Las hijas de la flor y olmos

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Cuando se callaba para tomar aliento, Carmen proseguía desconsolada.

―¡Quiero ir a casa! ¡No quiero estar aquí!, todo esto es culpa de papá.

Lucía por primera vez en su vida fue consciente del peligro de estar viva, de que no estaba exenta de sufrir, y de que podía morir muy joven sin haber vivido no más que unos pocos años. Todo lo que pasaba a su alrededor le parecía tan inverosímil que se aferró a sus congéneres cerrando con fuerza los ojos y tapándose los oídos para no ver nada, ni escuchar los gritos de su madre que la asustaban más que la misma tormenta. Estando así comenzó a experimentar una extraña sensación; dejó de percibir el bamboleo del barco, de escuchar los gritos y los truenos, y de sentir incluso su propia piel, pues ya no notaba la soga apretando su pecho, ni los abrazos de su madre y sus hermanas. Era como si su cuerpo se hubiese dormido y se negara a obedecerle, porque no era capaz de mover ni el dedo meñique, mas sin embargo seguía despierta. De algún modo su cuerpo ya no le pertenecía y empezó a salir fuera de él elevándose del suelo. Pudo verse a ella misma junto a su madre y hermanas notando el pánico en sus rostros, aunque ella había dejado de sentir miedo; pudo ver cómo se movían y a Salazar atando cuanta cosa se le atravesaba, aunque el tiempo parecía correr de otra forma ya que todo transcurría muy lento. Lucía no entendía lo que le estaba sucediendo; pensó que quizá se estaba muriendo y eso la entristeció. En eso, una extraña sombra negra apareció serpenteando. Le recordó a un enjambre de abejas que cuando vuelan muy unidas parecen una nube oscura. La sombra, que parecía tener conciencia, se acercó a cada una y comenzó a rodearlas con movimientos muy rápidos, como si estuviera analizándoles desde la punta del pelo hasta la uña del dedo pequeño del pie. Primero a la madre, después a Rosario y luego a Carmen, pero al llegar a ella se quedó dándole vueltas y vueltas hasta que por fin dejó de girar deteniéndose bruscamente detrás de ella. Entonces Lucía vio cómo poco a poco comenzó a tomar forma; forma humana. Se le asemejó a un fraile pues por vestido llevaba una túnica oscura, de grandes y largas mangas y amplio capuchón que le cubría la cabeza. La aparición, sin mover el cuerpo giró la cabeza, tanto, que esta quedó casi sobre su espalda; y luego la levantó bruscamente hacia el lugar desde donde ella observaba. Los ojos azules de Lucía, que seguía flotando en el aire, no vieron rostro alguno, pero la tenebrosa silueta al sentirse descubierta lanzó un chillido sórdido desvaneciéndose en el acto. En la huida, la túnica rozó el brazo izquierdo de la niña, y de inmediato una sensación urente le hizo volver a notar el peso del cuerpo y los bruscos movimientos del galeón. Confundida y espantada, abrazó con todas sus fuerzas a su madre manchando sin querer su vestido de sangre; quería contarle lo que acababa de experimentar, pero cómo hacerlo, si, por un lado, aún estaban pasando dificultades para mantener el equilibrio, y por otro, lo ocurrido había sido tan extraño y aterrador que temía haber contraído una «enfermedad» muy contagiosa en España por aquellos días; la brujería, y no quería asustar más a su madre.

Nadie sabía con exactitud cuánto tiempo llevaban luchando contra natura, pero para los desdichados, el cálculo más aproximado era una eternidad. Sucedió entonces que la tormenta con la misma rapidez con la que apareció, desapareció. Fue como si las plegarias hubieran sido escuchadas y respondidas, y aunque algunos grumetes y marineros dudaban que la tormenta hubiera pasado definitivamente, no pararon de achicar agua hasta que vieron al capitán dejarse caer sobre las maderas mojadas para recobrar el aliento y darle por unos pocos segundos un descanso a las entumecidas piernas. Pedro se levantó, sonrió con una expresión de alivio, y estrechó la mano y dio palmadas en la espalda a los marineros que se fueron acercando a él. Luego, agotado como estaba, salió en busca de su mujer y sus hijas; temía que se hubieran hecho daño y no podía pensar en nada más. Su angustia era tal que pasó frente a ellas sin verlas.

―¡Pedro! ¡Aquí estamos! ―exclamó Ana Teresa revisando a las niñas.

―¿Estáis bien?, ¿os habéis hecho daño? ―preguntaba el capitán con la respiración entrecortada, y sin esperar respuesta las abrazó a todas con desespero.

―Estamos bien… estamos bien. Creo que solo tenemos algunas magulladuras, y Lucía una herida en el brazo ―constató la madre.

La niña temblorosa y llorando se prendió del cuello de su padre, quien estremecido por las lágrimas de su hija levantó la mirada al cielo y dio gracias, y aunque sabía que no estaba exento de encontrarse más adelante con otra tormenta, sintió en ese momento como si le hubieran quitado de los hombros el peso de diez cañones.

―Venga, Lucía, no llores, que tú eres muy valiente. A ver, déjame ver el brazo ―pidió bajándola―. El corte es algo profundo, ¿con que te lo has hecho?

―No lo sé ―respondió entre lágrimas.

―Hay que coserle la herida para que no se infecte y cicatrice bien ―expuso Pedro volviéndose hacia su mujer.

―No, papá, no quiero que me cosan, solo quiero estar contigo ―le pedía abrazándole por la cintura.

―Lucía, yo mismo te voy a acompañar, y cuando el médico te cure estaremos juntos, te lo prometo; pero antes debes demostrarme lo fuerte que eres.

―Vale, papá ―aceptó encogiéndose de hombros.

―Pedro, ¿ya todo pasó? ―preguntó temerosa Ana Teresa.

―Sí, ya está. Podéis estar tranquilas ―respondió acercándose a Salazar quien se vio sorprendido por un fuerte apretón de manos y un abrazo―. Eternamente agradecido estaré con vos.

―Capitán, solo hice lo que tenía que hacer; en todo caso quien estará eternamente agradecido seré yo.

Pedro tomó de la mano a Lucía para llevarla bajo cubierta donde atendía el médico. Ana Teresa y las niñas los siguieron esquivando cuerdas, ropas, platos y gran cantidad de cajas regadas por todos lados, mientras observaban a la tripulación visiblemente agotada apoyarse en la borda o sobre sus extremidades para recobrar las fuerzas, y a los pasajes que subían llorosos en busca de que les confirmaran que el peligro había pasado. Pedro y su familia bajaron a la primera cubierta y caminaron por los recovecos del galeón hasta detenerse a la entrada de una estancia pequeña, aireada por una ventanilla no más larga que medio brazo, en la que cabían acostadas no más de tres personas.

Rebolledo, el médico de la embarcación, de espalda a estos revisaba que todos los frascos en los que almacenaba ungüentos, píldoras, sales, emplastes, vendas, estopas, navajas, tijeras, hilos y pinzas, estuvieran en su puesto en los anaqueles del armario, secos y en buen estado, porque daba por hecho que no demorarían en llegar contusionados y mareados solicitando atención. Rebolledo era el tripulante más añoso a bordo y su edad era un misterio que los marineros intentaban descifrar. En las aburridas noches se divertían sumando y restando fechas que calculaban de las insólitas narraciones que el galeno inventaba dándolas por ciertas. De todas, la más famosa y la que más le pedían contar habría ocurrido muchos años atrás, cuando navegaba bajo el mando del almirante Cristóbal Colón en uno de sus viajes a las Indias, y quien una madrugada requirió de sus servicios para que le quitara urgentemente una muela picada, pues el dolor que sentía era insoportable y no deseaba esperar las primeras luces del día para que le practicara la extracción. Según narraba el facultativo, diligentemente así lo hizo, con tal infortunio que terminó extrayendo el molar equivocado, atribuyendo el desatino a la carencia de una luz óptima y no a la impericia. Aquel hombre de cabellos plateados y espalda arqueada era considerado en el Inmaculada Concepción como un viejo decrépito, pero también un maestro en el arte de extraer dientes podridos, calmar dolores, hacer suturas y amputaciones. Todos lo respetaban, y nadie, nadie, dudaba ponerse en sus manos.

Pedro y Lucía entraron sin que este se inmutara al verlos, como si nada hubiera pasado.

―Este sí que ha sido un buen baño de mar, ¿eh, capitán? ―comentó sin dejar de organizar los frascos.

―Sí que lo ha sido. ¿Todo bien, Rebolledo?

―Sin novedad, capitán.

―Qué bien, qué bien. Os traigo a mi hija para que le echéis un ojo, creo que necesita un remiendo en el brazo ―comentó enseñándole la herida.

Rebolledo se acercó, se inclinó para quedar a la altura de la cría y examinó la herida con el pulgar e índice de la mano derecha.

―Serán unas cinco, a lo sumo unas siete puntadas ―dictaminó―. Enseguida lo hacemos, pero antes echaré un buen chorro de vino en la herida, y en un santiamén habremos acabado. Siéntela, capitán, sobre la mesa mientras traigo los implementos.

―¿Has oído, Lucía?, será muy rápido; y tan pronto te curen podrás venir conmigo ―le recordó su padre.

La niña lo miró incrédula, mas como deseaba estar con él, tenía que demostrarle que podía aguantar sin hacer un berrinche, por más que le doliera la curación. Ana Teresa se acercó, tomó de la mano a su hija para confortarla, y también para que su marido pudiera ponerse al frente del galeón y de todo.

―Ana, cuando vuelvan arriba, quitaos ese ropaje mojado y poneos en lo posible algo seco. Luego nos vemos, tengo que ocuparme de muchas cosas.

―Lo sé, lo sé; anda ve ―apuntó con ganas de pedirle que se quedara con ellas, pero era consciente de que, en ese momento no era posible.

Pedro salió del habitáculo encontrando a pasajeros que hacían fila esperando atención médica. Unos se veían desencajados, con los ojos desorbitados por el horror que acababan de padecer; otros parecían tener alguna contusión o heridas de mayor o menor gravedad, y aun así todos le dieron palabras de agradecimiento con la mejor sonrisa que pudieron. El capitán no se detuvo; subió a cubierta donde lo esperaba la bataneada tripulación. Estaban empapados de agua hasta la conciencia y muy cansados, pero agradecidos de seguir con vida, y agradecidos con él. Al verlo le aplaudieron, vitoreando al hombre que luchó como un titán contra un mar embravecido en la peor tormenta que sus ojos habían visto y sus cuerpos experimentado. Pedro les devolvió las espontáneas demostraciones aplaudiendo también, porque para él todos se esforzaron y lucharon a la par.

 

Sin perder tiempo dividió a la tripulación en tres grupos para hacer un plan de reconocimiento y daños. Era imperativo hacerlo inmediatamente. Al frente del primero, iban un carpintero y un calafate, y con ellos, los marineros más experimentados. Les asignó revisar palmo a palmo la estructura de la embarcación, verificar que no hubiera ninguna fisura, y en caso de haberla, avisar y solucionarlo antes de caer la noche; un trabajo de suma importancia, así que, tras cargar clavos, estoperoles, estopa, aceite, brea, sebo y maderas, aunque estuvieran húmedas, se pusieron manos a la obra. El segundo grupo estaba conformado por cuatro pajes bajo la dirección de fray Antonio. Se les encargó hacer un listado general de todas las personas a bordo, y luego asistir al médico en la atención de los heridos. Y el tercer grupo, liderado por el contramaestre, lo conformó el resto de marineros y grumetes, quienes debían ordenar todo lo que había quedado patas arriba, componer lo descompuesto, coser lo descosido, atar lo desatado y devolver al mar el agua que aún quedaba en el galeón.

Pedro bajó a la segunda cubierta para ratificar que las reservas de agua no habían sufrido ningún percance, porque sin agua potable estarían perdidos. Por fortuna, el cocinero le informó de que eso era algo por lo que no tenía que preocuparse. «Una cosa menos» pensó el capitán.

Con más calma regresó a cubierta. El cielo estaba despejado, sin rastro de aquellas nubes pardas, y el mar en la más completa calma. La tormenta había dispersado a la flota y no se divisaba nave alguna en ningún punto cardinal. Se hallaban solos en su isla flotante, confiando en que las demás embarcaciones hubieran corrido la misma o mejor suerte que ellos.

Lucía esperaba que le cosieran rápido el brazo para poder estar con su padre, pero la parsimonia con la que Rebolledo la atendía le hizo dudar si aquel viejo en realidad sabía lo que hacía. Sentada sobre una mesa de madera, vio cómo el anciano sacó sin premura alguna una jarra de vino, sirvió un cuarto del vaso y se lo entregó.

―Es el mejor calmante que tenemos ―aseguró mirando a la madre y luego a la niña―. Anda, bonita, bebe esto de un solo trago. Tiene un sabor fuerte, pero igual de fuerte son sus propiedades benéficas para el dolor ―explicó con la voz quebrada y temblorosa propia de la senectud―. Los críos no deben beber vino, pero en estos casos es lo más recomendable, porque tiene el poder de hacer que ni se enteren de la curación, ya lo verás ―siguió comentando mientras tapaba la botella, abría una jarra de vino diferente y servía un poco en otro vaso.

Lucía bebió un sorbo, y arrugando la cara dejó el vaso al lado de ella, pero cuando vio la aguja y el hilo que el médico sacaba, lo cogió nuevamente y se lo bebió todo. La cara se le enrojeció al sentir el sabor de la uva añeja, sobreviniéndole un ataque de tos que Ana Teresa alivió dándole unas palmaditas en la espalda. La curación sería más dolorosa de lo que pensaba, por lo que intentó bajarse de la mesa, salir corriendo y esperar que la herida cicatrizara sola con el tiempo, pero su madre que la conocía anticipó el movimiento sujetándole las manos con firmeza.

―Me dijo vuestro padre que eres muy valiente, ¿eh, pequeña? ―comentó girándole suavemente el rostro para que no viera lo que iba a hacer, y acto seguido le echó sobre la herida el vino avinagrado.

Lucía ahogó en su garganta el grito de dolor al sentir la piel escocer.

―Esto ha sido lo más doloroso que sentirás, ya vamos a acabar ―afirmó Rebolledo para suavizar el momento y relajar el brazo de la niña, pero al instante un chillido de dolor se escuchó cuando ella sintió la aguja enjuagada en vino atravesar la piel. El médico con argucias la había engañado y ella como tonta había creído que lo peor había pasado, cuando apenas ahora empezaba a coser. Tras cada una de las cinco puntadas siguientes la niña gritó, pero se dejó remendar sin oponer resistencia.

―Ya no llores más que hemos terminado. Como os dije, en un santiamén ―ratificó mientras cortaba el hilo con una pequeña tijera―. Curiosa herida; es un corte perfecto ―comentó para sí Rebolledo pensativo―. ¿Con qué dices que te la has hecho?

―No lo sabe ―contestó Ana Teresa por la niña―. ¿Por qué?, ¿tiene riesgo de infectarse?

―Todo lo contrario ―respondió el experimentado anciano―, pues parece como si se la hubiese propinado una hoja tan afilada como candente. Es un corte limpio que a su vez le ha cauterizado.

Lucía llorando adolorida se miró la piel cosida y lo miró a él con enojo. Ana Teresa le dio las gracias al galeno, le dio un beso en la mejilla a su hija, le limpió las lágrimas que le corrían por las mejillas, la bajó de la mesa y salieron del habitáculo para que pudiera atender a otro urgido. Al subir a cubierta vieron a Pedro junto a la mesana. Lucía se acercó, lo interrumpió tirándole del cinturón y le mostró orgullosa las puntadas en el brazo. El capitán le sonrió, le alzó en brazos apretándole contra su pecho y acarició su cabeza.

―¡Eres uno de los más valientes marineros de este barco! ―dijo revolviéndole los cabellos.

―Ahora sí que me puedo quedar contigo.

―¿No prefieres descansar un poco con tu madre y hermanas?

―No. Quiero estar contigo. ¡Lo prometiste!

Pedro accedió, pero le advirtió que debía permanecer en silencio. Lucía así lo hizo, y en realidad pasaba desapercibida entre los afanosos hombres, pero eso no le importaba, por fin se sentía segura junto a su padre.

Esa tarde el piloto, experto en dar razón de rumbos, no pudo hacerlo, pues el astrolabio se había estropeado y le llevaría unas buenas horas poderlo arreglar, así que para volver a dibujar el camino sobre el agua que natura había borrado, tuvo que apañarse con el cuadrante y la estrella del norte para ubicarse y saber en qué dirección debían ir. Contaba con que el próximo mediodía pudiera medir nuevamente la altura del sol, hallar el paralelo y corregir así el rumbo con gran exactitud. Aunque no estaba muy seguro de poder arreglar el pesado instrumento en tan poco tiempo, haría todo lo posible, total, mientras hubiera cielo y estrellas, no había destino que no pudiera encontrar, pensaba. De momento y según sus cálculos preliminares, le informó al capitán de que tardarían al menos tres días más de lo previsto para alcanzar la isla Dominica.

El capitán confiaba en que Cano pudiera arreglar o al menos emparapetar el instrumento dañado; confiaba en los conocimientos y destrezas de este, no obstante, él hizo sus propios cálculos que coincidieron más o menos con los del piloto, quedándose más tranquilo. A pesar del importante desvío, ordenó servir a la brevedad media ración de comida para no resentir más los estropeados estómagos, y una ración de agua y otra de vino para animar el espíritu de los que aún seguían con el miedo incrustado en los huesos. Por fortuna, no todo eran malas noticias, el franciscano reportó dieciocho heridos que requerían cuidados médicos y ninguna persona tragada por el mar o muerta a bordo que tuvieran que lamentar, envolver en un paño con lastre y arrojar al fondo del mar. Por ello, fray Antonio elevó una oración dando gracias a Dios y prometió una misa solemne tan pronto el capitán lo dispusiera.

Atardecía cuando un paje comenzó a anunciar a viva voz que podían hacer fila para comer. La sed y el hambre apremiaban; más de uno no paraba de saborearse los salados labios, ansiosos por recibir lo que les dieran, pero sobre todo agua y la ración de vino prometida que tanta falta le hacía a sus cuerpos.

Lucía, al estar junto a su padre se olvidó del dolor de los puntos en el brazo, aunque el vino también hizo lo suyo, por lo que la niña se encontraba aliviada y risueña entre la tripulación que la rodeaba. Observaba cómo uno a uno se iban sentando a comer sobre el suelo de madera escupido por ellos mismos para quitarse el sabor a sal. Todos sin excepción comían con los dedos el bastimento servido en platos mugrientos, y al momento de humedecer el gaznate se tapaban la nariz con una mano y con la otra se llevaban el vaso con agua a la boca, dejando para el final el vino sin desperdiciar ni una gota. Lucía sabía que debía estar en silencio sin molestar, pero al verlos beber agua soltó una risotada.

―¿Papá, por qué se tapan la nariz? ―preguntó halándole la manga de la camisa.

―Pues lo hacen para no percibir el olor que emana el agua, que después de un tiempo tiende a empozarse ―explicó inclinándose a la altura del oído―. Y bueno, qué te puedo decir, es el agua que tenemos y esa es la manera más fácil de beberla. Ahora, Lucía, yo creo que ya has estado un buen rato conmigo y el alcohol te está haciendo efecto, será mejor vayas con tu madre para que también bebas agua, comas y descanses un poco. Yo te veo en un ratillo. ¿Vale?

―Vale ―respondió caminando y riendo mientras se tapaba la nariz con una mano, dando tumbos de un lado a otro.

Cuando el capitán no tuvo otra cosa que ordenar, revisar o hacer esa noche, se retiró a descansar. Para entonces sus hijas dormían y su mujer lo esperaba despierta.

―Pedro, quédate tranquilo, que todo estará bien.

―Sí, sí, duerme, mujer, descansa ―contestó sin reparar en sus palabras, mientras sacaba la pequeña caja de madera que estaba empotrada y asegurada con un candado debajo de su cama. La abrió con una pequeña llave que colgaba en su cuello y verificó que los documentos celosamente guardados estuvieran secos. Cerró la caja, la guardó nuevamente, y se dejó caer en su camarote con la ropa aún medio húmeda.

―No me has entendido, Pedro, ¿recuerdas aquel sueño premonitorio que tuve? Llevo toda la tarde pensando y ahora lo entiendo, era esto, la tormenta; ahora sé que todo estará bien.

―Pero mujer, ¡qué dices!, que eso fue un simple sueño, no una premonición.

―Pedro, es cierto lo que dices, los sueños solo sueños son, pero no hay que subestimarlos. Recuerda que Dios le habló a los apóstoles y a sus escogidos a través de sueños, de visiones. A lo mejor solo hay que creer.

―Ana Teresa, ahora no, que ya no puedo más. Necesito dormir ―censuró cortándole las palabras.

―Claro, Pedro, duerme, descansa… descansa. Yo también lo haré.

Esa noche las estrellas brillaron en el cielo con más intensidad, o al menos esa fue la sensación de los que, acomodados sobre sus petates, se dispusieron para dormir en la proa, debajo, y al lado de las toldas. En silencio las contemplaron pensando en lo que había ocurrido. Hubo quienes irremediablemente se desvelaron temiendo que una nueva tormenta los sorprendiera dormidos. Pensaban que, si soportar algo así de día había sido tan complicado y terrible, ¿cómo sería experimentarlo en medio de la oscuridad?, aunque la mayoría simplemente sucumbió al cansancio de un día muy largo y estresante cayendo dormidos, no sin antes volver a dar gracias a Dios por permitirles seguir respirando. En cualquier caso, tanto los despiertos como los dormidos, jamás olvidarían aquel día por el resto de sus vidas, y de lo afortunados que fueron al haber sobrevivido a una tormenta en medio del océano Atlántico.

Al levantarse la mañana, los marineros ya se preparaban para continuar con las reparaciones, calafatear las juntas de las tablas dañadas, y comenzar a remendar las velas. El deseo de pisar tierra a la mayor brevedad les alentaba a trabajar desde temprano, aunque no supieran con exactitud qué tanto les faltaba para recalar en la isla. Las voces de los marineros despertaron al capitán quien aún extenuado comenzó a dirigir la brega. Como de costumbre, tomó en las manos el catalejo para observar el horizonte; al hacerlo, un punto negro borroso apareció en la lente, pero como el sol aún no terminaba de bañarlos con su luz, lo atribuyó al efecto de la neblina, o quizás a un sucio en la propia lente. La limpió con un paño seco y miró nuevamente con mayor detenimiento sin encontrar nada. Con la mano diestra le hizo una señal al vigía que estaba en la gavia del palo macho para que observara en dirección noroeste, pero este no vio nada excepto un banco de niebla. Pasó un rato hasta que el sol se impuso haciendo aclarar las vistas. La vasta experiencia del capitán y ese sexto sentido que solo se adquiere al pasar muchas lunas sobre el agua le hicieron levantar nuevamente el catalejo; de repente, una sombra casi espectral emergió en el horizonte. Con detenimiento observó y concluyó que aquello no era producto de un sucio en la lente, ni era tampoco un espejismo como tantos otros había visto dibujados sobre las aguas en muchas latitudes. No tenía duda alguna de que se trataba de una embarcación. Inicialmente se alegró pensando que era una de las naves de la flota que había quedado dispersa, pero algo no encajaba, «¿cómo había llegado ese navío a aquella posición, si el viento soplaba en contra?», se preguntó a la vez que se respondió, que aquel no era un navío español o por lo menos de la flota. Entonces, un nuevo escalofrío recorrió todo su cuerpo ante la posibilidad de que se tratase de una bandera enemiga justo cuando acababan de salir ilesos tras haber sorteado a natura, aunque se negaba a aceptar que su suerte fuese tan mala como para tener que hacer frente en ese momento a piratas, trúhanes codiciosos y despiadados malhechores; seres a quienes odiaba con toda su alma, que dedicaban a saquear, asaltar, esclavizar e incluso a asesinar sin compasión ni temor de Dios a todo tripulante y pasaje de cualquier embarcación que lograsen capturar y no pudiera satisfacer sus demandas. El vigía, que volvió a mirar con más detenimiento en la dirección que le habían indicado, tardó unos buenos segundos en ratificar lo que el capitán ya sabía. Desde arriba, sus ojos turbados buscaron los del capitán, y cuando cruzaron las miradas, hablaron sin modular palabra. Coincidieron en que se trataba de un galeón, cuya proa estaba rematada con la cabeza de una cierva dorada. Un mascarón que por sí solo infringía una mezcla de odio y temor en los españoles, porque eso significaba que a bordo navegaba un adversario sanguinario; un corsario inglés conocido en muchos mares por cometer fechorías bajo la protección y el amparo de la corona británica.

 

―Francisco Drake ―murmuró el capitán escupiendo y apoyando la mano izquierda en la espada lívido de rabia. Gesto que sin reparo imitó el vigía también susurrando.

―¡Mil veces maldito seas, Drake!

El capitán Pedro de la Flor y Olmos, aunque no iba en misión de guerra, tenía potestad para portar armas a bordo, y velar guardando bajo llave dagas, navajas y todas las armas que la tripulación y los pasajes, sin excepción, habían entregado para su custodia antes de zarpar. Estas solo serían entregadas a sus dueños al llegar al puerto o en caso de extrema necesidad, y pensó en ese momento que quizá tendría que entregarlas por precaución, mas si lo hacía, causaría un revuelo que deseaba evitar hasta el último momento.

La flota naval española ostentaba el título de ser la más poderosa del mundo; un calificativo reconocido tanto por aliados como rivales, ganado a base de sudor, lágrimas, sangre de batallas y conquistas. Su reputación era tal, que los enemigos mucho se lo pensaban antes de enfrentárseles, porque aparte de poseer un buen número de embarcaciones, contaba también con excelentes navegantes, y con escuadrones letales en el ataque cuerpo a cuerpo. Pero justo aquella mañana, la vulnerabilidad del Inmaculada Concepción era total. Un enfrentamiento en tales condiciones sería devastador. Las posibilidades a su favor eran ínfimas, si es que había alguna. Se encontraban solos, sin la protección de los galeones armados de la flota ni del personal militar, y como si fuera poco, estaban surcando las aguas a marcha reducida al no tener todas las velas en funcionamiento. El capitán no podía imaginar un peor escenario para un encuentro «cara a cara» con la embarcación enemiga más veloz que hubo surcado mar alguno. Realmente, no daba crédito a lo que sus ojos veían. Quería despotricar a los cuatro vientos contra aquel infame inglés, pero no estaba en posición de hacer tal cosa, así que solo maldijo su ventura mientras pensaba qué hacer antes de alarmar y armar nuevamente a la tripulación, aunque la verdad es que no tenía muchas opciones de dónde elegir. Por la frente le corrían gotas de un sudor frío y pegajoso, aunque en el cuerpo sentía calentura. Se limpió con la palma de la mano el sudor, se quitó el sombrero, volvió a ponérselo, se ajustó la espada y se persignó. La decisión estaba tomada, y no era otra que continuar con el rumbo, sabiendo que eso los acercaría más a Drake. Rezaba para que el enemigo creyera que estaban armados y preparados para defenderse. Esperó algunos minutos antes de hacer sonar la campana, pero cuando quiso hacerlo, el Cierva Dorada había desaparecido de la lente.

Capitán y vigía buscaron desesperados como con ganas de encontrarlo. Incrédulos ante tan repentina desaparición, insistieron pegando el ojo al catalejo una y otra vez, pero por más que observaron no volvieron a verlo. El vigía, desconcertado, bajó con disimulo y se acercó al capitán.

―Señor, ¿dónde se habrá metido el demonio disfrazado de cierva? ―preguntó con suma discreción.

―No sabría decirlo ―contestó desconcertado―. Así que mejor vuelve a prestar guardia, y cruza los dedos para que no vuelva a aparecer, porque ahora sabemos que anda por ahí… y otra cosa, marinero, esto que hemos visto se queda entre nosotros, ¿oído?

―Sí, capitán.

Nadie se percató del contratiempo y nada se comentó al respecto, pero tanto capitán como vigía no dejaron de preguntarse por qué el Cierva Dorada viró tan rápido. Pensaron que quizá la tormenta los habría azotado tanto o peor que a ellos y se encontraban igual de indefensos. O puede que solo les interesaran las embarcaciones que iban en dirección a la península cargadas de valiosos tesoros más que codiciados por muchas coronas. No obstante, y visto lo visto, el capitán intensificó la vigilancia en todos los puntos cardinales; y así pasaron las horas, las mañanas, las tardes y las noches, y en los catalejos ninguna embarcación amiga o enemiga apareció.

El timonel necesitó dos días para arreglar la aguja del astrolabio y poder volver a reajustar el rumbo con exactitud; y un día más fue necesario para terminar de coser las velas rasgadas. Solo hasta entonces el capitán reanudó con confianza la travesía. Los siguientes días de navegación se sintieron largos, pesados y tristes al verse tan solos y no saber nada de la flota. La tripulación trabajaba en un silencio incómodo, respirando un aire de seudo tranquilidad. Volvieron a aparecer las monotonías de las guardias, las constantes preguntas sin respuestas sobre la suerte del resto de la flota, el bizcocho duro, las historias del galeno y los cálculos de su edad, las oraciones del fraile y la desesperación por pisar tierra; tierra que avistaron una tarde cualquiera, con la enorme sorpresa de que anclada estaba la flota de su majestad. La felicidad los abrazó. Resultó que las naves llevaban más una semana en la isla Dominica y comenzaban a dar por perdidas una carraca y un galeón que faltaban por arribar, hasta que apareció el Inmaculada Concepción. El galeón echó anclas, y excepto la tripulación de guardia, todos bajaron. Pedro le reportó al capitán de la nave capitana, un noble militar de alto rango, las peripecias que tuvieron que pasar, el estado de la embarcación y de la gente a bordo; y luego, le advirtió haber visto días atrás al galeón Cierva Dorada merodeando esas aguas. Así mismo, se enteró de que llevaban días buscando por la zona a las dos embarcaciones extraviadas. Tras conversar, el capitán de flota de tierra firme ordenó alargar la estancia en la isla unos días más de lo previsto, como compás de espera a la carraca que faltaba antes de continuar el viaje, y esa noche otorgó permiso para dormir en tierra y celebrar la llegada del Inmaculada. Todos los que quisieron pudieron hacerlo, excepto el personal que prestaba guardia en las naves.