Breve historia de España para entender la historia de España

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Hispania romana

Con la caída de Numancia quedaba casi toda la meseta en manos de Roma; solo resistían los cántabros, los astures y los vascones, en las estribaciones montañosas del norte de la península. En el año 123 a. C. el cónsul Cecilio Metelo conquista las Baleares y funda dos colonias: Palma y Pollentia. Los romanos ya habían empezado a fundar colonias —que con el tiempo se convertirían en ciudades— en los límites de sus dominios, como forma de defender sus posesiones y como factor de atracción a otros pueblos; así surgen Graccurris (Alfaro), Iliturgi (Mengíbar, Jaén) y, en el año 170 a. C., Carteia (Algeciras), primera colonia latina fuera de Italia, para albergar cuatro mil hijos de soldados romanos y mujeres indígenas que solicitaban al Senado un status jurídico superior al que tenían; según las leyes, los hijos de un ciudadano solo podían ser reconocidos como ciudadanos si la madre era ciudadana; el pretor Canuleyo, en nombre del Senado, los hizo libres y con la concesión de tierras en Carteia les otorgó el estatuto de latinidad. Llama la atención que ese mismo estatuto se concediera a los antiguos pobladores de la ciudad. Un caso semejante sucedió con la colonia de Córdoba, fundada por Marcelo en el 168 o 152 a. C. donde con el establecimiento de colonos se concedió la ciudadanía a numerosos indígenas. Ambas fundaciones indican la existencia de un grupo importante de colonos, romanos e itálicos, en su mayoría antiguos soldados que tras su licenciamiento decidieron quedarse en la península como agricultores, convirtiéndose en un factor más de romanización.

Aquí tenemos que hacer referencia a la situación general de Roma para poder seguir con nuestro relato. La expansión del dominio romano por todo el Mediterráneo y zonas contiguas provocó un cambio social en la ciudad de Roma y en sus ciudadanos; la clase alta detentaba el poder político, tanto en la metrópoli como en las provincias que, a su vez, les procuraba un poder económico en aumento. A mediados del siglo I a. C. empezó a surgir una demanda de acceso a ese poder por una parte de la sociedad (équites); mientras, se degradaba la condición de agricultores y artesanos sobre los que en los primeros momentos de la República romana se habían sustentado los valores de la sociedad y el reclutamiento del ejército, que ahora engrosaba la cada vez más numerosa plebe. Estas tensiones iban a desencadenar, durante la última mitad del siglo I a. C., una serie de guerras civiles que tendrían en Hispania un escenario donde dirimir sus luchas. El triunfo de Julio César, uno de los personajes claves de la historia de Roma, en Munda (en las cercanías de la actual Montilla, Córdoba) el año 45 d. C. acabó con ese periodo de guerras civiles y supuso una reorganización profunda y administrativa de Roma, que se podría resumir en que la República daba paso al Imperio. A partir de ahora, el que gobernara en Roma sería emperador: jefe político, sumo pontífice —jefe religioso— y jefe supremo del ejército. Hispania fue un elemento clave en estos cambios; allí se dieron las principales batallas entre las facciones y los hispanorromanos se vieron involucrados en una u otra facción, lo que por otra parte era prueba de que la península ibérica era ya un territorio importante en el mundo romano y que a su vez el mundo romano ya era parte de la sociedad y de los pueblos hispanos.

El tiempo y el Imperio acabaron por profundizar esos cambios. Si el paso de Julio César —que murió en el año 44 d. C. asesinado por un allegado, Bruto— dejó una huella perenne en Hispania, su sucesor, el emperador Augusto, resultó aún más definitivo; acabó con los últimos reductos refractarios al dominio romano (los astures, cántabros y vascos) y pacificó definitivamente a los habitantes de esta península. Augusto instauró una nueva división territorial (provincias de Citerior (con capital en Tarragona), la Bética (capital Córdoba) y la Lusitania (con capital en Emérita Augusta, la actual Mérida). El proceso de romanización se materializó también con la fundación de nuevas ciudades (Barcelona, Zaragoza, Calatayud) y la inclusión total de la economía hispana en la estructura comercial del Imperio. De esta manera, la tradicional fragmentación de los pueblos hispánicos empieza a diluirse y nace la conciencia de pertenecer a un orden común, aunque persistiendo matices y diferencias en el grado de romanización. En el año 70 d.C. el emperador Vespasiano concede a los hispanos la ciudadanía plena de latinidad; a partir de ahora, los ciudadanos de Hispania entrarán en el ejército y podrán acceder a todos los cargos del Imperio. Prueba de que las cosas habían cambiado mucho en Hispania es el acceso del hispano nacido en Itálica (Sevilla) Marco Ulpio Trajano (a partir de ahora Trajano) al rango de emperador; gobernó el Imperio desde el año 98 hasta el 117 y fue el primer emperador oriundo de una provincia; luchó en Dacia (Rumanía) y en tierras de Oriente Medio y durante su gobierno el Imperio Romano alcanzó la máxima extensión territorial. Además de la Columna Trajana en Roma, dejó en España el arco de Medinaceli: no sabemos si era del Betis o del Sevilla, pero sevillano sí era. Le sucedió otro hispano, Adriano (76—138), que luchó contra los judíos y construyó un muro de defensa en Britania (Gran Bretaña) y que está enterrado en el Castillo de San Ángelo en Roma. Los dos fueron buenos emperadores. El otro emperador de origen hispano fue Marco Aurelio, que gobernó el Imperio desde el año 161 al 180; aunque fue un buen estratega y un hombre de pensamiento, no tuvo compasión con los cristianos de su tiempo, a los que persiguió con saña. Hispania no dio solo a Roma emperadores sino también escritores y pensadores como Séneca, Quintiliano y Marcial.

Pero Roma también fue cambiando desde su fundación (750 a. C.) hasta los primeros siglos de nuestra era. Entre otras cosas, en el aspecto de la religión. Los romanos eran politeístas y la religión estaba unida al poder político, aunque con el tiempo supieron adaptar dioses foráneos a su panteón particular; durante la época imperial se veneraba al soberano como encarnación del Estado y el ejército y los ciudadanos romanos tenían una fuerte impronta religiosa, no obstante mostrar cierta tolerancia con otras religiones. La aparición del cristianismo representaría un cambio fundamental en la historia de Roma, del mundo y de España. Como religión monoteísta, el cristianismo no aceptaba otra religión, ni otros dioses, ni toleraba entre sus fieles prácticas religiosas incompatibles con su fe; en este aspecto, chocaría contra las autoridades romanas que a su vez no podían aceptar la superioridad de una religión que no fuera la oficial. Durante los tres primeros siglos de nuestra era, los cristianos fueron perseguidos por los romanos, a pesar de lo cual siguieron extendiéndose por el Imperio. En el siglo IV, el cristianismo vence todas las resistencias y es, primero, tolerado y, después, se convierte en la nueva religión del Imperio (o de lo que quedaba).

En España, el cristianismo arraigó fuertemente desde el principio, propagado por anónimos cristianos, a veces, confundidos con judíos que comenzaban la diáspora en los primeros años de nuestra Era; los soldados del ejército y cierta propagación de fieles del norte de África produjeron definitivamente el asentamiento, florecimiento y consolidación del cristianismo en la Hispania romana; un hecho transcendental para la historia de España. En el siglo VIII comenzó la tradición sobre la venida de Santiago a España, aunque es más probable que el que lo hiciera fuera San Pablo y debió producirse entre los años 63 y 67.

A partir de comienzos del siglo II, el Imperio romano entra en una fase de decadencia imparable, un fenómeno ampliamente analizado desde entonces por los historiadores. Para algunos de estos, la decadencia vino consecuencia de la decadencia moral y la relajación de las virtudes ciudadanas que habían alentado en los romanos en los primeros tiempos de su historia; para otros, era el desarrollo normal de toda obra humana: se nace, se vive y se muere. Irremediablemente.

De cualquier forma, el imperio romano logró sobrevivir cerca de mil años y su impacto en Hispania fue imperecedero. La antigua división tribal de los iberos había dado paso a un sentimiento de unidad, de pertenencia a un mundo mediterráneo, con una lengua y, al final, con una religión común. La España que

conocemos nació con los romanos.


LOS VISIGODOS (SIGLOS v — viii)

Roma vivió su apogeo en los siglos I y II de nuestra era. Muchos autores creen que el esplendor romano se basaba en su carácter austero, valeroso, realista y emprendedor de los primeros tiempos. Pero enriquecidos por las conquistas, se desentendieron del bien común; entre otras cosas de la obligación del servicio militar, en los primeros tiempos obligación y derecho de los que poseían la ciudadanía romana y que con el paso de los siglos se abrió a otros súbditos del Imperio, para acabar siendo rehuido y aborrecido por los habitantes de la originaria ciudad de Roma. Las antiguas virtudes degeneraron en actitudes viciosas, perezosas y cobardes; los ricos vivían de las rentas provinciales y de los altos cargos; los pobres, de las limosnas y otras ayudas estatales a cambio de la fidelidad del voto. Otros pensadores creen que el cristianismo socavó de manera irremediable las virtudes que habían hecho grande a Roma. Literatura que sostiene una u otra teoría la encontrará el lector en abundancia, si está interesado en profundizar en ello. De cualquier forma, las causas debieron ser múltiples.

 

Los hechos irrefutables son que entre los siglos V y VIII los pueblos que vivían en las fronteras del Imperio Romano sufren una presión de otros pueblos situados en el centro y oeste de Europa —conocidos como godos, bárbaros o germanos— que, a su vez, estaban siendo empujados por otros que provenían del centro de Asia (los hunos). Todo ello coincidía con una crisis política y social dentro del Imperio romano. Hay que rechazar la idea de «invasión de los bárbaros» para entender este momento histórico; los godos (o bárbaros, que entonces quería decir extranjeros) vivían y, a veces, convivían con los vecinos romanos desde hacía tiempo; poco a poco fueron encontrando rasgos de entendimiento, como la alianza entre ellos para luchar contra un enemigo común o la inclusión de individuos e incluso tribus enteras en las filas del ejército romano (al cual, por otra parte, acudían cada vez menos romanos de pura cepa). La llegada de los godos fue un proceso largo, insidioso y progresivo que duró decenas de años. La presión de los hunos y la corrupción del poder político romano aceleraron ese proceso.

Con la descomposición del poder imperial ocurre un fenómeno de gran importancia para el futuro. La economía y los hombres se refugian en el campo para encontrar seguridades que no le daban las ciudades. Los ricos (entre ellos, muchos eclesiásticos) se hacen con grandes extensiones de tierra y construyen allí fortines y murallas para protegerse, a donde acuden los que no pueden hacerlo; otros merodean por los campos haciéndose bandoleros. Poco a poco, los poderosos se hacen con la mayoría de las propiedades mientras que los pobres se ven sometidos a adscripciones forzosas y hereditarias a las tierras y a sus propietarios. Es el principio del feudalismo y de los latifundios.

En el año 406, suevos, vándalos y alanos cruzan el Rin. Desbaratado el sistema defensivo romano, los nuevos invasores desbordan los Pirineos a partir del año 409; los suevos ocupan la zona de Galicia, los alanos se extienden por las provincias de Lusitania y Cartaginensis y los vándalos silingos por la Bética. En el año 410, Roma es saqueada en un espectáculo que muchos contemporáneos creyeron ver el final de los tiempos. En el año 476 es destituido el último emperador romano de occidente, Rómulo Augustulo.

Otro pueblo, el visigodo, se había asentado previamente en la Galia (Francia) y, a petición romana, empiezan a desalojar a los invasores de Hispania; acabarán asentándose definitivamente en la península ibérica, al principio como una extensión de su dominio en la Galia; pero la derrota sufrida frente a los francos (otro pueblo godo) de Clodoveo (batalla de Vouillé, año 507) intensificó su dominio en este lado de España. Muchos autores reconocen a Eurico (466—484) como el primer rey visigodo español al ser reconocido soberano de los territorios conquistados por el emperador romano Julio Nepote y al promulgar un nuevo código jurídico escrito (Código de Eurico) que venía a sustituir a las normas consuetudinarias que hasta entonces seguían los visigodos. Los visigodos estarían en España desde principios del siglo V hasta el año 711 y durante ese tiempo reinaron treinta y dos reyes. La lista de esos reyes tiene nombres que no han perdurado hasta nuestros tiempos (Atanagildo, Recesvinto, Sisebuto, Suintila,…) junto a otros que sí lo han hecho, aunque minoritariamente (Leovigildo, Hermenegildo). En los años en que yo iba a la escuela era costumbre aprenderlos de memoria en el colegio; el que podía recitar la lista completa de memoria tenía asegurado el sobresaliente en Historia y los profes le auguraban un futuro brillante; yo no me los aprendí, pero sigan leyendo el libro: algo he aprendido desde entonces.

La consolidación del reino visigodo se produjo durante el reinado de Leovigildo (569—586), con quien la capital se trasladó a Toledo; acabó con las últimas resistencias de los suevos y sus dominios se extendieron por casi toda la península, con la excepción de la franja norte donde erigió la plaza fuerte de Amaya, para hacer frente a los cántabros, y la de Victoriaco, para oponerse a los vascones. Los visigodos españoles, poco a poco, se fundieron en un nuevo proceso de aculturación, con la antigua sociedad hispanorromana creando con los años una atmósfera de unidad nacional, con capital en Toledo, perturbada por un intento de reconquista romana a través de los bizantinos, quienes durante el siglo VI intentaron mantenerse en la parte sur de la península. De cualquier forma, el periodo visigótico en España fue un periodo de inestabilidad y de guerras civiles y religiosas, a lo que contribuyó el carácter electivo de los reyes.

Uno de los motivos de discordia entre la sociedad goda y los hispanorromanos fue la religión. Los visigodos entraron en Hispania como cristianos arrianos, una forma de cristianismo que no reconocía al Hijo la misma divinidad que a Dios Padre. Los hispanorromanos eran católicos y su religión estaba íntimamente ligada a su condición de ciudadanos romanos. Al principio, los visigodos reprimieron el cristianismo, pero —a mediados del siglo VI— un santo de Cartagena, San Leandro, consigue la conversión al cristianismo del gobernador godo de la Bética, Hermenegildo que, además, era hijo del rey Leovigildo (568—586). Hermenegildo se rebela contra su padre, busca el apoyo de los bizantinos y de la antigua aristocracia hispanorromana de la Bética, pero es vencido y hecho preso por su padre; mientras estaba encarcelado en Valencia, su carcelero lo asesina en el año 58. Muchos años después, el rey Felipe II, quien también tuvo problemas con un hijo, consiguió que Hermenegildo fuera canonizado por la Iglesia católica.

Un hermano del mártir, Recaredo, cuando sube al poder en el año 586, se convierte al catolicismo uniendo ya de manera indeleble religión y poder político en España (poco antes, Clodoveo, rey de los francos, había hecho lo mismo en su reino; Francia y España serán a partir de entonces baluartes de la fe cristiana en Europa). Muchos autores consideran a Recaredo el primer rey de una España unificada, política (promulgación del Liber Iudiciorum) y religiosamente (instauración de los Concilios de Toledo); la contrapartida a este hecho importante fue que, a partir de entonces, la religión (católica) y el gobierno político estarán fuertemente imbricados en España. De momento, las autoridades religiosas visigóticas jugarán un papel importante a través de los sucesivos concilios celebrados en la capital Toledo. Sin embargo, la unificación religiosa y política del mundo visigodo no será completa: una parte de los habitantes del reino eran judíos, y la nueva situación no les favorecerá; empiezan a sufrir persecuciones y jugarán un papel desestabilizador en el futuro inmediato.

Los años que van de mediados del siglo VII al año 711 son periodos de desintegración interna de la estructura visigótica y una tendencia hacia la fragmentación, cuyo reflejo son los enfrentamientos nobiliarios, sobre todo con ocasión de las sucesiones de reyes. Los monarcas intentarán afianzar el poder central, asegurar la sucesión, pero los nobles y sus clientelas siempre serán un freno a esta intención. Los pueblos germánicos (germanos, francos, sajones, etc.) fueron el origen de muchas naciones actuales (Francia, Alemania, etc.). En España, los visigodos supusieron un intento serio de unificación de la península, pero, quizás por falta de líderes adecuados, quizás por la división interna, quizás por la politización de la iglesia católica, el reino visigodo siempre fue inestable.


Corona visigótica de Recesvinto del Tesoro de Guarrazar. El tesoro se encontró por casualidad en 1858 y poco después fue vendido a Francia, donde todavía se exhiben parte. La corona de la fotografía se puede ver en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid.

La discordia definitiva vino a propósito de la sucesión del rey Vitiza en el año 710. A la muerte de Vitiza se eligió como rey a Rodrigo, pero los hermanos de este (y el arzobispo de Sevilla, Oppas) no lo aceptaron y llamaron en su auxilio a los musulmanes, quienes ya habían llegado a la otra orilla del Estrecho de Gibraltar desde su foco de expansión en Arabia. Aunque ya dominaban toda la costa del norte de África, al parecer todavía resistía en Ceuta un personaje sumido en la leyenda llamado Olbán, Urbán, Ulyán o Julián, cuya raza o condición (godo, bizantino o berberisco) es discutida. El jefe de los musulmanes norteafricanos era Muza y su comandante del ejército era un tal Tariq ben Ziyad. En julio del 710, Tarif ibn Maluk hace una incursión y desembarca en Tarifa (llamada así por él a partir de entonces) con quinientos hombres; no tuvo gran resistencia: el rey visigodo Rodrigo no puede acudir a la batalla, pues en ese momento estaba combatiendo una rebelión de los vascones. En la noche del 27 al 28 de abril del 711, Tarif vuelve a desembarcar en la roca Calpe (a partir de entonces, Gibraltar: la montaña de Tariq) con siete mil hombres; los oficiales son de origen árabe, pero la mayoría de los soldados son bereberes del norte de África. El 19 de julio, cerca de río Guadalete (o Wadilaka, o de la Janda, no se sabe con certeza el lugar exacto), tropas árabes y bereberes de Tariq, jefe liberto del gobernador Muza, derrotan al ejército visigodo del rey don Rodrigo, víctima de la traición de los hijos de Vitiza (al parecer, algunas fracciones del ejército de Rodrigo desertan en medio de la batalla) y sus allegados (entre los que destaca el obispo de Sevilla, Oppas, a quien veremos más tarde actuar otra vez). El reino visigodo de España desapareció ese día. El cadáver del rey fue encontrado en el campo de batalla y llevado por sus fieles fuera de tal escenario; se dice que lo enterraron cerca de la actual Viseu.

Pero la leyenda persiste. A los motivos señalados anteriormente para entender la «pérdida de España» se pueden añadir otros; algunos autores piensan que la victoria y posterior triunfo de los musulmanes fue debida a la ayuda que les proporcionó una especie de quinta columna formado por judíos que vivían en este lado del Estrecho. Otra leyenda es menos prosaica y más humana: se cuenta que Rodrigo había seducido a una chica llamada Cava, hija del mencionado Julián, gobernador de Ceuta; este, por despecho de padre, se alió con sus vecinos musulmanes y les facilitó el paso del Estrecho.

Se puede decir que la herencia romana se salva con los visigodos y en ellos se funden el cristianismo y la herencia clásica. Con los visigodos la antigua Hispania adquiere una personalidad cultural y unos límites geográficos que permanecerán fijos hasta la Edad Moderna.