Abecedario democrático

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

B

Bien común

El bien común es una categoría a la que se recurre con frecuencia en el discurso público. Decimos que es necesario perseguirlo, que requiere de nuestro compromiso cívico, que los partidos políticos deben promoverlo en lugar de pensar en sus intereses electorales. Definirlo parece sencillo; determinar su contenido, sin embargo, presenta algunas dificultades.

BIEN COMÚN

El bien común es una categoría a la que se recurre con frecuencia en el discurso público. Decimos que es necesario perseguirlo, que requiere de nuestro compromiso cívico, que los partidos políticos deben promoverlo en lugar de pensar en sus intereses electorales. Definirlo parece sencillo; determinar su contenido, sin embargo, presenta algunas dificultades. Es obvio que el bien común sería aquel que no puede predicarse de nadie en particular, sino de la generalidad de los ciudadanos. Buscar el bien común sería entonces defender o perseguir un conjunto de bienes colectivos, algunos de los cuales se dejan identificar con facilidad: la paz, la prosperidad, la igualdad, la libertad, la sostenibilidad medioambiental. Incluso puede concretarse un poco más, señalándose bienes públicos más específicos que responden al interés general de la comunidad: el sistema judicial, las libertades civiles, el agua potable, las instituciones culturales, los parques naturales, las infraestructuras de transporte. El filósofo Amitai Etzioni entiende que el término comprende aquellos bienes que sirven a todos los miembros de una comunidad y a sus instituciones, lo que incluye bienes que, no sirviendo a los intereses de grupos particulares, son valiosos para las generaciones futuras. Desde este punto de vista, el bien común o el interés general no presentarían mayor dificultad.

Sin embargo, el demonio está en los detalles. Por un lado, la promoción simultánea de todos esos bienes puede resultar conflictiva. Así, estimular el crecimiento económico para financiar los servicios públicos es susceptible de crear problemas medioambientales o incrementar la desigualdad; reforzar las libertades individuales puede ir en detrimento de la igualdad; la preservación de la paz a cualquier precio puede acabar generando una mayor violencia, como sucedió con las políticas de apaciguamiento que trataron en vano de prevenir el estallido de la Segunda Guerra Mundial. Es posible, también, que el bien particular de algunos sea presentado como el interés general de todos, para así justificar su búsqueda a costa de otros bienes asimismo valiosos. Por ejemplo, el disfrute de generosas pensiones de jubilación puede considerarse un bien común, en la medida en que la mayoría de los ciudadanos terminará por alcanzar la edad en que corresponde percibirlas; nadie querría ver a los mayores en una situación de precariedad e indefensión. Ocurre que la estructura demográfica y la situación económica pueden poner en entredicho la cualidad general de ese bien concreto: ¿qué pasa si el gasto público destinado a las pensiones pone en peligro la solvencia estatal o perjudica severamente las oportunidades vitales de que disfrutan las generaciones más jóvenes? Lo que parecía un bien común semeja entonces el bien particular de un grupo social determinado (los pensionistas), que entra en conflicto con el bien particular de un grupo social distinto (los jóvenes).

Por otra parte, la identificación de los bienes comunes en abstracto puede ser relativamente pacífica, suscitando el consenso de la mayoría: ¿quién podría manifestarse en contra de la justicia, la prosperidad o el agua potable? La dificultad se da en un momento posterior, cuando ha de determinarse cómo han de realizarse cada uno de esos bienes y de qué manera habrán de resolverse los conflictos que surjan entre ellos. Habrá quien defina la prosperidad a partir del crecimiento del PIB y quien sostenga que es necesario introducir indicadores relativos al bienestar subjetivo o a la protección del medio ambiente; igual que unos defenderán un mercado de trabajo poco protegido y sin embargo abundante en empleo, mientras otros privilegian la protección del trabajador a costa de incrementar el desempleo. También podría suceder que todos convengan la necesidad de evitar el colapso ecológico, por ejemplo luchando contra el cambio climático, pero surja una insalvable discrepancia entre los partidarios de reformar el capitalismo y los que defienden la necesidad de terminar con él. Ambas posiciones pueden defenderse como estrategias para realizar el bien común de la estabilización del clima terrestre, pero según cuál elijamos estaremos dando satisfacción a unos intereses y perjudicando a otros.

Cuando hablamos del bien común, pues, lo contraponemos al bien particular de los individuos o de las minorías. Estas últimas pueden adoptar una forma perversa, cuando se trata de grupos de interés que defienden una posición ventajosa para ellos y perjudicial para los demás; lo que es bueno para unos pocos no serviría al interés de todos los miembros de la comunidad. Por ejemplo: si sostenemos que una política cultural que preserva la producción artística nacional de los embates del mercado sirve al interés general, los quiosqueros podrían quejarse de las ayudas que reciben los cineastas. Solo en algunos supuestos muy demarcados –evitar una guerra, reducir la pobreza– podremos estar seguros de que se realiza un interés general. También aquí, por tanto, es arduo determinar cuándo lo que se dice común es verdaderamente común.

Pero la tensión más aguda se produce entre la búsqueda del bien co­mún y el ejercicio de la libertad individual. ¿Acaso no es un bien común que cada uno de nosotros pueda, de manera particular, perseguir su propio bien en condiciones de relativa libertad? O sea: sin que la colectividad, a través de la autoridad estatal, nos diga lo que podemos o no podemos hacer. Pensemos en la expropiación de una vivienda con objeto de construir una autopista: el bien común autoriza aquí la suspensión del derecho fundamental a la propiedad privada, mediante el pago de una indemnización, a pesar de que la autopista solo beneficiará a los que la transiten; de ella solo puede predicarse que sirve al bien común si interpretamos que la existencia de infraestructuras de transporte pertenece a esta categoría. En una sociedad democrática, sin embargo, no hay manera de evitar estos conflictos ni mejor manera de solucionarlos que concediendo al Estado la potestad de decidir conforme a las leyes y bajo la supervisión de los tribunales. Ello requiere del mantenimiento de delicados equilibrios entre los bienes comunes y la libertad individual: ni el Estado debe siempre imponerse al individuo, ni es factible que el individuo jamás ceda un ápice de su libertad. Así, por ejemplo, parece razonable prohibir que se fume en los lugares públicos siempre y cuando no se impida hacerlo fuera de ellos. En ocasiones, el interés general habrá de ceder ante la libertad individual: aunque disfrutar de un sistema universal de salud puede considerarse un bien común, no podemos prohibir todas las conductas de riesgo –el tabaquismo, la conducción de automóviles, el alpinismo– con objeto de robustecer su estabilidad financiera.

Ni que decir tiene que la oposición entre el bien común y la libertad individual se intensificará sin remedio en aquellos regímenes políticos que pongan a la colectividad por encima del individuo. Esto es evidente en el caso de algunas dictaduras, pero puede ocurrir también en regímenes democráticos que debilitan su componente liberal para así poder realizar un programa ideológico particular. En una sociedad socialista, la colectividad está siempre por delante del individuo; en un régimen nacionalista, el individuo se subsume en la nación; en el discurso populista, la voluntad del pueblo se impone a la de sus miembros particulares. En todos estos casos, se invoca un bien común y se le otorga primacía sobre los derechos o intereses de los individuos. Por ejemplo: si a un ciudadano se le prohíbe rotular su comercio en la lengua de su elección, exigiéndosele en cambio usar la lengua oficial –o una de las lenguas oficiales– para así proteger la integridad de la “cultura nacional”, su derecho individual se estará restringiendo indebidamente en nombre del presunto derecho de una entidad colectiva.

Ninguno de estos conflictos es nuevo. El debate sobre la prioridad que haya de concederse al bien común sobre los intereses particulares es tan viejo como la existencia de comunidades humanas: en su interior chocan las necesidades de la organización colectiva y el impulso singular de cada individuo. Se trata de una relación intrincada, ya que el individuo no puede realizar su libertad sin los bienes que le procura la comunidad, ni la comunidad puede atesorar esos bienes sin la contribución de sus miembros. En último término, la relación entre el bien común y los intereses particulares es una cuestión de énfasis; de la medida en que la balanza se incline hacia un lado u otro. Así como encontraremos sociedades individualistas donde se presta menos atención al interés general, otras exhibirán una mayor concien­cia de comunidad. Y la historia del pensamiento político puede leerse como un diálogo interminable entre ambas posiciones.

«El disfrute de generosas pensiones de jubilación puede considerarse un bien común. [...] Ocurre que la estructura demográfica y la situación económica pueden poner en entredicho la cualidad general de ese bien concreto: ¿qué pasa si el gasto público destinado a las pensiones pone en peligro la solvencia estatal o perjudica severamente las oportunidades vitales de que disfrutan las generaciones más jóvenes?»

Platón afirmaba que el conocimiento de lo justo genera unidad en el interior de la polis, donde no puede separarse lo público de lo privado; Aristóteles consideraba que la sociedad existe para la realización de la vida buena, asignando a la colectividad objetivos distintos de los que tienen sus miembros. Posteriormente, la teología cristiana recogerá el guante y señalará la dedicación a Dios como el bien común superlativo. En todos estos casos, el ciudadano debe ejercitarse en la virtud, ya se la entienda como compromiso cívico con la comunidad o como ejercicio de la fe. Esto cambiará en la época moderna, cuando la irrupción del pensamiento ilustrado y la gradual transformación de las sociedades legitiman el pluralismo moral (el hecho de que distintas personas tengan distintos planes de vida) y la persecución del interés particular (aquello que el individuo puede hacer dentro de su esfera de libertad personal). Después de siglos de comunitarismo, la balanza se reequilibraba en favor del individuo.

 

Para la doctrina liberal, de hecho, no existe contradicción entre el bien común y los bienes particulares. En una sociedad moderna, el libre mercado y la competición electoral actuarán como mecanismos capaces de conciliar el interés general con el interés privado. Esta cualidad se predicará con especial fuerza del mercado: de acuerdo con la famosa metáfora de Adam Smith, que es una metáfora y no una descripción de la realidad, cuando perseguimos un fin privado en el mercado nos sentimos empujados como por una mano invisible a promover el bien social. Lo que quiere decir Smith es que cuando buscamos el bien que más se ajusta a nuestras preferencias, estimulamos la competencia entre unas empresas obligadas a ofrecer cada vez mejores productos a mejor precio a fin de no perder clientes, lo que de paso crea empleo y paga impuestos. En esta argumentación juega un papel importante el consecuencialismo moral, ya que no cuenta tanto la intención de quien actúa como los efectos que su acción termina produciendo. El funcionamiento del mercado requiere de grandes números; hablamos de la agregación de muchas conductas espontáneas individuales: no pensamos en el bien social cuando salimos de compras. En el plano político, la competencia entre distintos grupos de interés se resuelve por medio de elecciones competitivas y termina por generar una política pública que debería maximizar el interés general.

Es bien sabido que estos mecanismos de agregación funcionan de manera imperfecta. No es que la mano invisible no se mueva; simplemente, no es infalible. Los economistas hablan de “fallos de mercado” para referirse a los costes que no asumen productores ni consumidores (por ejemplo, la contribución al calentamiento global del coche que adquirimos o la polución generada por la industria) y de bienes públicos que benefician a la sociedad en su conjunto pero que el mercado no siempre es capaz de producir por sí solo (la investigación básica, la salud pública, la defensa). Por su parte, una sociedad democrática puede prestar más atención a las demandas de los grupos de interés organizados y desatender a los colectivos desorganizados; también puede ignorar a las minorías que carecen de fuerza electoral. Eso no quiere decir que el interés público haya de ser definido por la autoridad estatal y que pueda dirigirse a los individuos de manera paternalista hacia un objetivo común. Sin embargo, se equivocan los libertarios que, partidarios de maximizar la libertad individual y de reducir al mínimo las funciones del poder público, niegan la existencia del bien común y solo admiten la realidad de los individuos y las familias que pueden ver con sus propios ojos.

Frente a ellos, los pensadores comunitaristas –que critican el individualismo liberal y subrayan que las personas nacemos en comunidades cuyos valores y tradiciones nos conforman– han venido a recordarnos que el individuo no existe de manera separada, sino que está embebido en el interior una sociedad. Nuestra identidad no cobra forma en el aislamiento, sino en relación con el exterior: con las personas con que nos relacionamos, con la cultura en la que nos socializamos, con las tradiciones de las que participamos. Desde este punto de vista, los intereses “particulares” poseen una dimensión social; nadie es capaz de crearse a sí mismo. Para los comunitaristas, en consecuencia, la defensa del bien común ha de definir la forma de vida de sus miembros. No se trata de darnos a elegir: el Estado comunitarista debe poder forzarnos a poner el bien común por delante de nuestros intereses particulares. Es una posición que el liberalismo rechaza, porque atenta contra la autonomía del individuo en nombre de un idealismo conservador que exagera la medida en la que la comunidad define nuestra identidad de una vez y para siempre: como si nunca pudiéramos cambiar o elegir. Tampoco está claro, por lo demás, quién puede arrogarse la facultad de decidir qué tradiciones son correctas o representativas, a la manera de quien define una esencia de la que todos los miembros de una comunidad están obligados a participar.

Lo cierto es que no podemos contestar científicamente a la pregunta sobre la prioridad que haya de otorgarse al bien común sobre los intereses particulares o vicecersa. Tan indeseable es una sociedad privatizada cuyos miembros solo persigan fines personales, como una sociedad colectivista donde la comunidad asfixie al individuo. Una democracia liberal debe buscar el justo medio: se espera del ciudadano que ejercite su libertad en aquello que concierne a su vida privada, sin por ello desatender su obligación moral con la comunidad. Si nadie fuese a votar, por ejemplo, la democracia sería inviable; acudimos a las urnas a sabiendas de que nuestro voto carece de influencia sobre el resultado. Así que hay bienes comunes y hemos de contribuir a su mantenimiento, entre otras cosas porque sin ellos será más difícil que ejercitemos nuestra libertad en razonables condiciones de igualdad.

Ahora bien: los detalles habrán de debatirse en cada caso. Tal como ha señalado el pensador canadiense Will Kymlicka, no hay una oposición simplista entre individualismo y comunitarismo, sino un puñado de preguntas difíciles para las que nadie tiene una respuesta definitiva: ¿cómo generar solidaridad en sociedades de masas donde la gente tiene poco en común entre sí? ¿De qué modo cabe promover una identidad nacional común sin suprimir la diversidad? ¿Qué grado de igualdad puede perseguirse sin neutralizar las legítimas aspiraciones de los individuos? La discusión será más pacífica si compartimos una premisa elemental: hemos de contribuir en una medida razonable a la producción de los bienes públicos, sin hacer de ellos el objetivo único de la vida democrática ni menoscabar la capacidad del individuo para identificar y perseguir sus fines particulares.

 VÉASE: Democracia, Igualdad, Justicia, Nación

C

CIUDADANÍA

Es ciudadano el miembro de una unidad política al que se reconocen derechos y se exigen deberes. Hablar de ciudadanía es así referirse al conjunto de los ciudadanos, pero también a la categoría que define los términos de esa pertenencia en cada contexto histórico: aunque la institución posee un largo recorrido, ser ciudadano en el Estado nación contemporáneo es diferente a serlo en la Atenas de hace dos mil quinientos años.

Ciudadanía

Es ciudadano el miembro de una unidad política al que se reconocen derechos y se exigen deberes. Hablar de ciudadanía es así referirse al conjunto de los ciudadanos, pero también a la categoría que define los términos de esa pertenencia en cada contexto histórico: aunque la institución posee un largo recorrido, ser ciudadano en el Estado nación contemporáneo es diferente a serlo en la Atenas de hace dos mil quinientos años. El modo en que se defina la ciudadanía, a su vez, será un reflejo del propósito que se asigne a la comunidad política y de cómo se conciba la vida de sus miembros. En todo caso, el estatus de ciudadano ha poseído una fuerte carga simbólica en la historia de la democracia y se ha relacionado directamente con el proyecto moderno de emancipación de los individuos: si los revolucionarios franceses se llamaban unos a otros citoyen para subrayar el igualitarismo de la nueva república nacional, el cineasta Orson Welles tituló Ciudadano Kane su famosa película para denunciar irónicamente el desigual poder de influencia de que gozaba el magnate de la prensa que sirvió de inspiración para el personaje protagonista.

Cualquier aproximación a la ciudadanía exige diferenciar entre sus distintos planos. Por una parte, podemos estudiar de manera empírica el contenido de la ciudadanía, tal como se manifiesta en las leyes y las prácticas sociales: cuáles son los derechos y deberes constitucionales del ciudadano, qué grado de participación en los asuntos públicos se da en una sociedad, de qué manera conciben los miembros de una comunidad su pertenencia a ella. Este método de análisis es aplicable a las sociedades contemporáneas y a las sociedades del pasado, cuyo conocimiento es necesario si queremos conocer la evolución histórica de la ciudadanía. Por otra parte, hemos de fijarnos en los debates prescriptivos sobre la ciudadanía: en la discusión acerca de cómo debería organizarse el vínculo del ciudadano con la comunidad política. Ya que hay distintas formas de interpretar lo que haya de ser un ciudadano, los partidarios de los distintos modelos lucharán por aproximar la ciudadanía real a la ciudadanía ideal que cada uno de ellos defienda. Al igual que sucede con los demás conceptos políticos fundamentales, estas aspiraciones se relacionan de manera ambigua con la realidad de las cosas: si soñamos con una ciudadanía virtuosa, nos decepcionará encontrarnos con un ciudadano apático. Pero si nos conformáramos con las cosas tal como son, nada cambiaría nunca.

Durante la mayor parte de la historia, incluyendo los precedentes decisivos de Atenas y Roma, el estatus de ciudadano estaba restringido: solo los varones blancos propietarios podían disfrutar del mismo. Su expansión posterior, que ha incluido a las mujeres y a otros colectivos desventajados, responde a la presión ejercida por la movilización social tanto como al desarrollo de nuevas ideas morales. Eso no debe llevarnos a renegar de los griegos o los romanos; proyectar sobre ellos los valores contemporáneos tiene poca utilidad. El surgimiento del Estado nación en la modernidad cambiará las cosas, ya que los Gobiernos nacionales tratarán de homogeneizar a las poblaciones que se encuentran bajo su dominio con la finalidad de dar forma a una identidad nacional común. Cuando la fragmentación medieval deja paso al orden de los Estados, el interior de estos últimos se rige por el principio de la nacionalidad: serán ciudadanos los nacionales de un Estado y será este quien les provea de los derechos y prestaciones correspondientes. Así, en la Francia posterior a la Revolución, normandos y bretones pasarán a ser ante todo franceses que hablan francés y son identificados como ciudadanos de la República junto con los corsos o los provenzanos. Desde entonces, una ciudadanía robusta requiere de un Estado robusto; los Estados fallidos no pueden sostener ciudadanías exitosas.

Desde la desaparición de los imperios tras la Primera Guerra Mundial, pues, el ciudadano solo es ciudadano del Estado nación. Y la concepción moderna de la ciudadanía está ligada al principio de igual­dad: al igual que los fieles eran iguales ante el Dios de la cristiandad, los ciudadanos modernos son iguales ante el Estado. Asunto distinto es el grado de adhesión a la identidad nacional que se nos exija en cada caso: hay mucha diferencia entre una sociedad obsesionada con su cultura y otra en la que esta última solo sirve como pegamento sentimental de la comunidad, sin merma de la libertad de cada uno para elegir sus propias tradiciones o mitologías. De ahí que suela distinguirse un nacionalismo étnico, que ve la nación y a sus miembros como integrantes de una comunidad orgánica, de un nacionalismo cívico que pone el énfasis en el sistema legal que sirve de fundamento a la nación entendida como asociación política de individuos libres.

Para el diseño de la ciudadanía, resulta decisivo el modo en que se interprete el origen y propósito de la comunidad política. El politólogo norteamericano Rogers Smith ha destacado el papel que juegan las historias que nos contamos a nosotros mismos acerca de la identidad del pueblo o de la nación que subyacen a la ciudadanía legal. De hecho, la igualdad formal entre los ciudadanos puede verse menoscabada en la práctica, digan lo que digan las leyes: Martin Luther King denunciaba en la Norteamérica de los años sesenta una discriminación racial –de los negros por los blancos– prohibida por la Constitución. En países o regiones dominadas por el nacionalismo étnico, la discriminación puede adoptar otras formas: políticas lingüísticas, ventajas “étnicas” para la contratación pública, marginalización en la esfera pública de los ciudadanos que no comulgan con el dogma nacionalista. Esta dimensión psicológica de la ciudadanía, referida al modo en que los individuos “sienten” su pertenencia a la comunidad y evalúan la presencia de los demás en ella, condiciona la identidad colectiva e influye sobre el modo en que percibimos lo que un ciudadano puede y no puede hacer.

 

«Durante la mayor parte de la historia, incluyendo los precedentes decisivos de Atenas y Roma, el estatus de ciudadano estaba restringido: solo los varones blancos propietarios podían disfrutar del mismo. Su expansión posterior, que ha incluido a las mujeres y a otros colectivos desventajados, responde a la presión ejercida por la movilización social tanto como al desarrollo de nuevas ideas morales»

No debe por ello extrañarnos que el contenido de la ciudadanía haya variado a lo largo del tiempo. Su gradual extensión a nuevos grupos sociales ha venido acompañada por una expansión de los derechos atribuidos al ciudadano. El sociólogo británico T. H. Marshall identificó tres conjuntos de derechos que han evolucionado de manera incremental: derechos civiles que garantizan la igualdad legal, derechos políticos que hacen posible la participación de los ciudadanos en la toma de decisiones colectivas y derechos sociales que tratan de asegurar ciertos estándares de seguridad o bienestar. Ha sido tal el éxito del lenguaje de los derechos, que la lista de aquellos reconocidos legalmente en las democracias liberales no parece cerrarse nunca: los derechos medioambientales y el llamado derecho a la muerte digna se cuentan entre las últimas incorporaciones. No puede decirse, en cambio, que los deberes exigidos al ciudadano democrático hayan aumentado en la misma medida. Y no todo el mundo está de acuerdo en que la expansión indefinida de los derechos del ciudadano sea una buena idea; para libertarios y conservadores, bastaría con los derechos civiles y políticos. Pero incluso quienes ven indispensable la protección social de los ciudadanos pueden discrepar acerca de la intensidad de la misma. Y es que cada modelo de ciudadanía concibe a su manera los derechos y deberes del ciudadano. Dos son los principales: el republicano y el liberal.

El modelo republicano deriva de una tradición de pensamiento que incluye a autores como Aristóteles, Cicerón o Rousseau, así como de la práctica política en las polis griegas, la antigua Roma o las ciudades-Estado del Renacimiento. Su punto de partida es que la participación activa del ciudadano en los asuntos públicos es valiosa en sí misma y forma parte de aquello que otorga sentido a nuestra vida. Los republicanos subrayan el compromiso cívico con la comunidad, en cuya defensa debe comprometerse el ciudadano; por algo desaconsejaba Maquiavelo que el Ejército de una república estuviera formado por mercenarios. El valor cívico atribuido al servicio militar obligatorio ha sido recuperado en los últimos años: si el escritor español Rafael Sánchez Ferlosio defendió su mantenimiento como positivo para la cohesión democrática, el presidente francés Emmanuel Macron ha lanzado una iniciativa que reúne a jóvenes adolescentes para que reciban una instrucción cívica de varias semanas. Para el republicanismo, la cohesión ciudadana es de la mayor importancia; Rousseau no dudaba en echar mano del nacionalismo o la religión si servían para aumentar el sentimiento de unidad entre los miembros de la comunidad. También es característico de esta tradición el rece­lo hacia el lujo y la convicción de que la desigualdad económica es incompatible con el ejercicio pleno de la ciudadanía. Se espera que los miembros de la comunidad política pongan los intereses generales por delante de los suyos propios y exhiban un conjunto de virtudes cívicas cuyo ejercicio tipifica al “buen ciudadano”.

Frente al modelo republicano, el liberal se inspira en las teorías de Hobbes, Locke, Mill o Rawls; sus orígenes históricos se han cifrado en la protección legal que Roma dispensaba a los ciudadanos de las provincias ocupadas, sin exigirles a cambio implicación en sus asuntos públicos, así como en las distintas Declaraciones de Derechos de la primera modernidad: la inglesa de 1689, la francesa de 1789, la norteamericana de 1791. En el modelo liberal, la existencia de la comunidad política se explica como el resultado de un contrato social o acuerdo racional entre sus miembros. La ciudadanía es aquí un estatus legal que proporciona la protección necesaria para que el individuo pueda desarrollar libremente su vida; el bien de la comunidad consiste en el bien de sus miembros. Dado que se pone el acento en el ejercicio de la libertad, serán los propios ciudadanos quienes decidan cuánto valoran la participación en los asuntos públicos y cuánto desean practicarla. Con todo, hay corrientes del liberalismo clásico que exhiben un considerable “republicanismo”, pues sugieren que el disfrute de la ciudadanía está ligado a un cierto compromiso con la comunidad. La diferencia está en que el liberalismo espera que los ciudadanos den forma a una sociedad civil vibrante, llena de asociaciones voluntarias, donde la participación individual en los proyectos colectivos no es forzosamente política ni tampoco siempre estatal.

Sin embargo, no conviene exagerar la distancia entre estos modelos; las democracias liberales contemporáneas combinan rasgos de las dos. Desde luego, los ciudadanos tienen derechos inalienables protegidos por el Estado, incluido el derecho a tomar parte en el proceso político en los términos de la democracia representativa. Y esos mismos ciudadanos tienen el deber de cumplir la ley. Además, se sobrentiende que los ciudadanos tienen deberes cívicos adicionales que la ley no exige, pero sin los cuales la democracia se marchita: informarse sobre los asuntos públicos, ir a votar, anteponer los intereses generales al interés particular a la hora decidir ese voto, mostrar tolerancia hacia otras formas de vida y respeto por las opiniones ajenas, ser razonable en el trato con los demás. Esto quiere decir que el buen ciudadano de hoy se parece poco al de ayer; el republicanismo clásico elogiaba más bien la valentía, la austeridad, el honor o el patriotismo. Tal como sugiere el politólogo William Galston, la enumeración de las virtudes morales del ciudadano dependerá del tipo de régimen político de que se trate: ser buen ciudadano de la República Democrática Alemana exigía delatar a los compatriotas que recelasen del régimen comunista, mientras que el ciudadano de una democracia a quien se llama a combatir en una guerra puede verse obligado a realizar actos poco edificantes.

Si bien se mira, el modelo republicano no puede aplicarse en una sociedad de masas que se parece muy poco a las pequeñas comunidades políticas donde llegó a florecer. En lo que Benjamin Constant llamaba “grandes Estados modernos”, los ciudadanos participan de manera menos directa en el Gobierno, dedicando la mayor parte de sus energías a realizarse en el plano personal. Somos ciudadanos, pero raramente creemos que ser ciudadanos sea lo más importante que somos. Por añadidura, las sociedades modernas carecen de la unidad moral necesaria para el funcionamiento eficaz de las instituciones republicanas. Claro que no es necesario renunciar a las virtudes morales; de ahí el interés que despierta la educación cívica como medio de producción de buenos ciudadanos. Pero acaso sea útil distinguir entre las virtudes requeridas para la supervivencia de la democracia (tolerancia, respeto a la ley, lealtad institucional) y las que procuran su florecimiento (fraternidad, afán participativo, antiautoritarismo). Cuanto mejores sean los ciudadanos de una democracia, mayor será la calidad de esta última. Y viceversa.