"Nosotros, los bárbaros": tres narradores mexicanos en el siglo XXI

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Z serii: Pública Critica #14
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La guerra de México no sólo pertenece al mundo postpolítico y postmoral. Pertenece al mundo del hipermaterialismo beligerante, en el cual la única ideología que queda –la que ponen como ejemplo los líderes de la política “legítima”, los hombres de negocios y los banqueros– es la codicia. Los narcocarteles no son pastiches de las corporaciones globales, ni bastardos errantes de la economía global; son sus pioneros. Apuntan, en su lógica de negocios y modus operandi, a cómo la economía legal se organizará próximamente. Los cárteles mexicanos reflejaron el Tratado de Libre Comercio de América del Norte mucho antes de que este fuera soñado, y florecieron con él. (28, citado por Herrera, “Semántica del Luminol” 11)

Para Herrera, la literatura brinda la posibilidad de elaborar un discurso alternativo sobre la realidad social, para desestabilizar los dominantes, y para penetrar, desde el plano de lo simbólico, la complejidad del conflicto social.20

Ejes y paradigmas

Como espacio semiótico, el mundo de la novela propone una serie de escenarios en los que se hacen visibles tensiones relacionadas con el habitus de los personajes, sus estilos de vida y los conflictos que generan sus interacciones en ese universo ficcional. Tradición/modernidad, centros/periferias, hegemonía/subalternidad, arte/poder, son algunos de los planteamientos que subyacen a la elaboración narrativa, sin por eso exponer un mundo polarizado y rígido. Se trata, más bien, de un espacio fluido, aunque estratificado, en el que tienen lugar interacciones emocionales y transacciones materiales que dinamizan y dan sentido al modelo teatralizado de la narración novelesca.

Trabajos del reino funciona a partir de dos ejes principales. El primero, la figuración del cartel como un espacio de poder absoluto que se asimila metafórica e hiperbólicamente a una monarquía, es decir, a la primacía de un capo que controla de manera total una estructura jerárquica y autónoma, personalizada y basada en el control territorial. Provista de un aura que la eleva por encima del común de la gente, la figura del Rey constituye, ante todo, el lugar del deseo: no sólo como localización del poder material (posesión de bienes, joyas, autoridad, centralidad, prestigio) sino como espacio generador de significados.

El segundo eje tiene que ver con el ángulo a partir del cual se inserta al personaje principal, el compositor y cantante de corridos, como figura intersticial y conectiva. Como antes se indicara, el tema de la mediación es esencial en la literatura de Yuri Herrera, donde los personajes principales tienen siempre un perfil conectivo, de traducción cultural (Lobo), búsqueda (Makina), o arbitraje (Alfaqueque). El cantante vincula dos mundos que pueden desglosarse en distintos niveles: el mundo del poder y el del arte; la cultura popular como proyecto abierto de comunicación y el cartel como núcleo cerrado y clandestino; el espacio simbólico del poder absoluto, y la narrativa celebratoria y regionalista del corrido, en la que se simplifican y ponderan los éxitos del jefe.

El elemento de intensificación dramática del relato está ubicado justamente en la intersección de dos regímenes y órdenes simbólicos: uno que se asimila al endiosamiento del dinero y del poder material en la sociedad capitalista; otro que descansa en el arte como ejercicio de potencialidad “orgánica” con respecto al poder (capacidad de legitimación, consagración, difusión del sentido y narrativización de lo empírico). Sin embargo, el ámbito de la creación artística, aunque se apoya en el sistema mercantilizado del mecenazgo, sigue su propia lógica tensionada por el mito de la autonomía del arte, es decir, del registro simbólico como codificación que responde a temas de tipo humanístico (ideas de autoría, creación, mensaje, arte, lenguaje) cuya sublimidad redime las acciones y las eleva a la dimensión de la fábula. Nos encontramos, así, ante dos registros ideológicos, en el sentido de producción de falsa conciencia, capaces de traducir al lenguaje de la farsa la tragedia del narco, que a su vez es la forma farsesca y exacerbada de las lógicas de reproducción y mercantilización de la vida en el biocapitalismo. Esta dinámica entre realidad y simulacro atraviesa la obra a distintos niveles, otorgándole una dimensión que trasciende la anécdota y se proyecta hacia una reflexión acerca de la modernidad, el papel que juegan los lenguajes simbólicos ante valores arraigados en lo contingente, y las reformulaciones del poder, el cual, a partir de la centralidad corrupta del Estado, se va transmitiendo, mitificado y encarnando en distintos “objetos”, llegando hasta las periferias del sistema.

En este sentido, la figura del Rey, cuyo significado sobrevuela la totalidad de la historia y la domina aun en momentos en que el personaje se encuentra desplazado del proscenio narrativo, aparece instalada desde las primeras líneas de la novela. A partir de los modelos de caudillos y caciques locales agrandados por la leyenda, y de las imágenes cinematográficas que pintaban con glamour el espectáculo del machismo en los espacios míticos de las tierras sin ley, el rey comienza siendo percibido como un “milagro” que se destaca en el paisaje regional. (TR 18)

El primer encuentro entre Lobo y el Rey se produce en una cantina, en la que el capo entra imponiendo una presencia que lo señala como el centro magnético de un mundo otro, que contrasta con las vidas marginales y precarias que lo rodean. El Rey habita en los espacios exteriores a la institucionalidad estatal (aunque elementos pertenecientes a este nivel se entronizan en la esfera del narco a través de la corrupción y la complicidad). Se sitúa por encima de la ley, contenido en el círculo cerrado del simulacro y la artificiosidad.

Descrito en la apertura de la novela como un hombre con sangre distinta a los demás, de gestos dominantes y atuendo ostentoso, El Rey es un faro que emite luz y que resignifica tiempo y espacio. Al verlo, Lobo

Pensó que desde ahora los calendarios carecían de sentido por una nueva razón: ninguna otra fecha significaba nada, sólo esta, porque, por fin, había topado con su lugar en el mundo; y porque había escuchado mentar un secreto que, carajo, qué ganas tenía de guardar. (TR 13)

Lugar y tiempo son resignificados, y el secreto (que se asocia a la farsa, la simulación, la apariencia, el simulacro) constituye un saber codificado en los términos del poder, que delimita el círculo que el Artista desea ocupar.

A la figura del Rey se aplica el concepto de “autoridad carismática”, noción que Sánchez Godoy evoca a partir de las ideas de Freud sobre el comportamiento del hombre-masa, ya que el Rey encarna una forma de jerarquía que no sólo no es resistida, sino venerada por el círculo social en que se mueve, creando a nivel comunitario una forma “desviada de cohesión social”, que produce una mímesis colectiva basada en la fascinación y la lealtad (Sánchez Godoy 93). El mismo crítico señala, intentando explicar esta configuración de los imaginarios colectivos, que es justamente la estigmatización y la marginación que se aplicó a los narcotraficantes en las primeras instancias de su inserción urbana lo que ha contribuido a consolidar las bases de los códigos éticos y estéticos y de las lógicas de poder que hoy se le atribuyen, ya que el estigma fue reelaborado como heroicidad contracultural.

El Rey es descrito, desde la mirada deslumbrada del cantante, como una luz enceguecedora que reordena el mundo. Una serie de factores se despliegan como sustento de esa centralidad: la sangre (“otra sangre”, como corresponde a la condición monárquica), el fausto (las joyas con las que los capos exhiben su status), su performance (es decir, la teatralización del poder, que incluye el mando, el carisma y la violencia), y su manejo seguro en asuntos de dinero, lo cual se manifiesta justamente en la transacción en la que el Rey hace que se pague al cantante por sus servicios durante la velada, situación que termina con la muerte del hombre ebrio que escatimaba el pago. A esto se suma luego su fisonomía (“su majestad labrada en pómulos de piedra” [TR 23]). A partir de estos elementos se consolida el lugar del Rey como centro generador de poder y sentido, es decir, se define su aura, afirmándolo como elemento de excepcionalidad, capaz de reformular las relaciones de poder y, con ellas, el ordenamiento del universo imaginado. Tal consolidación sigue el modelo hollywoodense que guía la construcción de mitos populares:

La única vez que Lobo fue al cine vio una película donde aparecía otro hombre así: fuerte, suntuoso, con poder sobre las cosas del mundo. Era un rey, y a su alrededor todo cobraba sentido. Los hombres luchaban por él, las mujeres parían para él, él protegía y regalaba, y cada cual, en el reino, tenía por su gracia un lugar preciso. Pero los que acompañaban a este Rey no eran simples vasallos. Eran la Corte. (TR 9-10)

El lugar del poder es un sitial de fuerza y privilegio que supedita a los que giran en torno de ese foco deslumbrante que organiza el espacio y el tiempo. Lobo lo manifiesta como cancelación de los calendarios conocidos, que señalaban coordenadas comunes y corrientes. En torno al capo el mundo adquiere otro significado:

Pensó que desde ahora los calendarios carecían de sentido por una nueva razón: ninguna otra fecha significaba nada, sólo esta, porque, por fin, había topado con su lugar en el mundo… (TR 13)

Nunca reparó en esa cosa absurda, el calendario, porque los días se parecían todos: rondar entre las mesas, ofrecer canciones, extender la mano, llenarse los bolsillos de monedas […] Finales y caprichos, así eran la huella más notable para ordenar el tiempo. En eso se le iba. (TR 17)

La injerencia mágica del Rey en la realidad conocida es verificada por Lobo en la transformación de los espacios colonizados por el cartel. Antes de la llegada del monarca, Lobo recuerda esos parajes como “un basural, una trampa de infección y desperdicios”. A esto se opone el exotismo camp del narco-style, que diversifica la uniformidad provinciana, instalando la ilusión de una otredad ostentosa y vacía que es descrita como un desfile de circo desde la mirada del cantante:

 

Gente de todas partes, de cada lugar del mundo conocido, gente de más allá del desierto. Había, verdad de Dios, hasta algunos que habían visto el mar. Y mujeres que andaban como leopardos, hombres de guerra gigantescos y condecorados de cicatrices en el rostro, había indios y negros, hasta un enano vio […] Escuchó de cordilleras, de selvas, de golfos, de montañas, en sonsonetes que nunca había oído: yes como shes, palabras sin eses, y unos que subían y bajaban el tono como si viajaran en cada oración… (TR 19-20)

La mirada ávida del cantante recoge sensaciones y sonidos, una experiencia del mundo filtrado por la seducción anómala del narco, que atrae hacia su núcleo imantado por el dinero sucio de sus transacciones clandestinas una amplia gama de sujetos residuales y sometidos por las promesas de lo que Lobo llama “el dominio próspero” del Rey, situado más allá de toda ética, y orientado hacia la infinita reproducción de la ganancia, fiel a las más claras enseñanzas del capitalismo. Pero como conciencia alienada, Lobo sólo capta la carnavalización del poder, su parafernalia vistosa y poliforme, de la que deriva una ilusión de autonomía que constituye al narco como microcosmos de plenitud en un mundo dominado por la desigualdad y la explotación. Materializado en términos de poder absoluto y autosuficiente, el cartel viene a ocupar el lugar de la utopía. Ubicado en ningún lugar, fuera del calendario y de los mapas, fuera de los diseños de los poderes oficiales, como máquina de guerra exterior al Estado, el cartel es un ensamblaje que despliega su fuerza maquínica succionando vampíricamente la sangre de sus miembros: capos, adeptos, peones y bufones que rodean al poder con un halo que lo legitima como foco productor de significados.

En contraste con las rutinas cotidianas, el Rey corrobora en términos espacio-temporales el milagro de la transformación del barro en oro: “Éstas eran las cosas que fijaban la altura de un rey: el hombre vino a posarse entre los simples y convirtió lo sucio en esplendor” (TR 20).

Si el costumbrismo primero, y luego, en un registro diferente, el realismo mágico, lograron producir imágenes exportables de América Latina, la narcocultura constituye sin duda una nueva constelación estético-ideológica, que traduce al registro simbólico la reproducción de un capitalismo farsesco (grotesco) que expone cómo las periferias sociales y económicas asimilan y reproducen en sus propios términos las lecciones del sistema. Trabajos del reino puede ser considerada, en este sentido, también una novela de educación y crecimiento sentimental y, ¿por qué no?, maduración política de parte del cantante, que pasa de la falsa conciencia a una forma de iluminación en la que se mezclan entendimiento, dolor y desencanto. El elemento mediador entre enajenación y comprensión de lo real es el arte, como codificación estética de un mundo fragmentado que resiste la totalización. El arte, que pasa del mecenazgo a una supuesta forma de autonomización, no recorre, sin embargo, un circuito emancipatorio o consagratorio, ya que su periplo es de la dependencia y el proteccionismo, a la gratuidad y el desamparo. Como un significado flotante, la música y el canto del juglar posmoderno sometido a la estructuración jerárquica del narco-sistema, constituye, al final de la novela, una mercancía sin mercado o, mejor aún, sin valor de cambio, en busca de un resquicio sociocultural en el que resguardarse.

Pero si el paradigma del poder queda bien consolidado en la figuración mítica del Rey, la del cantante, construida como contracara de la hegemonía grotesca del capo, es el lugar de la subalternidad: un lugar dependiente, alienado, entrenado en la obediencia y en la veneración. Lobo es un personaje sensible e ingenuo, con una historia de marginalidad y un bagaje de deseos incumplidos. Lo suyo es la palabra como instrumento de relacionamiento y expresión personal, pero también como recurso de conocimiento y de transformación. La búsqueda de protección económica y social no es mayor que la necesidad de un público y que la voluntad de definir una función social, en la que el canto circule como una narrativa que concentra y difunde una interpretación de lo real para consumo de la mayoría.

Popular y, eventualmente, populista, el canto es el vehículo de la opinión y de la socialización de las ideas en torno a las que se nuclea la narco-comunidad, público más selecto que el de cantinas y antros ocasionales, pero también más vigilante y cohesionado en torno al elemento neurálgico del monarca local. El canto filtra y naturaliza la violencia y la perversidad del narco convirtiéndolas en aventura, instancia de (anti)heroísmo popular que difumina su negatividad y la deja permanecer como hazaña rebelde y autolegitimada, en la que la audiencia refugia sus propias frustraciones y desquites. El corrido es la caja de resonancia en la que el eco del bandidismo o del caciquismo se funden en figuras modélicas que concentran los valores comunes: el pragmatismo, la lealtad, la valentía, la falta de temor a la muerte, el amor a la tierra y a la madre, a la mujer y al pueblo, y en la que se cultiva la estatura del hombre como mito de masculinidad y de poder.

En este sentido, la función del corrido, suficientemente formalizada, se define dentro de parámetros concretos. Como señalara Carlos Monsiváis, las “encomiendas categóricas” a las que respondió el corrido, el cual, en su momento de auge, tematizó las alternativas de la Revolución mexicana, fueron

cantar a la gente de un pueblo que se reconoce en la violencia, consagrar héroes y leyendas, sostener la idea de la historia como duelo de caudillos, promover un arquetipo de la poesía popular, implantar el orgullo de la tropa, seleccionar las batallas memorables, destacar la figura de Pancho Villa, hacer las veces de memoria sintética de la Revolución. (Monsiváis, “Reír llorando” 56, citado por Valenzuela 33)

A partir de estos lineamientos, la actividad del compositor/cantante tiene una función que rebasa la contingencia y que se expande como una interpretación colectivizada que pasará a integrarse en la memoria de la comunidad. En TR el cantante tiene, además, una función catalizadora, en el sentido de que su composición final marca, como un dispositivo-bisagra, el paso del apogeo del Rey a su caída. Señala, por ello, un momento icónico de reconocimiento público y concesión del fracaso. El arte del cantante y compositor de corridos evoluciona desde el carácter suntuario (acompañamiento celebratorio, festivo e informal) hasta la función desencadenante de un proceso que conduce a la verdad irreversible de la destrucción del cartel. Éste es el momento de justicia poética y restablecimiento de un “orden” en el que, de todos modos, la corrupción y la desigualdad seguirán siendo la norma.

Al cantante corresponde una tarea propia de toda mediación que es la de traducir significados de un sistema de signos a otro, en un ejercicio que incorpora elementos de parodia, reduccionismo y adulación. La “realidad” del narcotráfico queda obviamente sepultada tras numerosas capas de construcción imaginaria. La novela penetra en ellas sin explicitar esos niveles, dejando que el lector reconstruya los términos del simulacro y verifique sus recursos. Los personajes son, más bien, actantes, en un escenario dialógico, carnavalizado pero mantenido bajo estricto control por la economía y la efectividad del lenguaje con que se lo narra. La novela impresiona, desde el comienzo, por la sobriedad tersa del discurso, que se va desenvolviendo mientras el lector, llevado por el hilo de la anécdota, se interna por los vericuetos de un territorio existencial marcado por hiatos, reticencias y socarronerías.

En los sentidos antes señalados, Trabajos del reino puede ser considerada, entonces, como una novela de aprendizaje, es decir, como un viaje hacia adentro, donde el personaje pasa por distintas etapas hasta alcanzar una comprensión más cabal del mundo en que se mueve. Esencialmente enfocada en el tema afectivo, esta forma de composiciones integra elementos psicológicos, sociales, emocionales, sexuales e intelectuales que se combinan para dar lugar a formas de conciencia en las que se asimila la experiencia y se la conceptualiza bajo la forma de valores y enseñanzas de vida. La evolución de Lobo integra todos estos niveles, en un desarrollo paralelo y simétrico al de las composiciones que él produce como parodiado “intelectual orgánico” del narco-mundo.

Si el universo del poder ha sido siempre uno de los principales focos de atracción para la representación literaria, es no sólo porque la autoridad y la fuerza irradian una polisemia difícilmente hallable en otros temas, sino también porque el ritualismo que rodea al poder, intensifica su valor aurático. El poder absoluto comunica las ideas de algo único, excepcional e irrepetible, en cuyo espacio todo es posible. Allí caben celebraciones y conflictos, fiesta y tragedia. Al mismo tiempo, el ámbito del poder aparece siempre como un polifacético juego de espejos. Efímero y eterno, sólido y vulnerable, el poder siempre esconde tras máscaras, ardides y traiciones, intrigas y contubernios, operando como fuente de constantes resignificaciones.

Segmentada, caleidoscópica, escueta y profunda, la novela despliega en un rápido recorrido las instancias de construcción y destrucción de un universo que contiene, en todos los sentidos del término, las fuerzas que llevarán a su aniquilación. Este proceso es narrado desde la mirada ex-céntrica de la credulidad y el desamparo de un personaje que, siendo periférico al centro de poder, se constituye en el punto de mira a partir del cual el universo representado es deconstruido y reinterpretado.

Lobo representa, junto a los demás aspectos señalados, el arte en busca de mecenazgo, y también la condición antigua del “arte por encargo”, que condujo a la creación de obras maestras y que ha sido cooptada y degradada por los mandatos del mercado neoliberal. La producción artística, reivindicada como un espacio emancipado en el que los valores estéticos son vistos desde perspectivas idealistas y románticas, se ubica claramente, en las etapas más tardías de la modernidad. En tiempos de globalización, se explora el resquicio que queda entre poder y libertad creativa. Ésta es la coyuntura que desarrolla la novela, en la que se superponen los residuos de la influencia aurática del arte a los procesos de mercantilización del producto simbólico, donde la reproductibilidad de las obras (las grabaciones que el Rey promete a Lobo, por ejemplo) se convierten en una recompensa irresistible. El restablecimiento final del “orden” sería una concesión al status quo si el lector no tuviera la capacidad de percibir en el desenlace de la novela la propuesta de un equilibrio inestable y fugaz, más allá del cual la violencia y la corrupción del sistema sobreviven a la debacle.

Jorge Alan Sánchez Godoy ha observado que sobre todo en sus inicios, la “identidad devaluada” y estigmatizada de la narcocultura dio lugar a una construcción simbólica en la cual se articularon códigos axiológicos, mecanismos de legitimación, lógicas de poder y distintas formas de expresión estética y mítico-religiosa que fueron constituyendo el imaginario del mundo vinculado al tráfico de drogas, otorgándole el sentido de una contracultura de resistencia y transgresión al control estatal. Con el aumento de la urbanización y la inserción del narcotráfico en las ciudades y en los sectores medios y altos de la sociedad, la narcocultura pasó a ser considerada “legitimadora de un universo absorbido por un hedonismo a ultranza, un individualismo, un utilitarismo y una búsqueda de prestigio social” (85-86). Una mezcla de ambas instancias se percibe en Trabajos del reino, donde la inserción rural del cartel y las formas de su funcionamiento comienzan a deslizarse hacia etapas menos articuladas a la base comunitaria.21

Si el poder, en sí mismo, es un intrigante sistema de signos, al cantante tocará la función de captar su ethos y traducirlo a los términos de una música ocasional y pegadiza, destinada a naturalizar una versión esquemática de los sucesos en los imaginarios de la comunidad, hasta que la maduración de su experiencia introduzca la conciencia como elemento que distorsiona el pacto mercantil del arte por encargo.

¿Qué hay en un nombre?

 

Se sabe que una de las formas de analizar la relación entre lenguaje y realidad ha sido, en los estudios de filosofía de la lengua, el estudio del nombre propio, como forma de identificación y mecanismo de (auto) reconocimiento. El nombre forma parte de los procedimientos de socialización del individuo, pero habla, al mismo tiempo, del sujeto nombrado o del proyecto a partir del cual el apelativo fue adjudicado. Un nombre histórico, común, jocoso, de moda, familiar, melodramático, inspirado por personajes de significación cultural, de resonancias bíblicas o mitológicas, mobiliza campos connotativos cuyo significado alcanza al sujeto de diferentes formas. Ha llegado a afirmarse que, sobre todo, cuando la singularidad del nombre es muy notoria, de manera inconsciente el individuo encamina gran parte de su energía vital a “parecerse” al nombre que lo nombra, es decir, a equiparar su vida, su personalidad y sus atributos, a las expectativas que acompañan al nombre que le ha sido asignado. Por lo mismo, la supresión del nombre es un gesto significativo, que forma parte de la semiótica del texto. Señala al sujeto al anonimizarlo, vaciando el espacio de socialización de la identidad al eliminar una referencialidad compartida. El sujeto es reducido, así, a la letra o el signo. El personaje sin nombre es visto sobre todo como función, dispositivo, actante o agente que se mueve en el territorio de la narración. Para algunos autores, el personaje sin nombre es como un punto en un mapa cultural, una localización que existe con prescindencia de sus particularidades biográficas, caracterológicas, etcétera.

En Trabajos del reino y en las otras novelas de Yuri Herrera los personajes no tienen nombres propios porque se quiere resaltar sobre todo su funcionalidad en el relato, los papeles que cumplen y los momentos narrativos que señalan su lugar en la historia y en un mundo que él/ella comparte con otros, y al cual ayuda a configurar. A diferencia de las obras de otros autores en los que este recurso se utiliza como forma de vincular el anonimato del personaje a la deshumanización y la enajenación (en Kafka, por ejemplo), Herrera abstrae el momento de personalización, dando una versión postmoderna, aligerada, desdramatizada y exenta de trascendentalismo, de ese procedimiento. En la narrativa del escritor mexicano la fuerza del contexto explica por sí misma a los personajes, los cuales aparecen sutilmente presentados, en trazos definidos, pero sin abundancia de detalles, como si hubieran nacido para protagonizar el papel que se les asigna. Cada uno constituye un epifenómeno de la ficción, esfumándose luego hacia el horizonte imaginario del que proviene.22

Sobre el tema del nombre podría desplegarse una larga elaboración, que contextualizando cada caso en su género (ciencia ficción, narco-narrativa, etc.), encuadraría la omisión del nombre propio en un espacio particular de significación. Para el caso de Trabajos del reino, valga decir que la novela está armada sobre la base de espacios y personajes que encarnan atributos conocidos, cargados de sentido, y que son definidos por su funcionamiento específico. El valor icónico de cada uno constituye un enmarque formalizado y al mismo tiempo vacío, que la anécdota va llenando de contenidos propios. Todo es nombrado en un sentido hiperbólico y desiderativo. “El reino”, “la Corte”, “el Rey”, “el Artista”, “el Palacio”, “la Niña”, “el Periodista” son nominaciones que apuntan al deseo (al modo en que cada uno define su territorio existencial) y al campo simbólico y emocional que éste define. Es esa proyección subjetiva la que se pega al sujeto/objeto y lo recubre de un aura celebratoria, lo consagra al nombrarlo. El desarrollo narrativo muestra que todos son menos de lo que indican los calificativos que los señalan, es decir, revela la calidad de simulacro del reino como espacio representativo de un poder asentado en el registro farsesco que instala la novela.

Del reino monárquico real que sirve como referente paródico a la novela, al cartel como espacio autoritario y autocontenido: la historia se manifiesta primero como tragedia y después como farsa. Pero lo que importa no es nuestra visión, sino la de los personajes, ya que la realidad es un fenómeno de creencia, que funciona primariamente dentro del círculo de fe que la contiene. La farsa, el simulacro, la teatralizada evolución de la anécdota, muestran la persistencia del poder como principio ineludible de los imaginarios colectivos y, al mismo tiempo, su degradada actualización como espacio delictivo y sustraído a los principios de la ética. Pero como en la monarquía, subsisten en el “reino” de Herrera la ostentación, el personalismo, y la megalomanía. La corte es un espacio cerrado y estructurado donde el concepto de soberanía se mantiene como simulacro, dotado como está de vulnerabilidad y provisionalidad. El poder es vivido como eterno y absoluto porque se trata de un espacio eminentemente ideológico, productor de falsa conciencia, donde los personajes existen y tienen sentido capturados como están por el performance general que los engloba.

La imagen del cuerpo como forma metafórica que ayuda a materializar la noción de poder se desarrolla a lo largo de la novela en distintos niveles. No sólo se trata de la corporalidad del Rey (su empaque autoritario, sus limitaciones sexuales, su aura) y de la del Artista (sus necesidades, sus deseos) sino también del cuerpo social y del cuerpo comunitario. El dualismo vida/muerte y todas las instancias intermedias (la precariedad, las heridas, la tortura, la pudrición, la muerte) permiten avanzar la idea de la soberanía desde su ángulo biopolítico, advirtiendo cómo el poder se fortalece al entronizarse en el cuerpo social y se debilita cuando éste es atacado. Siguiendo a Roberto Esposito, Carlos Ávila ha notado esta relación orgánica entre poder y corporalización, señalando cómo la idea del mal endógeno que se interioriza en el cuerpo social lo ataca desde adentro, por infiltración y transgresión de las barreras inmunitarias. En Trabajos del reino la caída comienza cuando un capo se mete en los dominios del Rey y se desencadena la violencia. La incierta identidad del Traidor es una intriga palaciega que se cobra varios muertos. La infiltración del Artista en la corte del otro capo es también un elemento ajeno que contamina el cuerpo socio-delictivo del cartel contrario. Es como si la “pureza” (inalcanzable) pudiera ser la única garantía de continuidad para el cuerpo microsocial, que no tiene defensas contra elementos exógenos.

El estilo fabulatorio de la narración concuerda con la categorización de personajes cuyos atributos rebasan la singularidad del nombre dando lugar al semi-anonimato del apodo y a la representatividad social que los distingue. Cada uno tiene un papel que cumplir dentro de esa estructura, que da sentido a su presencia en la Corte como espacio selecto y reducido. El nombre propio es, como ya se indicara, una convención que se apoya en el grupo social que la comparte. Su carácter puramente denotativo está en Trabajos del reino reemplazado por un campo de connotaciones que fortalece la red social del grupo y su carácter clandestino, donde cada individualidad existe tras un alias que la encubre y la protege. Si el nombre es la ruta que en la sociedad se abre hacia el significado de la individualidad, como vínculo entre signo y referente, en la novela de Herrera la singularidad está sacrificada a la categorización de las funciones, ya que el cartel, como máquina de guerra que existe más allá de la órbita estatal, opera asolando la institucionalidad o filtrándose en ella para desnaturalizarla y descalificarla. El principio autoritario presidido por el capo se cumple a través de la delegación de funciones y del estratificado ordenamiento que se les asigna.