"Nosotros, los bárbaros": tres narradores mexicanos en el siglo XXI

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Z serii: Pública Critica #14
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La efectividad de la novela, su delicado lirismo, se apoya eminentemente en el desarrollo del espacio que queda entre el apodo y la persona ficcional que cada sobrenombre designa, es decir, en la elaboración de una subjetividad que existe, como un significado flotante, en el microcosmos representado. Al problematizar la relación binaria entre signo y referente, la novela deja abierto un espacio de significación que los personajes van llenando por sí mismos, trazo a trazo.

El apodo de Lobo que el personaje tiene desde su temprana juventud, lo acompaña como un atributo hiperbólico que a partir de su incorporación al cartel es reemplazado por el sobrenombre que explica su función: “el cantante”. Como ha notado Carlos Ávila, el cantante surge en la novela como el hombre-Lobo, es decir, un ser híbrido, a la vez racional e instintivo, que es elevado a la condición de Artista pero que cíclicamente regresa a ser Lobo al final del periplo narrativo (Ávila 154). Según Ávila, “el hombre-lobo [tiene una] condición sacrificial […] porque abarca a la bestia y al hombre, porque habita ambos mundos y al mismo tiempo no pertenece a ninguno de los dos” (155).23

José Eduardo Serrato Córdova ha observado la presencia en la novela de Herrera de los estereotipos del narco-mundo, que forman parte también de la escena social del corrido. Los tópicos del poder despótico del capo, la traición, la lealtad y servilismo de los secuaces, las mujeres hermosas y voluntariosas que rodean a los jefes, constituyen un séquito previsible que acentúa el carácter farsesco de la representación ficcional. Como si se tratara de una película de la mafia o de un western, personajes, escenarios, decorados, valores y tramas son previsibles. No radica en ellos la originalidad ni la calidad de la obra, sino en el modo en que se van llenando esos modelos con contenidos que los desbordan y dotan de nuevos sentidos.24

Entre los personajes femeninos, los tres centrales a la trama condensan las funciones atribuidas a la mujer en la modernidad: la Niña, la Cualquiera y la Bruja. Así son vistas desde la mirada del artista: la primera, una adolescente sin dueño, se distingue por su disponibilidad: es “de quien lo precise” (TR 26); es percibida por el artista como una silueta indefinida, “con un aroma de mujer distinta” (TR 24). La segunda “se le figuró como una ráfaga de insolencia, unos ojos que lo consumían y lo arrojaban; luego fue una armonía del largo cabello amarrado y la espalda curva como un rizo que comienza; y después una escarcha súbita congelándole las entrañas” (TR 37-38). La tercera es la mujer del capo, “una mujer de vestido largo y largo cabello entrecano; recia, de un aire virulento” (TR 36). Inocencia, agresividad erótica, autoridad y poder, aparecen como dimensiones de una imagen compleja de mujer que se despliega en las etapas de adolescencia, vida adulta y madurez, interpelando al artista de distintas maneras. Tres tipos, tres etapas, tres funciones. La mujer aparece, en todo caso, dotada de un erotismo salvaje y de una fuerza de carácter que interfiere con el impulso masculino, lo reorienta, lo descarrila, lo potencia o lo expulsa de su espacio vital.

El Rey, el Joyero, el Doctor, el Periodista, el Artista, la Bruja, el Gerente, el Heredero y el Traidor, ritualizan la socialización del narco-cosmos mostrándolo como un espacio compartimentado y definido desde su excepcionalidad. La soberanía del cartel asimila el principio de autoridad con el monopolio de la violencia legítima, la que se ejerce para preservar el orden y la hegemonía en la territorialidad política del narco, paralela a la estatal, y desafiante de sus leyes y principios.

La huida final a través de grietas, pasadizos y túneles, y el pavo real degollado como grotesca expresión de la artificiosidad insostenible del cartel, forman la contracara del lirismo que acompañara el descubrimiento del reino en el inicio de la novela. Caótico y farsesco, el desenlace va acompañado por la última reflexión del Rey cuando reprocha al Artista la traición de presentarlo como débil e incapaz de procrear, elemento que aparece implícito en las composiciones del cantante: “no se trata solamente de ser poderoso, sino de parecerlo, y de que los demás lo crean”; “Hay que serlo y hay que parecerlo […] y yo lo soy […] pero necesito que mi gente lo crea, y ese, pendejito, ese era tu trabajo” (TR 108). El arte pierde espacio en el reino cuando renuncia a su papel de dispositivo ideológico, cuando deshace el pacto con el poder y se deslumbra con el destello breve de la verdad.

El fracaso del Rey en prolongarse en un Heredero propio capaz de continuar la estirpe, y el simétrico embarazo de la Cualquiera por parte del Artista crean una contraposición que habla del poder de la fertilidad sexual como forma de hombría y como mecanismo de trascendencia y de prolongación vital, dejando al Rey en una tácita situación de inferioridad que anuncia que será destronado. Su poder se debilita material y simbólicamente, mostrando al rey como un final cerrado. El artista, por el contrario, queda abierto hacia alguna forma de futuro en el que el canto y la representación estética tienen un lugar difícil pero seguro, como forma de libertad y concientización, es decir, de intervención cultural y política en lo real.

El poder no es solamente una acumulación de recursos reales y simbólicos, sino un fenómeno de creencia, que se apoya en ritos y mitos, en leyendas y ceremonias, en elogios y en silencios tácticos. El Artista se apartó de su cometido, contribuyendo decisivamente al derrumbe del reinado y de su propia posición, y termina huyendo para salvar su vida, pero sintiéndose dueño de sí mismo, luego de una peripecia merecedora de un corrido capaz de relatar la tragedia y la farsa de un Rey y de su reino.

La palabra, un destello

El valor mágico de la palabra se perfila en la novela desde las primeras páginas, cuando se alude al lenguaje como el único recurso que Lobo pudo poner en práctica para contrarrestar la hostilidad de su espacio natal (polvo, sol y silencios). Desde la escuela percibe la armonía oculta que une vocablos y sonidos, y el control del lenguaje se convierte en un medio de vida al “ofrecer rimas a cambio de lástima y centavos” (TR 15). Los estribillos propios y las “palabras públicas” (“carteles, diarios, letreros”) van armando un refugio en torno suyo hasta que el acordeón lo ayuda a organizar el canto como relato de la experiencia de otros, es decir, como simulacro de una subjetividad que funcionaba como “un espejo de la vida que le contaban” (TR 17). La experiencia directa del poder y de la vida palaciega del cartel constituirán las primeras vivencias intensas que otorgan a Lobo el impulso de la creación y el deleite de la acción poética: “Cantó la historia con la fe con que se cantan los himnos y con la certeza de los pregones, pero más que todo, la hizo sentir pegajosa, para que la gente la aprendiera con la cintura y las piernas y pudiera repetirla después” (TR 24). Es interesante notar la corporalidad que va asumiendo el canto, que Lobo trabaja como un proceso de materialización de ideas y sensaciones. Éstas van tomando forma física en la audiencia y se contagian a través de la atmósfera afectiva que celebra la épica delictiva de los capos. Como observara J. M. Valenzuela en Jefe de Jefes: corridos y narcocultura en México (2002), “El estilo de vida asociado al poder del narcotráfico se despoja de elementos morales que funcionaron cuando las dimensiones del consumo se vinculaban con los medios que lo posibilitaban” (13). En la novela, ética y estética convergen en el pragmatismo del canto, sepultando un conflicto que es central en el mundo representado, y que acabará con la alianza entre arte y poder. El proceso de aprendizaje del cantante es el paso de la alienación a la conciencia.25

El Artista no es el único para quien la verdad es una materia flexible, que puede ser maleada para adaptarla a los requerimientos de la Corte, donde lo verdadero y lo aparente, el simulacro y la realidad, son regímenes regulados desde arriba: “Para entretener a los necios con mentiras limpias el Periodista tenía que hacerlas parecer verdades. Las noticias verdaderas eran cosa de él, materia de corrido, y había tantas por cantar que bien podía olvidar las que no servían al Rey” (TR 35-36). El proceso de selección temática, léxica y retórica de los corridos implica un filtrado riguroso de lo real para la composición de una narrativa cuyos principios genéricos son vigilados desde el poder. Para el cantante, sin embargo, es la magia misma del lenguaje la que moldea lo real, transformándolo.

En la configuración del deseo, y como ruta hacia su realización, el Artista concibe las palabras como dispositivo mediador, elemento que lo acompaña desde sus orígenes. En el silencio hosco de la casa familiar, de niño había crecido en una relación precaria y ansiosa con el lenguaje: “Por ello a Lobo las palabras se le fueron acumulando en los labios y luego en las manos” (TR 15), y en su mínima educación formal apenas logró intuir sus posibilidades. Es en la calle donde “aprende a habitar el mundo a través de las palabras públicas: los carteles, los diarios en las esquinas, los letreros…”, hasta que el acordeón le enseña a ‘colorear sonidos’” (TR 16). Sólo más tarde aprende a distinguir el valor de verdad del lenguaje, cuando se compara con el Periodista quien manipula los sentidos, mientras que a él corresponde la diseminación de una verdad orgánica al Poder.

La verdad es, a esta altura de su aprendizaje, una opción utilitaria. Cerrando el primer tercio de la novela, justo después de haber presenciado la aparición de la imagen deslumbrante de “la Cualquiera”, dos páginas describen, a cuenta del narrador, lo que significa para el cantante el mundo de las palabras: luz del conocimiento, expresividad, cúmulo de sensaciones, torbellino de significados. Los signos lingüísticos fertilizan la mente. La relación del Artista con ellas es sensual, casi mística:

 

Muelen la hoja entre rodillos de insomnio, avisan, hurgan la blancura baldía en el papel y en el mirar. ¿Y qué habría sido la hoja sino un trasto del jale, como el serrucho si armara mesas, como la fusca si arreglara vidas? Qué, pero nunca este despeñadero de arena con brío y propósitos a saber. Tantas letras ahí. Son. Son un destello. Cómo se empujan y abrevan una de otra, y envuelven al ojo en un borlote de razones. (TR 39)

El lenguaje todavía se debate, para el Artista, entre verdad y mentira, entre constancia y volubilidad. Las palabras no constituyen, para él, un mero ejercicio intelectual, ni un puro estímulo sensorial. Esta función fertilizante e iluminadora se identifica con la vida y, por ende, se opone a la muerte: la palabra ya se va perfilando, en un estadio anterior a la plena conciencia del Artista, como instrumento de una verdad que se inclina hacia el Eros, no hacia el Thanatos, y el simulacro comienza a asimilarse a la complicidad y a la muerte.

Por su mera existencia, las palabras “Muelen la hoja entre rodillos de insomnio, avisan, hurgan la blancura baldía en el papel y en el mirar”. Las palabras son “un despeñadero de arena […] son un destello […] Bronca de signos que se atan. Son una luz constante” (TR 39). La última frase se repite cuatro veces en las dos cortas páginas, como un sonsonete que marca la euforia del descubrimiento constante del lenguaje:

Un resplandor diverso cada una, cada una diciendo el nombre verdadero a su modo. Hasta las más mentirosas, hasta las más veleidosas […] Son una luz constante […] Son un faro que se derrama sobre las piedras a su merced, son una linterna que se pasea, se detiene, acaricia la tierra y le descubre cómo acabalar el servicio que le ha tocado. (TR 39-40)

La proliferación metafórica es sensorial y afectiva, casi erótica. Acicateada por la excitación de los secretos del cartel y de los misterios que rodean a sus integrantes, la creación del cantante se independiza de lo real, del valor de verdad, de la moral y la justicia, y se pierde en la sensualidad del sonido, en la acumulación morosa e incansable de significados que exceden los límites de la comunicación para constituir una experiencia estética arrasadora que toca lo sublime. Más allá del pragmatismo de la transmisión de información, la expresión de sentimientos y el intercambio de ideas, la palabra vale como dispositivo lúdico que juega con los límites del secreto, exponiéndolo sin delatarlo. Sólo la escena de amor con “la Cualquiera” contendrá tanta sensualidad como la descripción del encuentro del hombre con la palabra, momento de plenitud en que se toca el límite, y se lo nombra.

Se necesitará una retahíla de cadáveres, torturas y traiciones para que el cantante despierte del delirio lingüístico, aunque será justamente a través del lenguaje que llegará a la comprensión de las contradicciones a las que lo ha enfrentado la imagen ilusoria que rodea al poder. La Niña se lo dice claramente en la mitad de la novela, antes de echarlo de su lado: “Ellos son unos hijos de la chingada y […] tú eres un payaso” (TR 68), con lo cual el lugar degradado y prescindible de un arte sometido al poder, queda establecido. Pero el proceso del Artista requerirá otras instancias de esclarecimiento para llegar a decir, ya en el final de la novela:

¿Quién era el Rey? Un todopoderoso. Un haz de luz que había iluminado sus márgenes porque no podía ser de otro modo mientras no se revelara lo que era. Un pobre tipo traicionado. Una gota en un mar de hombres con historias. Un hombre sin poder sobre la tersa fábrica en la cabeza del artista. (El Artista se permitió sentir esa potencia de un orden distinto al de la Corte, la maña con la que desprendía las palabras de las cosas y creaba una textura y un volumen soberanos. Una realidad aparte). (TR 117-118)

Se nota en la novela el esfuerzo de revertir, de manera gradual y creíble, la estatura mítica del Rey, cuidadosamente construida, para permitir un desenlace ético, donde el poder del capo caiga y, con él, el dispositivo simbólico controlado por el artista, capaz de filtrar la realidad y consagrarla en canto. Entre arte y poder se interpone la densidad opaca de la verdad, que favorece a la creación menos que el simulacro.

La creación, la poesía y el canto, se alimentan del mito hasta que éste colide con la vida, es decir, hasta que la necro-política del soberano choca con las fuerzas sociales que precipitan la pérdida de su hegemonía. El lenguaje se convierte, entonces, en una serie de significados flotantes, y el silencio, como en Señales que precederán al fin del mundo, persiste como un espacio abierto, potencial y propicio para un nuevo comienzo. Los signos de la lengua se encuentran, en esta instancia, impregnados de un lirismo nostálgico:

Decir cuate, sueño, cántaro, tierra, percusión. Decir cualquier cosa.

Escuchar la suma de todos los silencios.

Nombrar la holgura que promete

Y luego callar. (TR 119)

La evocación poética –fonética y semántica– del lenguaje constituye una profundización de éste como instrumento de penetración en lo real, esencial en el proceso de construir la realidad, captarla y compartirla. Como elemento que crea comunidad, la lengua proyecta su valor epistémico: es la trama de sentidos que permite (re)conocer lo real, interpretarlo e integrarlo en los imaginarios, haciendo de éstos un territorio existencial, es decir, un espacio generador de vida y de sentido. El canto del Artista no puede extender su alcance hasta el Heredero, consagrando el principio dinástico en el cartel. Corroído el mito, los protagonistas de la narco-saga caen uno a uno, por su propio peso.

El Rey será quien verbalice, con brutales palabras, la condición del Artista, que ha caído de su gracia: “Tú eres un soplido, una puta caja de música, una cosa que se rompe y ya, pendejo” (TR 109). Cuando la corte se desmorona cediendo a “las fuerzas del orden” pero, sobre todo, a sus propias tensiones internas, al Artista sólo le queda regresar al entre lugar del que partió, enriquecido por el infortunio y por la experiencia de la transitoriedad y de la pérdida.

El corrido como texto social

En la novela, y en general en el mundo representado, el tema de la música funciona como elemento de transfiguración y de desplazamiento de contenidos socioculturales. La transición de la experiencia al plano del discurso y, más precisamente, al registro simbólico de la cultura popular, lleva a cabo varias operaciones: reconfigura el significado atribuido a los hechos al plano de la celebración, simplificándolos de acuerdo a una lógica de parodiada heroicidad, masculinidad (machismo) y control. Asimismo, la elaboración que realiza el corrido naturaliza los sucesos y los inserta en la cotidianeidad.26 Como señala José Manuel Valenzuela en la obra aludida, “El corrido mantiene su función tradicional como crónica, registro, referente axiológico, historia subalterna y recuento de asuntos de interés social que se cuentan cantando” (10).

La función del corrido como “texto social” (Saldívar 61) es la conciliación de la experiencia individual y la identidad colectiva, a través de la asimilación del acontecer a los lineamientos de una narrativa paradigmática, festiva, celebratoria e hiperbólica. La intención consagratoria del corrido corona siempre un conflicto de base: antagonismo entre bandas o sujetos, oposición al régimen, triunfo frente a circunstancias adversas y situaciones-límite. Esta asimilación requiere simplificación y adaptación de los hechos a los códigos formalizados del género. El sujeto celebrado en el corrido se revela contra condiciones adversas de la sociedad, oponiendo a la desigualdad y la violencia sistémica sus recursos individuales, siempre imbuidos de una fuerte carga de pasión y emocionalidad.

Varios investigadores han señalado el tránsito que realiza el corrido como transformación de los romances peninsulares, incorporando sobre todo elementos de violencia y crítica social, alusiones etno-raciales, arraigo comunitario (el pueblo, la frontera, el barrio, la banda) y reconocimiento de situaciones de desigualdad, precariedad y marginación.27 Como forma de expresión popular, el corrido canaliza formas alternativas de interpretación del conflicto social, de la autoridad, y de las fuerzas populares que reaccionan a sus embates, funcionando como una formación cultural de resistencia, que cumple también funciones de información y nucleamiento comunitario. Esas funciones fueron dominantes en el siglo XIX y comienzos del XX, cuando grandes poblaciones aún analfabetas encontraban en el corrido una forma de registro y memoria colectiva, y un elemento de cohesión comunitaria. Como indica Valenzuela, el predominio de esta forma oral se vio disminuido con los procesos de urbanización, la atracción por formas culturales cosmopolitas, la industria cultural, y la alfabetización masiva, que redujo la importancia de los relatos musicalizados que ofrecían los corridos.

Las formas de diseminación del corrido se atienen, según sus temáticas y grados de explicitación de los sucesos y protagonistas, a distintos espacios: públicos, cuando se prestan a divulgación y comercialización como producto de la cultura popular, y privado, cuando son consumidas en espacios frecuentados por personas afines a los temas tratados, en muchos casos criminales, miembros de bandas o carteles, etc. De este modo, la inserción mediadora del corrido constituye un nexo mítico-poiético entre –según los casos– legalidad y clandestinidad, status quo y subversión popular, espacio público y subjetividad, vida y muerte.

El narcocorrido parece haber renovado la vida de esta forma de composición popular, la cual pareció debilitarse durante algunas décadas del siglo pasado impactada por los procesos modernizadores. Al proveer nuevas formas de protagonismo antiheroico y escenarios de extrema violencia en contextos también marcados por la corrosión del aparato estatal, el sentimiento trágico al que Américo Paredes se había referido con respecto al corrido encuentra nuevas formas de canalización en la renovación del género. El narcocorrido estimula el revanchismo antigubernamental y exalta formas anómalas, pero supuestamente efectivas, de lograr las metas del capitalismo sin entrar por sus carriles productivistas y disciplinantes.

La mitificación del poder, que es uno de los rasgos del corrido, encuentra en Trabajos del reino una forma singular de expresión, al representar en el personaje de Lobo una instancia transicional entre dos registros: uno, apoyado paródicamente en el linaje de antiguos regímenes unipersonales de poder absoluto, donde el boato y el aura de la investidura monárquica colocan a la figura del capo en un espacio superior, autoproclamado y supuestamente inaccesible; el otro, correspondiente a la dimensión popular que constituye el coro de reconocimiento, admiración y pleitesía que confirma el lugar del poder y lo celebra. Se trata de una dialéctica entre el material empírico y las narrativas orales, instancias que se condicionan y moldean mutuamente. Nuevamente la función mediadora adquiere en la literatura de Herrera una relevancia primordial, ya que en ella radica la fuerza que desencadena reacciones y cambios sustanciales en la economía relacional de la historia.

En Trabajos del reino el corrido resalta por uno de sus rasgos principales: la atribución de verdad a un género que establece un pacto de recepción basado en su supuesta condición de testimonio popular acerca de situaciones y sucesos ocurridos en el seno de la comunidad. El artista comienza ejerciendo su métier como celebración del Rey, pero el valor encomiástico del género tiene también un lado utilitario, y el Rey intenta aprovecharlo como forma de penetración en el espacio enemigo, ya que ambos tienen en común la misma debilidad por el elogio y la adulación. Antes de partir para incursionar en el cartel del adversario, el Artista percibe claramente el proceso tanático que lo contiene: “Están muertos. Todos ellos están muertos. Los otros. Tosen y escupen y sudan su muerte podrida con engaño pagado de sí mismo, como si cagaran diamantes. Sonríen, los dientes pelados cual cadáveres, cual cadáveres, calculan que nada malo les puede pasar” (TR 63).

La conciencia del simulacro conduce directamente a la percepción de la muerte que avanza. Sin simulacro, el orden del cartel no puede sostener su ilusión de poder; la corrosión de su predominio es presentada como una corporalización necrótica irreversible. La falsa conciencia que el trabajo del Artista ayudaba a diseminar y consolidar da lugar al reconocimiento crítico y desencantado de una realidad feble y decepcionante.

 

El corrido, como texto social primero, luego como infiltración de los imaginarios y posteriormente como dispositivo que canaliza un régimen de verdad en el mundo del simulacro, logra desestabilizar la lógica sistémica del mundo representado. La verdad como elemento que llega a perturbar el orden autoconsagrado del cartel y de su discurso hegemónico, desenmascara las fisuras y el debilitamiento del poder. Se trata de un acto de concientización que es potencialmente autodestructivo, ya que al desensamblar el sistema de poder se desarticula también la función del Artista. Sin embargo, paradójicamente, éste “se realiza” en el acto de su desquiciamiento.

El único corrido que aparece de hecho en la novela es justamente aquel en que el cantante señala la incapacidad del Rey para sostener su régimen de poder personalizado y absoluto: “Yo sé que aunque calles quieres/ que ya no estemos jodidos/ ni que fueras de vil palo/ somos tus únicos hijos” (98). El reproche que contienen los versos del Artista se dirige no al Rey sino al Padre, es decir, a la figura del Protector, cargada de sentidos simbólicos y emocionalizada a partir de la traición que significa para los subalternos la decadencia del patriarca. La recriminación no es directamente política, ni económica, sino subjetiva, afectiva y existencial, como oportuna contracara de los elogios producidos por encargo en etapas anteriores.

Alienado del orden que lo sostenía, el Artista escapa, mientras el reino se hunde, cediendo al peso de sus propias contradicciones. El Artista se niega a incorporarse al poder dinásticamente atribuido al Heredero, y describiendo un círculo perfecto, regresa a sus orígenes, aunque ya no es el mismo, enriquecido por la experiencia y el aprendizaje. Como en un procedimiento de cajas chinas, la peripecia del personaje de Lobo está contenida en la historia misma del cartel, en su etapa de apogeo y derrumbe. A su vez, la fabulación del poder resulta una especie de relato enmarcado en la realidad mayor de la historia nacional que la contiene. El “orden” del Estado (en este caso las fuerzas policiales) se hace presente y somete al enquistado mundo del cartel, a partir de la que, sin duda, es una victoria relativa y pasajera. En cuanto al cartel, proyecto autonómico enclavado en la lógica misma del capitalismo, la pérdida de la soberanía es vista escatológicamente, como pudrición. No hay un afuera del capitalismo, el cual contiene los gérmenes de su desaparición.

La perspectiva de punto cero del Artista, releva los sucesos desde su encuentro con el Rey hasta las etapas que preceden a la caída de éste, como si se tratara de un sueño que tiene lugar en un espacio no intervenido ni por la ley, ni por la moral, ni por el juicio crítico, y que Lobo percibe con un deslumbramiento que poetiza la historia, en todos sus avatares. Como ha sido notado por la crítica, la naturalización de la violencia lleva aparejados estos efectos de desvanecimiento de los límites entre distintos actores sociales, proyectos y procedimientos, ya que las prácticas delictivas mismas involucran agentes del Estado, del crimen organizado y del mundo del delito común. Como ha indicado Valenzuela, “El marco axiológico se ha desdibujado ante los ojos de importantes sectores sociales de nuestro país, para quienes no existe diferencia cualitativa entre narcos, policías y judiciales” (10). En ese contexto, muchas formas de la cultura popular expresan imaginarios que son tributarios de esta transformación de la tragedia en farsa, entendiendo a esta última como procesamiento distanciado de sus referentes por la elaboración irónica, paródica y hasta jocosa del drama social.

Pero nada será más elocuente en el aprendizaje del Artista que el choque con la audiencia, que empieza a manifestarse reacia a la rudeza de sus temas y al sentido general de sus mensajes. La novela dramatiza las instancias de mediación en las que se trafica el producto simbólico. Entre arte y público, los medios de comunicación constituyen el articulador que comercializa la música, uno de los resortes del amplio y complejo mecanismo de producción-reproducción-diseminación de la cultura. Ésta funciona como un camino de ida y vuelta que entrega al Artista el juicio contundente de los consumidores.

No querían sus canciones. Los loros de la radio decían que no, que sus letras eran léperas, que sus héroes eran malos. O decían que sí, pero no: que los versos les gustaban, pero ya había orden de callar el tema […] fachada pa los gringos, y chitón temporal mientras se sosegaban los anunciantes. (TR 57)

La novela plantea de manera concisa la presión del mercado, la transnacionalización de los bienes culturales, su comercialización y los imperativos del consumo, como instancias de condena o de consagración de mercancías locales. Señala, asimismo, en el mismo movimiento, la importancia ideológica del arte, donde la palabra debe asumir, además de su brillo expresivo, lírico y socializador, su relación con lo real: la implicancia política de denostaciones y panegíricos, las tomas de posición sobre acciones en las que se juega la vida y la muerte, y la necesidad de negociar mensajes para un público mucho más amplio y diversificado que la audiencia cautiva del cartel. El Rey es informado del problema: “Lo de siempre: que no se puede hablar bien de usted a la gente” (TR 61), y propone una manipulación clandestina para que la mercancía del Artista encuentre a su público: “Ni se preocupen, aquí el Gerente va a arreglar con unos amigos para que muevan su música en la calle… Al cabo así es como hacemos negocios, ¿no?” (TR 61). La economía informal funciona de manera paralela a la oficial, abriendo rutas subterráneas para la canalización de los productos que encuentran un consumidor popular de manera directa y menos mediada. La reflexión del Artista se polariza entre acá y allá, nosotros y los otros, vida y muerte, como instancias de un mundo cada vez más definido en términos antagónicos. “Tienen una pesadilla los otros: los de acá, los buenos, son la pesadilla; la peste de acá, el ruido de acá, la figura de acá. Pero acá es más de veras, acá está la carne viva, el grito recio…” (TR 63).

La distribución maniquea de valores revela una conciencia altamente emocionalizada, que la rabia radicaliza hacia un deseo de mal, donde lo que se busca es “sentir su espanto, pues, porque el susto de los otros alimenta bien, remacha que la carne de los buenos es brava y necesaria, que hace bulto y zarandea las cosas” (TR 64). El mundo del Artista se enturbia y se exaspera, imbuido como está del ethos tanático del cartel:

Habría que tomarlos de la crin y restregarles la cara contra esta verdad puerca y áspera y maloliente y verdadera, que les dé tentación. Hay que sentarlos en las púas de este sol, hay que ahogarlos en el escándalo de estas noches, hay que meterles nuestro cantadito bajo las uñas, ha que desnudarlos con estas pieles. Hay que curtirlos, hay que apalearlos. […] Mejor quisieran oír nomás la parte bonita, verdá, pero las de acá no son canciones para después del permiso, el corrido no es un cuadro adornando la pared. Es un nombre y es un arma. (TR 64)

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