Europa. La religión, pero también su forma de vivir y las actividades a las que se dedicaban, procuraron siempre la animadversión de los cristianos; a veces se les consideraba como una quinta columna de las previsibles amenazas del mundo musulmán. Unos ciento cincuenta mil tuvieron que abandonar España con la orden de expulsión de 1492; la mayoría emigraron al norte de África y otros se dirigieron a Portugal, Países Bajos y los Balcanes. Hay algunos autores que piensan que esta decisión de los Reyes Católicos libró a España de futuras guerras de religión que asolarán otros países europeos, como Francia.


El último escenario al que prestaron atención los Reyes Católicos durante su reinado fue el de Italia, donde Fernando se empleó con astucia y sentido de estado para defender las posesiones e intereses heredados como rey de Aragón. Allí chocó con las pretensiones de los franceses y los conflictos dieron lugar a una serie de guerras que habrían de durar hasta mediados del siglo XVI. En estas guerras acabó de deslumbrar como genio militar y político Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, quien, aunque castellano, defendió los intereses de Aragón como propios, un símbolo más de la unidad conseguida entre los dos reinos. En Italia nacería un nuevo ejército, basado en la infantería —no en la caballería aristocrática de la Edad Media— y que habría de dominar los campos de batallas europeos durante siglo y medio. Las batallas de Ceriñola y Garellano (las dos en 1503) son algunas de las que conviene acordarse para hacer justicia al Gran Capitán.

Sin embargo, todos los esfuerzos desplegados por Isabel y Fernando casi van al traste cuando la muerte inexorable acechaba a los dos reyes. Su unión matrimonial había sido una casualidad (pues ninguno de los dos estaba llamado a ser rey o reina de sus respectivos territorios) y su sucesión fue un cúmulo de infortunios que pudo acabar lo contrario de lo que ambos planearon. Su primogénito, el infante don Juan, murió prematuramente en 1497 (en Salamanca, camino de la boda de su hermana); su hija Isabel se casó primero con el infante Alfonso de Portugal, pero este murió y se casó entonces con el padre de su difunto marido, el rey Manuel I —con lo que la unión con Portugal parecía asegurada—; pero al dar a luz a un hijo, Isabel murió. Las esperanzas de la sucesión pasaban a este hijo, Miguel, jurado heredero de Castilla, de Aragón y de Portugal, pero un año después de su nacimiento murió en el 1500. Otra hija de los Reyes Católicos, Catalina, se casó con el príncipe inglés Arturo Tudor y, cuando este murió, con el rey Enrique VIII de Inglaterra, que es bien conocido que la repudió y el matrimonio acabó mal. Quedaba otra hija a los Reyes Católicos: Juana, a la que todos conocemos como Juana la Loca. Juana se casó en 1495 con Felipe de Austria, conocido por estos lares como Felipe el Hermoso, hijo del emperador Maximiliano I de Austria; para consumar el matrimonio Juana tuvo que abandonar Castilla por Flandes y allí tuvieron un hijo, Carlos, nacido en el año 1500; pero nadie esperaba que ni los padres ni el hijo ocuparan algún día la corona de España. Pero las casualidades y la historia tenían otro destino.

Isabel la Católica murió el 26 de noviembre de 1504 en Medina del Campo y en su testamento pidió que se le enterrara con humildad en el monasterio de San Francisco de la Alhambra. Fernando quedó viudo y sin derecho a ocupar el trono de Castilla, que pasó a Juana; como ya se le detectaban rasgos de locura, en Salamanca se acordó que el gobierno castellano fuera compartido entre la reina Juana, el consorte —también rey (Felipe I)— y Fernando el Católico. Pero pronto surgieron desavenencias entre suegro y yerno y Fernando abandonó Castilla en 1506 para irse a su reino de Aragón. Pero unos meses después, en ese mismo año de 1506, muere repentinamente Felipe (I) —por beber agua fría tras llegar caluroso de una jornada de caza— y se nombra regentes del reino al cardenal Cisneros y a Fernando hasta que se hiciera cargo del trono el príncipe Carlos cuando fuera mayor de edad.

El rey Católico, instalado en su reino de Aragón, se casó con Germana de Foix, francesa ella, mucho más joven que él, y entre lo ardiente de la francesa y el ímpetu que demostró el rey Fernando en tener nueva descendencia que heredara su reino de Aragón, murió en Madrigalejo (Cáceres) en 1516. Fernando tuvo hijos con Isabel la Católica, varios más con varias mujeres y uno con Germana que murió horas después de haber nacido; pero murió sin descendencia adecuada para su reino de Aragón. Su heredero en el reino de Aragón sería Carlos, el hijo de Juana la Loca.

El trono de España, y mucho más, pasaba a un joven de entonces veinte años que será conocido como Carlos I de España y V de Alemania. La cosa podía haber pasado de otra manera (y las consecuencias también), pero muchas veces la historia de España está escrita con renglones torcidos.

Los restos de los Reyes Católicos reposan en la Capilla Real de Granada.

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