"Nosotros, los bárbaros": tres narradores mexicanos en el siglo XXI

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Z serii: Pública Critica #14
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La comunicación es un tema constante en los relatos, porque es la clave intersubjetiva y la llave que abre las puertas del conocimiento, y da sentido a la sensibilidad y a la razón. Éste es el nucleo de “Anexo 15, numeral 2. La exploración del agente Probii”, donde la desaparición del lenguaje como patrimonio común se suma a las transformaciones que sufre “la realidad” en el planeta inestable en el cual se habían estado refugiando sobrevivientes humanos. Cada persona habla su propia lengua para comunicarse consigo misma, desplegándose como un abanico de formas sintácticas, léxicas y fónicas que convierte la comunicación en una convergencia babélica de registros simbólicos que no dependen de la palabra. La cópula es la lengua franca, a partir de la cual “se convienen relaciones, se organizan fiestas, se revelan secretos, se heredan recetas, se detallan instrucciones” (DP 112). El ámbito del lenguaje individual constituye un espacio infranqueable, un acto de espionaje o un intento de dominación demoníaca, que cuesta la vida del agente Probii. Los planes de expansión de los habitantes del noveno planeta parecen augurar la implantación de la orgía como forma de comunicación universal.

Si la comunicación lingüística (y de otros tipos) es prominente en los cuentos de Diez planetas, también lo es la reflexión sobre la (re)escritura como ejercicio en el que la noción de autor está siempre en cuestión. La función del autor puede ser impugnada, apropiada, mimetizada, etc., en el desarrollo de versiones paródicas que plantean implícitamente el tema del aura y de la originalidad. Aunque la idea y los recursos no son nuevos, se nota la intención de perseverar en una línea segura de cuestionamiento de la alta cultura como espacio de privilegio representacional.

“Zorg, autor del Quijote” entrecruza un espacio extrahumano con la capacidad de la literatura como práctica que interconecta a través de los tiempos y los espacios culturales. El relato podría dar lugar, como en Borges, a una profunda reflexión sobre cuestiones de autoría y sobre la persistencia de los clásicos a través de las épocas, aunque en el cuento de Herrera la otredad de los personajes insólitos que llevan adelante la trama relativiza el planteamiento acerca de las poéticas y sus condiciones materiales de producción y diseminación. La práctica de la literatura permite explorar “las posibilidades de la existencia”, por lo cual los esbozos de algunos de los asuntos que tocan los relatos de Herrera encierran preguntas acerca de las condiciones del conocimiento y la naturaleza de lo real: “Zorg escribía historias de seres fantásticos encerrados en una u otra manera en los límites de su cuerpo, en límites geográficos, en límites epistemológicos” (DP 82).

Sus textos exploran lo cursi y lo dramático y formas híbridas que parodian los géneros y sugieren, al hacerlo, su agotamiento o su marcada historicidad. Pero su principal esfuerzo se materializa en una reescritura trivial e irreverente del Quijote, que plantea la cuestión de las posibles recontextualizaciones de los clásicos, su funcionalidad cultural, los cambios en los procesos de recepción y la efectividad de los lenguajes consagrados en un mundo babélico. El personaje de Pirg, quien “trabajaba en un cubil propagador de historias” (DP 82) reacciona ante el manuscrito de “El Quijote” (“[u]n título corto, al grano, pegador” [DP 84]) con un inicial desdén que luego se transforma en curiosidad e interés profesional. La preocupa, sobre todo, la motivación del Quijote para aventurarse en un mundo que no lo comprende. Pirg especula:

Lo más fácil es decir que alguien actúa simplemente porque lo han herido o porque lo han llamado, pero entonces un personaje no es sino el ruido que produce una cosa al ser tocada, y eso qué. Tu personaje, en cambio, edifica sus propios motivos. Como cuando Sancho le dice que por qué quiere hacer locuras, si a él Dulcinea no le ha dado causa para estar celoso, y Don Quijote dice “ésa es la fineza de mi negocio; que volverse loco un caballero andante con causa, ni grado, ni gracias: el toque está en desatinar sin ocasión y dar a entender a mi dama que, si en seco hago esto, ¿qué hiciera en mojado?”. (DP 86, énfasis añadido)

La recuperación de la obra de Cervantes se realiza en un contexto descentralizado, que la desmitifica al tiempo que la reinscribe en una textualidad donde el lenguaje está alterado por neologismos que desfamiliarizan el espacio cultural y desautomatizan la lectura del clásico, exponiendo la obra a un nuevo sensorium, desde el cual, sin embargo, se tocan constantes narratológicas. La lectora/editora (Pirg) plantea la relevancia de la relación causal en la ficción, el modo en que este principio de la lógica dialoga con la subjetividad de los personajes y con la construcción del mundo imaginado. Toca así uno de los núcleos principales del texto cervantino: el problema de la causalidad o el determinismo en la construcción ficcional, por un lado, y la lógica propia del personaje, por otro. Esta lógica se encuentra ya inscrita en el mundo representado, al que no pertenece de facto el autor de la obra, y cuyas “verdades” responden a regímenes incompatibles con el mundo real.

El cuento de Herrera agrega otros aspectos que sugiere la lectura de Pirg sobre Rocinante y sobre algunas escenas de la obra de Cervantes, y cede a la sugerencia de incorporar en el texto naves espaciales, ya que “el anacronismo [acercará el texto] al realismo sucio” (DP 89). La intervención del texto clásico sugiere una reflexión más profunda sobre la supervivencia de la literatura, la pérdida del aura y la desmitificación de la autoría, conceptos afianzados en la modernidad, que en tiempos posmodernos se revisan de cara a la influencia del mercado en la producción y consumo de bienes simbólicos.

Desde el punto de vista compositivo, este relato presenta un rasgo que se repite en otros cuentos de la serie, por ejemplo, en “El cosmonauta”, donde las cinco primeras páginas de la historia aparecen como una introducción en muchos sentidos innecesaria para el resto del relato. En este cuento, el tema de las narices como “mapa” y los ejemplos de lo que el protagonista llega a descubrir interpretando sus indicios aparece casi como un relato aparte, con su núcleo temático y un desarrollo casi suficiente que hubiera podido desplegarse en otro sentido. El autor parece consciente de la ineficaz transición entre una parte y otra cuando aclara “todo esto es para explicar qué es lo que sucedió con el cosmonauta” (DP 29). En “Zorg, autor del Quijote” la introducción se siente también como algo despegada del resto, al incluir antecedentes que en nada impactan la historia principal de la reescritura del texto cervantino, que aparece supeditado a esos antecedentes, en lugar de haber sido introducido por ellos. En ambos casos, una temática principal que podríamos considerar más “humanística” es inscrita en un contexto formulaico atribuible a la ciencia ficción, dejando ver la discontinuidad no como un recurso interiorizado en el texto sino como un problema de composición literaria. Aunque el procedimiento de poner en diálogo contextos y productos simbólicos diversos es prometedor, lo que falla aquí es el modo de hacerlo, intentando que la historia calce en ciertos lineamientos del género de un modo que resulta artificioso. Este tipo de desarticulación interna no se percibe nunca en las novelas, y no está justificado por los lineamientos genéricos de la ciencia ficción, que se presta a ejercicios tajantes de vinculación temática, estilística, léxica, etc., y a la superposición de diversos registros. Resulta obvio que el autor se mueve con mucha mayor comodidad en territorios relacionados a la temática moderna, incluso cuando altera y desestabiliza sus parámetros, que en el campo abierto de la anticipación posthumanística.

Es útil recordar, en el estudio de la ciencia ficción, que ésta ha sido teorizada como “la literatura del extrañamiento cognitivo” (Suvin), y como un género que resulta inseparable del imperialismo y de sus gestas de colonización de territorios y de imaginarios. Si el género comienza a florecer en el siglo XIX, justamente en las décadas de expansión imperial, su desarrollo tendrá que ver con objetivos similares a los que animan la creación de colonias: el descubrimiento y apropiación de nuevas tierras y de nuevos espacios galácticos, la lucha por la hegemonía, la otrificación de seres considerados como no humanos, la usurpación de recursos, la exaltación del heroísmo de los conquistadores y la inferiorización y exterminio de los vencidos.

Según Carl Freedman, como género, la ciencia ficción está determinada por la dialéctica entre extrañamiento y cognición. Si el extrañamiento se manifiesta en la proposición de realidades diferentes a las que constituyen nuestra experiencia cotidiana, revelándose contra la normativización de “lo real”, el aspecto cognitivo tiene que ver con el intento de comprender las nuevas dimensiones y racionalizarlas a partir tanto de las convergencias como de las divergencias que éstas manifiestan con respecto al mundo empírico que reconocemos como nuestro.13 Según Suvin, si esta dialéctica está ausente y el aspecto cognitivo se minimiza, el extrañamiento queda reducido a una mera desfamiliarización de lo real, es decir, a una forma genérica de fantasía que no profundiza en los problemas que plantea. En tal caso, la ciencia ficción funcionaría, como señala Suvin, como una “subliteratura de mistificación” (Smith 3).

La descalificación que la ciencia ficción ha sufrido en el medio académico se debería, según Freedman, a la vocación pública y al carácter prosaico del género, así como a la preferencia de la crítica por la celebración burguesa de la subjetividad, claramente favorecida por otras formas de la novela (realista, sentimental, histórica, etc.). Contrariamente, la ciencia ficción expresaría, más bien, la crisis de las identidades y la experiencia de la desterritorialización que enajena al sujeto y lo catapulta fuera de sus espacios naturales. En tiempos de valorización del objeto por encima del sujeto, y de compresión espacio-temporal, simultaneidades y quiebres de la relación del individuo con el medio, la ciencia ficción, cuando tiene la calidad y la profundidad suficientes, estaría representando en el presente la pérdida de las certezas que marcó el fin de la modernidad y el comienzo de la posmodernidad, y la entrada en una dimensión en la que la extrema interconexión coexiste con la ajenidad y la soledad del sujeto.

 

Nacida de la colisión imperialista de identidades culturales y tomando como su substancia temática y formal las dislocaciones espaciales que son inherentes a la situación imperial, la ciencia ficción parecería el instrumento ideal con el cual entender críticamente la transición de la condición postcolonial a la globalización. (Smith 4, mi traducción)

Según Smith, en estos panoramas la ciencia ficción puede convertirse en generadora de “nuevas cartografías de la esperanza” ya que, en el plano de la experimentación, ensaya escenarios utópicos donde la ciencia tiene un valor emancipatorio, y la subalternidad puede ser revertida. Pero el género también posibilita otras operaciones que asimilan el ethos de la posmodernidad, como la captación de la transitoriedad y las dinámicas transicionales, que según se ha venido afirmando, son esenciales en la literatura de Herrera. En esa misma dirección debe incluirse la representación de la diferencia, es decir, de las líneas de fuga que matizan y perturban la mismidad, y que permiten valorar las formas antinormativas de conocimiento y existencia social. Por oposición a la modernidad como época que gira en torno a la formación y consolidación de identidades, la posmodernidad consagra y celebra la diferencia como una instancia de representación de la otredad y de sus formas de existencia social.

Como intelectual entrenado académicamente no sólo en los recursos de la estética sino también en el campo de la ciencia política, Herrera tiene conciencia clara de los subterfugios del poder y de las formas en que la ideología permea y modela el tejido social. De ahí que los mundos fronterizos, en todas sus variantes, no constituyan en su literatura una opción fortuita, sino la reivindicación de un espacio-límite cargado de significación, que favorece hibridaciones y pone en crisis principios identitarios y esencialismos culturales. El espacio, el cuerpo humano, la afectividad, la relación entre lo finito y lo infinito, lo presente y lo eterno, el aquí y el (más) allá, constituyen también fronteras (espaciales, temporales, existenciales, orgánicas, conceptuales, etc.) que la ciencia ficción explora a través de la proposición de imágenes y conceptos que exceden la cotidianeidad y la percepción realista. El lenguaje es, asimismo, frontera, entre idea y comunicación, entre objeto y representación, entre silencio y legibilidad. La palabra recorre espacios y conquista territorios, pero también puede constituir un instrumento para someter el pensamiento colectivo, homogeneizándolo en torno a formas de falsa conciencia, clichés o farsas entronizadas en el discurso oficial.

Según ha indicado Molina-Gavilán en su estudio de la ciencia ficción en español, el carácter polifacético del género puede ser considerado una verdadera “mitología de nuestro tiempo” (46) a partir de la cual la sociedad enfrenta sus miedos colectivos, con recursos que serían difíciles de expresar desde la pura racionalidad instrumental.

Herrera sabe, como demuestra en sus novelas, que existen diversos regímenes de verdad, paralelos, convergentes o divergentes, que se apoyan en el registro del lenguaje, de la imagen y de la creencia, y que responden a muy diversos estilos de circulación y diseminación popular del saber. Los relatos que integran Diez planetas ilustran muchas de las formas de acceso que pueden imaginarse para penetrar en la vacuidad de nuestro tiempo y en la condición transicional que acompaña los procesos interculturales, la coexistencia conflictiva de las especies y el tema del lenguaje como clave del misterio de lo humano y de sus infinitas materializaciones.

Virtuosismo testimonial en El incendio de la mina El Bordo

Microcosmos

La narración cronística titulada El incendio de la mina El Bordo (2018) (IMB) consiste en el relato estremecedor de un evento real, el cual, a pesar de su distanciamiento temporal, ocupó la atención de Yuri Herrera desde sus tiempos de estudiante. En un estilo ajustado, la voz del autor/narrador elabora un texto apegado a los hechos, pero que incluye como parte del suceso las presencias, voces e historias de los mineros y de sus familias, así como las de quienes cumplieron papeles importantes en las funciones de rescate, disposición de los cuerpos, peritajes y narrativas oficiales, periodísticas e individuales, a cargo de miembros de la comunidad. La cercanía del autor/narrador a los hechos es fundamental, convirtiendo el relato en una forma testimonial donde quien reconstruye la historia, involucrado a posteriori en el evento ocurrido un siglo antes a través de investigaciones de archivo, entrevistas, etc., recupera versiones nunca articuladas, desplazadas o descartadas, de lo sucedido. Aunque el autor no puede reclamarse como testigo de una situación que por razones obvias no pudo presenciar, su trabajo, al igual que su compromiso de objetividad e intencionalidad narrativa, lo sitúan dentro de la definición general de ese subgénero.

De manera concisa, el texto de Herrera, organizado en ocho partes (“El Bordo”, “Ese día”, “La espera”, “Los sobrevivientes”, “El incendio de las mujeres”, “El informe pericial”, “La fosa” y “Los muchos días siguientes”), explicita el foco de su texto: “El Bordo se incendió la mañana del 10 de marzo de 1920. Murieron, por lo menos, ochenta y siete personas” (IMB 9). El relato de Herrera constituye una reelaboración de versiones anteriores producidas con distintos objetivos. Bajo el título de Los demonios de la mímesis: textualidad de una tragedia en el México posrevolucionario, Herrera investigó el suceso de El Bordo y los discursos y elaboraciones que lo rodearon tanto durante su licenciatura en la UNAM como en su doctorado en la Universidad de California en Berkeley. En la versión cronística que Herrera produce a partir de sus exploraciones sobre el tema, el texto recién ve la luz una década después de que su primera novela, Trabajos del reino (2008), lo consagrara como una de las voces más importantes de la actual literatura latinoamericana. Quizá por escapar a los protocolos de la ficción y abrir una senda que vincula al autor con la labor periodística y, por esa vía, con la historia y la política de México, el texto no ha sido hasta ahora trabajado por la crítica, más que en algunas notas o reseñas ocasionales. Sin embargo, este libro constituye una ejemplar introducción a sus obras posteriores, en diversos sentidos.

Para comenzar, el ejemplar relato conecta íntimamente el espacio de lo real con el de la escritura, planteando importantes preguntas respecto al modo en que visiones y versiones acerca de un hecho adquieren a través de la narración, oral o escrita, el status de evento que se inserta en los imaginarios colectivos, modificándolos. Entre los problemas que plantea El incendio de la mina El Bordo se encuentran muchos que la ficción del mismo autor abordará luego, a partir de distintos recursos. El primero de ellos tiene que ver con el modo en que se relacionan verdad y discurso. El segundo, con la importancia de instancias intermedias en las que los sistemas de dominación se revelan a través de su funcionamiento directo, como una maquinaria monstruosa que se alimenta de los seres fatalmente activados por sus engranajes. En tercer lugar, este relato, que arraiga en lo común como estrato epistémico prioritario, contrasta con el discurso del poder, como forma de naturalización de los efectos de la explotación y la violencia sistémica a nivel popular. La narrativa muestra, así, las complicidades posibles del lenguaje, sus formas de cooptación autoritaria, y también su capacidad liberadora.

En su uso “oficial”, el lenguaje es esencial para la construcción retórica de hegemonía, y para los procesos de institucionalización cultural (documentos, archivos, declaraciones) que intentan organizar la dispersión y la naturaleza efímera de la oralidad y fijar ciertas versiones de la historia a través del documentalismo. La potencialidad de la palabra se despliega, así, en líneas divergentes, haciendo de la lengua un campo de batalla cuyas tensiones se expanden a nivel político y social. La oralidad rescata lo inmediato y espontáneo, lo testimonial y anecdótico, es decir, los elementos que componen la intrahistoria de las comunidades. Éste es un estrato provisional y efímero, que debe ser recuperado para que no se pierda en el olvido. En este sentido, El incendio de la mina El Bordo funciona como negociación entre ambos niveles: se nutre de relatos, opiniones y recuerdos, testimonios y experiencias, pero se vuelca hacia la conservación escrituraria, para permanecer y competir con relatos oficiales. Constituye, así, un alegato de denuncia de uno de los capítulos de la historia de México en los que se evidencia la naturaleza biopolítica de la modernidad capitalista y el impacto que tales estrategias tienen sobre la configuración de subjetividades y sobre las vidas mismas de los sujetos a los que se dirigen.

Aunque el evento al que el texto se refiere ocurrió un siglo antes, ha quedado grabado en la historia nacional de la infamia gracias a rememoraciones como las de Herrera, que al volver a relatar los sucesos que resultaron en la muerte de (por lo menos) 87 mineros y en una cantidad inestimable de daños emocionales, físicos y psicológicos, insertan el suceso en la historia mexicana, para evitar que el olvido lo diluya y las enseñanzas que derivan de él se pierdan en el tiempo.

En Los demonios de la mímesis Herrera alude a otros relatos sobre el evento de El Bordo que sirvieron como antecedentes de su propia elaboración. Uno de ellos es la narración del escritor hidalguense Rodolfo Benavides publicada bajo el título de El doble nueve (1949), basada en el trágico evento de El Bordo, pero ficcionalizando el suceso. El texto no se presenta como crónica fiel de los hechos históricos, sino que cambia fechas, nombres y protagonistas, aunque se pueden reconocer los elementos principales del incendio de Pachuca. Lo que principalmente aporta este relato es la inclusión de testimonios que documentan lo sucedido y que informan sobre la vida de los mineros, los rigores de su trabajo y las formas de subjetividad que se desarrollan, tanto en ellos como en sus familias, en torno a la dureza del trabajo, el trato recibido y los riesgos severos a los que los trabajadores son sometidos. Herrera analiza críticamente esta novela, tanto en la caracterización de los mineros y de los “gringos”, como en la composición de los espacios y situaciones laborales, actitudes frente a la muerte, y elementos de género, prominentes en el relato. Como ejemplo, señala que:

El doble nueve es una novela de hombres. Hombres malvados, los gringos; hombres derrotados, los mineros; hombres despreciables, los funcionarios públicos. Salvo una excepción, las mujeres aparecen como telón de fondo, apenas delineadas, producidas en serie; no hay mayor interés por su individualidad pues su papel en la novela −aun el de la que sí es protagonista− está claramente establecido: son símbolo de pureza y apoyo emocional, elemento necesario para la reproducción de la vida social del hombre; y son, claro está, objeto de deseo y origen de los conflictos. (Los demonios de la mímesis 89)

Del análisis que hace Herrera de cuestiones de memoria, poder y representación, para citar sólo algunos de los aspectos estudiados, se deduce la clara conciencia del escritor respecto a los recursos literarios y a su funcionamiento, efectos y repercusiones intelectuales y afectivas en el producto final, elementos que serán enormemente útiles en la creación de sus propios textos testimoniales y ficcionales.

La segunda narración del incendio es un texto inédito elaborado por Félix Castillo García y presentado como “relato minero” bajo el título de “La quemazón de la mina del Bordo”. Como explica Herrera, con esta caracterización se evita calificar el suceso como crimen, accidente o tragedia, para ofrecer más bien un testimonio basado en la versión de testigos, en el que se incluyen datos técnicos sobre horarios y tareas, así como un glosario que explica términos propios de ese trabajo relacionados con labores específicas, herramientas y lugares dentro de la mina. Sin duda alguna, ambos antecedentes narrativos tienen gran importancia como fuentes de información y como motivación para la reelaboracion que hace Herrera del impactante suceso.

 

El relato de Herrera enfatiza la importancia de las mediaciones en la configuración de lo social. Los mineros constituyen el puente entre materia prima y ganancia, remitiendo a las etapas en las que la acumulación primitiva crea las condiciones para el desarrollo y hegemonía del capital. A través del trabajo, como se advierte en las obras de Marx, vida y ganancia conectan estrechamente, y se intercondicionan. El trabajo minero representa una forma de explotación y servidumbre de carácter milenario, que a partir del colonialismo ha tenido un impacto depredador sobre el medio ambiente y las vidas de individuos y comunidades. La extracción de recursos naturales se realiza a partir de formas de esclavitud “moderna” que enmascaran, tras la apariencia de trabajo asalariado, la tremenda explotación y el daño físico que sufren los mineros dadas las condiciones de trabajo y la falta de garantías de seguridad laboral. Esto, sin mencionar el perjuicio infringido al medio ambiente. El minero es el típico trabajador zombi al que hace referencia El Capital: aquel que es explotado por el sistema, el cual consume no sólo su fuerza física sino emocional, psicológica e intelectual, su tiempo libre, su vida familiar y su conciencia. El minero se mueve por una paga mínima que lo condena a la miseria y al endeudamiento, en espacios de muerte, en los que su salud se ve seriamente comprometida, sin alternativas ni posibilidades de cambio.

La disposición de la mina, con su estratificación rígida que se hunde en el interior de la tierra, metaforiza inmejorablemente la acción humana sobre la naturaleza. Representa el ethos invasivo del Antropoceno como etapa en la que la humanidad se impone irreversiblemente sobre el entorno natural, a través de acciones devastadoras sobre el terreno, la fauna, la flora y los cuerpos de agua, provocando cambios climáticos y alterando los ciclos de productividad a nivel planetario. Como microcosmos, la mina representa en su misma espacialización, un antimundo en el que se reproducen, de manera simétricamente invertida, las jerarquías y sistemas de explotación del mundo de los otros, victimizando a aquellos que no cuentan con posibilidades de justicia social.

Los estratos o “pisos” que van marcando la operación de profundización en el terreno, el trabajo subterráneo, los túneles, la escasez de espacio, agua y aire puro, los peligros de accidentes y el hacinamiento de los trabajadores hablan a las claras de un proceso de deshumanización que desvaloriza la vida en beneficio de la ganancia, el sujeto en favor del objeto. Los mineros, tratados como animales de trabajo y de carga que cavan penetrando, como fuerzas invisibles, la superficie terrestre, muestran a las claras la instrumentalización del sujeto que se hunde en la interioridad de lo telúrico buscando una riqueza que beneficia a las clases privilegiadas, al Estado y a las compañías transnacionales. Los procesos de acumulación y de reproducción del capital dan lugar a múltiples formas de alienación humana, subsumiendo el sujeto a la ganancia. La noción de ganancia o lucro preside las formas de organización social que, en su versión occidentalista, se inician con la conquista y la colonización de los territorios de ultramar, y se prolongan en la modernidad republicana y liberal.

Interesa ver, en el trabajo minucioso de investigación de archivo, recopilación testimonial y elaboración de datos y versiones sobre el incendio de la mina realizado por Yuri Herrera, una forma opuesta de penetración en lo real, en la que se contrapone la excavación depredadora con la excavación histórico-cultural, que recupera el hecho y lo expone como reivindicación de las víctimas, corrección de las versiones oficiales y homenaje a los caídos. Herrera llega a la profundidad de los túneles y reproduce, en la medida de la escritura, la falta de aire, el sentido de contaminación, encierro y entrampamiento que imaginamos en los individuos que quedaron presos en el interior del yacimiento.

La voz que encuentra Herrera para hacerlo es, junto a la forma magistral de administrar la anécdota, el mayor logro del texto. Se trata de una voz tensada por una indignación madura y contenida, que se expresa con laconismo, consciente de que la fuerza del relato reside en su verdad, y que ésta pertenece a un dominio que es anterior y exterior al lenguaje: una verdad que arraiga en la vivencia, en su desnuda e impactante realidad, y que se patentiza en los cadáveres que constituyen la prueba irrebatible de la necro-política. Ésta es, a su vez, una verdad histórica: la de la explotación milenaria, la del control de la vida y la muerte por parte del Poder, la de la depredación de la naturaleza y la explotación de los humildes.

Sin patetismo ni melodrama, con la mesura que caracteriza ejemplarmente la obra de Yuri Herrera, el incendio en la mina se impone no sólo a la razón sino a los sentidos: el lector comparte el dolor y la rabia, se identifica con la impotencia popular, se mueve con cautela en una atmósfera cargada por el olor a azufre, el polvo en suspensión, el humo y las emanaciones de la tierra que registra la herida en sus entrañas y la pérdida de la vida humana como una inmolación innecesaria, promovida por fuerzas de imperdonable perversidad, ante el altar del capital. El halo de la culpa y de la impunidad sobrevuela el texto en su totalidad, y se sale del libro. Herrera sabe proyectar el tema de la injusticia social y hablar de las víctimas con una solidaridad genuina, fortalecida en la experiencia propia y afinada documentalmente en todos sus detalles.

De acuerdo con su tema, el relato de Herrera es arqueológico: desentierra una historia de la que, como indica, “quedan pocos rastros”. Los fragmentos del expediente que registra el suceso distinguen ya entre los “hombres favoritos” y los que “desde siempre estuvieron condenados”. Lo que parecería una cuestión de destino corresponde, sin embargo, a algo mucho más pedestre: se trata de la estructuración clasista y de dominación biopolítica que forma parte de la historia de América desde el Descubrimiento, y que ha sido refrendada por la política nacional, en todas sus etapas.

Una serie de ausencias y silencios marcan, como un presagio, la catástrofe que se aproxima: no sonaron las campanas de alerta, no se vieron las llamas, pero el olor a madera quemada y el aire caliente delatan el suceso. La lógica del texto de Herrera es ir pautando un proceso de toma de decisiones sobre quien vive o muere en la mina El Bordo, en un contexto de acelerada temporalidad, avivada por el avance implacable del fuego.

Los distintos niveles de la mina parecen indicar, azarosamente, diferentes grados de conciencia. Los nombres de los hombres se recuperan como señales de identidad: Delfino Rendón, Agustín Hernández, Edmundo Olascoaga, Antonio López de Nava, José Linares, y se van sucediendo a lo largo del texto personalizando a quienes eran mucho más que mano de obra barata, seres de carne y hueso, con familias, historias personales, funciones y sentimientos de solidaridad por sus compañeros de infortunio. Las jaulas que suben a los hombres a la superficie van extrayendo a algunos y dejando a muchos detrás, pero arrastran también indicios de la muerte: “Cisneros dijo haber visto masa encefálica en una de las sogas de las chalupas, y jirones de ropa, seguramente de alguien que al ver la chalupa pasar intentó prenderla en su vuelta a la superficie” (IMB 16). La forma grotesca en que se manifiesta el clima de muerte apunta a la precariedad de las medidas de seguridad que debían proteger a los trabajadores, y contrastan con la aséptica relación de informes oficiales, que buscan des-dramatizar la catástrofe.