"Nosotros, los bárbaros": tres narradores mexicanos en el siglo XXI

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Z serii: Pública Critica #14
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Los tres autores de quienes se ocupa este libro otorgan al tema del cuerpo una persistente atención, como el espacio en el que se concentran el control social, el deseo, el sacrificio y la embestida de la violencia: la violencia sistémica o estructural, la delictiva y la que el propio sujeto se infringe como autodestrucción o como inmolación. Pero el cuerpo también es el repositorio de afectos contradictorios y sutiles, de pasiones volcánicas y arrasadoras, de sentimientos reprimidos y frustraciones irreparables, de luchas y resistencias sostenidas. Las imágenes del cuerpo se pluralizan: se trata del cuerpo nómade y fronterizo, expuesto a la violencia o al contagio, obnubilado por el sexo, o empeñado en un itinerario mítico, que busca redención o que es sacrificado impunemente en las minas, al servicio del capital ajeno, como en la obra de Herrera. Se trata también del cuerpo proliferante, sumido en la perversión y la promiscuidad, en busca permanente del momento en que se nublan los sentidos y el mundo se apaga, subsumido en el espacio del mal, donde se expresa el inconsciente colectivo y sus formas subliminales de invadir el espacio de la vida, en la escritura torrencial de Melchor. Se trata, finalmente, del cuerpo de los niños migrantes, imaginado o testimonial, herido a muerte en las mismas tierras que les fueran arrebatadas a sus antepasados, que persiste en rumores y en relatos. Éste es el cuerpo-sombra, fantasma de sí mismo, que puebla los intersticios del presente, como en los textos de Luiselli.

Y todo esto en actualizaciones diversas de la lengua, como si se tratara de vertientes de un mismo río que van a dar al vertedero múltiple de la literatura que las absorbe, las revuelve y las entrega al espacio global, exuberantes y autónomas. Jergas, localismos, figuras del habla coloquial, cultismos, interferencias de otras lenguas, modismos del lenguaje infantil, neologismos, citas, palabras soeces junto a términos de lenguas antiguas, se abren paso en diálogos, descripciones y avances narrativos, creando en la obra de los tres autores espacios de convergencia léxica y semántica que visualizan sus asuntos y los dejan flotando en el imaginario colectivo. Lo mismo sucede con los escenarios en los que se teatralizan los movimientos y parlamentos de personajes únicos, que se quedan con el lector cuando el libro se acaba y se suman al rico repertorio mexicano de seres de papel inolvidables y certeros, representativos de un mundo que resiste codificaciones y hermenéuticas.

Modernidad, patriarcalismo, marginalidad, violencia, consumismo, racionalismo instrumental, productividad, necro-estética, son algunos de los conceptos que la escritura de nuestros autores deja sobre la mesa como contribución a la indagación política, filosófica y poética en nuestro tiempo. Se trata de ideologemas que capturan núcleos de sentido que es necesario desentrañar, porque apuntan a coordenadas que definen la forma de ser/estar-en-el-mundo en el capitalismo tardío. La condensación del espacio/tiempo en que vivimos, la proliferación de mundos virtuales, la simultaneidad y el vaciamiento de las estructuras que distribuyeron poder/saber en la modernidad, son desafíos epistémicos y no sólo variantes sociales o políticas en el nuevo milenio. Nada es estético sin ser político; toda ideología es, a su vez, una poética, mesiánica o diabólica, orientada hacia la vida o hacia la muerte, pero condensada en imágenes, lenguajes, formas plásticas y ahora también digitalizadas, que nos toca decodificar. La obra de los escritores aquí estudiados apunta hacia esos horizontes comunes desde lecturas minuciosas del presente, cautivantes y, como no, polémicas.

Yuri Herrera:

el arte de la depuración

y de la elipsis

Nacido en 1970 en Actopan, Estado de Hidalgo, Yuri Herrera comenzó tempranamente su carrera literaria, con la escritura de cuentos de carácter experimental sobre temas relacionados con la ciencia ficción, el poder, la identidad nacional, y otros aspectos que formaban parte de su experiencia de vida y que ocupaban su imaginación creadora. Los premios y reconocimientos recibidos hasta ahora por Herrera demuestran que su originalidad y virtuosismo no han pasado desapercibidos para la crítica nacional e internacional.1 Por el contrario, su estilo, refinadamente afincado en la cultura popular y en el habla de los ámbitos socioculturales que involucra su literatura, han capturado la imaginación a nivel global, situándolo en el mercado transnacional y en el medio académico en América Latina, Europa y Estados Unidos.

El modo en que su estética se instala en el territorio simbólico que ocupa la literatura mexicana internacionalmente, y a la vez se distancia de las aproximaciones más comunes a los temas del narcotráfico y de la violencia, permite delinear una poética sofisticada y lírica, en la que el localismo no llega nunca a ser folclórico ni pintoresquista. Los espacios, subjetividades y procesos de simbolización que caracterizan la literatura de Herrera se presentan en diversos registros, que van desde la ciencia ficción hasta lo mítico, desde lo testimonial hasta la ficcionalización de elementos biográficos y sociales, donde imaginación y memoria se hacen indistinguibles. La maestría lingüística de Herrera no abruma ni atropella a quien se enfrenta a sus textos; son justamente sus elipsis, sus reticencias, sus silencios y sugerencias lo que mantiene en vilo al lector a lo largo de una escritura sensualmente dosificada, contenida y palimpséstica, que sabe lo que hace.

Hasta ahora, la obra de Yuri Herrera ha tenido por lo menos dos efectos, a mi juicio indudables, sobre el campo de la narrativa y de la crítica literaria, no solamente en México sino en Latinoamérica. El primero, ha elevado el nivel de la creación literaria a una altura que muy pocos autores de su generación, o anteriores, han llegado a alcanzar. El segundo, ha puesto en jaque los modelos de análisis crítico-teóricos del producto literario que, sobre todo en las últimas décadas, flaquean en sus intentos por calzar dentro de paradigmas conocidos y casi siempre desgastados o estereotipados, textos que surgen, justamente, del rechazo a las formas ya tradicionales de concebir la escritura y la función misma de la literatura en un contexto cultural globalizado y dominado por los medios audiovisuales. Tales desajustes por parte de la crítica no se revelan sólo frente a la literatura de Herrera sino, en general, en las aproximaciones a textos de muchos narradores que empiezan a publicar a partir de la década de los años setenta y ochenta. Sin embargo, en mi opinión, la escritura de Herrera evidencia esos desfases con mayor claridad. De ahí que en su mayoría los trabajos críticos que su obra ha motivado se limiten a glosas de sus textos, a comentarios hermenéuticos o a la aplicación de modelos crítico-teóricos convencionales, de escasa afinidad con el material analizado.

Concepciones modernas de lo literario, giraron durante décadas en torno a movimientos o estilos que sirvieron para clasificar un material de variadísimos matices, a partir de compartimentaciones previsibles y restrictivas. Entre ellas tuvo particular relevancia la cuestión del realismo, en todas sus variantes, incluyendo el realismo mágico y el realismo “sucio”. Lo mismo sucede con subgéneros como la novela negra o detectivesca, la ciencia ficción, el melodrama y el testimonio, que llegaron a modelizarse y a ser reducidos a una serie de fórmulas y procedimientos. Muchas de estas formas de lo literario se asocian a recursos previsibles representacionales basados en la fidelidad a los datos del mundo objetivo, o se definen por sus desviaciones del pacto mimético, pero, en todo caso, toman como punto de referencia las percepciones de lo que es exterior al sujeto, como si la materialidad de lo social no se interiorizara y (con)fundiera con el mundo interior.

Las orientaciones críticas que fueron utilizadas como aproximación a la obra de Yuri Herrera, se manifestaron con frecuencia como moldes insuficientes para abarcarla, más allá de la identificación somera de algunos de sus rasgos. Otros intentos clasificatorios también han resultado, en mi opinión, escasamente útiles: asimilar su obra, de lleno, a la literatura de frontera, a la literatura de la violencia o a la necro-escritura, da como resultado aproximaciones tentativas, obvias y relativas a algunas de las características más salientes de su estilo y temática, pero terminan por ejercer una presión reductiva sobre textos que rebasan las matrices aludidas. De ahí que la crítica haya recaído en comentarios repetitivos, paráfrasis, lugares comunes y citas de reseñas o entrevistas, sin lograr una aproximación de fondo a un autor que claramente se destaca en el contexto de las letras hispánicas.

La razón principal de este rebasamiento estriba en el grado y las formas que asume en la narrativa del escritor hidalguense el proceso de refinamiento estético-ideológico de sus asuntos, y las formas de abordaje que Herrera elige para elaborarlos. Cuando hablo de la depuración que conduce a formas representacionales de intensa precisión y de excepcional potencia estética, me refiero a las sucesivas instancias que van, en la poética de Herrera, 1) de la observación sensible de lo social, hacia la elaboración conceptual, y 2) desde el nivel conceptual, hacia la forma interiorizada –figurada– que pasa a formar parte de los imaginarios colectivos. Para dar un ejemplo, se trataría, en primer lugar, del paso de la vivencia de la multifacética cultura fronteriza y sus negociaciones reales y simbólicas, al modo en que tal experiencia es conceptualizada socialmente a través de ideas y opiniones sobre la violencia, los contrastes norte/ sur, la incidencia del género sexual y la raza en espacios limítrofes, etc. Mientras que la gran mayoría de los escritores representan en sus obras este nivel experiencial y conceptual tomado del contexto social (sucesos, notas periodísticas, opiniones) Herrera deja atrás (incorpora y supera) esta instancia primaria de conocimiento y de interpretación, para concentrarse en el siguiente estrato del proceso. Esta instancia corresponde a las formas en que tales conceptos (acerca de la frontera, las comunidades, la organización social, etc.) son apropiados a nivel simbólico, cristalizando en mitos, leyendas, relatos folclorizados y narrativas anecdóticas o inventadas sobre experiencias de cruce fronterizas. Lo imporante para Herrera es, más bien, la relación que tales materiales pueden sugerir con respecto a distintos aspectos de la historia de México.2 Yuri Herrera trabaja exclusivamente, a mi criterio, sobre este nivel, en el que ya los elementos empíricos, vivenciales, experienciales, conceptuales, ideológicos, han sido decantados y subsumidos en el acervo de saberes, creencias e imágenes que forman parte del inconsciente político y cultural mexicano, a nivel regional y nacional. Se trata de un proceso de destilación que incorpora, como en un buen licor, los elementos primarios, los cuales van replegándose progresivamente para permanecer, como memoria o eco, muy audible pero afantasmado, que cede el primer plano al producto final.

 

De la misma manera en que queda atrás, aunque interiorizada, la experiencia directa de la conflictiva realidad mexicana, se subsumen también en la decantación herreriana las formas oficiales de percibir e interpretar la historia y la sociedad nacional. Asimilados críticamente, el discurso del poder, la versión ofrecida por los medios de comunicación masiva, la historia cultural, las formulaciones académicas, y hasta las técnicas particulares extraídas de la mejor tradición literaria latinoamericana (vestigios borgianos, ecos de Juan Rulfo) funcionan como un plancton que alimenta los textos sin mostrarse, necesariamente, en la superficie tersa de su narrativa. A mi juicio, Herrera no trabaja sobre la historia ni sobre la realidad mexicana per se, sino sobre condensaciones estético-ideológicas que se han ido formando a partir de la materialidad política y social del México que existe en las afueras de las grandes ciudades, alojado en territorios marginales, fronterizos e intersticiales en los que prolifera una cultura mitificada e imaginativa, en la que la experiencia cotidiana es inseparable de la creencia y de la fantasía.3 En tales formaciones no se distingue, necesariamente entre fabulación y vivencia, de tan asimilada que está una en la otra. La escritura de Herrera recupera los indistinguibles contornos de la subjetividad individual y colectiva, revelando una dimensión en la que elementos de la modernidad y de la tradición, de lo vernáculo y de lo foráneo, de lo urbano y de lo rural, se entremezclan e impactan mutuamente. En algunos casos, la prosa ficcional de Yuri Herrera muestra el relámpago de la singularidad; en otros, la visión compleja de lo común, es decir, de un conjunto fortuito de seres, lugares y puntos de vista, ni reales ni irreales, sino simplemente posibles, virtuales y fulgurantes, que han llegado a converger en el cronotopo de la literatura.

Dado el proceso de depuración de material socio-político y cultural que elaboran las obras de Herrera, un aspecto fundamental será el de la mediación, que adquiere en sus textos una importancia particular tanto en el carácter de los personajes como en las situaciones y escenarios novelescos. Es a través de la intermediación que se dramatizan los procesos de transformación social que informan la anécdota, los avatares colectivos y los becomings que movilizan el texto y hacen del mundo representado un espacio-tiempo dinámico y autónomo, hibridizado y único.

Lobo, Makina y el Alfaqueque, personajes centrales en las tres novelas hasta ahora publicadas por Herrera, ofician como vínculos articuladores entre territorios que de otro modo permanecerían inconexos.4 El énfasis que las respectivas tramas novelescas ponen en estas posicionalidades intermedias, no solamente permite una visión sesgada e imprevista sobre eventos y situaciones ficticias, sino que resalta la importancia de espacios intermedios y marginales como lugares cognitivos per se, proponiendo una especie de border gnosis: un saber desplazado, fronterizo, que se revela a través de aquellos que, desde una localización ex-céntrica, perciben y operan sesgadamente sobre la realidad imaginada. Estos desplazamientos constituyen, a mi juicio, uno de los aciertos y rasgos distintivos de la literatura de Herrera.

Historias para niños: preparando lectores

Dos libros para niños constituyen un aspecto diferenciado de la producción narrativa de Yuri Herrera. En ellos convergen su interés por la cultura popular, por las historietas e ilustraciones, y por ciertos temas relacionados con la creencia, la relación entre afecto y conocimiento, y la visión de la sociedad mexicana como un espacio de fuerte densidad histórico-antropológica que impide reducir lo nacional a una sola vertiente.

¡Éste es mi nahual! (2007), libro de historietas ilustrado por Humberto Aguirre (Jans), cuenta la historia de un niño que se encuentra perdido y descubre al ser fantástico que lo acompañará y lo protegerá en su vida. Como se resume en la contratapa del libro,

Ésta es la historia de Lucio, un niño al que le gustaban las historietas, la salsa picosa y correr como si volara. Lucio no tenía muchas preocupaciones, hasta el día en que, por andar distraído, se perdió en la ciudad. Entonces, para encontrar su camino a casa, tuvo que buscar a un ser fantástico que lo ayudara. Así comenzó una aventura en la que descubrió una nueva manera de ver el mundo.

Pensado para niños cuya edad podría estimarse entre 4 y 9 años, el libro presenta imágenes coloridas y jocosas, que cuentan visualmente la historia que la escritura transmite en un lenguaje ágil y ligero. Ninguno de los dos relatos, el escrito y el visual, toma primacía sobre el otro, sino que funcionan complementariamente, canalizando una historia que comunica de manera optimista que todo niño puede considerarse acompañado por una presencia que sólo se hace visible cuando se cree en ella, y que está destinada a cuidarlo en sus dificultades y momentos de soledad y desconcierto.

¡Éste es mi nahual! resume el momento feliz del hallazgo del ser mágico, un perro en el caso de Lucio, que lo guiará por el buen camino. La creencia en el nahual, comunicada por su abuelo, es presentada como un legado histórico y cultural que se transmite de generación en generación, habiendo adquirido contemporáneamente el carácter de una especie de leyenda urbana. El nahual, también conocido en Mesoamérica como nagual o nawal, es un ser con poderes mágicos que tiene el don de transformarse en animal e influir, con el bien o con el mal, según sea su naturaleza, en la vida de los seres humanos. Bajo la forma que asuma, el nahual funciona como una especie de otro yo, presentándose a su protegido con disfraces o apariencias que esconden su aspecto original. Supuestamente, cada persona tiene su nahual desde que nace (al igual que en la creencia cristiana se habla a veces del ‘ángel guardián’ que cuida del ser a quien le toca proteger). Se cree que el nahual también otorga a su protegido algún don especial, aguzando sus sentidos o dándole algún tipo de capacidad extraordinaria, que lo ayuda en su vida. De origen prehispánico, el llamado nagualismo se vincula a las funciones y ritos chamánicos, constituyendo una creencia que une no solamente diferentes períodos histórico-culturales (prehispánico y contemporáneo) sino también diversas formas de vida (humana y animal) y distintos dominios (cultura y naturaleza, creencia y conocimiento), ayudando a configurar una visión holística del universo y de las fuerzas que lo integran.

La historia ilustra las aventuras por las que atraviesa Lucio cuando, al encontrarse perdido emprende la búsqueda de su duende para que lo saque de apuros. Algunas experiencias (una paloma que se vuelve multicolor para alegrar a una niña, una lagartija que desacomoda a un hombre abusivo metiéndose bajo su ropa) crean episodios graciosos que tienden a consolidar la idea de la justicia y la protección a los niños. Accesible y efectivo, el cuento es a la vez didáctico y reconfortante.

Cinco años después se publica el segundo libro para niños, en este caso para niños mayores, probablemente entre 10 y 13 años. Teniendo como ilustrador a Patricio Betteo, el libro de Yuri Herrera Los ojos de Lía (2012) constituye un intento por llevar temas presentes en el panorama político y social del México contemporáneo al universo de niños y jóvenes. En esta temeraria tarea se juega la creación de un pacto de lectura que, adaptado a las expectativas y posibilidades de ese acotado y complejo sector del público literario, permite aún la canalización de problemas y escenarios de difícil comprensión incluso en el mundo de los adultos. Otros son los procesos de producción de sentido y los procedimientos que se utilizan en estas formas específicas de creación literaria, donde la articulación de contenidos intelectuales, sociales y políticos debe realizarse con atención a horizontes afectivos y de experiencia colectiva limitados, y en proceso de formación.

En este caso, el tema articulador del relato es el de la violencia, y particularmente el del impacto que esta experiencia social imprime en la subjetividad de los jóvenes, que ven transformarse su mundo por efecto de situaciones y procesos que les cuesta comprender y respecto a los cuales no pueden sino actuar como involuntarios observadores. Se nota la intención de presentar los actos de violencia como situaciones inherentes a la realidad social, irrumpiendo y desbaratando la cotidianeidad. El mundo atomizado que los jóvenes perciben es la imagen materializada de sus imaginarios expuestos a la ruptura de modelos ideales de orden social, paz familiar y funcionamiento comunitario. A esta altura de su crecimiento, los niños ya parecen haber perdido a sus nahuals y encontrarse expuestos a los rigores de la “sociedad incivil”.

Analizando este libro, Christian Sperling inserta su lectura del texto dentro de las condiciones del mercado nacional en el que se vende la literatura mexicana de manera directa, refiriéndose en particular a la representación del trauma en el proceso de producción de significados. En este sentido, el carácter de la violencia como mercancía simbólica resulta una introducción inevitable al tema de la descomposición de la trama social y del impacto que estos procesos causan a nivel subjetivo. El problema de cómo educar e incluso informar a los niños y jóvenes de estas situaciones extremas tiene inmensa vigencia en los campos de la educación, los medios de comunicación, las artes y la educación familiar. Como observa el crítico, uno de los méritos del cuento de Herrera es su valor semiótico, que ilustra visualmente sobre un fenómeno que no es sólo conceptual y que requiere la necesidad de absorber una realidad explícita y grotesca. Asimismo, el relato trabaja primordialmente la transición sicológica y afectiva de Lía desde que ella nota los cambios que se producen en el espacio público hasta el modo en que esos eventos se van acercando a su círculo y afectándola de modo más personal.

El cuento se detiene en el modo en que los niños comentan eventos cruentos como si se tratara de películas, encontrando humor en los detalles más escabrosos. Se produce así una adecuación psicoemocional a tales narrativas, que remiten a procesos que están produciendo una modificación radical del mundo cotidiano. La materialización del trauma en una fragmentación del paisaje doméstico, en que parece estallar en astillas todo lo que constituía hasta entonces un escenario familiar, ilustra sobre la ruptura del sensorium y su sustitución por la idea de catástrofe: inseguridad, atomización del mundo, dispersión afectiva y presencia abrumadora de símbolos espectrales que sugieren la cercanía de la muerte. Sperling califica el relato de Herrera de “narración de corte terapéutico” ya que el trauma representado como núcleo del relato se supera hacia el final de la historia, cuando la experiencia de la violencia parece asimilarse.

El problema de proponer una solución integradora es que transmite la idea de la conformidad con el status quo. En el caso de Los ojos de Lía se recorre, como Sperling señala, un periplo circular que devuelve a la niña al punto en que se encontraba al principio, restaurando su estabilidad. Obviamente tal solución puede ser cuestionada, pero ¿qué otra alternativa sería más aceptable para niños de la edad proyectada como horizonte existencial de recepción del texto? Como el crítico indica, la narrativa mexicana ha ensayado varias alternativas (la locura, el silencio, la ruptura de la memoria, la desintegración subjetiva, la “página negra”). Nos encontramos justamente ante el desafío de lo irrepresentable y de lo que no puede ser integrado a la experiencia conocida de lo cotidiano, que sin ser armonioso ha llegado a ser concebido como tolerable. Similares preguntas han surgido en general con el tema del trauma (el Holocausto, la esclavitud, la violación, los temas del dolor, la muerte, la tortura, etc.), es decir, con situaciones-límite que rebasan la capacidad representacional tanto del sufrimiento físico como del daño que provocan en la estructura emocional e intelectual del sujeto. En el caso de los jóvenes, quizá, realistamente, lo único a que pueda aspirarse es que, al tiempo que se organizan las acciones para el cambio radical de la política y de lo político, aumente el umbral de tolerancia de los individuos para que sean capaces de resistir los embates de una situación necrosocial generalizada, como sucede en las guerras, en las que se aprende a convivir con la tragedia, sin por eso aceptar su existencia. Se trata de mecanismos de defensa psicológica que permiten la supervivencia pero que presentan los riesgos de una naturalización del horror y de una extensión de los umbrales de tolerancia de la sociedad, que va perdiendo contacto con los principios de lo humano.

 

El tema de la representación de la violencia en los medios de comunicación y de la explotación de su carácter grotesco y excesivo (condensado en la fórmula comercial “si sangra, vende”) nos presenta asimismo el problema ético de la información y de la configuración de los imaginarios populares. Sperling se pregunta si la misma utilización del tema de la violencia no está presente también en la comercialización misma del cuento de Herrera, donde el tema que organiza el libro es justamente la inserción de ese fenómeno en los imaginarios juveniles.

El relato de Herrera ofrece un cierre idealizado y “terapéutico” que permite a la niña sobrellevar lo inmediato y, quizá prepararse para lo que pueda presentarse en su futuro. Pero es obvio que no se trata de una respuesta definitiva a la crisis ni al enfrentamiento del trauma. Estos temas requieren gran elaboración social, política, sicológica y emocional. Los ojos de Lía puede ser la ocasión, entonces, para hacer a los niños una presentación inicial del tema y dar lugar a una conversación familiar sostenida, en la que puedan discutirse aspectos más puntuales de la crisis que México y el mundo en general, están atravesando.5

Es interesante notar, de todos modos, que el cuento aborda un aspecto que las novelas del mismo autor trabajarán a fondo, de modo sofisticado y en múltiples niveles: el cruce de violencia y subjetividad, las formas adecuadas de traducir la experiencia social al registro simbólico, y la profunda ruptura que experimenta el espacio público, en todas sus manifestaciones: desde la organización y cometido de los “aparatos ideológicos del Estado” hasta las tramas comunitarias, instancias que reclaman una reinvención de lo político y, consecuentemente, una rearticulación de lo social desde bases que aún no pueden ni siquiera ser imaginadas.

Talud y otros relatos: contar el cuento

Los cuentos reunidos bajo el título de Talud (2016) (desde ahora, T) fueron escritos a lo largo de varias décadas, a partir de 1987, y publicados de manera dispersa en revistas y periódicos mexicanos. Con la creciente popularidad de Yuri Herrera, estos relatos constituyen en el presente materiales que permiten observar algunos aspectos del desarrollo temático y compositivo del escritor, desde sus primeros textos de juventud.6 El título del libro hace referencia a un rasgo arquitectónico del período prehispánico, consistente en la utilización de planos inclinados que se apoyan en paneles verticales, característico en la construcción de pirámides, templos y edificios levantados en Teotihuacán y otras regiones mesoamericanas. La referencia conecta los relatos culturalmente con un espacio/tiempo que remite a la densidad histórica de México y a la arquitectura misma de los textos.

Variados y breves, los cuentos reunidos en Talud tematizan diversos aspectos de la cultura popular mexicana, la cual se manifiesta a través de la referencia a creencias, formas lingüísticas, costumbres regionales y rituales domésticos. Los personajes tienen en común la proyección persistente del deseo hacia niveles de superación de las condiciones materiales propias de su entorno, y hacia formas de realización personal que se desprenden de las limitaciones de lo real, remontándose hacia la ensoñación. A partir de la esfera de la cotidianeidad que aparece representada en las tramas de Herrera, siempre se expanden círculos concéntricos en los que se entrevé el horizonte escurridizo de lo posible. Hacia esta dimensión se orienta el pensamiento y la acción de personajes frecuentemente agobiados por la frustración y la carencia.

Las anécdotas son simples y los cortos relatos se suceden sin desarrollo de personajes; apenas se dibujan esbozos de personalidades y funciones sociales, en los que se perciben ya algunos de los rasgos de estilo que caracterizan la obra posterior de Yuri Herrera: el suministro de mínima información para el lector, que va percibiendo por sí mismo situaciones y atmósferas; la economía de recursos; la renuncia a imágenes trilladas; la preferencia por tipos humanos populares que habitan fuera de las grandes ciudades y por los laberintos que la imaginación urde para compensar los recortes de la realidad.

El mundo de los afectos tiene primacía sobre todo lo demás. ¿Qué distingue el amor del delirio? (“El hilo de tu voz”). ¿Qué diferencia a un luchador de un justiciero? (“Las llaves secretas del corazón”). ¿Qué oscuridad se esconde en el corazón de un hombre común? (“Por el poder investido en mí”). Muchos de los cuentos pueden ser resumidos en una pregunta casi elemental que toca el núcleo del relato, el cual funciona, entonces, como una propuesta ficcional para la reflexión sobre la naturaleza humana y las formas de interacción social.

Los relatos del escritor hidalguense apuestan a la identificación del lector con sentimientos y espacios vitales que forman parte de lo común, es decir, de estratos sociales no dominantes, en los que habitan seres de escaso poder político-económico y de modesto capital simbólico. En tales ámbitos sociales, conceptos convencionales sobre la familia y el poder, definiciones previsibles de éxito y fracaso, interacciones humanas formalizadas por la costumbre y relaciones infructuosas entre individuos e instituciones, constituyen experiencias colectivas que son asimiladas de modo idiosincrático. En otras palabras, la literatura de Herrera representa, ya desde sus tempranos relatos –pero también en cuentos posteriores– la relevancia que el autor otorga a conductas, ideas y valores individuales y grupales, en los que se manifiesta la singularidad de los personajes y sus formas peculiares de subjetivación y socialización. Estas formas ideológicas de comprender y de actuar sobre el medio social encuentran en el tema del (auto)reconocimiento social un espacio particularmente productivo de exploración y representación poética. Es justamente en la intersección de las esferas pública y privada donde cristaliza una serie de modelos culturales en los que se expresa, de manera directa o indirecta, el mito de la nacionalidad: la mexicanidad moderna, el legado de Aztlán, las tradiciones prehispánicas, las creencias populares, los rituales colectivos, los comportamientos y valores de la comunidad, las ideas sobre la frontera, sobre el Norte, sobre el poder político, sobre la importancia de la familia, la individualidad y la sociedad.