Sobre el razonamiento judicial

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¿Por qué una teoría del razonamiento jurídico debería asumir como objeto exclusivo propio de investigación al razonamiento (jurídico) entendido en sentido lógico?

Esta asunción explica, al parecer, un requisito de buena educación epistemológica. La idea subyacente, a veces explícita, parece ser la siguiente: las cosas que están en la mente de las personas no son, para un empirista, objetos epistemológicamente respetables. No son, en efecto, entidades cuya existencia y cuya naturaleza sean empíricamente observables. El comportamentismo tenía razón: no puede haber un saber científico que tenga por objeto cosas de este género. (Un comportamentista encuentra a otro comportamentista: “¡Me parece que estás muy bien! Y yo, ¿cómo estoy?”). El lenguaje, en cambio, es algo del mundo externo: los fenómenos lingüísticos son empíricamente observables. Entonces, si como empiristas queremos que la teoría del razonamiento jurídico tenga buenas credenciales epistemológicas, deberemos entenderla como una teoría del razonamiento (jurídico) en sentido lógico.

Este argumento carece de toda plausibilidad, al menos por dos razones.

En primer lugar, la psicología (de orientación no comportamentista) y, en particular, la psicología del razonamiento, se encuentra desde hace decenios claramente establecida como una ciencia empírica y, en la psicología contemporánea, ha caído el bando de la introspección. Pero no solamente ello: cualquiera que fuese, hasta hace un tiempo atrás, la situación en cuanto a la posibilidad de comprobar empíricamente la presencia de estados mentales, de describirlos y de explicar su naturaleza, el avance de la neurociencia ha cambiado obviamente las cosas.

En segundo lugar, la tesis de que los fenómenos lingüísticos sean entidades empíricamente observables más de cuanto no lo son los fenómenos mentales es insostenible. Fonemas, morfemas, enunciados (los type, no los token) son, parecería, entidades abstractas. Un enunciado no es un conjunto de ondas sonoras, o de manchas de tinta sobre una hoja de papel, o de puntos luminosos sobre la pantalla de una computadora. Es su forma. Los actos de enunciación de enunciados, éstos sí, son fenómenos sensibles, espacio-temporalmente identificados, al igual que un terremoto. Lo que ellos producen es un conjunto de ondas sonoras, etc., pero los enunciados que en estos actos se expresan no son —o, al menos, así parece— ellos mismos conjuntos de sonidos o manchas de tinta, sino su forma —por usar una metáfora, su aspecto ante los ojos de la mente, su cuerpo inteligible—25. Son entidades abstractas que, no obstante, guían y controlan de cierto modo la actividad de los sistemas corpóreos (cerebro-aparato fonético, etc.) que producen expresiones de éstos, individualizadas en el espacio y en el tiempo.

¿Qué es lo que hay, en todo esto, acerca de la presunta solidez de los fenómenos denominados “externos” u “observables” que serían, directamente, el objeto de la experiencia sensible (“bienes materiales de modestas proporciones”, como más o menos los denominaba J. L. Austin), a la que se refiere el argumento examinado?

Para no hablar, luego, de proposiciones y, en general, de significados, se concederá que son elementos constitutivos de los fenómenos lingüísticos, sea los significantes —en particular, enunciados— sea los significados —en particular, proposiciones—. ¿Por qué los estados mentales deberían ser considerados objetos empíricamente menos respetables que las proposiciones o, en general, que el significado? Proposiciones, significados en general, no son entidades más observables que cuanto lo son las emociones, los deseos o las creencias. Más aún: es verdad que los actos de enunciación de un enunciado producen ondas sonoras, etc., pero las proposiciones expresadas por ellas o, en general, expresables (los “decibles”, por utilizar un término vetusto) parecerían ser algo totalmente distinto. Y la posibilidad misma de identificar un evento empíricamente perceptible como un acto de expresión de una proposición depende de la posibilidad de acceder a estos objetos fantasmáticos26.

El lenguaje, en suma, no es en absoluto un objeto empíricamente respetable, según los cánones de respetabilidad epistemológica presupuestos por el argumento examinado. ¿Por qué razón, entonces, habríamos de fiarnos de un objeto tan poco confiable para argumentar en respaldo de la tesis de que solo el razonamiento en sentido lógico, y no en el sentido psicológico, debe ser objeto de una teoría del razonamiento (jurídico)?

La razón es, verosímilmente, el hecho de que el lenguaje da una apariencia perceptible —da cuerpo— a entidades que no tienen nada, o casi nada, de la respetabilidad empírica a la que se refiere el argumento. Estas entidades son, como acabamos de ver, fonemas, morfemas, enunciados, proposiciones y, en general, significados, y lo que tradicionalmente constituye aquello que por excelencia no es empíricamente observable: las relaciones lógicas. La esperanza de encontrar un refugio bajo las alas protectoras del lenguaje es, históricamente, heredera de una polémica dirigida contra la posibilidad o, en todo caso, el valor de una ciencia empírica que tiene por objeto el razonamiento. Y con esto estamos en la polémica contra el psicologismo27.

3.3. Antipsicologismo

Se decía (supra, 3.2) que, en sentido psicológico, un razonamiento es un conjunto de estados (eventos, actos, procesos) bioquímicos en la mente-cerebro. ¿Qué tipo de conjunto? La respuesta será, presumiblemente: un conjunto de estados mentales que tiene como contenido propio un razonamiento en sentido lógico.

Este modo de ver las cosas presupone la distinción entre un estado (acto, proceso, etc.) mental y su contenido. Precisamente, el modo tradicional de trazar la distinción remite, como veremos en breve, a un modo particular de entender el contenido de los estados mentales28.

La cultura filosófica mitteleuropea, a caballo entre el siglo XIX y XX, está caracterizada por un conjunto de tesis, asunciones y argumentaciones genéricamente etiquetabes como “antipsicologismo”. La polémica contra el psicologismo aúna, como es sabido, el pensamiento de G. Frege, la fenomenología husserliana y sus tantos descendientes, amplios sectores del neokantianismo (sobre todo, la Escuela de Baden), y los inicios del positivismo lógico.

En su forma paradigmática, la polémica concierne al estatus de las leyes de la lógica, y de los fundamentos de la matemática (esto es, el estatus de las entidades matemáticas, y de las relaciones que media entre ellas). La tesis antipsicologista por excelencia es aquella según la cual las leyes de la lógica no pueden ser identificadas con —ni explicadas en términos de— leyes que de hecho gobiernan nuestros procesos mentales, bajo pena de hacer imposible comprender su carácter de universalidad y necesidad (su específica objetividad; algo, nótese, que tiene muy poco que ver con la ilusoria solidez de las “entidades observables”). Las entidades matemáticas, sus relaciones y las relaciones lógicas no pueden ser identificadas con representaciones, ni explicadas en términos de representaciones, de relaciones que median entre ellas, o de actividades mentales, bajo pena de hacer imposible entender su objetividad específica. (Como se puede ver, el punto es precisamente que —se considera— los fenómenos de los cuales se trata no pueden ser objeto de una ciencia empírica).

En suma: las leyes lógicas no son “leyes del pensar (Denkgesetzen)”, que expresen el modo en el que, de hecho, se producen actos o estados mentales en nuestra conciencia (no son “leyes psicológicas”, que expresen “das Allgemeine im seelischen Geschehen des Denkens”); la lógica y la matemática no tienen por objeto “el proceso mental del pensar (der seelische Vorgang des Denkens) y las leyes psicológicas según las cuales dicho pensar, de hecho, tiene lugar (die psychologische Gesetze, nach denen es geschieht)”29.

La posición antipsicologista, no obstante, no está confinada al campo de la lógica y de los fundamentos de la matemática. La polémica contra el psicologismo abarca, más bien, todos los sectores de la teoría del conocimiento, y la teoría del juicio en su conjunto. Las principales directrices son dos.

(1) Espistemología, teoría del conocimiento. En este ámbito, la posición antipsicologista está identificada por la tesis de que una cosa es una descripción o una explicación (causal) de los procesos mentales, en virtud de los cuales el conocimiento o la opinión se producen de hecho en nuestra conciencia, y otra cosa distinta es una aclaración de sus fundamentos: su justificación. Una cosa es preguntarse qué opiniones tenga un individuo o un grupo de individuos y en qué modo, de hecho, se hayan formado tales opiniones; y otra cosa, muy distinta, es preguntarse si, en virtud de qué, estas opiniones están justificadas o son verdaderas. No se debe confundir una explicación del modo en el cual, de hecho, un cierto conocimiento es adquirido, con una clarificación de lo que hace que sea, precisamente, conocimiento (opinión verdadera justificada), de aquello en virtud de lo cual “vale”, tiene valor, como conocimiento30.

El primer tipo de investigación es una de carácter psicológico: esto es, versa sobre nuestras representaciones, sobre las causas de su efectiva producción, y de sus relaciones. El segundo, no. Así, por ejemplo, una cosa es indagar sobre la historia de una cierta disciplina, un cierto cuerpo de opiniones, y algo muy distinto es preguntarse si el cuerpo de opiniones en cuestión satisface las condiciones necesarias y suficientes para que pueda constituir un cuerpo de conocimientos (una disciplina o una teoría científica). La pregunta “¿cómo es posible (por ejemplo) la física en cuanto ciencia?” no es una pregunta —ni física, ni— psicológica: aquello en virtud de lo cual el conjunto de métodos y creencias denominado “física” tiene el valor de conocimiento; no es un conjunto de hechos (físicos o) psicológicos.

 

En suma: la epistemología —la clarificación del porqué algo tiene el valor de conocimiento, o de opinión justificado— no puede ser entendida como una sección de la ciencia empírica.

¿Por qué? Porque —argumenta la posición antipsicologista— la indagación epistemológica es normativa, tiene que ver con aquello que debemos creer, con aquello que hace de una creencia, un razonamiento o una inferencia, una creencia, un razonamiento o una inferencia correcto (a). Y —prosigue la postura antipsicologista— ningún conjunto de hechos —ni siquiera un conjunto de hechos relativos a la efectiva producción de las representaciones en nuestra conciencia, y a las relaciones que median de hecho entre ellas— permite obtener conclusiones de carácter normativo. Ninguna descripción o explicación de procesos psíquicos está en capacidad de dar cuenta de la verdad o de la corrección de nuestras opiniones o de nuestras inferencias; es decir, que ninguna investigación semejante está en capacidad de dar cuenta de la específica normatividad del pensar, o del conocer (normatividad epistémica)31.

En la jerga de los antipsicologistas de inicios del siglo XX, dado un cierto cuerpo de opiniones que pretende ser un cuerpo de conocimientos, se denomina su “validez” a la altura de dicha pretensión. Lo que sostiene la postura antipsicologista es que una investigación sobre los procesos psicológicos (además de físicos o sociales) aptos para explicar el surgimiento, o el decaimiento, del conocimiento es algo totalmente distinto a una investigación sobre sus condiciones de validez, en cuanto conocimiento32.

(2) Intencionalidad. Esta primera tesis —según la cual la validez del conocimiento, o del pensamiento (su específica objetividad), no puede ser aclarada en términos de cualquier conjunto de hechos relativos al efectivo acaecer, en la conciencia, de representaciones, y a las relaciones que median entre ellas— encuentra sustento en (y, a su vez, presta su propio sustento a) una segunda tesis: la tesis del carácter intencional de (algunos) actos, estados, eventos o procesos mentales.

Algunos actos, estados, etc., mentales —por ejemplo, creencias, deseos, hipótesis, esperanzas, etc.— tienen la propiedad de “actuar sobre”, o “estar dirigidos hacia”, objetos o estados de cosas. Aquello que constituye el contenido de tales actos, estados, etc., debe ser netamente distinguido de los actos, estados, etc., mismos33. Estos últimos son fenómenos psicológicos (hechos evidentes de la experiencia interna); sus contenidos gozan, en cambio, de una forma particular de existencia: existen, precisamente, en cuanto contenidos de sentido. Este tipo de existencia —existencia ideal o “existencia intencional”— debe ser distinguida, sea de la modalidad de existencia propia de los actos, estados, etc., mentales mismos (existentes en tanto que eventos psicológicos), sea de la modalidad de existencia propia de los objetos, estados o procesos físicos.

Desde este segundo aspecto, la polémica antipsicologista está dirigida contra la tesis de que todo aquello que está dado a la conciencia no es otra cosa que nuestras representaciones y que, en consecuencia, el conocimiento consiste exclusivamente en el cotejo entre nuestras representaciones, en su manipulación, y en la identificación de las relaciones que media entre ellas. La idea en la que se basa es simple: cuando tenemos una representación —por ejemplo, cuando percibimos un objeto físico, o cuando pensamos en un objeto inexistente—, aquello que nos es dado no es la representación misma sino su objeto. Ver un árbol no es ver una representación nuestra; aquello que vemos cuando percibimos un árbol es, precisamente, el árbol. Del mismo modo, aquello en lo que pensamos, cuando pensamos en un unicornio, no es una representación nuestra, sino el unicornio. Aquello en virtud de lo cual una representación nuestra (por ejemplo, la percepción de un árbol) se vierte sobre un objeto físico (por ejemplo, un árbol) es un contenido, un objeto intencional (denominado noema por Husserl) que, de por sí, no se identifica ni con nuestra representación ni con el objeto físico34.

La noción antipsicologista de intencionalidad es, en suma, expresión del intento de entender, en clave no naturalista, no psicológica, la idea de que ciertos actos o estados mentales estén dotados de contenido. Es esta la noción de contenido (de estados mentales) sobre la cual se apoya el modo tradicional de trazar la distinción entre razonamiento en sentido lógico y razonamiento en sentido psicológico: un razonamiento en sentido psicológico es un conjunto de estados mentales que tiene como objeto intencional propio (dotado de existencia ideal, validez, etc.) un razonamiento en sentido lógico.

3.4. Antipsicologismo y la teoría del Derecho: el rol de Kelsen35

Estas distintas y complementarias líneas de articulación de la polémica contra el psicologismo han desempeñado una influencia muy profunda sobre la Teoría del Derecho contemporánea, mediante la Teoría del Derecho de H. Kelsen. No es de sorprender, dado que la polémica contra el psicologismo es uno de los rasgos relevantes del ambiente cultural en el cual tuvo lugar la Bildung filosófica de Kelsen.

Según Kelsen, el Derecho es norma. Una norma es un contenido de sentido (Sinngehalt), el contenido de sentido de actos o de estados mentales intencionalmente dirigidos hacia ciertos objetos o estados de cosas (comportamientos ajenos). En cuanto contenido de sentido, el Derecho no es ni un fenómeno psíquico ni, en general, un fenómeno físico, sino algo ideal a ser investigado en su existencia específica, que Kelsen denomina (¡qué casualidad!) “validez”36. La tesis antipsicologista, según la cual ningún conjunto de hechos mentales o físicos está en capacidad de dar cuenta de la verdad o de la corrección de nuestras opiniones o de nuestras inferencias, se traduce, en la teoría pura del Derecho, en la tesis según la cual, desde el punto de vista de un tratamiento científico, aquello que interesa no es la eficacia del Derecho sino su “validez”37. En la Teoría pura del Derecho subsiste, entre conocimiento científico del Derecho en cuanto tal (ciencia jurídica en sentido estricto y Teoría del Derecho), de un lado, e investigación sociológica sobre comportamientos o estados mentales determinados por el Derecho, del otro, la misma relación que, en el cuadro general de la polémica antipsicologista, subsiste entre lógica, matemática y epistemología, de un lado, y sociología o psicología de los procesos cognitivos, del otro.

No se trata solamente de una cuestión de carácter histórico o filológico. La tesis según la cual el Derecho, en cuanto norma, es un contenido de sentido, desempeña un rol decisvo en la articulación de un aspecto particular y, a su vez, de crucial importancia de la Teoría pura del Derecho: la idea de que el Derecho constituye algo impersonal, anónimo, “des-psicologizado”, y que en ello reside su específica “autoridad”38. Me explico.

La Teoría Pura del Derecho ofrece una visión particular de una imagen antigua y muy influyente del Derecho. Según esta imagen, el Derecho goza de una relativa independencia o autonomía (sea conceptual, sea normativa) respecto a las preferencias, las intenciones, la voluntad, las decisiones, las creencias —sean ellas actuales o posibles— de quienes están sujetos a él, y en ello reside su carácter de objetividad.

Estando a este modo de ver las cosas, el Derecho no puede ser reducido a un conjunto cualquiera de preferencias, intenciones, decisiones o creencias, más o menos arbitrarias (ni a algún conjunto de acciones explicadas por aquél).

El Derecho es, más bien, algo impersonal o anónimo: un conjunto de normas existentes, no como fenómenos físicos o psíquicos, sino que “valen” en cuanto tales (y que, sin embargo, no son verdades morales).

Desde este punto de vista, la teoría pura del Derecho puede ser entendida como el fruto de una particular operación teórica, consistente en trasplantar, sobre el terreno de la teoría del Derecho, la polémica contra el psicologismo, de tal modo que provea una interpretación satisfactoria de la específica objetividad del Derecho, es decir, consistente en utilizar la estrategia argumentativa propia del antipsicologismo con el objetivo de reivindicar la independencia del Derecho, como tal, respecto a la esfera de los fenómenos naturales.

¿Cómo puede el Derecho, en cuanto tal, “valer” con relativa independencia de preferencias, intenciones, decisiones y opiniones humanas? ¿Cómo puede el Derecho no reducirse a un conjunto de voluntades y creencias, de por sí más o menos arbitrarias? Simple, responde Kelsen: el Derecho es norma; una norma es un contenido de sentido; y —he aquí el argumento antipsicologista— un contenido de sentido no se reduce a los —ni su objetividad es explicable en términos de— actos o estados mentales (preferencias, intenciones, voliciones, decisiones, creencias) de los que constituye, precisamente, el contenido.

En otros términos, la polémica contra el psicologismo enseña, como fuera visto (supra, “3.3.”), que los contenidos de actos o estados mentales tienen un particular tipo de existencia (existencia ideal, inexistencia intencional); gozan, en contraposición a los fenómenos psíquicos, de una peculiar objetividad (la objetividad del “pensamiento”, o del “noema”), y tienen una identidad independiente de las actitudes y de las creencias humanas. El Derecho —he aquí la operación teórica kelseniana— es un contenido de sentido. Por tanto, también el Derecho, del mismo modo que las leyes de la lógica o de las entidades matemáticas, es algo impersonal y anónimo, una entidad (ni física ni psicológica, sino) ideal: algo objetivo o “válido”, independientemente de nuestros efectivos procesos mentales (sean éstos volitivos o cognitivos)39.

A mi parecer, este es el bagaje de la tesis según la cual el objeto de la teoría del razonamiento jurídico debe ser el razonamiento entendido en sentido lógico, no psicológico. Quienes, después de Kelsen, han creído poder encontrar en el análisis del lenguaje —el lenguaje del Derecho— la clave de una teoría del Derecho empíricamente respetable también han sido víctimas, del mismo modo que la filosofía analítica en general, de la ilusión de la solidez de las entidades lingüísticas (supra “3.2.”). También desde este punto de vista subsiste un perfecto paralelismo entre el íter seguido por la Teoría del Derecho y el seguido por la filosofía general.

En torno a la mitad del siglo XX, los filósofos han considerado disponer, en el lenguaje, de un objeto —un campo de fenómenos— con una apariencia perceptible, proveyendo así credenciales de respetabilidad espistemológica a los objetos (leyes de la lógica, objetos intencionales en general) que el antipsicologismo había distinguido cuidadosamente de los fenómenos mentales (o, en general, de los fenómenos físicos). De este modo, la filosofía del lenguaje devino en la reina de las disciplinas filosóficas. Ya no habría, finalmente, necesidad de empalagarse en disquisiciones sobre el estatus ontológico de “pensamientos” o “noemas”. Habría sido suficiente examinar atentamente un objeto del mundo externo, el lenguaje, precisamente. Del mismo modo, ocuparse del razonamiento jurídico habría significado —no ya tratar de entrar en la mente de los jueces o de otros operadores jurídicos sino— observar y describir entidades observables, sus discursos.

3.5. El retorno del psicologismo

Pero los discursos —lo hemos visto (supra “3.2.”)— no son en absoluto “entidades observables”, fenómenos empíricamente respetables, en la línea de los cánones de esta extraña e inestable forma de empirismo —por cierto, no más de cuanto lo son los actos y procesos mentales—.

Como se sabe, desde los años 80 del siglo XX la filosofía del lenguaje ha sido desbancada de su primado. La filosofía de la mente ha devenido en la nueva reina de las disciplinas filosóficas. De las entidades lingüísticas a los fenómenos mentales, es decir, el recorrido inverso en relación con el delineado en los apartados precedentes. Pero lo crucial es que las tesis y los argumentos del antipsicologismo han sido cuestionados. El consenso antipsicologista está venido a menos.

Entre los filósofos, el rol decisivo ha sido el de W. V. O. Quine. Quine elabora, en directa y consciente antítesis respecto del antipsicologismo, el proyecto de “naturalización” de la epistemología: la investigación epistemológica debe ser entendida como “contenida en las ciencias naturales” y, precisamente, como un “capítulo de la psicología”40.

Sobre la estela de Quine, “naturalización” se ha convertido, para muchos estudiosos de la filosofía, en una consigna. No solamente en lo que respecta a la epistemología sino en los ámbitos más diversos, desde la filosofía de la mente hasta la metaética. El naturalismo —y, con él, el rechazo de las tesis y de los argumentos antipsicologistas41— es un rasgo distintivo de buena parte del panorama filosófico contemporáneo42.

 

El retorno del psicologismo concierne no solamente, como se acaba de decir, a la primera de las dos líneas de desarrollo del antipsicologismo: la epistemología. Concierne también a la segunda línea: la intencionalidad.

El argumento es, a grandes rasgos, el siguiente: la noción de intencionalidad sobre la cual se asienta el antipsicologismo de inicios del siglo XX (supra “3.3.”) es misteriosa; si de verdad la mente humana tiene la capacidad de “dirigirse hacia” objetos, si de verdad algunos estados o procesos mentales tienen la propiedad de “versar sobre” algo (esto es, si es que tienen un contenido), esta capacidad debe poder ser explicada en términos de hechos y de procesos naturales. La intencionalidad debe poder ser entendida y explicada como un fenómeno psicológico.

Así, hemos regresado al tema de la distinción entre argumento en sentido lógico y razonamiento en sentido psicológico. La noción de contenido (de estados mentales) sobre la que se apoya el modo tradicional de trazar la distinción, como lo hemos visto (supra “3.3.”), está ligada a la noción antipsicologista de intencionalidad. La naturalización de la intencionalidad —la elaboración de una noción psicológica de contenido— no puede sino incidir —como veremos en el siguiente apartado— sobre la distinción entre noción lógica y noción psicológica de razonamiento.

Sin embargo, este viraje (el retorno del psicologismo) no concierne hoy (una cincuentena de años) únicamente al panorama filosófico. El aspecto principal consiste, más bien, en lo siguiente: en la dialéctica de psicologismo y antipsicologismo han ingresado —y desempeñan un rol determinante— investigaciones empíricas: investigaciones de psicología cognitiva y, en general, investigaciones reconducibles al campo de las ciencias cognitivas (locución que recubre genéricamente un territorio muy amplio y de confines inciertos) y las neurociencias. En suma, no se trata de una disputa en el interior de los departamentos de filosofía. El razonamiento ha vuelto a ser lo que fue para los griegos, antes de la codificación de la lógica: uno de los objetos de la experiencia.

3.6. La elusiva distinción entre razonamiento en sentido lógico y razonamiento en sentido psicológico

¿Cuál es, entonces, a la luz de estas consideraciones, la relación entre las dos nociones de razonamiento, noción lógica y noción psicológica?

Desde el punto de vista lógico, como sabemos (supra “3.2.”), el interés no está dirigido al razonamiento como proceso mental, sino al examen de su corrección (si de verdad la conclusión se sigue de las premisas). Un argumento es un conjunto de proposiciones “de las que se supone que una se sigue de las otras, las cuales son consideradas garantía suficiente para la verdad de aquella”43.

¿Bajo qué condiciones esta suposición puede considerarse justificada?

Dejemos de lado el razonamiento deductivo, esto es, la relación de consecuencia lógica en sentido estricto (la conclusión se sigue necesariamente de las premisas). Se trata, junto con las relaciones matemáticas, del caso más resistente, aparentemente refractario a un tratamiento en clave psicológica. (Como hemos visto —supra “3.3.”—, deducción, o consecuencia lógica, y relaciones matemáticas han sido el dominio privilegiado, aunque en absoluto exclusivo, del antipsicologismo del siglo XX). Miremos, más bien, al dominio de las inferencias no deductivas.

Esta delimitación del campo de investigación está justificada, en este ámbito, por una tesis que desempeñará aquí el rol de un postulado (un asunto no demostrado): en la práctica discursiva del Derecho, el rol determinante es desarrollado por inferencias no deductivas44 y por inferencias prácticas (esto es, inferencias relativas a los medios idóneos para la consecución de determinados fines, para el balance de fines que compiten entre sí). En razón de este asunto, la exclusión de argumentos deductivos desde nuestro campo de investigación no tiene nada de artificioso.

Hay, sin embargo, una segunda razón por la cual esta restricción del campo de investigación puede considerarse justificada.

El modo en el que los seres humanos, de hecho, realizan inferencias, extraen conclusiones de partir de premisas o toman decisiones es, desde hace decenios, objeto de investigaciones experimentales o, en general, de indagación empírica. Estas investigaciones han mostrado, en particular, que, en su razonamiento, los seres humanos de carne y hueso actúan de un modo heurístico y que, en la decisión, van en búsqueda de opciones satisfactorias, antes que de las óptimas (como por el contrario querría la teoría estándar de la decisión racional). No calculamos todas las consecuencias lógicas de nuestras asunciones o, en el caso de inferencias prácticas, la utilidad esperada de todas las consecuencias posibles de todas las opciones alternativas, a la búsqueda de lo óptimo: seguimos atajos, buscamos opciones satisfactorias. Así, por ejemplo, las estimaciones de probabilidad se basan en determinados recursos (por ejemplo representatividad, facilidad de recuperación)45.

El uso de la heurística arrastra consigo errores sistemáticos, vicios del razonamiento (bias), como por ejemplo, en el ámbito de la formulación o valoración de hipótesis, el bias de la confirmación (búsqueda selectiva o sobrevaloración de la evidencia que respalda la propia tesis) o, en el ámbito de la valoración de opciones, el denominado efecto de framing (la misma opción parece dotada de mayor o menor valor según cómo sea presentada: un vaso medio vacío no tiene el mismo valor que un vaso medio lleno).

En suma, la mente humana no es, de inicio a fin, un computador. “Computador” en un sentido muy preciso: no es que la mente humana no sea una máquina (verosímilmente, el cerebro humano es una máquina) o que no cometa errores (las máquinas, a veces, cometen errores: piénsese cuando se bloquea una PC). La tesis, más bien, es que la mente humana no es —no sólo, y no principalmente— una calculadora de consecuencias lógicas o de la opción que maximiza la utilidad esperada. La racionalidad humana, en general, no puede ser representada como ejecución de inferencias deductivas o maximización de la utilidad esperada46.

No se trata, entonces, del hecho —innegable— de que los seres humanos a menudo son confusos, inciertos, despistados, equívocos, víctimas de las pasiones, etc. La tesis es, más bien, que las características recién mencionadas —el recurso a la heurísticas y los errores sistemáticos que su uso produce, así como la renuncia a la maximización y la búsqueda de opciones satisfactorias— son características propias de la racionalidad humana47.

Y es aquí que la distinción entre las dos nociones de razonamiento muestra signos de desgaste.

¿Bajo qué condiciones una inferencia no deductiva, o práctica, puede decirse correcta? La pregunta es genérica y, a los fines de una respuesta satisfactoria, sería necesario distinguir distintos tipos de argumento no deductivo, o de inferencia práctica. Pero el punto relevante para nuestros fines es simple: los criterios de bondad o corrección (mayor o menor persuasión, plausibilidad) de inferencias no deductivas48 y de inferencias prácticas no son —¿cómo podrían serlo?— independientes del modo en el que, de hecho, nuestra mente realiza inferencias del tipo en cuestión. Los criterios de corrección son, ellos mismos, objeto de investigación empírica, psicológica49.