"Nosotros, los bárbaros": tres narradores mexicanos en el siglo XXI

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Z serii: Pública Critica #14
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Una red de ambigüedades, especulaciones y titubeos van construyendo el discurso de la impunidad sobre la base de justificaciones, naturalización de los hechos, presunciones y arbitrariedades que conducen a que “veinte minutos después de estar operándose la salvación de los mineros, de improviso los directores dieron la orden de suspender los movimientos y fueron cerradas las entradas de la mina” (IMB 18). Esta decisión sella la suerte que correrían los mineros atrapados, cuyo número no había sido aún establecido. Se determina, sin embargo, que cinco minutos de absorción de las emanaciones de la mina y del humo del incendio bastarían para matar a cualquier ser humano, con lo cual se suspende la búsqueda de supervivientes. Seis días después, al abrir las bocas de salida, se descubrió que la cantidad de muertos ascendía a 87, “no diez ni cuarenta y dos, [y] que en el nivel 207 había siete mineros vivos” (IMB 20).

Las acciones y declaraciones de alcaldes, jueces, directores y gerentes de la empresa minera, a la que se van sumando periodistas, fotógrafos, y otros, proveen una retahíla de afirmaciones categóricas sobre la situación, basadas en especulaciones o en interpretaciones infundadas, como las que manifiestan que la comunidad de mineros no se dejaba impresionar por la posibilidad de la muerte por su familiaridad con el peligro, y que incluso algunos estaban dispuestos a simular la muerte para que sus familias cobraran indemnización. Se empieza a especular, también, sobre las causas del fuego, insinuándose que pudieron ser culpa de la desidia de los trabajadores.

Culpables, héroes y víctimas van emergiendo de lo que parece un verdadero descenso por los círculos del infierno. La oscuridad, el ahogo, el terror, la soledad y la desesperanza de quienes permanecieron en distintos estratos de la mina incendiada semejan la ilustración de una condena mítica que alegoriza la perdición humana en una dimensión escatológica. Los materiales en que se apoya Herrera, tanto documentales como periodísticos (notas, comentarios y fotografías) son presentados con una objetividad escueta que resalta más que cualquier acotación, la insensibilidad y sordidez que revela la desconexión humana entre los distintos segmentos de la población que convergen en torno al hecho catastrófico del incendio en la mina. Las secciones tituladas “La espera” y “Los sobrevivientes” nos adentran en el clima de respuesta caótica al desastre, y el lector se siente involucrado en la tensión y en el desorden que explican la pérdida de vidas que pudieron salvarse.

Una versión dominante de lo sucedido se va interiorizando como “la verdad” de los hechos, repitiéndose como para reafirmar su estudiada coherencia, pero el único testimonio fotográfico da indicios claros de subjetividades perturbadas por sus vivencias y por la obligacion de disimular sus sentimientos. El cuerpo comunica sus dilemas en su propio idioma de gestos, reticencias y señales, que Herrera se propone descifrar:

En la foto se ve a los siete sobrevivientes, descalzos, impolutamente vestidos de blanco, con las manos sobre las piernas, salvo uno de ellos, que recarga su brazo derecho sobre el hombro de un compañero. Todos están afeitados o tienen el bigote limpiamente recortado y miran a la cámara. No parecen haber salido del infierno: la semana de inanición bajo tierra no se refleja en sus miradas ni en sus cuerpos, salvo uno de ellos, el primero de izquierda a derecha, en quien puede advertirse una furia silenciosa: aprieta los labios, enarca las cejas. Pero, como se ha dicho, nadie registró lo que pensaba o sentía en ese momento. (IMB 45-46)

Como en un ejercicio semiótico, la disposición de los cuerpos denota orquestación y falsedad: la fabricación de un orden que niega la posibilidad de su resquebrajamiento y la violación de su inherente artificiosidad. Las palabras y las imágenes no entienden lo que pasa.

Pero las víctimas no se encontraban sólo dentro de la mina, sino también atrapadas en el área que la rodeaba: se trata de las familias de los mineros, principalmente sus mujeres e hijos, prisioneros también de un sistema que no ofrece salidas ni reconocimiento de la humanidad de quienes lo sustentan. La cuestión del género aflora de múltiples maneras cuando se fija la atención en las mujeres, símbolos de la humanidad y lo doméstico, del sustento cotidiano de la vida y de la precariedad de la comunidad minera. La superstición indica que son un “augurio funesto” en las minas, por lo cual deben ser mantenidas lejos de las entradas por las que van emergiendo los restos de cadáveres. Pero la victimización material, cotidiana, de la mujer se extiende a su humillación pública, ya que son interrogadas sobre aspectos íntimos relacionados a su asociación con los mineros a efectos de recibir indemnización, debiendo desplegar detalles de sus vidas, estado civil, formas de convivencia y traumas pasados. Sus respuestas a los interrogatorios deben ser acreditadas por testigos masculinos, que refrenden sus declaraciones y las confirmen como fidedignas, ya que la palabra de la mujer no tiene valor de verdad. El narrador resalta el hecho de que ni las mujeres ni muchos de los hombres de la comunidad sabían siquiera firmar, cuando menos defender sus derechos o conseguir revelarse contra las condiciones de explotación laboral. Como señala el texto, “en el expediente de la investigación las mujeres aparecen como seres incompletos, callados, sin voluntad ni fortaleza” (IMB 50). Ejemplar es el caso de María Luz Barrios, cuya declaración requiere veinte firmas que acrediten sus palabras. “Veinte”, reitera el narrador, enfatizando el irracional ensañamiento del sistema contra sujetos vulnerables y golpeados por la tragedia.

Cuerpos humanos vs cuerpos de ley

Desde sus primeras aproximaciones al tema, Herrera señala que una de las orientaciones de su estudio sobre el incendio en la mina sería analizar el modo en que las narrativas legales intervienen en la formación de la memoria colectiva. En este sentido, la perspectiva independiente de su análisis logra observar las fisuras del discurso oficial, sus vacíos y sus contradicciones, impugnando las versiones que las autoridades de la mina manipularon con la complicidad de peritos oficiales e informes judiciales. Descubre así realidades inherentes a la explotación laboral y al encubrimiento de la catástrofe. El peritaje, llevado a cabo después de que la mina hubiera sido limpiada, eliminando así indicios de lo sucedido, se despliega como una serie de saberes y prácticas en las que médicos, ingenieros, fotógrafos y traductores se complementan para producir un informe que liberara de responsabilidad a los responsables de ese yacimiento. El narrador del texto señala que todos estos “saberes” circulan por el espacio oficial en una especie de ventriloquia burocrática: “Los secretarios del juzgado son traductores de voces: escuchan a ciudadanos sin calificación para dialogar con la ley y convierten su voz singular, pedestre, en una voz universal y neutral que pueda encajar en los códigos con que funciona el proceso” (IMB 63).

Como era de suponer, la indagacion legal termina señalando la inimputabilidad del hecho, insinuando que pudo haber sido responsabilidad de algún minero, y se archiva el expediente (IMB 67).

Pero la crónica de Herrera no se limita a referir las alternativas del suceso y los procesos que rodearon la muerte de los mineros, sino que testimonia también acerca de sus condiciones de vida, haciendo referencia a los míseros sueldos que recibían los trabajadores, algunos de los cuales tenían apenas 14 años. Siguiendo puntualmente testimonios y archivos, la voz autorial se reserva el derecho de resaltar de manera explícita, con repeticiones puntuales, aspectos del relato que no pueden pasar desapercibidos: “Vale la pena subrayar algunas cosas que impresionan al perito: que los mineros pueden usar los baños sin tener que pagar por ello […] (de verdad dijo esto)” (IMB 71), con lo cual el autor se rehúsa a validar o a dejar deslizar aspectos flagrantes del discurso oficial sin enfatizar su importancia para la interpretación de los hechos. Ver, por ejemplo, las clarificaciones que se incluyen en el texto en ocasión de las declaraciones de José Linares, quien fuera “el último en salir”. El narrador toma la palabra para señalar la manipulación de estos testimonios, insistiendo en el tiempo y lugar en que fueron realizados. Tales intervenciones van seguidas por el párrafo que comienza “Tres cosas dice este testigo…” en el que el narrador recalca los elementos esenciales en el testimonio de Linares, y el modo en que fueron contradichas o relegadas sus afirmaciones (IMB 75-76). Se trata, entonces, de un narrador fuertemente comprometido con su texto, y con el objetivo final de esclarecer las circunstancias y responsabilidades del hecho.

Finalmente, el libro de Herrera vuelve en “La fosa” sobre el tema recurrente de los cadáveres y del tratamiento que reciben por parte de la compañía minera y el Gobierno del Estado. El entierro de todos en un lote común “es un último gesto de la Compañía para dejar claro lo que antes practicaba en términos de explotación laboral: que todos esos cuerpos, vivos y no vivos, eran de su propiedad” (IMB 77). El gesto es paradigmático con respecto a las estrategias de explotación y disposición de los cuerpos de los trabajadores, considerados engranajes en un sistema productivista y deshumanizado, que no se detiene a evaluar el valor de la vida y las repercusiones de esas muertes a nivel familiar y comunitario. En descripciones brutales, que no evitan el grotesco que ilustra sobre la truculencia de los hechos (IMB 91), el texto de Herrera se refiere a las formas que asumió y que debió haber asumido el duelo, si no hubiera estado mediado por el autoritarismo de la compañía, en lo que parece una torsión kafkiana de circunstancias que despersonalizan el hecho y lo manejan desde arriba, como movido por los hilos de un poder anónimo, invisible y despiadado.

 

“Los muchos días siguientes” se detiene semióticamente sobre los elementos recordatorios en el Parque Hidalgo, el kiosko y las placas, la complicidad de los textos que allí se inscriben (ninguno dedicado explícitamente a los mineros caídos), y sus posibles interpretaciones. Pero, sobre todo, Herrera incluye en su relato el modo en que el silencio de la región se va poblando con elementos de resistencia y de organización sindical, que constituyen una forma productiva de interiorizar la lección de la historia. Muestra la pugna entre la organización obrera y el modo en que los medios de comunicación interpretan los indicios de movilización ideológica en Pachuca, y la forma en que tratan de absorberlos con la idea de que en torno a la mina se ha construido “un espacio de concordia” (IMB 196). Pero las últimas páginas consignan, una a una, las instancias de organización y protesta de los trabajadores: la huelga de 1923, las protestas ante los despidos en 1930 y la fundación de la Alianza de Trabajadores Mineros, la constitución del Sindicato Industrial de Obreros y empleados Mineros, Metalúrgicos y Similares de la República Mexicana, luego Sindicato Nacional de Trabajadores Mineros, Metalúrgicos, Siderúrgicos y Similares de la República Mexicana en 1934, la formación de cooperativas, etc., hasta que en 1947 “ante la dificultad cada vez mayor para encontrar plata, los inversionistas y administradores estadounidenses abandonan las minas del Estado” (IMB). En 1950 las minas se convierten en propiedad paraestatal, y luego de nuevos accidentes (1965), huelgas (1980) y fuertes demandas de seguridad laboral (1985), son finalmente privatizadas a finales de los 1980, procediéndose a su paulatino cierre y desmantelamiento.

Creo que ningún texto de Yuri Herrera debería ser leído sin conocer antes El incendio de la mina El Bordo, un relato temprano manejado con profunda madurez, en el que afloran sus mejores intuiciones de narrador. Se ve en él, sobre todo, su sensibilidad, su compromiso y su preocupación con el complejo tema de la verdad y el simulacro, que sus obras escudriñan poética y políticamente, en el registro de la ficción.

Trabajos del reino: “Primero como tragedia y después como farsa” 14

Tragedia, mito, fabulación y farsa

Alambicada y contundente, la primera novela de Yuri Herrera constituye uno de los productos más refinados de la narrativa latinoamericana contemporánea.15 Trabajar a partir de los imaginarios colectivos, como se alega en el comienzo de este estudio, y no sobre la materia prima y cruda del entramado político y social y, menos aún, sobre sus más puntuales ocurrencias, tiene la ventaja de enfrentar al autor con un cúmulo elaborado y diversificado de creencias, imágenes, símbolos y conceptos que constituyen ya, de por sí, una argamasa estético-ideológica pasible de adquirir nuevas formas y sentidos, al ser manipulada por la labor poética.

El texto tiene como centro neurálgico el mitificado espacio del cartel, aunque no se adentra de manera explícita en el fenómeno del narcotráfico, uno de los aspectos más representativos del capitalismo tardío, en el que se remeda perversamente la lógica del sistema total, que ha diseminado sus lecciones a todos los niveles de lo social. En efecto, el narcotráfico puede verse, en este sentido, como una puntual interiorización de la pragmática de acumulación y de reproducción del capital, y de conquista y transnacionalización de mercados, consolidada globalmente desde el colonialismo. Las instancias de acumulación primitiva que incluyen la anexión de territorios y la apropiación de recursos, sujetos y espacios naturales y civilizatorios, tiene su contraparte en esta forma clandestina de intercambio transnacionalizado, la cual se expande a campos mucho más amplios que los de producción y comercialización de drogas. El campo abierto por la narcocultura abarca hoy, adicionalmente, el negocio de la “protección” de personas y propiedad por parte de las bandas que asolan el país, la extracción y comercialización ilícita de recursos naturales, el control territorial, el secuestro y el reclutamiento forzado de individuos para distintas tareas u organizaciones. Con la misma perversidad con la que el capital impuso mundialmente su ethos de subsunción de la vida a la lógica de la ganancia, el narcotráfico ha instalado, con la obvia complicidad de los gobiernos de turno, su régimen de terror, expoliación y devastación de individuos y comunidades. Estas actividades proveen coartadas que facilitan al Estado procesos de militarización, control poblacional y apropiación de territorios y recursos. Acompañados por una proliferación discursiva que sustenta el ejercicio despótico y sangriento del poder, tanto el macrosistema del capitalismo global como su remedo clandestino, persiguen finalidades similares: el enriquecimiento desmedido de la cúpula, por cualquier medio, y la explotación de quienes sacrifican su energía vital y sus lazos comunitarios. El cuerpo humano se convierte en pieza de un mecanismo que, como Marx advirtió en sus estudios sobre la relación capital/trabajo, y como ya se recordara en relación a la minería, vampiriza al sujeto mientras celebra y fetichiza el valor del objeto.

En los imaginarios colectivos, cierto revanchismo popular interpreta este paralelismo como una forma de desobediencia civil, que desenmascara la corruptibilidad del poder político, y demuestra la hipocresía de sus pretensiones de consolidar algún tipo de orden social sobre la base de la extrema desigualdad y la injusticia política y económica. A no dudarlo, el pueblo reacciona con repulsión a los devastadores métodos del narcotráfico, a los que se adjudica la mayor responsabilidad en la creación del caos social y en la instalación de regímenes de terror. No obstante, la folclorización de esta estructuración paralela de poder/ganancia permite interpretar con cierto resarcimiento el registro farsesco de los narcoimperios, mitificados como espacios autónomos dentro de la nación e incluso a nivel transnacional.

El trágico fracaso de las democracias, el convergente crecimiento del capital globalizado, y la constante celebración oficial del objeto frente al sujeto, invitan a observar con curiosidad y a veces hasta con inevitable admiración, el grado de organización que se atribuye a los carteles, el poder de sus jefes, el boato de sus imaginadas haciendas, y sobre todo, la consecución de todo lo que en la modernidad capitalista se llegó a valorar como logros mayores: la acumulación de capital, la vida lujosa, las conductas individualistas y la adopción de un estilo de vida hollywoodense, sin reglas ni ataduras. Las admiradas fugas de los penales de alta seguridad, el lucro sin sometimiento a trabajos convencionales que explotan por salarios mínimos y el poder de criminales que hacen arrodillar al mismo Estado son suficientes para catalizar la glorificación de esta contracultura que intriga y alimenta la imaginación popular. Tal conceptualización del narco (los capos, sus acciones, sus posesiones y su poder simbólico) varía según los estratos sociales, acentuándose la fascinación por el narcotraficante como (anti)héroe y hasta como figura redentora, en los sectores populares.16 Construido como imagen de masculinidad antihegemónica, el jefe del narco adhiere, asimismo, a modelos ya formalizados de machismo, rebeldía contra el sistema, desprecio por el peligro y valor para enfrentarlo.

En una entrevista realizada por David Thelen a Carlos Monsiváis, el cronista mexicano enfatizó la vinculación del paradigma de la narcocultura con modelos diseminados por los medios de entretenimiento y de comunicación audiovisual, particularmente películas, canciones y series televisivas, que se refieren a las formas de vida y a la personalidad de los jefes del narco como remedos de los personajes encarnados por John Wayne y Randolph Scott en el cine estadounidense. Para Monsiváis, películas como Scarface (Dir. Brian di Palma, 1983) materializaron un estilo de outlaw basado en el despliegue de un habitus contracultural que inspiraba a la vez fascinación y rechazo. Este tipo de personajes, y las tramas que protagonizaban, concentraba una serie de registros psicológicos, sociales y afectivos que quedaron grabados como una alternativa a los tipos dominantes considerados paradigmas del estilo de vida americano de clase media. En palabras de Monsiváis,

Los consumidores de drogas en Estados Unidos son una realidad, pero en la mentalidad mexicana lo fundamental es el papel de los narcos; se ve en las canciones, las películas y los estilos de vida. John Wayne ha llegado a influir hasta en la forma de caminar de los narcos. Éstos piensan que van a las ciudades como John Wayne y Randolph Scott entraban a los salones.

La industria cultural ha afectado más de lo que uno creería. Los narcos trataron de ser norteños en un sentido nuevo en México, que no existía antes de los años sesenta, norteños como John Wayne o el hombre de Marlboro, o Clint Eastwood o un veterano de Vietnam convertido en hombre del FBI. Puede no ser consciente, pero la forma de caminar de los narcos, su ropa, su idea de lo masculino, la obsesión con las armas –todo viene de los westerns americanos. John Wayne tenía su revólver. Y el narco es el hombre por excelencia, con cantidad de armas. (621, mi traducción)17

Como señalara hace tiempo Beatriz Sarlo, “con el imaginario no se discute”, no porque no se puedan impugnar sus “razones”, sino porque su misma constitución tiene que ver más con la imaginación, la necesidad y el deseo, que con las lógicas y los principios de lo real. Poco importa, en estas construcciones, que los modelos que se asimilan para configurar el mito del narco se ajusten en mayor o en menor medida a la realidad. Lo que importa, desde el punto de vista de las subjetividades a las que ese imaginario se dirige, es que éste cumple una función compensatoria y de resarcimiento, donde las imágenes del héroe y del bandido se encuentran desde siempre confundidas, porque se oponen a la fuerza represiva del poder policial, a las restricciones de la ley, al castigo del sistema, y al autoritarismo del Estado.

Los jefes del narco protagonizan, de acuerdo a estas formulaciones de la imaginación, una vida de aventuras y lujos, en la que abundan las fiestas, la violencia, los vicios y el libertinaje, valores todos celebrados por los medios de comunicación y de entretenimiento (TV, cine, videojuegos, etc.), donde fulgurantes personalidades cobran fama y reconocimiento social. Los crímenes del narco, aunque inspiran temor y se nutren de la inseguridad y la desprotección popular, tienden a ser fácilmente relativizados, ya que se trata de individuos que representan las aspiraciones colectivas y que provienen de situaciones sociales precarias con las que mucha gente se identifica. Aunque tales elaboraciones no sean sólidamente asimiladas por la totalidad de la población, constituyen condensaciones mítico-poiéticas que circulan como fábulas a nivel colectivo. 18

Como ha indicado Jorge Alan Sánchez Godoy,

La narcocultura ha logrado permear en gran medida la sociedad con sus hábitos y valorizaciones, deslegitimando las instituciones sociales anteriores a su aparición. Por tanto, esta manifestación representa un conglomerado significativo mucho más extenso que el que aseguran algunos investigadores del tema, que no sólo incluye a un sector mafioso que resiste bajo las trincheras de una “subcultura”, sino amalgama una multiplicidad de actores y expresiones que se (re)construyen, reproducen y legitiman, día con día, en esta construcción imaginaria de raíces eminentemente campiranas. (99)

Éste es el ángulo que Trabajos del reino (2004) (desde ahora, TR) emplea para aproximarse, creativamente, al constructo colectivo que es la narcocultura mexicana, no para decir la verdad sobre el narco sino para decir su mentira, es decir, para elaborar la trama de hilos imaginarios a que el mito del narco ha dado lugar en un país donde “las redes imaginarias del poder político” son increíblemente intrincadas y turbias. Ninguna verdad sobre el narco va a destruir su mito; pero la representación de su mentira, de su ethos farsesco –es decir, de su carácter performativo, de su identidad teatralizada–, el cual incluye una intensa megalomanía, puede ilustrar el modo en que funciona la cultura, en general, como fenómeno de creencia, o, para decirlo mejor, como ideología, es decir, como construcción y diseminación de falsa conciencia. Trabajos del reino construye y deconstruye ese mito en el registro de la ficción.

En los imaginarios populares la figura del narco articula uno entre muchos estereotipos que han surgido en relación con la subcultura vinculada al tráfico de drogas y a actividades delictivas afines, entremezclándose, a su vez, por continuidad, con diversos tipos fronterizos: el mojado, el pollero o coyote, el capo del cartel, el halcón, las mulas. Todas estas imágenes están constituidas a partir de un recorte de rasgos, atuendos, poses, lenguajes y hasta de tipos físicos, cuyos perfiles, no exentos de elementos racistas, sexistas, etc., son reproducidos vez tras vez, llegando a formar un verdadero repertorio de imágenes y narrativas específicas y serializadas.19 La animalización de esas identidades, asimiladas a rasgos o funciones particulares, es interesante de por sí, ya que capta atributos esenciales del papel de cada elemento dentro de la red organizativa del narcotráfico y en general de las bandas delictivas, naturalizándolos como si fueran propios de la identidad asignada al sujeto (a la mula corresponde cargar la droga, al pollero conducir a los migrantes o “pollos”, etc.).

 

Sin embargo, como pertinentemente ha señalado García Godoy, tales consideraciones y formalizaciones ideológicas deben historizarse, ya que los imaginarios del narco varían en distintas regiones y períodos, dando lugar a un amplio espectro de atribuciones de valor a los personajes y a las actividades en las que se involucran. En ese sentido,

Hablar del narcorcorrido es considerar, también una constante evolución. En un principio, los narcocorridos tenían una fuerte relación (aunque un tanto transfigurada) con el arquetipo del bandolero y héroe popular regional [como se ve en las figuras de Heraclio Bernal y Jesús Malverde {Sánchez Godoy 97, n. 52}] Estos figuraban como una forma de resistencia al poder del Estado y exaltaban su representación de valiente burlador de la autoridad y habilidoso transgresor de la ley; sin embargo, el tema del contrabando de drogas aparecía de manera indirecta. Es a partir de los ochenta cuando “se desvanece por completo en los corridos de los narcotraficantes el sociograma del valiente para dar lugar a la tematización directa del contrabando de narcóticos” (Héau y Giménez 651). De esta manera, el narcocorrido sinaloense elimina toda connotación social, política y diluye su vinculación con el pueblo y con la tradición épica, para enfrascarse en la nueva empresa, ahora, hedonista, utilitarista e individualista. (Sánchez Godoy 97)

Sin ignorar las sustanciales diferencias estéticas, ideológicas y epocales, lo mismo puede verificarse en otros casos de literatura focalizada en torno a subculturas (la picaresca, el farwest, la mafia) donde la construcción imaginaria de personajes, situaciones, espacios sociales, etc., supera y altera los referentes que dieron lugar a esas elaboraciones culturales, cristalizando en su lugar ciertos rasgos que se asimilan como verdaderos. Lo mismo sucede con la representación de las relaciones de poder que tales subculturas asumen en el mundo imaginado. La relación entre los personajes que forman parte de estas construcciones alternativas y la cultura dominante es también, a su vez, estereotipada, aunque en algunos casos la complejidad de las condiciones socioculturales que constituyeron el contexto histórico de tales fenómenos logró plasmarse en narrativas ricas e iluminadoras. Figuras como la del sicario, el compadre o el dealer, aparecen asociadas, con frecuencia, a “tipos nacionales” (el colombiano, el mexicano, el gringo), a quienes el cine y la TV han adjudicado características que se apoyan en diferencias de lenguaje, costumbres y comportamientos relacionados con las funciones que cumplen en torno a la comercialización de sustancias ilícitas. Tales simplificaciones facilitan la popularización del producto cultural haciéndolo fácilmente serializable y asimilable por parte de diversos públicos.

A nivel ideológico, todo lo que se viene analizando se encamina a recordar que los imaginarios integran, reelaborados y sublimados, elementos que forman parte de la conciencia social, la cual está impactada por las ideas dominantes, que se diseminan y reproducen socialmente. Estos procesos implican, a no dudarlo, distorsiones que reducen, simplifican, hiperbolizan, idealizan o demonizan experiencias colectivas. Estas operaciones cumplen funciones sociales específicas (compensación, desquite, distracción, negación, seudoexplicación, etc.) y se interiorizan como verdades que no requieren demostración.

Asimismo, estrategias gubernamentales referidas directamente al tema del narco contribuyen a mantener en la oscuridad las causas verdaderas de la situación actual, y la complicidad de empresarios y políticos en las operaciones del crimen organizado. El discurso oficial legitima el constante estado de guerra civil a nivel nacional, a partir de la fundamentación de la lucha contra el narcotráfico, ocultando bajo esa retórica del bien contra el mal la incapacidad para gobernar. Al mismo tiempo, la opinión pública es desviada de otro tipo de crímenes o de acciones políticas y económicas que quedan impunes, mientras la lucha por rutas, territorios y plazas de distribución de droga ocupa la primera página de la prensa periodística, escrita y televisiva.

Yuri Herrera se refiere expresamente a todos estos temas en la conferencia titulada “Semántica del Luminol”, en la que se utiliza la imagen de un México encerrado por la cinta amarilla con la que se delimita el espacio de un crimen para codificar y taxonomizar sus indicios. Según Herrera, en un país en el que se intenta controlar por medio de mapas y estadística la información sobre crímenes que generalmente quedan impunes, en 2011 se llegó a prohibir la interpretación pública de narcocorridos por considerar que éstos exaltan la figura del capo como héroe, estimulando la simpatía colectiva hacia las “hazañas” del crimen organizado. Como explica el escritor, “La censura no detiene la violencia, sólo aspira a controlar cómo es simbolizada” (4).

El contenido político y no ya sólo social, ético y securitario del tema del narco se revela cuando se compara la situación que éste atravesó sobre todo después del período del PRI, durante el cual “el narco funcionaba a través de cacicazgos regionales coordinados por un capo que organizaba, conciliaba y negociaba con el gobierno central”. Con posterioridad, señala Herrera, “este acuerdo se rompió, y con la atomización de los grandes grupos vino una disputa por los territorios de cultivo, industrialización y transporte de los estupefacientes”, y la violencia se generaliza (6).

Al tiempo que la política oficial se dedica a la administración de la impunidad en gran escala, se intenta controlar los imaginarios a través de la censura al narcocorrido como elemento que supuestamente colabora en profundizar la crisis securitaria. Se amenaza con cárcel a quienes sigan cultivando esa forma de música popular y a las estaciones o lugares de entretenimiento que la transmitan. Se advierte, entonces, que la temática de Trabajos del reino constituye, además de un proyecto literario y, por lo tanto, estético, también una reflexión política sobre las formas de relación entre cultura popular y poder, incluyendo el tema de la censura, y llamando la atención sobre la hipocresía del Estado y su complicidad en la existencia y protección al narco como forma de economía paralela. Éste constituye hoy en día un verdadero laboratorio social, politico y economico, en el que se ensayan formas paraestatales y transnacionalizadas de acumulación de capital y conquista de mercados. Herrera cita en su conferencia las opiniones sobre México emitidas por el conocido escritor y periodista británico Ed Vulliamy, que vale la pena reproducir: