Crisis del Estado nación y de la concepción clásica de la soberanía

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28 Ibíd.

29 Eduardo García de Enterría, La lengua de los derechos: la formación del derecho público europeo tras la Revolución francesa. Madrid: Alianza, 1995, p. 148.

30 Ibíd., p. 150.

31 Fioravanti, Los derechos fundamentales, ob. cit., p. 33.

32 Aragón Reyes, Constitución y control de poder, ob. cit., p. 21.

33 Fioravanti, Los derechos fundamentales, ob. cit., p. 34.

34 Douglass C. North, Instituciones, cambio institucional y desempeño económico. México: Fondo de Cultura Económica, 2006, p. 148.

35 Douglass C. North, Para entender el proceso de cambio económico, traducción de Horacio Pons. Bogotá: Norma, 2007, p. 158.

36 Brewer-Carías, Reflexiones sobre la Revolución norteamericana, ob. cit., pp. 64-65.

37 Alexis de Tocqueville, A democracia na América, traducción de Neil Ribeiro da Silva. 2.a ed. Belo Horizonte: Itatiaia, 1987, pp. 517-518.

38 North, Para entender el proceso de cambio económico, ob. cit., pp. 159-160.

39 Brewer-Carías, Reflexiones sobre la Revolución norteamericana, ob. cit., p. 80.

40 Comparato, A afirmação histórica, ob. cit., p. 106-107.

41 Brewer-Carías, Reflexiones sobre la Revolución norteamericana, ob. cit., p. 80.

42 North, Para entender el proceso de cambio económico, ob. cit., p. 161.

43 Aragón Reyes, Constitución y control de poder, ob. cit., p. 27.

44 Tocqueville, A democracia na América, ob. cit., p. 519.

45 Brewer-Carías, Reflexiones sobre la Revolución norteamericana, ob. cit., pp. 125-126.

46 García de Enterría, La lengua de los derechos, ob. cit., p. 101.

47 Alexis de Tocqueville, El antiguo régimen y la revolución, introducción de José Enrique Rodríguez Ibáñez, traducción de Ángel Guillén. Madrid: Minerva, 2010, p. 118.

48 Brewer-Carías, Reflexiones sobre la Revolución norteamericana, ob. cit., pp. 122-125.

49 Tocqueville, El antiguo régimen y la revolución, ob. cit., p. p. 121.

50 Tamanaha, “Understanding Legal Pluralism”, ob. cit.

51 Ibíd.

52 Grossi, Europa y el derecho, ob. cit.

53 Tocqueville, El antiguo régimen y la revolución, ob. cit., p. 122.

54 Brewer-Carías, Reflexiones sobre la Revolución norteamericana, ob. cit., pp. 132-133.

55 Tocqueville, El antiguo régimen y la revolución, ob. cit., p. 123.

56 Ibíd., pp. 123-124.

57 Brewer-Carías, Reflexiones sobre la Revolución norteamericana, ob. cit., pp. 139-142.

58 Ibíd., pp. 155-160.

59 Ibíd., pp. 166-171.

60 Hannah Arendt, Da Revolução, traducción de Fernando Dídimo Vieira. Brasilia: Ática, 1988, p. 125.

61 Fioravanti, Los derechos fundamentales, ob. cit., p. 58.

62 Comparato, A afirmação histórica, ob. cit., pp. 133-134.

63 Grossi, Europa y el derecho, ob. cit.

64 Fioravanti, Los derechos fundamentales, ob. cit., p. 58-59.

65 Comparato, A afirmação histórica, ob. cit.

66 Aragón Reyes, Constitución y control de poder, ob. cit., pp. 24-25.

67 Ripert, Aspectos jurídicos do capitalismo moderno, ob. cit.

68 Pietro Costa, “Estado de Direito e Direitos do sujeito: o problema dessa relação na Europa Moderna”. En: Ricardo Marcelo Fonseca, Airton Cerqueira-Leite Seelaender, História do Direito em Perspectiva: do Antigo Regime à Modernidade. Curitiba: Juruá, 2008, p. 61.

69 Ibíd.

70 Fioravanti, Los derechos fundamentales, ob. cit.

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Implicaciones de la crisis del Estado nación sobre la soberanía estatal

Manuel Alberto Restrepo Medina*

Planteamiento de la cuestión

Hoy es lugar común encontrar referencias tanto en las publicaciones académicas como en los medios de comunicación a la crisis de la soberanía estatal y, a veces causal y en otras consecuencialmente, al progresivo y casi inexorable desmoronamiento de la organización política de la sociedad en el molde del Estado nación.

Sin embargo, aproximarse a la identificación de las causas y de las implicaciones de aquello que se califica como una situación de crisis implica realizar primero un ejercicio de clarificación conceptual acerca del significado del significante soberanía para tener algún grado de certeza sobre qué es lo que está en crisis.

Ello resulta necesario porque, como lo señalan Balbuena, Pisarello y De la Vega, se trata de una noción que por sus usos ideológico y prescriptivo se torna en polisémica, lo que dificulta alcanzar un consenso sobre su significado, de manera que la reflexión sobre las causas y las implicaciones de su crisis evidenciarían el carácter irreal del concepto y su incapacidad prescriptiva, demostrando así su falsedad y conllevando a su deslegitimación.1

En esa medida, mientras que algunos asocian la soberanía al poder, otros lo hacen al Estado. Por ejemplo, mientras Attili señala que la soberanía es una noción que remite al carácter supremo del poder, relacionando sus ámbitos político y jurídico,2 Bavaresco indica que la soberanía es la expresión del poder jurídico más amplio, el Estado, que lo impone al no estar sumiso a ninguna fuerza externa.3

Si bien sutil, la diferencia en la aproximación es diferente, ya que en el primer caso la soberanía podría existir por fuera del Estado, aunque su aplicación se afirme con la aparición de esta forma de organización política de la sociedad en la modernidad, mientras que en el segundo caso no se podría entender la soberanía por fuera del Estado, pues este es el que tiene el poder para decidir sobre la eficacia de cualquier norma jurídica.

Por ello, como lo admite la autora italiana, la noción y el término de soberanía siguen en uso en el mundo jurídico y político contemporáneo, pero en una situación confusa y problemática. Ello obedece a que las formas de caracterización del poder de mando y decisión dentro de las sociedades políticas son diferentes, porque son distintas las formas de organización del poder que se identifican en la historia.

Así, si la soberanía es un elemento inherente y constitutivo del Estado moderno y su autoridad deja de tener la potestad para transformar la fuerza en poder legítimo, de convertir al poder de hecho en poder de derecho, entraría en un proceso de marchitamiento hasta su extinción, pero si ella se asume como el poder político que está por encima del poder civil,4 lo que el debilitamiento del Estado nación acarrearía sería simplemente un cambio de titular, pues aquel sería reemplazado por un poder superior que reúne en sus manos el derecho a decidir sobre las cuestiones políticas fundamentales.5

Para determinar las implicaciones que la crisis del Estado nación está generando sobre la soberanía de la modernidad, el presente ensayo comienza por recordar el origen y la caracterización de la soberanía en esta época de la historia y su íntima relación con la consolidación del Estado nación como forma dominante de organización política de la sociedad, para entrar luego a explicar las causas de la crisis del Estado nación en la época actual, la incidencia de esta como factor generador de crisis de la soberanía estatal y terminar con unas consideraciones finales sobre la subsistencia de la soberanía en un nuevo y distinto marco de referencia, que obliga a su reformulación. Para este efecto, se revisó la bibliografía sobre la materia, organizada y sistematizada en función de las categorías definidas como componentes del plan de escritura.

2.1. Origen y caracterización de la soberanía en la modernidad

En su acepción moderna, el término soberanía aparece en el siglo XVI concomitante a la irrupción del Estado nacional como forma dominante de organización política de la sociedad occidental, designando el poder estatal como sujeto único y exclusivo de la política, que permite al Estado moderno oponerse al papado y al imperio, y de esa manera mantener el monopolio de la fuerza sobre un pueblo en un territorio determinado.6

Hobbes y Bodin son los referentes de la configuración de la soberanía en la primera parte de su historia moderna, como un poder originario que no depende de otros y que tiene como fin el bien público, que se manifiesta en el derecho a mandar y a ser obedecido y que conjuga la relación entre los dos conceptos fundamentales de la filosofía política y de la jurídica, el poder y el derecho, sentando las bases teóricas para la resolución de los problemas sobre la legitimidad y la efectividad en el ejercicio del poder.7

Para Bodin la soberanía presenta las siguientes características: absoluta, perpetua, indivisible, inalienable e imprescriptible. La soberanía es absoluta por no sufrir limitaciones por parte de las leyes, una vez que esas limitaciones solamente serían eficaces si hubiera una autoridad superior que las hiciera respetar; es perpetua, porque es un atributo intrínseco al poder de la organización política y no coincide con las personas individuales; es inalienable, porque no es una propiedad privada, sino un poder público que tiene una destinación pública, y su renuncia representa la desaparición del propio Estado; es imprescriptible porque no tiene un tiempo de duración pues aspira a existir permanentemente y solo desaparece cuando está coaccionado por una voluntad superior; es indivisible, porque se aplica a la universalidad de los hechos de una misma unidad que es el Estado, siendo inadmisible la existencia de varias partes separadas en la misma soberanía.

 

Estas son características jurídicas de un poder político capaz de crear y defender un orden colectivo, superando los conflictos internos y externos; poder incuestionado, monopolizador de los medios de coacción, de aquella potencia o poder material que le permite imponerse en los confines de su unidad política.8 En la modernidad, la soberanía se encuentra relacionada con la realidad primordial y esencial de la política: la paz y la guerra, de manera que la función del soberano es custodiar la paz dentro de las fronteras territoriales del Estado, así como centrar todas las fuerzas en torno a la defensa y el ataque contra el enemigo extranjero, ya que el soberano es el único que puede intervenir y decidir de modo definitivo, dentro y fuera de su territorio.9

Así, se reconoce a la soberanía como el elemento clave de la conformación del Estado nación, pues es desde ella desde donde se decide la ocupación del territorio y se certifica la identidad de un pueblo como nación, que se expresa, al menos, desde dos perspectivas: la absoluta, fundada en el monopolio de la coerción física, y la legal, como el poder de elaborar y dejar sin efecto las leyes,10 que en conjunto establecen la supremacía de hecho y de derecho de un poder político legítimo.11

De acuerdo con Estévez, la pretendida superioridad del poder político sobre cualquier otro poder social radicado dentro del territorio del Estado tiene un componente real, manifestado en el monopolio del uso de la fuerza, que le debería permitir someter a cualquier otra organización que enfrentara militarmente al ejército estatal, y un componente ficticio o inmaterial, consistente en que el Estado se configura como fuente última de toda autoridad pública y como poder que decide en última instancia las controversias judiciales.12

Al mismo tiempo, la soberanía se ejerce en dos niveles: el interno y el externo. En el primero el soberano procura eliminar los conflictos mediante procesos políticos y administrativos a través de organismos intermediarios; en el segundo el soberano establece sus relaciones con otros Estados, que son igualmente soberanos, mediante tratados o a través de la guerra. Así, mientras que a nivel interno el soberano está en una posición de absoluta supremacía sobre los súbditos, a nivel externo los Estados como soberanos se encuentran entre sí en una posición de igualdad.13

En ejercicio de la soberanía, durante la modernidad se llegó hasta el control por parte de los Estados capitalistas nacionales de un sistema económico altamente productivo, la defensa de la promesa republicana de la inclusión igualitaria de todos los ciudadanos y la creación de la idea de que los destinatarios de las leyes son sus autores. Sin embargo, al comenzar a enfrentarse a la ruptura de las fronteras de la economía, de la sociedad y de la cultura que habían sido construidas sobre las bases territoriales que se remontan al siglo XVII, el Estado nacional parece haber llegado al límite de su eficacia.14

2.2. La crisis del Estado nación

Kalulambi afirma que el Estado nación, en cuanto construcción política, nunca ha sido estable, viéndose minado permanentemente por contradicciones internas y externas15 sin que el fin de la bipolaridad hubiera atenuado estas contradicciones, pues la mayoría de tales conflictos tienen una causa económica común arraigada tanto en la crisis del modelo capitalista liberal, incapaz de ofrecer bienestar a todos, como en la del modelo comunista.

Frente a esa visión está la de quienes sostienen que luego de haberse consolidado como la forma de organización política de la modernidad, funcional al capitalismo, el Estado nación entra en crisis justamente porque el fin de la bipolaridad permitió la expansión de un único modo de producción a escala planetaria, sustentado en el poder de la técnica,16 cuyo carácter incondicionado e irrestricto ha favorecido la formación de superpotencias que amenazan la existencia de los Estados nacionales, poniendo en jaque su soberanía.17

En efecto, la globalización neoliberal18 ha afectado en gran medida la concepción misma de los Estados, ya que mientras ellos se desenvuelven basados en referentes tradicionales en los cuales el tiempo y el territorio son partes fundamentales en la forma en que se organizan y desarrollan, los tiempos cortos que demanda la globalización y la falta de territorialidad están más cercanos al mercado, escenario en el cual el poder económico de las grandes empresas transnacionales las sustrae del control estatal.19

Los Estados nacionales han quedado como meros espectadores que poco pueden hacer ante la integración progresiva de la economía mundial a partir de la producción internacional y aunque en el ámbito interno siguen participando en la economía de mercado, lo hacen introduciendo modificaciones a sus marcos normativos a favor de las empresas, en lugar de definir, como antes lo hacían, el campo de operación de las economías nacionales, evidenciando el declive de su autoridad, perdiendo cada vez más el control y sin poder fijar límites al mercado.20

La consecuencia de la expansión de la ideología neoliberal, que está en la génesis de la globalización, dio lugar a que la apertura comercial y la desregulación de los mercados provocara inicialmente en los países periféricos consecuencias desastrosas para el empleo, la pequeña empresa o el nivel de vida de los trabajadores y la gran masa de la población, y a más largo plazo afectara gravemente a los propios países desarrollados, y a Estados Unidos en particular, dando lugar al desarrollo de un nuevo sistema financiero de carácter esencialmente especulativo en detrimento de la producción y el empleo.21

Lo que resulta paradójico es que, como anota González, si bien es cierto que el Estado ha sido un promotor de parte importante de las crisis, también lo es que le ha correspondido realizar los rescates financieros producidos por ellas, evidenciando que aún le queda buen potencial para hacer frente a otras crisis políticas y económicas, y por ende sigue teniendo un importante papel que desempeñar para enfrentar los riesgos que la pretendida supremacía de la gobernanza financiera internacional supone para sus nacionales.22

Ante los embates de la globalización, un primer grupo de Estados, del cual forman parte aquellos que tienen una muy mermada capacidad en términos comparativos frente al poder político, económico y en ocasiones hasta bélico, de los actores no estatales, simplemente han sido arrastrados por la corriente y su inacción o sumisión los ha puesto en una situación de asimetría brutal, sin redistribución de la riqueza y de sectorialización toyotista, que ha polarizado internamente a sus sociedades.23

Un segundo grupo de Estados se ha refugiado en la nostalgia nacionalista, induciéndolos hacia una conducta regresiva, que en el medio internacional promueve la primacía del interés nacional y la razón de Estado maquiavélica, como lo evidencian las posiciones de los gobiernos de países como Estados Unidos, Rusia, Hungría, Polonia y Turquía, cada uno desde lo que conciben como la defensa de sus intereses nacionales.24

Por último, hay un tercer grupo de Estados que ha asumido una perspectiva cosmopolita, a partir del reconocimiento de que el Estado actúa en un complejo conglomerado de relaciones políticas en el que interactúan viejos y nuevos actores que, gracias al desarrollo tecnológico, ha posibilitado la maximización de flujos de bienes, capitales e información, por lo cual ven en la globalización una oportunidad para fomentar un orden cosmopolita que beneficie la totalidad del sistema ante la premisa de que todos, en mayor o menor medida, están expuestos a crisis comunes, como lo evidenció la crisis financiera de 2007.25

Ahora bien, frente a la atribución de la crisis del Estado nación a la globalización, hay otros que señalan que si bien este fenómeno ha contribuido decisivamente a su agudización, de tiempo atrás ya se venían presentando fisuras y debilidades de esa forma de organización política de las sociedades, que cuestionaban si la soberanía territorial y la afiliación lingüística o cultural con una identidad nacional son las mejores proveedoras del bienestar social y económico y de la representación política.

En ese sentido, no sería solo la globalización la que habría causado el debilitamiento del Estado nación, sino también, y especialmente, sus propias contradicciones, caracterizadas como crisis y dilución de la matriz de la nacionalidad, que propiciaron la emergencia de actores locales que, dentro de los propios Estados, se han ido formando paralelamente a la globalización, sea como un movimiento complementario, sea como un movimiento de resistencia, que han puesto en tela de juicio la superioridad estatal.26

En esa medida, también hay una fuerza desarticuladora del Estado nación en los cambios en los niveles regional y local, expresados en la fragmentación de antiguos Estados nacionales, los movimientos separatistas, el avance de los procesos de descentralización política a escala prácticamente mundial y el surgimiento de nuevas formas de gobierno y organización institucional ancladas en lo local.27

En la práctica, los actores y los gobiernos locales, apuntalados precisamente en los retos que la globalización plantea a los Estados nacionales, han venido adquiriendo cada vez más influencia en el conjunto del sistema, dada su mejor capacidad de respuesta, por la flexibilidad y adaptabilidad que les confiere su mayor proximidad con respecto a la población y el hecho de operar en una escala más reducida.28

En ese contexto, las ciudades29 han emergido como verdaderos poderes locales con los cuales los Estados nacionales deben compartir sus decisiones, de manera que ya no son solo las grandes empresas trasnacionales, sino también los poderes locales los que están poniendo en tela de juicio la capacidad centralizadora del Estado nación, de tal modo que la acción conjunta de estas tendencias estaría determinando su vaciamiento.

En el caso particular de América Latina, los Estados nacionales han padecido una crisis estructural, calificativo que puede resultar antinómico porque, en su sentido lexicológico, una crisis es una situación súbita e inesperada, y los problemas comunes del subcontinente están lejos de haber aparecido de repente; por el contrario, han sido recurrentes y hasta previsibles, ya que todos tienen la misma base: el nivel de inequidad entre clases, que ha impedido incorporar a sus diversas poblaciones en una genuina ciudadanía nacional.

Mann afirma que los Estados modernos más eficaces son aquellos cuya sociedad es suficientemente homogénea e igualitaria para permitir el desarrollo de un sentido común de ciudadanía nacional, que les permite generar poderes infraestructurales efectivos para movilizar recursos y promover así el desarrollo; pero lo que ha sucedido en América Latina es que sus Estados no han logrado representar adecuadamente los intereses de sus ciudadanos más pobres.30

Según su criterio, ello obedece a esa crisis estructural del Estado nación, manifestada en que las infraestructuras estatales solo son universales en teoría porque en la práctica no penetran de forma uniforme en los territorios del Estado; las infraestructuras de policía y justicia están debilitadas por efectos de la violencia, a la que las agencias estatales responden infringiendo los derechos humanos de una manera que tiende a fragmentar la autoridad del Estado; a su vez, las infraestructuras tributaria y de servicios sociales están debilitadas por la corrupción y el amiguismo, y en los hechos operan otorgando privilegios a las redes clientelistas de los políticos en el poder.

Ante un cuadro de naciones divididas por el peso de enormes desigualdades, mayores que en cualquier otra parte del planeta, la aplicación de las políticas neoliberales profundizaría la debilidad del Estado, acentuaría la desigualdad social y la concentración de la riqueza en grupos muy reducidos de la población y cedería el aprovechamiento económico de sus recursos naturales a grandes corporaciones trasnacionales, sin que ello signifique que el estatismo tradicional fuera mejor, lo que se tradujo en una violencia creciente que debilitó aún más el Estado y la nación.31

 

2.3. De la crisis del Estado nación a la crisis de la soberanía

Para sobrevivir a estos retos a su poder, los Estados han creado organizaciones internacionales y les han transferido competencias que antes eran prerrogativas suyas, y a la vez han tratado de legitimarse en el ámbito interno por medio del traspaso de atribuciones a los entes territoriales subnacionales, y en ese escenario de afectación el Estado nación ha buscado reconstituirse como un poder intermedio necesario para hacer frente, por sí mismo o en cooperación con otros Estados, a la virulencia de los embates de la globalización, como también, hacia abajo, a la dispersión de una sociedad que tiende cada vez más al fraccionamiento.32

Así pues, estos fenómenos de supra e infraestatalidad han producido un resquebrajamiento de los fundamentos sobre los que se edificó el Estado nación, impactando en el ejercicio de la soberanía estatal, en la medida en que se han traducido en una pérdida de la plena autonomía y autodeterminación de los Estados a nivel internacional, y al mismo tiempo dentro de ellos se ha transformado y limitado el ejercicio vertical del poder por parte del ejecutivo, en la medida en que se ha desarrollado un nuevo significado de lo público que rebasa e incluso desafía lo estatal.33

Se asiste, por tanto, como se indicaba al comienzo de este escrito, a un debilitamiento multicausal de la soberanía estatal que en forma sistemática,34 a diferencia de quienes se focalizan en único factor, habitualmente la globalización, atribuye a:

1. Los cuestionamientos a la unidad nacional por parte de las reivindicaciones autonomistas y federalistas, así como por disgregación social y étnica;

2. la crítica a la soberanía percibida como dogma, por la supervivencia del autoritarismo nacionalista;

3. la presencia de organismos e instituciones internacionales que limitan la soberanía externa de los Estados y acotan decididamente el ius belli y asimismo intervienen dentro de las fronteras nacionales;

4. la afirmación y positivización de valores y principios (derechos humanos y paz) que dan un fundamento normativo y forma jurídica al acotamiento del poder;

5. la tercera revolución tecnológica, con su intensificación de las comunicaciones a nivel global;

6. el proceso de globalización de la economía que reduce el ámbito de manejo de la macroeconomía y cuestiona la tradicional función estatal de aseguramiento de la estabilidad del ciclo económico y del consenso social;

7. la pérdida del monopolio de los recursos estratégicos, que en esta época no son la potencia militar ni la industrial sino primordialmente los recursos financieros.

Sin duda alguna, la causa que mayor atención ha concitado, aunque no es la única que explica el debilitamiento de la soberanía, es la globalización, en la medida en que este proceso es el que de manera más directa y contundente la ha puesto en crisis, porque el Estado nación, configurado por la modernidad, no consigue ya controlar y proteger su territorio, menos aún garantizar la legitimación de sus decisiones y del poder, con el fin de fomentar un proyecto político.35

Así, la soberanía de la modernidad, que fue elaborada a partir del Estado nación, cerrado sobre sí mismo en su territorio, al ser desbordado por la dimensión interestatal, que ignora las fronteras de los Estado nacionales, es desplazada por otros centros de poder, que se erigen en los nuevos soberanos. Ese desbordamiento es producto de la evolución del capitalismo, que concentra el poder económico y disminuye la capacidad del poder político de los Estados para tomar decisiones con independencia de los intereses de los conglomerados empresariales.36

Ello ha sido así porque el proceso de globalización neoliberal ha promovido la desterritorialización, o si se quiere la desestatalización de la economía, de manera que al volverse extremadamente permeables las fronteras nacionales,37 los Estados ya no tienen el poder para controlar las mercancías, los capitales ni la información que circulan a través de ellas, y al mismo tiempo fenómenos cruciales para las economías nacionales suceden fuera de su territorio, sin que los Estados tengan la capacidad para determinar con plena autonomía su política económica, haciendo entrar en crisis la superioridad material que ostentaba el poder estatal en el ámbito interno.38

La crisis de la soberanía de los Estados nacionales lleva a la incapacidad para defender a sus ciudadanos de los efectos externos y las decisiones de otros actores situados fuera de sus fronteras; a la ausencia de legitimación en los procesos decisorios por el déficit democrático en su formación, en la medida en que las instancias nacionales son reemplazadas por comisiones interestatales no elegidas popularmente; a la progresiva disminución de su capacidad para establecer una política social legitimadora, estimular el crecimiento o recaudar impuestos de la economía para la redistribución y/o uso del Estado.39

Ahora bien, aquellos Estados nacionales que forman parte de sistemas de integración ven aún más agravado el socavamiento de su soberanía, que se hace evidente en situaciones de dificultades fiscales y financieras, al tener que aceptar una administración externa, adoptar medidas de ajuste impuestas, aplicar mecanismos de doble o triple control sobre sus finanzas y su presupuesto o aceptar la aplicación de auditorías externas,40 un claro reflejo de lo que implica haber cedido sus potestades autónomas en materia fiscal y monetaria a favor no solo de órganos comunitarios,41 sino también de los organismos financieros internacionales y las calificadoras de riesgos.

Al servir a los intereses de estos actores, los Estados han terminado por apoyar a la banca, disminuir los impuestos a los más acaudalados y ampliar el circulante y, por otro lado, contraer el gasto público, reducir la emisión de deuda y privatizar empresas, en contravía de los intereses nacionales, llevando a una caída del PIB, de la inversión y del consumo, así como a una mayor concentración del ingreso con efectos negativos sobre el empleo.42

A nivel externo, tanto el componente real como el componente inmaterial de la soberanía nacional han entrado en una severa crisis, pues el mundo en el que los Estados no reconocían ninguna instancia superior ha dejado de existir, en la medida en que, por un lado, uno de estos actores dispone de los medios materiales y la tecnología militar para someter a cualquier otro Estado, con un despliegue tan desproporcionado que sus acciones más parecen actuaciones policiales que enfrentamientos bélicos, y por otro lado actualmente los Estados están sujetos a los dictados jurídicamente obligatorios de diversas organizaciones internacionales, con poder sancionador sobre ellos.43

Sobre esto último, hoy en día resulta innegable que la soberanía de los Estados para manejar de modo autónomo asuntos como el modelo de desarrollo, el sistema político, los derechos humanos, el medio ambiente, la justicia y la seguridad nacional, se ve cada vez más constreñida por la injerencia de la comunidad internacional. En la medida en que la nueva normativa global de la comunidad internacional sobre las materias mencionadas adquiere más autoridad y legitimidad, el concepto tradicional de soberanía se ve debilitado.44

Si la teorización sobre la soberanía estatal la caracterizaba como un proceso de concentración de poder y de imposición del poder estatal sobre la sociedad, su crisis contemporánea no ha implicado ni una desconcentración del poder ni un renacimiento del poder social, pues no se han reducido los márgenes de arbitrariedad del Estado frente a las personas y, por el contrario, la globalización económica ha derivado en una constricción de los espacios políticos que ha cargado de opacidad el funcionamiento de las sociedades actuales, de tal suerte que los gobiernos democráticos han resignado buena parte de su autoridad a unas élites que operan de forma casi invisible, lejos del control del electorado.45

Lo anterior también se ve reflejado en que, si bien hay un reconocimiento generalizado de la pérdida efectiva del poder estatal, tanto interna como externamente, persiste un factor que, contrario a todos los anteriores, fortalece el ejercicio de la soberanía de la modernidad, consistente en el control fronterizo de las poblaciones, en cuya virtud el derecho soberano de permitir o prohibir la entrada en el territorio nacional ha reforzado la estrecha vigilancia sobre los inmigrantes legales y la persecución persistente y sistemática sobre los ilegales.46