Nakerland

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—¡Vaya! —dijo Tomás—. Esas historias que cuentas son fantásticas, sobre todo la del indio y el oso.

A Sarah no le estaba gustando nada que su hermano fuese el centro de atención de Tomás y a ella no le estuviese haciendo ni caso, así que decidió entrar en acción.

—Pues yo sí sé una historia buena, la mejor que jamás hayas oído —dijo Sarah para atraer la atención de Tomás.

—No creo que sea tan buena como la del indio, me ha encantado —contestó Tomás inmediatamente.

A Sarah no le hizo ni pizca de gracia la contestación, ni la falta de interés que mostraba Tomás hacia ella.

—Pues os vais a quedar con las ganas porque no os la voy a contar, y es buena, muy buena. —Sarah se levantó indignada de la colchoneta y salió de la tienda de campaña para ir a la de sus padres. Se metió y no volvió a salir.

—Sí que tiene carácter tú hermana. No sé por qué se ha enfadado, podría haber contado su historia. No entiendo a las chicas —dijo Tomás mientras se rascaba la cabeza moviendo con fuerza su pelo rizado y rubio.

—Yo tampoco las entiendo —afirmó Sack.

Continuaron así las dos familias cerca de dos horas, charlando y contando anécdotas de sus excursiones, hasta que vieron que se hacía un poco tarde. Recogieron entonces rápidamente la comida, siguiendo las instrucciones del guarda del parque, no querían llevarse ninguna sorpresa en mitad de la noche. Cada uno se fue a su tienda de campaña, apagando de su interior las lámparas hasta la mañana siguiente.

n

Cuando Sack abrió los ojos todavía no había salido el sol. Se desperezó un poco y se deslizó con cuidado fuera de la tienda, para no despertar al resto de su familia. Comenzaba a aparecer una tímida luminosidad a su alrededor, el sol luchaba con fuerza para salir de su escondite y mandar a la luna a dormir hasta la noche siguiente.

Se escuchó un ruido a su espalda, el chasquido de las hojas en el suelo, como si alguien estuviese pisando con cuidado para no ser descubierto. Solo de pensar que se pudiese tratar de un animal, en concreto de un oso, se le pusieron los pelos de punta. Había visto en documentales que los osos atacaban cuando percibían que sus víctimas estaban asustadas. Pues estaba claro que si atacaban por ese motivo le iba a pasar algo malo, porque no estaba asustado, ¡estaba aterrorizado! Por su mente se cruzaron imágenes de osos enfurecidos, rugiendo con fuerza, imponentes, con su impresionante estatura al colocarse sobre sus dos patas traseras y después dejándose caer sobre sus patas delanteras, haciendo un ruido estrepitoso al impactar contra el suelo y corriendo a toda velocidad detrás de su víctima. Sack se veía reflejado en esa persona que estaba huyendo del furioso oso. Fueron unos instantes eternos hasta que consiguió girar con cuidado de no hacer ningún movimiento brusco y pudo alcanzar a ver que se trataba de su padre.

—¡Papá!, ¡me has dado un susto de muerte! Uffffff —respiró Sack más tranquilo. El corazón le latía a mil por hora y parecía que se le iba a salir del pecho. Tuvo que respirar profundamente unas cuantas veces hasta que consiguió que volviese a su ritmo normal.

—Hijo, perdona. No quería hacer ruido para no despertar a nadie. ¿Qué tal has dormido? A mí me duele la espalda horrores. Siempre me pasa lo mismo, estas colchonetas no son muy cómodas, donde esté un colchón en condiciones… y la almohada, lo mismo —se quejó Alfred mientras hacía estiramientos, inclinándose hacia delante y tocando con sus manos el suelo, luego estirando sus brazos hacia arriba con fuerza y después rotando a un lado y a otro. Cuando hubo terminado se acercó a Sack, que se había sentado junto a la mesa.

—¿Preparamos el desayuno? Tu hermana y tu madre tienen que estar a punto de levantarse. ¡Mira! —dijo Alfred señalando hacia el horizonte—. ¡Está saliendo el sol!

Sack se giró para mirar en la dirección que indicaba su padre y quedó fascinado ante la imagen del sol que comenzaba a aparecer tímidamente entre las montañas. Era un espectáculo impresionante.

La zona de acampada se situaba en una ladera en lo alto de una de las montañas y estaba despejada de árboles, por lo que las vistas eran increíbles.

Se quedaron contemplando la salida del sol durante unos minutos, y comenzaron a preparar el desayuno.

Al ratito salió de la tienda Mariah y también vieron que la familia de Tomás se había levantado al completo. Las gemelas comenzaron a jugar, haciendo ruido, lo que significaba que iban a despertar a los pocos que todavía dormían en las tiendas cercanas, entre ellos su hermana Sarah. A ver con qué humos se levantaba esa mañana… La noche anterior se fue enfadada a dormir y todavía no entendía el porqué.

Efectivamente no mucho más tarde se levantó su hermana con cara de pocos amigos. Cualquiera le decía nada, así que Sack decidió estar calladito para no llevarse ningún bufido de su hermana.

—Buenos días, cariño, ¿qué tal has dormido? —preguntó Mariah a su hija.

—Pues cómo quieres que haya dormido, mamá, ¡de pena! Sack no ha parado de darme golpes por todos lados y con una colchoneta de mierda por colchón… ¡estoy deseando volver a casa! —Esa fue la contestación de Sarah, a la que ninguno quiso decir nada, por si acaso.

Después de recoger y organizar todo, la familia Williams se despidió de la familia de Tomás, que tomaría otra ruta distinta a la de ellos. Probablemente no se volverían a ver en toda la excursión.

—Bueno, ha sido un placer haberos conocido. Disfrutad mucho de vuestro viaje —dijo Alfred, mientras le estrechaba la mano a Carolo despidiéndose.

—El placer ha sido nuestro —le respondió Carolo, con una sonrisa.

—Muchas gracias por las historias tan buenas que me has contado, mis amigos van a alucinar con ellas cuando se las cuente —dijo Tomás a Sack muy efusivamente.

—Pasadlo bien en vuestro viaje —contestó Sack, alejándose de ellos y levantando la mano para despedirse.

n

Los días pasaban y las vacaciones se acababan. Habían visto lugares espectaculares.

El más bonito de todos ellos, la cascada del Ángel, sin duda. Una cascada de unos mil metros de altura, que caía desde una montaña plana con unas inmensas paredes verticales y con un bosque a su alrededor.

La nube de vapor de agua que desprendía producía una sensación de humedad en el ambiente que calmaba, en esos días de mucho calor, el sofoco de la caminata. Daban ganas de quedarse allí para siempre, observando esa maravilla de la naturaleza.

Ese mismo día, y tras una larga jornada de excursión, pararon a montar el campamento en una ladera verde rodeada de pinos de unos tres metros de altura. En uno de los laterales había una cabaña, donde pasaba las mañanas un guarda forestal cuya tarea era la de ayudar a los excursionistas, pero a esa hora estaba cerrada, por lo que estaban completamente solos en medio de la naturaleza. Bueno, solos no, los animales siempre estaban acechando, entre ellos los osos… no habían visto ninguno durante todos esos días, pero era algo impredecible… ¿quién les iba a decir si esa noche iban a ver alguno? Sack esperaba que no sucediese, pero había que estar preparados para cualquier cosa.

Recogieron ramas de los pinos y maleza seca, así como algunas piñas para hacer una hoguera. El padre de Sack tenía mucha experiencia en el tema, así que no les costó que prendiera.

La noche entró sin que se diesen cuenta y, después de tomar algo de sopa caliente, sacaron sus colchonetas y sacos y los colocaron cerca de la hoguera. Los dispusieron haciendo un círculo, de tal manera que las cabezas de los cuatro estaban pegadas, daba la sensación de que dibujaban una estrella en el suelo. Todos tumbados, se relajaron observando el luminoso cielo que contrastaba con la oscuridad de la noche, y que en aquel lugar apartado de la contaminación lumínica de las ciudades, se acentuaba. La única luz que les acompañaba era la que daba la hoguera y la de la luna y las estrellas.

Al principio Sarah no quería salir con ellos, prefería quedarse en la tienda, pero finalmente la convencieron y seguro que no se arrepintió de ello, porque Alfred comenzó a contar una historia fascinante sobre las estrellas que nunca antes les había relatado.

—¡Habéis visto eso! —dijo Sarah, alucinada por la visión de una luz fugaz que pasaba ante ellos a miles de kilómetros y cruzaba el cielo.

—Es una estrella fugaz —explicó Alfred a su hija.

—¡Ya lo sé papá!, es preciosa… —añadió Sarah, mirando fijamente al cielo para ver si veía otra.

—¡Rápido!, pide un deseo… —dijo Sack a su hermana. Era bien sabido por todos que cuando se ve una estrella fugaz hay que pedir un deseo, aunque el que se cumpliese o no era otra cosa.

—¿Nunca os he contado la historia de las estrellas fugaces, hijos?

—No. —Sack no recordaba que su padre les hubiese contado ninguna historia de estrellas fugaces, pero siempre eran bien recibidas para su amplio repertorio.

—Vaya, estaba convencido de que ya la conocíais. Me la contó vuestro abuelo hace muchos años, cuando tan solo era un niño. Estoy seguro de que os va a encantar. Era mi historia favorita. Pero tengo que advertiros de algo antes de contárosla —dijo Alfred con semblante serio.

Sack y Sarah, al oír esas palabras, prestaron más atención esperando a que su padre arrancase a contar la historia. Alfred había creado en sus hijos una gran expectación.

—Hay que tener mucho cuidado con las cosas que se desean —advirtió Alfred, antes de comenzar la historia que su padre le contó y que este, a su vez, había escuchado a su padre. Generación tras generación, ahora llegaba a oídos de sus hijos, que esperaban impacientes escucharla.

—Hace ya muchos años, esta historia ya pasaba de padres a hijos. Es tan antigua que realmente no se sabe a ciencia cierta de que época procede. —Y así, Alfred comenzó a relatar la leyenda a sus hijos.

 

Claude era un hombre sin esperanza ni ilusión en la vida, había perdido a su mujer y a su pequeño hijo de cinco años en una horrible batalla, en la que los enemigos de su poblado atacaron sin piedad a todos sus habitantes. Él se salvó por un milagro. La espada que lo atravesó le hizo pasar una temporada en cama, con fiebres altas que le mantuvieron en un continuo delirio día y noche.

Pero Claude era un hombre fuerte y consiguió reponerse. Aunque cuando fue consciente de lo que había sucedido, habría preferido morir en la batalla junto con sus seres queridos. No concebía una vida sin las personas a las que tanto había amado. Era tan grande el deseo que sentía de volver a reunirse con ellos que cada día suplicaba, mirando al cielo, que volviesen a su lado.

Una noche, después de un día lluvioso, las nubes se abrieron ante Claude, mostrando un cielo bañado de estrellas. Todas brillaban con intensidad, pero una en especial. Claude se quedó mirándola fijamente, diciendo: «Tú, estrella de los cielos, hermosa luz de la oscuridad, amante de la luna y hermana de tantas pequeñas luces. Tú que brillas con intensidad cada noche, que iluminas los caminos de los perdidos, escucha mi plegaria. Perdí a mis seres queridos en una terrible batalla y mi corazón vaga perdido desde entonces. Tú que puedes conceder deseos, llévame con ellos, es lo que más anhelo».

Por el rostro de Claude cayó una lágrima llena de pena, de amargura y de pesar.

De repente la estrella se iluminó con más intensidad que antes, y como una flecha disparada por el mejor arquero, cruzó el cielo en dirección a Claude.

Este se asustó, al principio, pero a medida que la estrella se acercaba a él, una paz iba invadiendo su cuerpo, llenándole de una sensación de esperanza que hasta entonces no había tenido.

Cuando la estrella estaba a punto de chocar contra él, disminuyó de velocidad y, despacio, su luz cegadora fue disminuyendo hasta dejar ver la silueta de una mujer hermosa, de un hada madrina.

El hada miró a Claude y le sonrió. Claude le devolvió la sonrisa y le dijo: «Hermosa dama de las estrellas, tú que has descendido de los cielos como una estrella fugaz, ¿eres acaso mi hada madrina?, ¿vas a concederme el deseo que más anhelo?, ¿has venido a devolverme lo que tanto amo y deseo?».

El hada, sin dejar de sonreír, le dijo: «Hola, Claude, vengo de Nakerland, la ciudad de los deseos. He podido escuchar tus plegarias y la pena que tu corazón alberga desde hace tanto tiempo. Tus sentimientos son tan puros y limpios que mereces una vida mejor. Vengo a ayudarte a recuperar la felicidad perdida. No desesperes dejando que la pena inunde tu ser, tu alma, tu corazón. Siento todo por lo que has pasado y el amor que has perdido, tu mujer, tu hijo. Lamento no poder ayudarte a recuperarlos porque se han ido, y ni tú ni yo podemos hacer nada. Pero la vida continúa y te ayudaré a superarlo y a encontrar la felicidad perdida. Tus días de pena han terminado. Volverás a sonreír de nuevo».

Del cuello del hada colgaba una estrella blanca que comenzó a iluminarla, su pelo rizado, su rostro de ángel, su cuerpo esbelto, y como un soplo de viento agitando las hojas de los árboles, la luz abrazó a Claude, envolviéndole en esperanza e ilusión por vivir.

Claude cerró los ojos, aspirando la tranquilidad que había perdido hacía tanto tiempo. Y cuando volvió a abrirlos, vio que la luz perdía intensidad y se alejaba de él, desapareciendo de la misma manera que había llegado, como una estrella fugaz surcando el cielo.

A partir de aquel día Claude volvió a ser un hombre feliz. Partió con los supervivientes de su poblado en busca de una nueva vida. Llevaron consigo las pocas pertenencias que habían sobrevivido al ataque y, después de unas semanas de travesía por senderos, entre montañas, cruzando ríos y atravesando valles, llegaron a un nuevo poblado donde habitaban unas gentes que les acogieron amablemente.

Claude comenzó a construir su nuevo hogar en aquel apartado lugar, en lo alto de un acantilado, donde todas las noches se acercaba al borde para ver las estrellas y escuchar el sonido del mar.

Una de las noches en las que disfrutaba de su lugar secreto, escuchó a sus espaldas algo que se movía entre la maleza. Asustado, se levantó de un salto y sacó su arma. Ante él apareció un niño de unos seis años, que se asustó al ver la imagen de Claude en la oscuridad de la noche, empuñando un arma en su mano. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Entonces Claude le dijo: «¿Qué haces aquí, tú tan pequeño, en este lugar y a estas horas?». El niño, con voz entrecortada, le respondió: «Sentía curiosidad y te he seguido». Claude se acercó al pequeño y se agachó para ponerse a su altura: «Vamos, te llevaré de vuelta a tu casa, tus padres deben de estar muy preocupados».

Claude y su pequeño acompañante caminaron de vuelta al poblado. Las estrellas iluminaban su camino.

Cuando llegaron, una mujer preguntaba asustada a los que se cruzaba si habían visto a su hijo. Claude se acercó a ella llevando de la mano a su pequeño perdido. La madre le abrazó con entusiasmo y le dijo: «No vuelvas a hacerme esto, hijo». Enseguida se incorporó y le dio las gracias a Claude: «Me llamo Mirele. Gracias por haber encontrado a mi hijo». Se miraron fijamente y entre ellos brilló algo especial que a ninguno de los dos les sucedía desde hacía mucho tiempo.

Mirele había perdido a su marido hacía poco tiempo y también se había sumido en la pena. Pero cuando conoció a Claude, la felicidad volvió a aparecer de nuevo en sus vidas.

Después de un tiempo en el que Claude sentía que había recuperado la alegría al lado de Mirele y su hijo, volvió a su poblado, al mismo lugar desde el que pidió su deseo. Miró al cielo y, fijándose en la estrella que más brillaba, dio las gracias llorando de felicidad, porque su hada madrina había cumplido la promesa que le había hecho. Había recuperado la ilusión por vivir.

Entonces, surcando el cielo, una estrella fugaz pasó ante sus ojos y Claude sonrió.

Cuando Alfred dejó de hablar, el silencio se hizo por un momento.

—¡Vaya! —dijo Sack alucinando.

—Una historia bonita, ¿verdad? —dijo Alfred a sus hijos.

—Me ha encantado, papá —contestó Sack agitando su cabeza en sentido afirmativo.

—¿A ti no te ha gustado, Sarah? —preguntó Mariah a su hija, que no había pronunciado palabra.

Sarah se quedó pensando por un momento, recordando las palabras que había pronunciado su padre antes de iniciar la historia.

—No entiendo una cosa —comenzó a hablar—. ¿Por qué has dicho entonces que hay que tener cuidado con lo que se desea? —preguntó intrigada. Pensó qué podría tener de malo pedir un deseo.

Los cuatro se quedaron en silencio. Ciertamente parecía que era algo bueno, no advertían nada de lo que se tuviese que tener cuidado.

—Tiene razón Sarah, ¿por qué hay que tener cuidado con lo que se desea? —preguntó Sack, también intrigado.

Alfred se incorporó para poder hablar a sus hijos mirándoles fijamente a los ojos.

—En realidad, sí hay que tener cuidado con lo que se desea. —Y entonces Alfred les contó la segunda parte de la historia a sus hijos—. La historia que os he relatado es la leyenda que se contaba al principio, pero desde hace algún tiempo, en realidad no hace tanto, ha cambiado. Se cuenta que ha habido personas que por desear cosas inapropiadas, y al pedirlas con el corazón lleno de odio, se encontraron con algo horrible que cambió sus vidas, llevándolas por un camino tortuoso y lleno de desgracias. —El tono con que Alfred lo había contado estaba lleno de intriga, suspense y misterio que, sumado al hecho de estar ambientado en un bosque, donde ellos se encontraban en ese momento, en plena noche, con el ruido de vete tú a saber qué animales que les rodeaban, con un fuego que les iluminaba y dibujaba sombras infernales… hacía que los escalofríos aflorasen.

—¿Eso es verdad, papá? —preguntó Sack.

—Es lo que la leyenda cuenta —respondió.

Por un momento se quedaron mirando todos en silencio, invadidos por los ruidos del bosque, por la oscuridad de la noche y el misterio de la historia.

De repente, una carcajada compartida rompió ese silencio. La tensión que había provocado la historia había desembocado, como el afluente de un río, en un mar de risas.

Así estuvieron riendo durante un rato, mientras miraban el cielo, en el que de vez en cuando se veía alguna estrella fugaz.

n

Los días pasaron y las vacaciones terminaron. La vuelta a la rutina irrumpía en la vida de la familia de Sack.

Vuelta a las clases, al trabajo, al monótono día a día. El tráfico, el estrés… ¿Dónde quedaron las vacaciones en esos parajes tranquilos? Ya se habían borrado de la mente de la familia Williams.

Una tarde en la que Sack y Sarah volvían del colegio caminando, ocurrieron cosas muy extrañas. A mitad de camino comenzó a llover y Sarah sacó su paraguas de flores en el que los dos hermanos se guarecieron de las pequeñas gotas que caían animadas a su alrededor. De repente un fuerte viento sopló desde sus espaldas. Fue tan fuerte el golpe de aire que el paraguas de Sarah se volvió hacia arriba y los dos quedaron expuestos a la cortina de agua que ya caía sin cesar. Se miraron divertidos y comenzaron a correr juntos hacia casa, mojándose un poco más a cada paso que daban. Cuando llegaron a la esquina de la calle, pararon en la acera un momento para comprobar que no pasaban coches, con tan mala suerte que justo pasó uno a toda velocidad, levantando una nube de agua sucia desde el suelo que cubrió a los dos hermanos en una mezcla de agua con aceite y barro. Ahora sí que estaban empapados, sucios y muertos de frío.

Para rematar, el viento no paraba de soplar a su alrededor, llevando el pelo de Sarah constantemente a su cara sin dejarle ver el camino que pisaba. En uno de esos momentos en el que el pelo le nublaba la vista, tropezó con una baldosa y cayó al suelo, rasgándose por el trasero el pantalón que llevaba y dejando a la vista unas braguitas de color rosa con dibujos. Sarah, en ese momento, miró a todos los lados de la calle con miedo a que alguien la hubiese visto y su reputación se hubiese ido al garete. Gracias a Dios estaban solos en la calle. Sack se quitó la chaqueta para que su hermana se la atase a la cintura. A él tampoco le gustaría que nadie viese en esas condiciones a su hermana.

Pero ahí no quedó la cosa. Ya calados hasta los huesos, sucios, magullados y muertos de frío, a una manzana de su casa, una patrulla de la policía paró frente a ellos. Un agente muy amable les preguntó si necesitaban ayuda, a lo que ambos contestaron al unísono: «No, muchas gracias». Les explicaron que estaban a tan solo una manzana de casa. Los policías continuaron su camino pero cuando fueron a girar la calle, un camión que pasaba a toda velocidad chocó contra su coche, dejándolo destrozado. Sack y Sarah salieron corriendo en busca de ayuda pero no había nadie, solo los cientos y miles de gotas de agua les acompañaban. Sack sacó su móvil del bolsillo del pantalón, pero con los nervios resbaló de sus manos, con tan mala suerte que cayó al suelo justo en un charco que la lluvia había formado en el asfalto. Entonces Sarah miró en su bolsillo pero no encontró su móvil, debió de perderlo en la caída. Los dos hermanos se miraron asustados sin saber qué hacer. Se fijaron en que tanto los dos policías como el conductor del camión estaban inconscientes. Entonces Sack tomó la decisión de ir corriendo a su casa para pedir ayuda y le dijo a Sarah que se quedase por si aparecía alguien o alguno de los accidentados despertaba de su desmayo.

Cuando entró por la puerta de casa, Mariah estaba bajando las escaleras y se lo encontró de frente, calado hasta los huesos y con una expresión en la cara que no dejaba lugar a dudas de que estaba aterrorizado.

—¿Qué pasa, cariño?, ¿estás bien?, ¿dónde está tu hermana?, ¿qué…? —Pero Sack cortó a su madre en seco.

—Llama a la policía, a la ambulancia, corriendo.

A Mariah le cambió el color de la cara, síntoma del pánico que le estaba entrando en ese momento.

Madre e hijo se quedaron quietos por un instante eterno, mirándose el uno al otro, hasta que Sack consiguió reaccionar.

—Mamá, ha habido un accidente. Ha chocado un coche de policía con un camión y están todos inconscientes. ¡Hay que pedir ayuda! —dijo Sack entrecortadamente a su madre.

 

—¿Dónde está tu hermana? —preguntó de repente Mariah al darse cuenta de que su hija no había llegado con su hermano a casa.

—Se ha quedado allí.

—Sal corriendo y vete con tu hermana, que no esté sola. Yo, mientras, voy a llamar a la policía.

Sack obedeció a su madre y salió corriendo a buscar a su hermana pero cuando llegó allí solo estaban los bomberos y la policía. El señor del camión, los dos policías y su hermana habían desaparecido.

Rápidamente se aproximó a uno de los policías que estaban acordonando la zona.

—Perdone, agente. ¿Sabe usted dónde está una chica que había aquí hace un rato? Tiene los ojos verdes y el pelo castaño. ¿La ha visto?

—Sí, chico, la he visto. Se la ha llevado una ambulancia —contestó el policía amablemente.

—¿Y por qué se la han llevado?, no le pasaba nada —preguntó Sack preocupado.

—Pues la verdad es que no lo sé, solo te puedo decir que se la han llevado al Hospital Saint Louis.

—Gracias, agente —le dijo Sack desconcertado.

Sack volvió corriendo de nuevo a su casa para contárselo a su madre.

De pronto se dio cuenta de que se había olvidado de coger un paraguas, aunque ya poco importaba, estaba totalmente empapado. El pelo le caía y se le pegaba a los lados de la cara y, mezclado con la suciedad, le daba un aspecto bastante poco atractivo, como si hubiese estado en un campo de entrenamiento del ejército. Los pantalones y la camiseta se habían convertido en su segunda piel, y los zapatos eran como balsas en medio de un océano picado.

—¡Mamá! —gritó Sack nada más entrar por la puerta de casa—. ¡Mamá! —volvió a gritar con angustia.

Entonces su madre apareció bajando las escaleras corriendo al mismo tiempo que se intentaba poner una chaqueta.

—¿Dónde está tu hermana? —dijo casi gritando de desesperación.

—Se la han llevado al Hospital Saint Louis. Me ha dicho el policía que no sabía por qué. Pero ella estaba bien cuando la dejé allí —dijo Sack de carrerilla.

—Vamos a buscarla ya.

Sack subió en una exhalación a cambiarse de ropa, mientras Mariah cogía las llaves del coche, el móvil y un paraguas.

—¿Por qué la has dejado sola? —dijo Mariah a su hijo más preocupada que enfadada.

—Mamá, no pensaba que le pudiese pasar algo. Solo iba a ser un momento, mientras iba a casa a llamar por teléfono. Estaba todo bien cuando me fui —dijo Sack entre sollozos.

Los dos se quedaron en silencio el resto del camino hasta que llegaron al Hospital. Sack miraba por la ventana con lágrimas en los ojos pensando en que algo malo le hubiese podido pasar a su hermana. Mientras, Mariah conducía lo más rápido que podía entre el tráfico y la lluvia que no dejaba de caer.

Aparcaron el coche en el parking que tenía el Hospital y cuando por fin entraron, los dos se dirigieron corriendo a la ventanilla de información. Una enfermera bastante mayor y entrada en carnes les miró por encima de sus gafas puntiagudas, que llevaba enganchadas a una cadena metálica que colgaba de su cuello y que debía de ser del siglo pasado.

—Disculpe. Venimos buscando a mi hija. Se llama Sarah y tiene trece años. —Fue lo primero que pudo decir Mariah entrecortadamente.

La enfermera, sin dejar de mirar por encima de sus gafas, puso cara de medio guasa antes de contestar de manera poco apropiada.

—Señora, como no me dé más información poco puedo ayudarla. —Y se calló en seco, con esa cara de pocos amigos y de pocas ganas de trabajar y ayudar.

—Mire, se ha producido un accidente entre un camión y un coche de policía. Mi hija se encontraba allí cuando sucedió. Ella simplemente esperaba a que llegase ayuda, pero cuando hemos vuelto a recogerla ¡ya no estaba!

La enfermera se quedó callada por un momento, que a Sack y a su madre les pareció una eternidad. Pero habría sido mejor que hubiese mantenido el pico cerrado.

—¿¡Y cómo es que dejó a su hija sola….!? —A la enfermera no le dio tiempo a terminar porque Mariah se había abalanzado sobre el mostrador, quedando a un palmo de la cara de aquella estúpida enfermera.

—¡Dígame usted quién se cree que es para decirme lo que tengo o no tengo que hacer con mi hija y menos sin saber lo que ha pasado! Así que, por favor, dedíquese a lo que tiene que hacer que es buscar a mi hija, que para eso le pagan.

A la enfermera ni le cambió el gesto de la cara después de la parrafada que le soltó la madre de Sack, pero sí sirvió para que se pusiese a buscarla en su ordenador entre la lista de ingresados por Urgencias.

—Aparecen aquí tres hombres y una niña que han entrado por Urgencias hará cosa de media hora. Urgencias está… —La enfermera se quedó con la palabra en la boca porque Mariah y Sack salieron corriendo en dirección a Urgencias. Ya conocían bien ese hospital, habían tenido que llevar a Mariah esos últimos años en varias ocasiones.

Se acercaron al primer celador que encontraron para preguntarle.

—Perdone, veníamos buscando a una niña que acaba de entrar por Urgencias con otros tres hombres, dos de ellos policías, heridos en un accidente de tráfico, hace cosa de media hora. —Ahora las palabras le salían con facilidad a la madre de Sack. Parece que la discusión con la enfermera la había ayudado a despejarse.

—Sí, les están atendiendo en este momento. Si pueden esperar un momento enseguida les informo —contestó el celador muy amablemente.

Mariah no paraba de ir de arriba para abajo, nerviosa, tocándose las uñas y con esa cara de preocupación que solo las madres saben poner. No es que Sack no estuviese nervioso pero estaba convencido de que nada malo le había podido pasar a su hermana. Él la había dejado en perfecto estado cuando salió corriendo en busca de ayuda. Pero seguía sin entender qué había sucedido para que hubiesen tenido que llevar a su hermana al hospital y la hubiesen tenido que meter en Urgencias.

La espera no fue larga, aunque a Mariah le pareció que había pasado toda una vida. El celador se acercó a ellos con una cara indescifrable.

—Imagino que usted debe de ser la madre de Sarah Williams, ¿me equivoco? —preguntó el celador a Mariah.

—Sí, soy yo. ¿Está bien mi hija? ¿Le ha ocurrido algo? —Mariah ya no podía soportar ni un segundo más de espera para saber qué le había sucedido a su hija. Estaba a punto de desmayarse con tanta tensión.

—Su hija se encuentra estable. Podrán pasar a verla en poco tiempo —contestó el celador con cara inexpresiva pero amable.

—Pero ¿qué es lo que le ha pasado? —Ni Sack ni Mariah podían imaginar qué le había ocurrido.

—Su hija ha sufrido un fuerte ataque de asma. La encontraron inconsciente cuando llegaron los policías y la ambulancia al lugar de los hechos.

Sack abrió tanto los ojos al escuchar esas palabras que casi se le salen de las cuencas. ¿Cómo no se había dado cuenta antes?, su hermana estaba muerta de miedo cuando la dejó, incluso podría no haber puesto objeción a quedarse sola porque no tenía ni fuerzas para hablar. ¡Oh no!, la culpa había sido solo suya, ¿por qué la habría dejado sola?

—Quiero ver ya a mi hija, por favor —dijo ya sin fuerzas Mariah, un poco más tranquila sabiendo que se encontraba bien.

—Tendrá que esperar un poco, señora. Pero no se preocupe, que su hija está bien. En cuanto puedan entrar a verla, yo mismo se lo comunicaré.

Mientras esperaban a que les avisasen para poder ver a Sarah, Sack no paraba de pensar en lo mal hermano que había sido dejando a su hermana sola, ¿cómo podía haber sido tan irresponsable?

Después de aproximadamente media hora, el celador apareció en la sala donde se encontraban madre e hijo esperando, desesperados, el momento de poder ver a Sarah.

—Acompáñenme, por favor. —Al celador no le hizo falta decir nada más porque Sack y Mariah ya estaban de pie a su lado siguiéndole de cerca a cada paso que daba.

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