De mujeres y partos

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Con la influencia del clima de revolución cultural en 1968 se estaba produciendo un fuerte debate entre dos posturas antagónicas por lo que respecta a la situación de las mujeres. Por un lado, el determinismo biológico del sexo, que afirmaba que la identidad sexual se asociaba de manera directa con la anatomía. Esta posición, respaldada fuertemente por las posiciones teóricas de la biomedicina, apoyaba la asociación tradicional entre determinadas características emocionales y los demás componentes de la identidad femenina, con la dedicación a las funciones maternales que, invariablemente, la excluían socialmente. En el otro lado del debate estaba el constructivismo que afirmaba que la identidad femenina o masculina se construye a partir de la experiencia vivida que permite incorporar a nuestra subjetividad determinados mandatos e ideales sociales que provienen de la cultura.

Así llegamos al feminismo estructuralista que desarrolla la antropóloga feminista Gayle Rubin, tras su relectura del marxismo y del psicoanálisis. Analizó el concepto de género desde una óptica feminista superando los planteamientos de Stoller e incorporando la relación de poder que subyace a la jerarquía que se establece en cuanto a los atributos que cada cultura asigna a una mujer, que solo por ello son desvalorizados, con respecto a los del varón. Rubin (1986, pp. 95-145) propone el sistema sexo-género donde aporta una explicación del porqué las mujeres quedan subordinadas en las relaciones entre los sexos. Entiende que el sistema patriarcal no justifica suficientemente la realidad, porque las relaciones de poder y la opresión hacia las mujeres se mantienen también en estructuras socioeconómicas ajenas a la familia, incluso en sociedades no capitalistas. Afirma que es el sistema sexo-género el que articula las relaciones entre los sexos, de manera que el sexo biológico es confundido con el género. Según la autora este sistema consta de tres elementos: el primero es la existencia de sexos biológicamente diferentes, el segundo elemento lo conforman las atribuciones y normas que cada cultura u organización social aplica a cada sexo y, el tercer elemento, lo explica a partir del paralelismo que encuentra entre los sistemas de parentesco postulados por Lévi Strauss y la estructura que establece la relación en el sistema entre los sexos y el género. Al atribuirle a la mujer papeles infravalorados, pasivos y dependientes, se da pie a que se articulen las relaciones de poder. Además considera que esas atribuciones y las normas de comportamiento que cada sociedad adscribe a mujeres y hombres son interiorizadas por las personas durante la construcción de la subjetividad, apoyándose en la teoría psicoanalítica. Destaca también por su argumentación de que la sexualidad es también un producto cultural, ya que la identidad de género de cualquier individuo se conforma durante la crianza y lleva implícita los deseos y las fantasías sexuales prescritos por la sociedad a cada persona según sea mujer o varón. En cuanto a sus aportaciones a las teorías y los conceptos de la salud, será la precursora del análisis de género como determinante psicosocial de la salud. Propone la utilización de la escucha para recabar el análisis de género que se desprende del discurso de pacientes, sean mujeres u hombres. Introduce el análisis de las continuas manifestaciones de las relaciones de poder médico, que discurren bajo los mismos parámetros que las relaciones de poder de género.

Dentro del feminismo comienzan a cuestionar la existencia de identidades fijas. Se hace evidente que no hay una sola identidad femenina que represente a la mujer universal. Con esta premisa empieza a trabajar el feminismo postestructuralista, reivindicando la salida de planteamientos binarios mujer/hombre, femenino/masculino, en la construcción de las identidades de cada persona, ya que hay que tener en cuenta muchos otros factores como la clase social, la etnia, el nivel cultural, la vivencia subjetiva o las distintas opciones sexuales. En esa línea se trabaja con el concepto de la deconstrucción que significa denostar cualquier generalización que impida reconocer la singularidad de cada individuo. Foucault se ocupó de investigar sobre los mecanismos de poder ejercidos por la sociedad que obligan a los sujetos a adscribirse a identidades fijas para no verse marginados o excluidos (Foucault, 2007)5. Dentro del feminismo postestructuralista o postmoderno destacan varias autoras por sus aportaciones. Desde la perspectiva esencialista tenemos a Hélène Cixous que utiliza en sus textos conceptos de feminidad que llevan a pensar en la inestabilidad de la identidad femenina. Los textos de esta escritora francesa han sido estudiados por Villar (2006), de la Universidad de Granada y concluye que uno de sus objetivos principales es desafiar el pensamiento androcéntrico y por extensión, su visión dualista y jerárquica de los géneros. Utiliza conceptos para visualizar la emancipación de la mujer, por ejemplo, sus estrategias sobre la bisexualidad, identidades lésbicas o mujeres “negras” y/o “pobres”, que son muy parecidas al sincretismo cultural que han defendido los pensadores más reputados de la teoría postcolonial. También coincide con esta teoría en interceder por un hibridismo y una fluidez que sobrepasan con frecuencia la hegemonía binaria/heterosexual establecida por las ideologías dominantes.

La segunda autora es una psicoanalista postlacaniana, Luce Irigaray, que aporta un pensamiento contributivo a la argumentación del feminismo de la diferencia. Reinterpreta las categorías fundamentales del psicoanálisis y de la filosofía tomando en consideración el inconsciente y el cuerpo femenino, así como el lazo de la mujer con la madre. En su obra Espéculo (Irigaray, 2007), propone la fundación de una teoría de la diferencia sexual a partir de una crítica a las tesis de Freud, afirmando que si la mujer se mira en un espéculo en vez de en un espejo, se dará cuenta de que no tiene un vacío, sino todo un interior por descubrir, una sexualidad rica y múltiple. Discrepa con Simone de Beauvoir sobre la diferencia femenina afirmando la intrínseca diversidad de la naturaleza femenina: la diferencia sexual.

Se necesita también cultivar y desarrollar identidad y subjetividad en el femenino, sin renunciar a sí mismas. Los valores de los que las mujeres son portadoras no son suficientemente reconocidos y apreciados, incluso por las mismas mujeres. Sin embargo, son valores de los que el mundo hoy tiene necesidad urgente, sea que se trate de un mayor cuidado de la naturaleza o de una capacidad de entrar en relación con el otro (Irigaray, 2010).

Propone crear un espacio entre mujeres que trabaje al margen del modelo masculino de la cultura occidental y que recupere los valores de la esencia femenina, pero afirmando que de la biología y de la naturaleza formamos parte tanto las mujeres como los hombres y lo que hay que conseguir es acabar con la jerarquía en los atributos que desvalorizan a la mujer.

La psicoanalista y especialista en semiótica Julia Kristeva es la tercera persona relevante dentro de esta tendencia. En su libro Lo femenino y lo sagrado6 (Clèment y Kristeva, 2000) escribe sobre la diferencia esencial del cuerpo:

“...de esa porosidad turbadora de las mujeres. (...)” ...el yo femenino es ‘vaporoso’. Ves que asocio el destino del erotismo femenino con el de la maternidad: aunque se trate de dos vertientes totalmente distintas de la experiencia femenina, el cuerpo vaginal, ese habitáculo de la especie, impone de todas formas a la mujer una experiencia... ‘de la realidad interior’, que no se deja sacrificar fácilmente por lo prohibido, (...) Por ello se comprende que esa profundidad vital constituya también un peligro social (Clèment y Kristeva, 2000, pp. 25-26).

Siguiendo con el permanente debate que se produce dentro de la corriente feminista (Alcoff, 1989, pp. 18-41), cuestiona el esencialismo con que se desarrollan algunas hipótesis. Plantea la necesidad de elaborar una teoría de la subjetividad que se base en la experiencia vivida de cada persona y se aleje del esencialismo biológico, de las prescripciones y de las normas culturales y sociales propias de determinismo social. En el mismo sentido se desarrolla el trabajo de Teresa de Lauretis, siempre preocupada por la desarticulación de los mecanismos sociales e históricos de la dominación y de la invisibilización de las mujeres. En cuanto a la construcción de la subjetividad femenina de Laurentis afirma que los seres humanos, como seres sociales, nos construimos cotidiana y precozmente a partir de los efectos del lenguaje. Con esas premisas se conforma la auto-representación, que lleva implícita la diferencia entre sujetos mujeres y sujetos varones y también la valoración jerárquica y negativa del sujeto mujer. También incorpora sus reflexiones afirmando que, por un lado, estaría la mujer como una construcción ficticia y, por otro, las mujeres como seres históricos reales. A partir de ahora ya no se hablará de la mujer como algo universal, sino de las mujeres.

Hay “lenguajes”, estrategias lingüísticas y mecanismos discursivos que producen significados; hay diferentes modos de producción semiótica, formas distintas de invertir esfuerzos para producir signos y significados. En mi opinión, la manera de emplear ese esfuerzo, y los modos de producción implicados, tienen una relevancia directa, incluso material, para la constitución de los sujetos dentro de la ideología: sujetos diferenciados por la clase, la raza, el sexo y cualquier otra categoría diferencial que pueda tener valor político en situaciones vitales concretas y momentos históricos determinados (De Laurentis, 1992, p. 55).

 

Será Judith Butler quien cuestionará el tratamiento que se está dando al género desde la teoría feminista en su libro El género en disputa: el feminismo y la subversión de la identidad (1990), uno de los libros más influyentes del pensamiento feminista contemporáneo. La filósofa analiza Introducción al narcisismo y Duelo y Melancolía de Freud para bucear sobre las bases más arcaicas de una identidad, donde se produce ‘la pérdida primordial’ y el dolor psíquico inscrito en el inconsciente. A partir de esas lecturas reconoce el dolor por la pérdida de identidad que padecen las personas cuyas identidades sexuales no son reconocidas, como homosexuales y lesbianas, bisexuales o transexuales. Más adelante lo llamará ‘dolor de género’ cuando a través de sus trabajos filosóficos, complejos y muy difíciles de interpretar sin desvirtuarlos, acuñe la teoría Queer. Butler plantea que el ‘sexo’ entendido como la base material o natural del género, como un concepto sociológico o cultural, es el efecto de una concepción que se da dentro de un sistema social ya marcado por la normativa del género. Este planteamiento, a partir del cual el sexo y el género son apartados de cualquier planteamiento esencialista, desestabilizó la categoría de ‘mujer’ o ‘mujeres’, y obligó a la perspectiva feminista a repensar sus supuestos, y entender que ‘las mujeres’, más que un sujeto colectivo dado por hecho, era un significante político. Butler no quiere decir que el sexo no exista, sino que la idea de un ‘sexo natural’ organizado en base a dos posiciones opuestas y complementarias, es un dispositivo mediante el cual el género se ha estabilizado dentro de la normativa heterosexual que caracteriza a nuestras sociedades actuales. Plantea la performatividad de género, donde cada cual hace su puesta en escena que puede ser tan diversa como identidades haya, en función de una normativa genérica que promueve y legitima o sanciona y excluye (Butler, 2001).

Las repercusiones tanto del feminismo estructuralista como del postestructuralista en cuanto al concepto y a la planificación de programas de salud, se derivan de no aceptar la definición de ‘mujer’ como un sujeto único y universal. Hay que tener en cuenta en el momento de la planificación de estos programas distintas variables: los estereotipos en cuanto a etnia y país, la edad, la clase social, la ideología, el sexo y la orientación sexual, así como las experiencias –tal y como han sido entendidas y vividas–, con el objetivo de atender verdaderamente las necesidades de las personas. Y, desde luego, se contempla la visibilidad de las identidades sexuales y de género sean cuales sean, sin caer en parámetros recurrentes de patologización de lo diferente.

En esta síntesis de la evolución del pensamiento feminista, llegamos a lo que se conoce como la tercera ola del feminismo, con la corriente postfeminista que incluye la teoría queer y el transgénero, cuyas máximas principales son la diversidad, la subversión y destrucción de los roles sexuales, al tiempo que se mantiene la lucha por los derechos igualitarios. Se produce una importante brecha con el feminismo, al que se acusa de haber elaborado sus aportaciones teóricas desde un planteamiento universal y heterosexual. La identidad lésbica ha asomado tímidamente y sin hacer demasiado ruido en el movimiento feminista, del mismo modo que en el resto de la sociedad del siglo XX. Ello se explica porque el lesbianismo ha estado condenado hasta hace pocos años al campo de la patología y empieza a tener marco teórico en los inicios del siglo XX al amparo de la teoría Queer.

Dos son las autoras consideradas como máximo exponente del marco teórico de la vanguardia feminista, Judith Butler y Judith Halberstam. Ambas autoras son especialistas en teoría Queer, en estudios de género, en teoría feminista y en cultura de la postmodernidad. Pero, como venimos argumentando a lo largo de estas páginas, todos estos campos se mantienen en conflicto, manteniendo estrechas y a la vez tensas relaciones. (Halberstam, 2008) realiza un recorrido muy interesante por las distintas formas de masculinidad que han sido desarrolladas por las mujeres desde el siglo XVIII al XX, desde mujeres que en siglos anteriores vivían haciéndose pasar por hombres, hasta las nuevas culturas actuales transgénero, drag queen7, transexuales masculinos, pasando por la incursión en importantes subculturas lesbianas como la butch femme –lesbiana masculina–, y también por el análisis de la masculinidad femenina en el cine. Halberstam reinterpreta con rigor histórico cada una de estas formas de masculinidad y pone de manifiesto que los géneros y las sexualidades son mucho más complejos y diversos de lo que supone el sistema heterocentrado en que vivimos.

En estas últimas páginas hemos realizado un escueto recorrido por las distintas corrientes que fueron conformando y enriqueciendo la teoría feminista a lo largo del siglo XX y en los inicios del XXI. Las características de este trabajo no permiten una extensión más detallada, lo que aportaría matices y facilitaría la comprensión de las divergencias y las confluencias entre las distintas vertientes que han convivido durante estos años. Ahora nos proponemos llegar al estado de la cuestión actual, acercándonos a los dos grandes bloques que, a priori, parecen divergentes pero que se han ido entrecruzando en estas décadas.

El ideal del movimiento feminista en sus comienzos, indiscutiblemente, es el de la igualdad entre mujeres y hombres. El del primer período se inscribe en la consecución de derechos civiles, persiguiendo hacer realidad el sufragio de las mujeres. En la segunda ola, las primeras elaboraciones teóricas, tanto desde el feminismo liberal, como del socialista y del radical –apoyados por la teoría marxista–, se inscriben en la consecución de la igualdad de derechos, la igualdad social y, por tanto, en contra de las relaciones de poder. Más adelante también se profundiza en las identidades masculina y femenina, apoyándose en el concepto género para estudiar las diferencias que son construidas socialmente y por ello no son esenciales. Es aquí donde empezamos a encontrar posiciones que van permeando la igualdad y la diferencia.

También durante la segunda ola del movimiento feminista hubo elaboraciones teóricas que se adscribieron a la diferencia. Nos referimos a los inicios del feminismo cultural y sus derivaciones, así como los ecofeminismos que empezaron con la afirmación de que las mujeres son diferentes y hay que reconocer y visibilizar esas diferencias. También desde estas corrientes se indaga sobre las identidades, produciéndose notables avances en torno a la feminidad. Esta línea se adscribe a la esencia femenina y tiene su razón de ser en la experiencia del cuerpo vivido y en la maternidad.

Será a partir de las líneas iniciadoras de lo que se ha dado en llamar tercera ola, donde tanto el estructuralismo como el postestructuralismo o postmodernismo, incorporaron una idea que viene a cambiar sustancialmente sus planteamientos: ni las mujeres ni los hombres son iguales entre ellos. Estas diferencias, como venimos insistiendo a lo largo de este texto, vienen determinadas por la etnia, por la clase social, por la cultura y el país al que pertenecen o por la orientación sexual que han decidido tomar en sus vidas. Se supera la idea de diferencia y se toma como referencia la diversidad, concepto que plantea menos divergencias, ya que es perfectamente asumible que reconocer la diversidad de las mujeres –y de todas las personas– no impide hablar de igualdad. Para poder recuperar la identidad femenina proponen señalar y mantener los rasgos diferentes para las mujeres, lo que les proporcionará un lugar simbólico para poder superar la primacía masculina. La principal referencia dentro del ámbito de nuestro país del feminismo de la igualdad es Celia Amorós, que no puede compartir la idea de ese orden simbólico porque es asimétrico y es producto de una jerarquía de poder: “...las mujeres tendríamos que encontrarnos en una situación de equipotencia con respecto a los varones para instituir esa simbólica [ese orden simbólico] propia sin connotaciones de inferioridad y subordinación, lo cual implica el logro de la igualdad (Amorós, 1998)” (Velasco, 2009, p. 85).

El concepto de género utilizado desde el feminismo constructivista permite incorporar en el análisis a personas de distinto sexo y condición, que tienen identidades distintas, pero no por ello tienen que disfrutar de menos derechos. Desde una postura ecléctica respecto a igualdad y diferencia nos encontramos actualmente con la necesidad de seguir reflexionando, investigando y teorizando sobre el hecho humano, la diferencia sexual, las identidades, y seguir manteniendo la presión para que haya mayor libertad y justicia. En el marco de la igualdad de derechos y oportunidades se ha de mantener la militancia política. Pero aunque es en el marco teórico donde parece que tendrán que desarrollarse las discrepancias en torno a la diferencia y a la diversidad, es en el plano político donde hay que luchar por la no discriminación de las y los diferentes.

Dentro del campo de la salud podemos relacionar con las reivindicaciones que se han producido en la corriente de la igualdad, la consecución de Políticas de Igualdad y Equidad en los recursos de salud. Esto contempla la detección de los sesgos de género que se producen en la asistencia sanitaria, las desigualdades por sexos en las maneras de enfermar y la influencia de las relaciones de género en la medida que producen una serie de enfermedades más prevalentes en las mujeres debido a su rol de género. Por último, se presta atención a los factores de riesgo que producen desigualdades en la forma de enfermar de mujeres y varones. Las aportaciones derivadas del feminismo de la diferencia se relacionan con el análisis de la diferencia en la identidad femenina. Esto contempla el desarrollo de métodos de atención diferencial a aspectos propios de la fisiología femenina como maternidad, parto, puerperio y lactancia. Uno de los aspectos más destacables de este modo de atención es la creación de grupos de cuidados de salud entre mujeres, y que funcionan en aspectos de la salud ante los cuales las mujeres se muestran más vulnerables: salud mental, climaterio y menopausia, malos tratos y cáncer de mama entre otros.

A lo largo del siglo XX las distintas posiciones de la teoría feminista han ido insertándose en los métodos y en la investigación relacionada con la atención al cuidado y la salud de las personas. La teoría crítica feminista a partir de los años setenta ha ido perfilando su propia epistemología a partir de dos premisas que hasta entonces no habían formado parte de la observación del fenómeno humano: la existencia de los sexos y la relación de podersubordinación que rige sus relaciones. Por tanto, su interés principal será visibilizar el sexismo y del androcentrismo presentes en el mundo de la ciencia e investigar las causas de su existencia. Se denuncia la supuesta neutralidad de la ciencia, de modo que cuestionan la afirmación de que las personas que investigan se sitúan necesariamente en una posición de objetividad. Entre los métodos de investigación utilizados es frecuente encontrar la fenomenología social para estudiar sus efectos sobre la salud pero del mismo modo se apoyan en recursos positivistas para cuantificar la magnitud y las repercusiones de tales efectos.

Coincidimos con distintas autoras cuando hacen la propuesta de acotar los aspectos sobre los cuales habría que debatir, con el objetivo de modificar la desigual realidad existente Fox Keller (1985), Harding (1996), Lagarde (1996) y Pérez Sedeño (2001). Se trataría en primer lugar de mostrar y cuestionar las díadas tradicionales que se mueven en una lógica binaria: mujer/hombre, femenino/masculino, pasivo/activo, privado/público, emocional/racional, para evidenciar la jerarquía social que se establece desvalorizando la parte femenina de las díadas. En segundo lugar, consideran imprescindible visibilizar distintos fenómenos, por citar algunos de ellos: la exclusión, el silenciamiento y la omisión, el tratamiento sesgado, la devaluación, la discriminación y la subordinación de lo femenino en general y de las mujeres en particular, para poder cuestionarlos. En tercer lugar y refiriéndonos directamente al tema de la salud, habría que desvelar y criticar las premisas biologicistas que tratan de definir las características y las diferencias entre mujeres y hombres. Así mismo, es necesario derribar y cuestionar las premisas esencialistas que ligan los hechos de ser mujer a la biología, es decir, al sexo, en vez de reconocer que se trata de una construcción cultural: el género. Por último, es necesario huir de las premisas universalistas, que suponen que hay una identidad única para la mujer y, por ende, para todas las mujeres.

 

La filósofa Sandra Harding (1993) revisó las críticas feministas de la ciencia y las investigaciones realizadas desde posiciones androcéntricas. Según la autora hay tres posiciones epistemológicas feministas que cuestionan la ciencia cada una de ellas a distintos niveles. El empirismo feminista sostiene que por la simple inclusión de las investigadoras mujeres se corregirán los sesgos sociales observados –androcentrismo y sexismo–, a pesar de que no se cuestione la metodología utilizada. Según este planteamiento el problema es la ciencia mal hecha. Por ello, con la presencia de científicas e investigadoras se corregiría el problema. En el campo de la salud estaríamos hablando de las investigaciones epidemiológicas sobre morbilidad diferencial por sexos que, valiéndose de métodos estadísticos, pueden dar a conocer la incidencia de determinadas enfermedades en cada sexo o el distinto esfuerzo terapéutico que se aplica ante el mismo cuadro clínico, en función de que los síntomas aparezcan en una mujer o en un varón. Gracias a este tipo de estudios se están evidenciando las distintas formas de enfermar de unas y otros y la distinta forma de ser atendidos en las unidades clínicas, además de que, al utilizar métodos de investigación validados por la ciencia, los resultados son reconocidos y asumidos por ella. El punto más débil de estas investigaciones es que, al situarse dentro del paradigma científico hegemónico, no cuestionan el sesgo androcéntrico existente que subyace en la selección de los problemas a investigar o en el tipo de preguntas sobre las posibles causas de dichos problemas.

La siguiente posición es el punto de vista feminista. Entiende que basándose en la realidad, la experiencia vivida por las mujeres plantea un punto de vista diferente al de los hombres y ello se traduce en que los problemas a investigar serán los que a priori parezcan relevantes para la salud de las mujeres y no se constriñen a los factores de riesgo clásicos. Contempla la influencia de la doble jornada laboral o la dedicación de las mujeres al cuidado personal y de los afectos en los miembros que componen la familia. La mirada feminista muestra cómo las mujeres experimentan el mundo y cómo es posible encontrar relaciones de subordinación y de exclusión social en sus relaciones con los hombres. Esta línea también es aceptada –aunque con menos complacencia– por la ciencia hegemónica porque se sigue valiendo de la metodología positivista, aunque añade algunos métodos de investigación cualitativa que interpretan cómo es vivida una experiencia por las mujeres. Respecto a los sesgos de género que se producen en la práctica clínica afirman que son debidos a la poca consideración que se tiene hacia las mujeres y su sufrimiento y a que la sociedad actual está estructurada en base a unas relaciones de poder que se reproducen mediante estereotipos que también mantiene el personal sanitario en su atención profesional. Una vez más, las críticas a este punto de vista vienen por la supuesta universalidad que se presupone en las mujeres, sin tener en cuenta las diferencias en función de la clase social, la raza o la cultura a la que pertenezcan.

La tercera posición es el postmodernismo feminista que incorpora nuevos conceptos sobre los que es necesario investigar: la construcción social de la subjetividad, las relaciones de género y poder, la división sexual del trabajo, las estructuras familiares y la crianza de las hijas e hijos, las distintas identidades sexuales y de género entre otros. Y todos ellos según la clase social, la cultura o la orientación sexual. Los métodos a utilizar en estas investigaciones vienen determinados por un enfoque cualitativo y por ello son cuestionados desde el paradigma biomédico y el positivismo, aunque en la última década están siendo mejor aceptadas desde el enfoque de género en salud. No obstante, en la actualidad son necesarias las tres posiciones porque es imprescindible obtener información de todos los campos y porque no podemos olvidar que cada persona que investiga se sitúa en un marco teórico y pertenece a una institución con unas características determinadas.

1.4. LA UTILIZACIÓN DE FUENTES ORALES EN LA HISTORIA DE LAS MUJERES

Como sabemos el individuo había sido una variable a ignorar desde los planteamientos de la cultura hegemónica hasta los años sesenta del pasado siglo. Los sociólogos primero y los historiadores algo más tarde, se han preocupado por rescatar y restituir al individuo como actor principal de sus investigaciones. El desarrollo de una metodología que ponga las bases para hacer un uso adecuado y provechoso de las fuentes orales, es un paso importante en el largo camino de la renovación epistemológica necesaria en la investigación histórica. Cuando se investiga sobre un período de la historia reciente el papel de las fuentes orales es fundamental, y más importante todavía cuando el grupo estudiado, siguiendo la formulación gramsciana, forma parte de las clases subalternas. Utilizar los testimonios de las informantes supone en nuestro caso retomar la pregunta de Spivak (1994, pp. 1475-1490) y afirmar que la relación entre el subalterno y la hegemonía es suplementaria y nos permitirá contribuir a la democratización de la historia.

La devaluación de los trabajos realizados por mujeres no ha sido, claro, una singularidad absoluta. Ya el auge de la historia social producido en el último tercio del siglo XX evidenció ejemplos equiparables. Distintos centros federados a la American Oral History Association crean en 1973 la revista Oral History Review, donde se articula una postura crítica hacia el privilegio que se concede al estudio de las élites y se comprometen con los movimientos radicales de las minorías, bajo la influencia que ejerce la proximidad de la explosión cultural del Mayo del 68 (Dosse, 2007, p. 245). Los campesinos o los obreros no habían generado suficiente documentación tradicional, por lo que el recurso a las fuentes orales se hizo una necesidad evidente. Lo mismo ocurrió con la historia de las mujeres. Hacer visibles las experiencias vividas por determinadas mujeres, sean estas mujeres notables o no, pero dándoles la categoría de sujetos significantes y expresivos de un conjunto más amplio, nos permite un intento de reinterpretación o de relectura de la historia desde el punto de vista de Derrida (1971, pp. 11-13).

Para poder introducir la visión de las mujeres en el análisis de los distintos momentos históricos, es importante resaltar la importancia de las fuentes orales, sobre todo cuando nos proponemos abordar la historia contemporánea (Folguera, 1990, pp. 177-211). La utilización de metodologías cualitativas, por ejemplo con el método biográfico, ha permitido situar en el centro de la investigación las vidas particulares de las mujeres y de este modo, se ha hecho necesario volver a cuestionar las dicotomías clásicas: producción/reproducción, público/privado o familia/trabajo, a partir de experiencias concretas. Los relatos de las mujeres también nos han hecho re-evaluar determinadas posturas consideradas de aceptación o de sumisión y re-considerarlas como estrategias de adaptación o de mejora social (Borderías, Bertaux y Pesce, 1990) tanto para ellas mismas como para sus hijos.

La biografía nos permite observar cómo las mujeres se constituyen en sujetos de su propia historia cuando comprobamos que en circunstancias económicas y sociales parecidas, no todas las personas actúan de la misma manera. En este sentido, compartimos con el sociólogo italiano Franco Ferraroti la idea de que las biografías “no hablan solas... La fecundidad heurística de las biografías está profundamente condicionada. Las declaraciones personales escapan al subjetivismo... en la medida en que se ligan y quedan unidas a las condiciones objetivas, a los datos de las condiciones concretas en las que el entrevistado vive” (Ferraroti, 1980, p. 238). También facilita la comprensión comparar la evolución social dentro de una misma familia, ya que podemos analizar la relación entre mujeres de una generación con las de la generación precedente y con las de la posterior. Pero sin duda, una de las principales aportaciones del método biográfico y de las historias de vida es la posibilidad de integrar en el discurso, es decir, en el tiempo biográfico, los acontecimientos históricos para así contextualizar la legislación, las normas sociales o los discursos elaborados desde la ciencia o la religión y valorar su repercusión en los diferentes momentos vitales de las personas (Borderías, Bertaux-Wiame, 1997, p. 186).