Las hijas de la flor y olmos

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Al Inmaculada Concepción solo regresaron el capitán y su familia, quienes, tras una buena comida se quedaron largo rato observando desde la proa las fogatas encendidas en la playa, en donde cientos de personas cantaban, jugaban y reían.

Esa noche Pedro no lograba conciliar el sueño a pesar de sentirse inusualmente relajado. Un raro estado febril lo mantuvo postrado con los ojos abiertos buena parte de la última guardia. Volvía a sentir el inconfundible aroma de su mujer, ese que había estado enmascarado por el fuerte almizcle de olores de la gente a bordo. Aquel aroma se volvía más intenso con el andar de la luna, mientras él, inmóvil en su lecho, sentía cómo este se colaba por sus sudorosos poros, obligándolo a soñar despierto, y a idear la manera de satisfacer su más básico y delirante deseo. Al escuchar el eco del tercer estribillo cantado desde la gavia, supo que aquel era el momento preciso de comenzar su singladura personal, porque a esa hora ni siquiera las ratas estarían despiertas. Con fe ciega se dejó guiar en la oscuridad por el único olor que el mar no había logrado salar. Sus manos toscas hallaron, reconocieron y recorrieron suavemente el contorno de su cuerpo, e inequívocamente se encontró justo donde había planeado estar. Aquello era una tentación superior a su voluntad, y sin poder resistirse, levantó con premura el enredoso vestido que la envolvía. Ella despertó sobresaltada con la intención de gritar, cuando él, ágil y decidido, aplacó su gélido aliento con su lengua hirviente.

―Esta noche sí ―le susurró al oído.

―No, Pedro, no debemos… ―discrepó ella, impidiendo que las manos de su marido avanzaran por sus tensados muslos.

―Esta noche sí ―le repitió.

Ana Teresa no supo si fue el cosquilleo que sintió detrás de la oreja mientras le susurraba con firmeza sus intenciones, o las ganas de engendrar un hijo varón, lo que hizo que se entregara al placer más elemental. Sus muslos lentamente se dejaron vencer en la medida que la boca del capitán descendía explorando con firmeza hasta llegar a su sexo. En ese momento, ambos sintieron haber regresado al tiempo en que se citaban a escondidas de Manuel José y Trinidad en el viejo granero para darse mutuamente insaciables pruebas de amor. Entonces se dieron cuenta de que sus cuerpos seguían tan hambrientos el uno del otro como en aquellos días, y así, entre gritos mudos de placer, se fundieron en una amalgama de azahar y sal, que terminó con la tibia explosión de toda la pasión reprimida en el cuerpo del capitán desde el día que zarparon de Sevilla.

La flota de tierra firme había recorrido el tramo más largo del viaje, aunque no por ello el más peligroso. Nadie podía asegurar que no se verían envueltos en otra tormenta, cosa que aterraba a la tripulación, pero lo peor, era que el Caribe estaba infestado de piratas y corsarios, conocedores inigualables de aquellas aguas tropicales, siendo esto lo que más preocupaba al capitán. Pero aquel no era momento para estar preocupados, pues ya bastante habían sufrido. Aquel era momento de beber agua clara, de atiborrarse de frutas tropicales frescas, de caminar y correr por la arena, y no menos importante, de soltar el lastre del cuerpo en la tranquilidad e intimidad que cualquier matorral ofrecía, evitando tener que ejercer tan privada necesidad humana sin ser vistos ni mofados. Durante la estancia, además de hacer aguada, recolectaron leña y volvieron a revisar palmo a palmo la estructura del Inmaculada, sobrándoles tiempo para lavar las curtidas camisas y los calzones de paño basto de la tripulación, y los vestidos ajados de los pasajes. Pudieron además quitarse la suciedad incrustada en sus cuerpos grasosos, y hasta tuvieron tiempo para desenredarse los cabellos y acicalar a sus piojos, menos Salazar, quien mantuvo su costumbre de no asearse.

Pasados así cinco días de vana espera, el capitán de la nave capitana anunció a toda la flota que se preparasen para levar anclas e izar velas al alba; ya había acabado el compás de espera que dio y el tiempo estaba cambiando. Comenzaban a levantarse vientos de sureste que eran contrarios y peligrosos, capaces de hacer perder una embarcación, y no podía correr el riesgo de perder otra más. Ya no era posible hacer más por la carraca desaparecida, excepto encomendarla al amparo de Dios. Así que, reabastecidos continuaron el viaje con rumbo al suroeste hacia su próximo destino, Cartagena de Indias, eso sí, todos los gobernantes de las naves estaban advertidos de prestar máxima vigilancia, porque si alguno encontraba en su lente al pirata Drake, sonarían los cañonazos para mandarlo al fondo del mar.

Nuevamente volvieron las olas que traían el movimiento incesante, y con ello regresaba «la moridera» para Ana Teresa y Carmen, nombre con el que asociaban la mezcolanza de malestares y malos humores que sentían con el bamboleo del galeón. Pero en esta ocasión la lección estaba bien aprendida, por lo que el día antes de zarpar iniciaron la ingesta del viscoso jarabe, surtiendo un efecto muy positivo en ellas, pues a los cuatro días de haber dejado atrás la isla, sus síntomas eran poco más que perceptibles. Pedro se burlaba en sus caras refutándoles lo que creían era un jarabe milagroso.

―¡Pero cuanta ignorancia! No os enteráis que vuestros cuerpos se han adaptado a las olas, así que bien podéis dejar a un lado esa medicina, porque os sentiréis igual con o sin ella.

―Puedes reírte todo cuanto quieras, pero no dejaremos de beberla. Para ti es muy fácil decirlo, porque solo te faltan las escamas para ser un pez, pero nosotras somos de tierra, Pedro, de tierra ―replicaba Ana Teresa con el mismo aire burlesco.

Durante los días siguientes navegaron sobre aguas reposadas. Según los avezados marineros, así era como el Atlántico resarcía la insondable crueldad mostrada. Aseguraban que, por haber soportado su ira, se habían ganado su respeto y en adelante serían tratados como sus invitados de honor. Pero la afrenta sufrida jamás sería olvidada. A menudo las imágenes de la tormenta se paseaban por la mente de todos aflorando sentimientos de terror que los pasajeros disipaban uniéndose a las diarias y fervorosas oraciones dirigidas por fray Antonio, y que la tripulación paliaba bregando asiduamente para distraerse, principalmente remendando y poniendo parches para mantener levantadas las velas hasta llegar a Cartagena, las cuales, comenzaban a romperse con increíble facilidad por la presión del viento.

―¡Tierra firme en la mira, capitán! ―alertó una tarde el vigía de proa.

Sabían que estaban cerca de llegar a su destino porque habían divisado a lo lejos la sierra nevada de Santa Marta bautizada así años atrás por Rodrigo de Bastidas en honor a la patrona de Sevilla, y siguieron el rumbo contorneando la costa, manteniéndose lejos de las revoltosas aguas de la desembocadura del Río Grande de la Magdalena. Así estuvieron hasta que la mañana del 1 de octubre de 1580 escucharon las tan esperadas palabras del vigía.

―¡Cartagena de Indias, capitán! ¡Cartagena de Indias en la mira!

Por segunda ocasión desde que partieron de España, todos sin excepción dejaron lo que estaban haciendo para correr hacia la borda, estirar los cuellos y ver con sus propios ojos lo que escuchaban. El Inmaculada Concepción había llegado a su último destino, y aunque no toda la flota sobrevivió la travesía, quienes lo lograron se sintieron emocionados y celebraron con afónicos abrazos el triunfo tras la tragedia.

Las vistas que tenían al frente eran admirables, por decir poco. Les recibía una imponente bahía coronada con un cerro cuya forma era extraordinariamente similar a la popa de una galera, de la que parecían provenir las tres salvas de pólvora disparadas al cielo autorizándoles el paso para atracar en el puerto. Inmediatamente las naves artilladas de la flota respondieron el fragor desde las bocas de bronce que sobresalían por las portas de los galeones.

―¡Llegamos hijas, llegamos!, casi que no me lo puedo creer ―exclamó eufórica Ana Teresa liberando las lágrimas que se habían quedado anudadas en la garganta el día que dejó su tierra. Por fin sentía que el aire pasaba libremente a sus pulmones pudiendo respirar profundamente, liberándola de la disnea opresiva que la había acompañado todo ese tiempo. Tuvo la intención de correr hacia su marido para abrazarlo y decirle que era el mejor capitán del mundo, pero se contuvo, pues ese tipo de demostraciones afectuosas no eran permitidas a bordo, aunque el viaje ya hubiera acabado para ellos y aunque se tratase de la mujer del capitán, así que esperó prudentemente a que él se acercara a ella cuando lo considerara oportuno.

Entretanto, las embarcaciones, siguiendo a la nave capitana se enfilaban maniobrando acompasadas como en un baile de salón, y se adentraban por la boca grande de la ignota bahía que los recibía.

Los tripulantes del Inmaculada Concepción quedaron absortos mirando atónitos el azul turquesa de las aguas, el intenso verde de frondosos bosques tropicales y a lo lejos, la famosa ciudad.

―¡Se atontaron las damiselas de mar! ―gritó el capitán.

―¡De inmediato todos a vuestros puestos! ―imitó él segundo el gesto del capitán.

―¿Queréis recibir la paga? ¡Pues a trabajar y a acabar bien lo que empezaron!, ¡aún hay faena a bordo! ―continuó gritando el capitán sacándolos del letargo en que se encontraban, mientras disfrutaba y reía viendo cómo se tropezaban los unos con los otros para realizar las últimas tareas.

Tras posicionarse, tiraron ancla, recogieron las amarras y desnudaron los palos, quedando solo los ya no tan coloridos estandartes en lo alto del trinquete y la mesana.

Pronto el Inmaculada Concepción fue abordado por tres funcionarios reales para recibir oficialmente la embarcación, quedando desde ese día bajo la custodia y responsabilidad del gobernador de la ciudad, y para realizar la inspección de la mercancía traída. Sin dilación y más bien con cierta urgencia, abrieron sus libros para comenzar a escribir en ellos detalladas anotaciones sobre los artículos embalados en cajas, barriles, botijas, cajones, fardos, bultos y pipas. En tanto no terminaran, nadie podía subir a bordo, ni desembarcar, por lo que, en la cubierta, tanto pasajeros como tripulación debían esperar. Ninguno supo cuánto tiempo le tomó a las autoridades terminar la inspección, pero todos se sentaron a esperar sin apremio, total, después de haber esperado tanto, igual les daba seguir a bordo unos minutos u horas más. Tras finalizar la inspección, conteo y control de la mercancía, tras constatar que la tripulación recibiera su bien ganada paga, y tras entregar oficialmente el galeón, el capitán finalmente autorizó el desembarque y el segundo, sobre la toldilla, anunció que desde ese momento podían dejar la embarcación.

 

Pedro de la Flor y Olmos daba por terminada su labor como capitán de un galeón español. Cuando desde el castillo de popa observó a su mujer apoyada en la borda, sintió muchas ganas de acercarse, pero la tripulación lo impidió abalanzándose sobre él para despedirse del hombre que había confiado en ellos aceptándolos bajo su mando. En medio de apretones de mano y palmadas en las espaldas, Pedro y Ana Teresa cruzaron las miradas y se sonrieron tímidamente. Ella pacientemente siguió observando cómo, poco a poco, el Inmaculada se convertía en un islote desolado y deprimente. Cuando por fin todos bajaron de la nave, el capitán se acercó a su mujer y se apoyó al igual que ella sobre la borda.

―Tenías razón, Ana.

―¿En qué?

―En que todo estaría bien. Quizá los sueños sí sean algo más que sueños ―dijo sonriendo―. ¿Preparada para desembarcar?

―Desde el mismo momento en que embarqué.

―Lo sé ―respondió pasando un brazo por la cintura de su mujer―. Mientras termina de salir la gente voy a ratificar un par de cosas, y de paso aseguraré las cajas con nuestras pertenencias; prefiero dejarlas aquí, que están más seguras, y volveré a recogerlas una vez estemos ubicados.

―Como digas. ¡Pedro, espera! ―exclamó tomándolo de la mano antes de que se alejara―, ¿has notado que aquí el mar tiene un color diferente?… Qué tonterías digo. En realidad, lo que quiero decir es que lo has hecho muy bien. Todos te admiramos, te respetamos y te agradecemos.

El capitán entonces le dio un beso en la frente, y sacando pecho dio media vuelta para recorrer a solas por última vez su amado galeón. Caminaba enmudecido acariciando con la yema de los dedos las viejas tablas de roble y pino. Se despidió de cada recoveco, de cada cubierta, pensando que la nostalgia que sentía era lo que debían sentir las almas cuando al morir recogen sus pasos. Cuantos recuerdos se desteñían en su mente, como si a nadie le importaran, como si nunca hubieran existido.

―¡Capitán! ―escuchó cuando caminaba.

―Salazar ―contestó sin mirar.

Salazar era uno de los pocos que no había desembarcado esperando a que el capitán estuviera solo para despedirse.

―¡Señor!, permítame desearle la mejor de las suertes ―dijo quitándose el bonete de la cabeza―. He sido muy afortunado de haber estado bajo su mando tanto tiempo. Imagino que estará dichoso, ¿no?

―Sí, sí, mi buen Salazar ―respondió como si le costara hablar.

―Señor, perdone mi insolencia, pero es que lo noto un poco cabizbajo. ¿Acaso le pesa despedirse del Inmaculada? ¿Un hombre como vos?

―Ha sido la mejor embarcación en la que he estado jamás ―aseveró a secas.

―Señor, hace mucho alguien me dijo que un hombre de mar no debe dejarse entristecer por las despedidas, porque en cada puerto no solo hay un adiós, sino también una bienvenida, y en este mundo son muchos los puertos en que tenemos que echar y elevar anclas ―intentó animarle el marinero al notar la dificultad que tenía para cortar el cordón umbilical que lo ataba al galeón, al mar, a su pasado.

―Pues, Salazar, amigo mío… si alguien te dijo que no son tristes las despedidas, dile a quien te lo dijo, que se despida ―respondió el capitán con una sonrisa triste, estrechándole con firmeza la mano.

―Buen viento, capitán.

―Buena mar, marinero.

Se despidieron siguiendo cada uno su camino. Salazar continuaría navegando con la flota de tierra firme, al igual que el resto de la tripulación, pero en otras embarcaciones y bajo el mando de otros capitanes, mientras Pedro de la Flor y Olmos echaría anclas en Cartagena de Indias.

Pedro miró a su alrededor para verificar que nadie más se acercaría a hablarle o despedirse. Siguió caminando y entró solo al castillo de popa. Se arrodilló frente a su cama y sacó la cajita de madera que estaba semiempotrada bajo esta. La metió en una bolsa con algunos recuerdos del galeón que podía cargar; se ajustó el sombrero, el jubón, la espada, se persignó dando gracias a Dios y salió en busca de su mujer y sus hijas para desembarcar. Ahora sí estaba listo.

Capítulo III

La noble y leal ciudad

Con los años, la llegada de la flota española se había convertido en un acontecimiento mayor en Cartagena, causante de un gran revuelo, solo comparable con la infinita emoción de ver caer después de una larga temporada de sequía las primeras lluvias de mayo, esas que con su magia retornan el verdor a los campos secos y hacen parir la tierra. Los moradores de la ciudad al escuchar los rumores del arribo, se sumían en una especie de carrera para mudar y engalanar el aspecto de sus casas, unos para demostrar la opulencia de que gozaban y otros para obtener los mayores beneficios económicos posibles que les permitiese llenar los estómagos y procurarles un buen vivir por varios meses. Los unos y los otros aguardaban impacientes el retumbar de los disparos de salva, sonido inequívoco que confirmaba la llegada de los españoles, y por ende la realización de la feria anual de galeones, a la que acudían acaudalados mercaderes provenientes de distintas partes del nuevo reino de Granada, Quito, e incluso de algunas islas del Caribe, quintuplicando con facilidad la población de la ciudad en esa temporada.

Ese año la espera se había alargado más de lo habitual. Llevaban semanas aguardando la notificación oficial de una posible fecha de llegada, pero los días pasaban y ninguna noticia buena o mala era pregonada. Los rumores de que alguna calamidad hubiera ocurrido aumentaban también con los días, y con los días, nuevas versiones terroríficas surgían en el puerto. La última que se barajaba en las calles y las plazas era que la flota podía haber sido atacada por monstruos marinos; como el que casi acaba con la vida de dos pescadores en cierta jornada de pesca. Aseguraban los hombres, que un par de días atrás, faenando en mar abierto frente a la isla de Carex, echaron como siempre su atarraya y esperaron, con la infinita paciencia que el mar les enseñó, a que los peces fueran quedando atrapados en ella por las agallas o por las partes sobresalientes de sus cuerpos. Todo pintaba a que iba a ser una jornada productiva, pero no lo fue, ya que estando en la espera, vieron una sombra de tamaño descomunal pasar justo por debajo de su canoa. Los pescadores se miraron aterrados convencidos de que se trataba de un monstruo marino de proporciones gigantescas, uno de esos conocidos por todos gracias a las historias contadas generación tras generación, pero vistos por muy pocos. Aquella cosa poseía una fuerza tan desmesurada que al topar con la red la arrastró sin ningún esfuerzo hacia las profundidades haciendo que la balsa tambaleara y volcara. Contaron que al caer ambos precipitosamente al agua se despidieron de este mundo, porque creyeron que con seguridad se convertirían en un ínfimo aperitivo para el monstruo. Un pescador chapoteando salió del agua y se subió como pudo a la balsa, pero el otro se quedó sumergido con los ojos bien abiertos, y aunque ese día las aguas eran turbias debido a las algas arrastradas por las corrientes, pudo verlo con claridad. Tenía el cuerpo alargado y serpentino, cubierto con una especie de escamas afiladas grisáceas, y por cabeza una boca con hileras de dientes puntiagudos. Cuando el pescador, al quedarse sin aire, salió a la superficie, escuchó los gritos desgarrados de su compañero, quien lo llamaba con insistencia, y subiendo horrorizado a la balsa, se alejaron despavoridos buscando la orilla.

Al llegar a Cartagena, contaron en los bares de la plaza del mar la aterradora experiencia, no sin antes empinar el codo en repetidas ocasiones con vino y ron para pasar el susto que aún traían. A medida que crecía el público ansioso por escuchar la historia, quienes pagaban a los protagonistas con alcohol, crecían también las dimensiones del monstruo marino en la misma medida en que las copas eran consumidas, y ya bien embriagados y con el habla gangosa afirmaron categóricamente que aquella criatura era la cosa viva más grande que hubieran visto jamás; tan grande, tan grande, que podría con facilidad destrozar una embarcación de buen tamaño, y que, con seguridad unas pocas podrían haber arrasado con la flota entera.

Por fortuna para todos en la ciudad, ese y los otros rumores fueron disipados una mañana soleada en que las campanas de la catedral repicaron con tanto ahínco que no hubo blanco, negro, ni indio que no saliera de las casas para ver si lo que acontecía era lo que estaban esperando.

En el Inmaculada Concepción, el capitán y su familia se preparaban para desembarcar. Les quedaba por recorrer un corto tramo que los separaba del puerto para llegar finalmente a la tan afamada ciudad. Las niñas, sin ayuda, siguieron a sus padres y casi con desespero subieron a una canoa de madera, estrecha y de pequeña envergadura en la que cuatro avezados zambos con remos en mano esperaban a que se acomodaran. Antes de empezar a remar levantaron al mismo tiempo la mano derecha y se persignaron tres veces. Este hecho llamó la atención de Ana Teresa, quien intrigada inclinó el torso hacia adelante para acercarse y lograr contacto visual con el remero más próximo que tenía, cosa que no consiguió, pues los ojos de este estaban ocultos bajo un manto de pelos encrespados que bailaban hacia adelante y atrás al ritmo de los remos.

―Perdone usted, es que he notado lo que habéis hecho hace un momento y no puedo evitar preguntaros ¿por qué os habéis persignado tres veces?

―Señora mía, no se extrañe; hacemos la señal de la santa cruz por el eterno descanso de las almas que aún no están en paz y penan vagando sobre esta bahía ―explicó el hombre con voz mansa, sin siquiera levantar la mirada.

―Pero qué cosas decís ―musitó ella frunciendo el ceño con gesto de incredulidad.

El remero alcanzó a verle el gesto con el rabo del ojo y girando la cabeza añadió.

―Si no cree mis palabras, bien puede comprobarlo usted misma cualquier noche de plenilunio, si se atreve, claro está. Vaya a la orilla de la bahía, siéntese y quédese tranquila observando las aguas; no tiene que hacer nada más; muy seguramente sus ojos se sorprenderán, porque sobre estas aguas es muy fácil ver almas en pena; aquí muchos las han visto. Eso sí, si lo hace, que sea en silencio, sin hacer ruidos ni movimientos bruscos para no encalabrinarlas, porque un alma en pena que es perturbada tiene toda una eternidad para atormentar a quien irrumpe su deambular. Escuche bien esto que le digo; si una especie de lumbre traslúcida que flotando sobre la bahía se le acerca, persígnese tres veces, rece un Paternóster y podrá…

―¡Calla!, insensato, ¿qué quieres?, ¿asustar a la gente? ―interrumpió Pedro con rudeza pensando que tal relato no era ni cierto, ni mucho menos apropiado para ser contado en presencia de damas y niñas.

―Mis disculpas, señor ―ofreció el remero bajando la cabeza y cerrando la boca.

Ana Teresa corrigió la postura volviendo los ojos al frente para no agraviar más a su marido, aunque la verdad no le dio importancia a la escueta historia que aquel pobre hombre refería, a quien además le habían echado la bronca por su culpa. Pedro decidió no dañar el momento que tanto había imaginado, por lo que suavizó sus palabras hablando de algo menos esotérico.

―Observad, niñas, cómo la naturaleza se ha encaprichado formando tan grande y hermosa bahía. Es sin duda, un blindaje natural excepcional que cualquier ciudad del mundo quisiera tener…

Pedro seguía con la prosa, mas sus palabras fueron desatendidas por las hijas, que miraban al padre fingiendo estar atentas, no porque no entendieran las alabanzas que hacía al mar, y a la bahía, sino porque ya bastante agua habían visto como para seguir haciendo lo mismo. Al llegar al puerto el capitán bajó rápidamente de la canoa con la intención de extenderle la mano a su mujer para que se apoyase en él, pero ella con gran agilidad se adelantó y de un salto puso con firmeza los pies en tierra.

 

―Mejor ayuda a las niñas ―manifestó sonriendo mientras caminaba arrastrando con gusto los zapatos en la arena.

Verla tan aliviada le hizo comprender el suplicio que debió ser para ella y sus hijas aquel viaje, y en cierto modo él también se sintió igual. Las niñas imitaron a la madre, solo Rosario levantó los brazos para que su padre la cargara y pusiera en tierra. Sus caras reflejaban una gran felicidad, incluso Carmen, a la que en rara ocasión se le vio sonreír desde que zarparon de la península, no paraba de reír y saltar. Los ahora caminantes se encontraban ad portas de la ciudad, y justo hacia allí se dirigían, dejando atrás el frenético ajetreo del puerto en el que hileras de esclavos negros descargaban y trasportaban la mercancía traída en las bodegas de las naves. Sobre los hombros se echaban el peso que podían, y sobre rieles movilizaban la carga más pesada para llevarla dentro de la ciudad y ponerla a buen recaudo, eso sí, todo bajo la estricta vigilancia de soldados y autoridades.

En el puerto hormigueaba un tumulto de paseantes que recibían a los recién llegados con flores. Pedro se sintió complacido al ver la calidez de la gente del trópico, aunque sus expectativas se tiñeron de desilusión cuando se percató de que una ciudad tan cotizada y valiosa para la corona no contara para su defensa con fuertes muros de piedra como los de Sevilla, Toledo, León o tantas otras plazas que había visto. Cartagena solo tenía una alta empalizada doble de madera en redondel, a sus ojos carente de la robustez necesaria para resistir el fuego de cañones o la intrusión de cualquier enemigo armado con ansias de apropiarse de lo ajeno. Tuvo ganas de compartir su decepción con Ana Teresa, pero se abstuvo para no empañarle la alegría que sentía, y sobre todo para no sugestionarla con algo que él consideraba sumamente peligroso, sin ni siquiera haber entrado a la ciudad. Sin prisa, pero sin pausa, se dirigieron a la puerta de entrada de la ciudad; pisaban las huellas de quienes iban delante levantando de la tierra seca un ligero polvorín amarillento que los acompañó hasta llegar al caño de San Anastasio, un curso de aguas poco profundas, teñidas de un verde intenso que contrastaba en perfecta armonía con el azul del cielo reflejado en la gran bahía. Entonces comprobó Pedro con los ojos lo que ya sabía. Cartagena de Indias era en realidad una isla, bañada por el mar Caribe, y por caños de agua dulce que la rodeaban por donde el mar no lo hacía. Entraron a la ciudad cruzando un sencillo puente levadizo, construido con maderas de guayacán, capaces de resistir el paso de personas y animales con carga. Una vez dentro, el panorama cambió sustancialmente, pues ipso facto un enjambre de mercachifles les recibió ofreciendo a viva voz sus buhonerías.

―¡Agua fresca de jagüey!, ¡agua de coco!, ¡bollo de maíz!, ¡pescado frito!, ¡fruta fresca!, ¡matahambre!, ¡dulce de coco!, ¡dulce de papaya!, ¡hartatripa! ―gritaban revoloteando de un lado a otro, compitiendo entre ellos por acaparar la atención de los caminantes.

―¿Mozas, señor? ―ofreció uno de ellos acercándose a Pedro―. ¿Desea mozas?, ¿indias?, ¿negras?, ¿mestizas?, ¿vírgenes?, ¿con pechos grandes?, ¿pequeños? ¿Qué desea el señor? Dígame cómo le gustan y yo mismo le consigo una de su preferencia ―insistía con tozudez.

―Nada, apártate chaval, déjame seguir ―respondió moviendo el brazo.

Pedro solo quería caminar sin que nadie le hablara, y pasar completamente desapercibido, porque desde que entró en la ciudad se sugestionó sintiendo que todas las miradas se posaban sobre él, como con desconfianza, como si sospecharan que los asuntos por los que decía estar allí no eran más que una fachada. Tuvo que detenerse un breve momento y tomar una bocanada de aire fresco para relajarse antes de continuar.

―¿Albergue, señor?, le recomiendo el mejor de la ciudad. ―Corrió a ofrecerle otro vendedor con increíble desparpajo al caer en cuenta de que el potencial cliente no iba solo―. Aseado y bien aireado para usted y los suyos, con cama mullida y comida diaria.

―¿Cómo se llama y dónde queda ese albergue del que hablas? ―preguntó Pedro mirando el rostro sudoroso del muchacho.

―La madre Perla, y queda cerca de la plaza del mar. Por muy poco le acompaño y le sirvo el resto del día en lo que se le ofrezca.

―No es necesario ―aseveró dándole en la mano una caridad.

Pedro se abría paso entre una multitud de gente; unos respiraban un aire nuevo de prosperidad, confiaban en que pronto de la tierra germinaría un potosí de oro que les daría la añorada fortuna que fueron a buscar; y otros, con menores expectativas, se preocupaban simplemente por vivir de la mejor manera posible el presente, eso sí, tanto unos como otros, parecían gastar en bebida, comida y ardientes mozas el dinero que tenían y la fortuna que aún no poseían en sus bolsas. El capitán consideraba que aquellos hombres tenían todo el derecho del mundo para llenar las tripas y darle alegrías a los cuerpos, sobre todo después de una travesía tan larga y complicada; solo esperaba que quienes durante la tormenta hicieron promesas a Dios de un cambio en sus vidas, no las estuvieran rompiendo dejándose llevar por las flaquezas del ser humano. Y no era que reprochara tales actuaciones, pues en otras épocas él también se entregó a placeres mundanos cuando anclaba en los puertos, más siempre repudió al hombre que faltaba a su palabra, y más a la palabra dada a Dios.

Llegaron a una plaza amplia, de trazado similar a las de la península, que según le dijeron al capitán, era la plaza mayor. Se encontraba más abarrotada que la entrada a la ciudad, con gentes tan desiguales como fácilmente identificables por el color de la piel y la vestimenta, pero iguales en un sentimiento de júbilo que parecía esparcirse con la cálida brisa tropical. Juntos, pero sin mezclarse, disfrutaban de una fiesta de bienvenida en la que no hubo tuerto, manco, ni cojo que no saliera de su casa a festejar. El capitán desde la distancia observó que en el fondo había dispuesta una tarima de madera y sobre ella alcanzaba a distinguir a clérigos y personas elegantemente vestidas que hablaban y reían entre sí. Delante de ellos, en el extremo izquierdo, dos soldados inmóviles sujetaban una trompeta con la mano derecha, y al lado opuesto, otro sostenía entre las manos un estandarte con el escudo de armas de la ciudad, Al verlo, Pedro recordó cuando en su entrevista con el rey este le mencionó entre otras cosas, que se lo había otorgado a Cartagena de Indias por la relevancia adquirida como puerto central del nuevo territorio colonial. Ahora apreciaba el emblema heráldico en el que dos fieros leones rojos, erguidos sobre un campo verde y fondo dorado sostenían con las patas una cruz de color verde tan alta como los felinos, y sobre esta una corona roja con su timbre y follaje. El escudo, sin duda era como un trofeo que no pasaba desapercibido entre los que llegaban.

El cansancio de la familia de la Flor y Olmos se disipaba entre el bullicio en aquella plaza, y ni siquiera el intenso calor amainaba el ánimo de celebrar el inicio de una nueva vida. Pedro deseaba acercarse a la tarima, ver de cerca los rostros de quienes allí estaban, pero Ana Teresa le insistió en quedarse en el fondo de la plaza donde no había tanto tumulto de gente y donde podía tener a la vista a las niñas, que no paraban de saltar y jugar. Él accedió; de todas formas, se quedarían poco tiempo, el justo para escuchar un poco de música de cajas, trompetas y clarines, y beber el agua dulce de unos cocos que había comprado. Mientras esperaba a que terminaran de pelar el más grande y pesado que había escogido para él, se saboreaba con su propia saliva al ver cómo sus hijas bebían sorbo a sorbo el néctar de la fruta, y cuando le entregaron en las manos el coco ya pelado, se lo llevó a la boca con la intención de beberse toda el agua de un solo trago. En esas estaba cuando sintió un empellón tan recio que lo hizo trastabillar; por poco no cayó al suelo, mas el coco salió volando y terminó rodando en la arena. El capitán reaccionó empuñando la mano, dispuesto a plantar un buen golpe a quien hubiera arremetido contra él, pero al dar media vuelta, vio a un hombre con el rostro horrorizado cayendo estrepitosamente.

To koniec darmowego fragmentu. Czy chcesz czytać dalej?