Las hijas de la flor y olmos

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Ana Teresa y sus hijas fueron acomodadas bajo el castillo de popa, en las dependencias reservadas para tripulantes de alto mando o adinerados pasajeros que pudieran pagarlas. Los habitáculos eran de reducido tamaño, pero les permitía cierta privacidad, todo un lujo al que muy pocos tenían acceso. Por fortuna disponía de ese espacio para mantener a raya a tres niñas inquietas, y aunque ella misma tenía dificultades para adaptarse a unas dimensiones bastante ajustadas, no imaginaba cómo sería para el resto de los pasajeros, quienes se instalaban donde podían, sin ningún tipo de comodidad ni de atención por parte de la tripulación, teniendo que dejar sus pertenencias en cualquier rincón que encontraban libre y pernoctar acurrucados sobre un petate, evitando en lo posible la no grata visita de cucarachas, ratas y otros bichos rastreros que según su marido aprovechaban la oscuridad de la noche para salir de sus escondites en busca de uñas de manos y pies para roer.

A pesar de las de las incomodidades, bien podría decirse que a bordo del Inmaculada Concepción todos parecían disfrutar de una rutina novedosa repleta de toques de campana, de estribillos cantados por el grumete de turno al agotarse el reloj de arena anunciando la hora, y de improvisadas coplas nocturnas de aquellos que prestaban guardia para avisar que estaban despiertos y atentos; todos menos Carmen, que lamentaba verse prisionera en una cárcel sin barrotes. En ella, un sentimiento de rencor hacia su padre se le incrustaba en el corazón por haber condenado al destierro a su propia familia; sentimiento que se agudizó cuando a solo un día de haber zarpado y a la mitad de la comida, comenzó a sentirse mareada.

―Mamá, no me siento bien, mi cabeza no para de dar tumbos y siento como si estuviera vacía ―dijo llevándose las manos a la cara en un intento por detener el movimiento.

Sus mejillas rosadas se tornaron pálidas y su rostro se desencajó en el instante en que salió de su boca un vómito como ráfaga de proyectil.

―¡Tranquila hija, ya está, ya está! ―la consolaba su madre pensando que con el estómago ya vaciado el daño habría pasado.

―Qué pronto empezamos ―apuntó Pedro sin ningún aspaviento, y sin dejar de comer sugirió―. Carmen, siéntate junto al cubo del fondo.

Ella quiso levantar la mirada aún clavada en las tablas para que viera en sus ojos el desprecio que por él sentía en ese momento, pero no pudo, porque otro copioso vómito volvió a salir de su boca. Ana Teresa corrió por el cubo y se quedó a su lado ayudándola, viendo sorprendida cómo una criaturilla podía devolver tanto por el vaivén de las olas.

Cuando Pedro terminó de comer se acercó sin afán a su hija.

―Intenta relajarte ―aconsejó recogiéndole el pelo con las manos―, es normal que esto ocurra, verás que en poco tiempo estarás mejor.

Ella con la respiración agitada se apartó y se aferró al brazo de su madre quien recordó los brebajes que había traído, y enseguida buscó uno para darle a tomar.

―Anda, niña, bebe una cucharada, esto te aliviará ―ofreció la angustiada madre.

Carmen llorando exasperada le decía que no quería estar allí, que quería volver a casa, y cuando sin ganas dio un sorbo al jarabe su tripa revuelta rechazó al instante la toma devolviéndola completamente.

Pedro le dijo a Ana Teresa que no perdiera el tiempo con el brebaje, pero ella insistió dándole a beber una toma y otra más que fueron igualmente rechazadas por el estómago de la niña, por lo que terminó desistiendo pues la pequeña no toleraba ingesta alguna, ni siquiera agua.

Para Ana Teresa este era el principio de sus tormentos, ya que aparte de ver sufrir a su hija, ella también comenzaba a sentir los estragos del llamado «mal de mar», un mal del que decían era leve si en un par de días los síntomas desaparecían o severo si estos persistían por semanas, un mal del que solo los habituados a las aguas lograban librarse, siempre que no se toparan con un mar revuelto, pues en ese caso ni siquiera los más veteranos estaban exentos de sufrirlo. Pedro daba por hecho que sus hijas padecerían del mal de mar, pero no su mujer; necesitaba que ella estuviera bien para lidiarlas porque él no tenía ni tiempo ni disposición de hacerlo, así que antes de que empeoraran los síntomas se acercó a ellas para asistirlas.

―El olor a cítrico os ayudará a aliviar las náuseas ―precisó entregándoles unos limones―. Carmen, Ana, os aconsejo que no luchéis contra el movimiento de la nave. Escuchadme bien, la clave está en seguir el ritmo, como si fuera un baile, hay que balancearse con la nave. Intentad también poner la mirada en un punto fijo del horizonte, eso os ayudará a restablecer más rápido el equilibrio de vuestros cuerpos y evitará el almadamiento.

―¡Yo no sé bailar! ―rechistó Carmen.

―Pues si quieres ponerte bien te tocará aprender; es por tu propio bien ―replicó su padre mirándola sin arrogancia, con pleno conocimiento de lo que decía.

Madre e hija olían y chupaban los cítricos y practicaban sin éxito las recomendaciones dadas, porque los malestares persistieron esa tarde, esa noche, incluso mientras dormían, y los días y noches siguientes. En medio de sus pesares se consolaban al saber que no eran las únicas enfermas y que otros estaban en igual o peor situación. Comenzaba a hacerse habitual ver a algún urgido parroquiano corriendo hacia la borda para asomar la cabeza y vaciar las tripas seguido de un «¡ay, madre mía!», o de un «¡ piedad señor mío!, ¡qué daño en mi panza!»; lamentos que eran acallados por las carcajadas y rechiflas de los fogueados marineros que encontraban mucha gracia en la desgracia de los otros.

A pesar del malestar, Ana Teresa sentía un gran alivio al ver qué Lucía y Rosario toleraban sin problema alguno el movimiento, de hecho, eran las pequeñas las encargadas de asistirlas en tan engorrosa situación, y aunque no era mucho lo que podían hacer para aliviarles la indisposición, lo intentaban mojándoles los labios con agua, masajeándoles las piernas y peinándolas. Las niñas no se mareaban, pero sí se aburrían. Se frustraban por tener a mano tantas cuerdas, palos y cajas, y no poder jugar con nada; lo único que podían hacer era sentarse y ver a los marineros en su afán diario. En medio del aburrimiento Lucía se ponía a pensar cómo aquella estructura de madera tan grande y pesada podía mantenerse a flote sin hundirse. Simplemente no lo comprendía. Cuando veía a su padre en sus ratos de descanso, le preguntaba por qué el galeón se mantenía a flote, por qué el agua del mar era salada, por qué si el agua era transparente el mar se veía azul… A Pedro le agradaba que al menos una de sus hijas se interesase en las cosas del mar, pero, aun así, ignoraba sus preguntas. En alguna ocasión pensó explicarle los principios que hacen flotar a una embarcación, la solidez que debe tener la estructura para resistir los embates del mar, y el porqué de la salinidad y color de los mares, pero simplemente le respondía que una mujer no entendería jamás esas cosas, y menos lo haría una niña.

Tras casi diez días de haberse hecho a la mar recalaron en las Islas Canarias, la plataforma terrestre del reino más cercana al nuevo mundo. La flota, tras una corta aguada, puso rumbo a paralelos más bajos aprovechándose de los vientos del norte que soplaban de popa. Siguiendo las cartas de navegación, abandonaron el litoral dejando atrás el «mar de las yeguas» para internarse en el «mar de las damas», apodado así por los entendidos en cuestiones de singladuras, ya que en aquellas aguas hasta las mujeres podían capitanear las embarcaciones, según se decía, por tener casi siempre unas magníficas condiciones de navegación, con vientos que soplaban de manera constante y un mar en estado de calma. Y cierto era, pues los días siguientes la vida a bordo transcurrió apaciblemente entre las ya no tan alegres guardias de la tripulación, el tedioso chirriar de las arboladuras y el chascar de los cables que sonaban en una eterna cacofonía.

Ana Teresa, y en especial Carmen, sintieron que por fin el mal de mar estaba cediendo. Sus malestares iban disminuyendo no gracias a las recomendaciones de Pedro, ni a las aguas serenas, ni tampoco a que se estuvieran adaptando al bamboleo del galeón, sino gracias a la toma diaria de un meloso brebaje, el cual, como había dicho el médico que se los vendió, era bendito como mano de santo, artífice de su recuperación y de que pudieran volver a beber agua y probar bocado sin devolverlo; claro está, que tenían días mejores y otros peores, pero en ningún caso vomitaban con la vehemencia de los primeros días. Ana Teresa se ayudaba adicionalmente bebiendo al atardecer una infusión cargada de pasiflora y melisa, con la que le robaba tiempo al tiempo porque la adormitaba haciendo que sus días fueran más cortos y sus noches menos incómodas. Una de esas noches de sueño frugal, un ruido inusual, diferente a los que ya reconocía hizo que se levantara sobresaltada. Al ponerse de pie notó cómo el maderamen temblaba con los pisotones de alebrestadas sombras que se aglutinaban en la cubierta.

―¡Noche de cacería! ¡Noche de cacería! ―gritaban, y una voz que parecía venir de la proa las incitaba―. ¡A por las ratas! ¡Al fondo del mar todas las sabandijas!

Ana Teresa miró hacia los camarotes percatándose de que sus hijas no estaban en ellos durmiendo; tampoco su marido. Aturdida y con el corazón en la boca se asomó fuera del castillo. La luna estaba llena y los cielos despejados, lo que le permitió ver con total claridad a sus pequeñas sentaditas observando inocentes la revuelta que se desataba.

―¿Qué estáis haciendo?, ¿dónde está Pedro?, ¡venid conmigo! ―preguntaba y ordenaba intentando que la voz fuese escuchada solo por ellas.

Las niñas giraron la cabeza al escuchar a su madre.

 

―¿Mamá, qué pasa?, déjanos ver… ―reclamó Lucía volviendo la mirada al palo mayor.

―¡Silencio, niña, y venid ya!

En eso, un toque doble de campana se escuchó y el caos reinó en el Inmaculada Concepción. Las sombras comenzaron a correr sin rumbo entre risas delirantes.

―Mamá, es la noche de cacería, ¿recuerdas? ―replicó Carmen.

―¿Qué?, ¿noche de qué?

―Noche de cacería. ¿No te acuerdas que hoy por la mañana encontraron el casco de una botija de agua roída por las ratas?; por eso ahora van tras las alimañas ―explicó enojada.

―Papá nos ha dejado ver y tú estás charada ―añadió Rosario sacándose el dedo pulgar de la boca para hablar.

―Noche de cacería…, ya, ya, ya ―contestó pausadamente mientras hacía memoria de lo ocurrido en el día―. Es que… es que… lo había olvidado por completo; pensaba que nos atacaban unos pira… Nada, nada… Qué cabeza la mía, no me hagáis caso y sentaos nuevamente que yo me vuelvo a acostar, no estoy para ninguna noche de cacería, ni de nada ―refunfuñó recordando las innumerables veces que Pedro le había comentado sobre las jornadas nocturnas de limpieza que ocasionalmente le hacían al galeón para barrerle de bichos y que de paso la tripulación saliese un rato de la rutina premiando con raciones de comida y bebida a quienes capturasen el mayor número de roedores.

Pasado un cuarto de hora la campana volvió a sonar anunciando el final de la competencia, entonces, la cubierta se convirtió en una pasarela, sobre la que los concursantes desfilaban ante el jurado, encargado de contar las piezas cazadas que irremediablemente eran sentenciadas y condenadas a morir ahogadas en el océano. El evento fue un éxito; se capturaron casi una docena de indeseables polizones que viajaban gratis, una muy buena cifra según Cano, quien entregó los premios a los dos ganadores ansiosos por disfrutarlo el día siguiente a la hora de la comida. A parte de las esperadas noches de cacería la única distracción a bordo eran los oficios religiosos de obligada asistencia, dirigidos por fray Antonio Fernández, capellán encargado del consuelo espiritual y de oficiar los sábados las misas secas en las que no se comulgaba para evitar que con el mareo alguno fuese a devolver la sagrada hostia. El fraile se dirigía a Cartagena para cumplir una misión evangelizadora en esa y otras villas del Caribe, donde sus servicios eran requeridos. Era un hombre de mirada franca y hablar pausado, de mediana estatura; fácilmente reconocible por vestir una túnica marrón de anchas mangas que disimulaba su huesudo cuerpo, y por llevar atado a la cintura un cordón simple con tres nudos, símbolos de los votos de pobreza, castidad y obediencia de la orden a la que pertenecía. Tenía una barba tupida como la selva misma, la cual hacía más notoria su alopecia poco común para un hombre de su edad. En las tardes, el lánguido religioso se sentaba en el castillo para acompañar a Ana Teresa, mientras sus hijas se dedicaban a sacarse entre sí los piojos que de la nada brotaban y pululaban en sus cabezas. El tiempo les sobraba para hablar de los malestares que aquejaban a los pasajes, de las dificultades de vivir en el mar, de lo pesado que se les hacía el viaje, de lo cerca que estaba el apocalipsis y el juicio final y de cuanto tema se les viniera a la mente. La grata compañía del fraile tranquilizaba a Ana Teresa, que en cierto modo se sentía más protegida al tener cerca a un hombre de fe, quien a su vez apreciaba poder sentarse un rato en el castillo sin estar en medio del bullicio constante de la gente, y poder comer algunos frutos secos o alguna vianda que la mujer del capitán le ofrecía.

A pesar de las difíciles condiciones a bordo, la familia de la Flor y Olmos tenía acceso a comida, agua y vino de mejor calidad, lo que ayudaba a paliar la ya de por sí dura estancia. Muchos no tenían otra opción que hacer dieta forzosa, malcomiendo dos veces al día un menú poco variado que con el pasar del tiempo se hacía más escaso y rancio. Básicamente engañaban al estómago con raciones medidas y servidas por el despensero, encargado de elegir la vitualla de acuerdo al día de la semana o si el viento permitía o no prender el fogón, de tal forma que los lunes se esperaba tocino, los martes pescado en salazón, los miércoles carne salada, los jueves sopa, los viernes habas, los sábados queso y los domingos sorpresa. Acompañaba el plato un poco de aceite, vinagre y un bizcocho hecho con harina de trigo, el cual con el pasar de los días se iba endureciendo, tanto, que en ocasiones solo los más jóvenes eran capaces de hincarle el diente, aunque con el hambre siguiéndolos cual sombra de verano las muchas mandíbulas descalabradas y débiles dentaduras lo ablandaban mojándolo unos minutos en vino o sopa para poderlo engullir. Lo más sensato según afirmaban los marineros, era meterlo en agua, pero esto no siempre era posible, pues de agua era de lo que más carecía una embarcación; toda una ironía al estar rodeado de ella, y razón por la cual esta siempre ha sido el mayor tesoro de los navegantes. Su control y distribución se realizaba de manera más estricta que la comida. A las mismas horas, el despensero, ayudado por algún paje, repartía a cada uno su ración correspondiente, dando parte diario al capitán de lo consumido y lo que quedaba en reserva. Por otra parte, su conservación era considerada todo un desafío, ya que con los días se iba tornando verde y viscosa, aunque consumible. Muchos marineros, médicos, señores e incluso alquimistas de renombre habían intentado encontrar una solución para que ese recurso, más preciado que perla fina, pudiera durar más tiempo sin que se alterasen su olor, color y sabor, pero todos los esfuerzos hechos hasta la fecha habían sido en vano. Aun así, en alta mar, donde el sol es abrasador, el calor agobiante y la sed extrema, todos sin excepción bebían agua dulce mohosa sin siquiera rechistar, a lo sumo con los dedos quitaban el verdín que se colaba en el vaso, y directo al gaznate.

Una noche no distinta a otras anteriores, muda y sin luna, alumbrada solo por un lejano resplandor del fanal de la nave capitana, en la que reinaba la apatía de navegar en un océano que parecía no tener fin, bajo los luceros y las estrellas, las cuerdas de una guitarra castellana rompían el silencio sepulcral con cánticos de romance que se perdían en la infinita oscuridad.

Carmen, seducida por aquellas notas, decidió ir en busca del eco que había logrado sacarle la primera sonrisa desde que abordó. Deambuló por el suelo de madera como si estuviera hipnotizada y sus pasos sortearon toda clase de obstáculos dirigiéndola a las entrañas de la embarcación. Bajaba con recelo las estrechas escaleras, cuando un hedor nauseabundo hizo que en seco se detuviera. Aquella fetidez impregnaba un espacio cerrado y húmedo, lóbrego y místico, totalmente desconocido para ella; aun así, decidió continuar al ver una singular jarana entre las tenues luces de algunos candiles. Detrás de una barrera de naipes, dados, y tosco cotilleo, se encontraba un séquito rodeando y cubriendo al intérprete de tan exquisita melodía. La joven deseaba darle a su acongojado espíritu un poco de alegría, pero al avanzar unos pasos más sintió de pronto fuertes ganas de vomitar por lo que se vio obligada a detenerse nuevamente, pues los repulsivos olores de aquel recinto le eran insoportables.

―¡Vaya maldición la mía! ―murmuró enojada al ver que era incapaz de tolerar un olor que parecía no afectar a nadie más.

Desistió de la idea regresando como alma que lleva el diablo por donde había venido, vomitando a diestra y siniestra mientras subía. Azorada y temblorosa llegó a la proa en donde se sentó sobre unos cordeles para inhalar aire fresco mientras en silencio despotricaba contra su padre, achacándole todas sus desgracias. Desanimada y aún mareada no tuvo más remedio que limpiarse la boca con su propio vestido, ir a su camarote y dormirse de mala gana. A Carmen todo le molestaba, nada le agraciaba, nada la entretenía. Lo único que medio la distraía era ver en los días de poco viento a los intrépidos marineros que en su tiempo de descanso saltaban al agua atados con una cuerda en la cintura para darse un chapuzón, o ver cómo los más veteranos pescaban para llevarse al estómago, si tenían suerte, un poco de carne fresca. Así lo hizo hasta aquel día de agosto en que surgió de la nada un viento recio que súbitamente se levantó soplando con ímpetu en dirección barlovento a la hora en que murió Jesucristo, según las escrituras. El vigía de proa advirtió en el horizonte un cúmulo de nubes pardas dirigiéndose hacia ellos con insólito afán. El viento tocaba su rostro tostado mientras se burlaba de él alborotando sus cabellos. El repentino y brusco cambio atmosférico lo dejó patitieso, como si cosa mala, del más allá, viniera al más acá.

Pedro comía plácidamente, cuando fue interrumpido por el segundo al mando solicitando su atención. En ese instante, con el sol brillante, un vibrante trueno rugió en el cielo. Tal fue el estruendo que se congeló por segundos el corazón de todos. Sorprendidos y atónitos, dejaron a un lado lo que estaban haciendo para buscar la procedencia de aquel temible sonido. El capitán se levantó de la mesa aún con el estómago a medio llenar, salió a cubierta poniéndose a la sombra del palo de mesana, y miró al cielo; lo que sus ojos vieron le hizo erizar el cuerpo y tragar saliva en seco quedándose inmóvil y pensativo por unos segundos. Pronto sintió cómo el viento comenzó a silbar, y en su cántico escuchó voces tétricas y funestas, anunciando la llegada de la tormenta.

La nave capitana al mando de la flota decidió cambiar el rumbo para alejarse de aquellas peligrosas nubes desviándose unos grados hacia el suroeste, y al momento todas las demás embarcaciones hicieron lo mismo.

―¡Timonel, todo a babor, aprisa! ―ordenó el capitán del Inmaculada Concepción observando como las embarcaciones más ligeras eran también las más rápidas.

―¡Sí, capitán! ―contestó Cano.

Pero la maniobra resultó fallida pues se vieron inevitablemente envueltos bajo un turbio velo gris. En minutos el día pareció volverse noche, y las aguas mansas y sosegadas quedaron atrás.

No era secreto que el mayor temor de la gente de mar siempre han sido las tormentas, en especial las atlánticas por su reconocida ferocidad, en la que demasiadas embarcaciones de distintas banderas habían sucumbido ante su poder destructivo. La tripulación estaba agitada; los menos expertos presos de miedo, solo esperaban que el viento los alejase de aquel cielo entoldado y mirándose unos a otros fingían una valentía de la que en ese momento carecían.

Al capitán le había bastado una mirada al cielo y sentir la fuerza del viento que se levantaba para saber que les caería una buena sacudida. Aquel no era el primer temporal que experimentaba, al igual que la mayoría de su tripulación, pero sí el primero en medio del Atlántico.

―¡Contramaestre! ¡Dad la voz de alerta y haced sonar las campanas! ―ordenó.

―¡Sí, capitán! ¡Atención tripulación!, ¡tormenta a la vista!, ¡tormenta a la vista! ¡A vuestros puestos y preparaos!

Con el repicar de la campana el capitán sintió un repentino miedo por todos los que a bordo viajaban, pero sobre todo por su familia. En un abrir y cerrar de ojos una escalofriante escena pasó por su mente; vio a su mujer y a sus hijas desaparecer en la espuma de un mar cabreado, mientras él impotente no podía hacer nada para salvarlas. Tuvo que darse una bofetada para borrar ese pensamiento y poder pensar con claridad cómo solventar la emergencia. Bien sabía que, en un momento dado, ya fuesen marineros o pasajeros, todos debían entrar en acción para mantener a flote el galeón y salvar sus propias vidas, ya que cuando el mar enfurece es implacable y no respeta rangos, sexo, ni edad.

La angustia de los pasajeros era aún peor. Caían las primeras gotas de lluvia y no había refugio alguno que los pudiera poner a salvo si el mar encrespaba. Los desafortunados a bordo no podían recibir más ayuda que la de ellos mismos, por lo que se aferraban con todas sus fuerzas a cualquier andarivel y a toda la corte celestial para que los sacara de aquel terrible trance, pero el viento soplaba cada segundo con más fuerza exhalando truculentos e impetuosos gemidos capaces de apabullar al más valiente de los mortales. Pronto el océano enardecido envió legiones de olas contra el casco inundando todo a su paso, zarandeando al inmaculada de un lado a otro como si quisiera purgar los pecados de los osados que se atrevieron a transitar por sus dominios. La llovizna convertida ya en lluvia torrencial era tan tupida que no permitía ver más allá de los propios pies. Las gotas de agua caían como cristales rotos sobre los hombres que luchaban en franca lid defendiendo su vida contra aquel Goliat. El cielo explotaba en ira disparando un sinfín de proyectiles destellantes e incandescentes, seguidos de fieros gritos de guerra. En medio del caos se podía escuchar el eco de exclamaciones de almas desconsoladas, quienes se acordaban de la plácida y segura vida que en tierra habían dejado y que ahora echaban de menos, pues, aunque esta hubiera sido muy miserable, no sería peor que estar viviendo aquel infierno. La tormenta no daba tregua y todo ocurría muy deprisa. El capitán desde el castillo daba órdenes a la tripulación, pero el viento chillaba con tal ahínco que ahogaba su voz. Los marineros en su ofuscación seguían las instrucciones que creían entender logrando solo la más perfecta descoordinación. El capitán, consciente de ello, bajó del castillo para ubicarse mejor; sus piernas fuertes y encorvadas parecía como si estuvieran ancladas a las maderas del galeón, y con dificultad se ubicó junto al palo mayor donde su voz le ganaba al viento. El mar soberbio no se cansaba de escupirle a la cara, pero él sin dejarse intimidar le respondía gritando más fuerte.

 

―¡Arriad las velas! ¡A la gavia! ¡Recoged los aparejos! ¡Vigilad las escotillas!

En eso, señaló con el dedo a dos marineros indicándoles que se acercaran a él.

―¡Vosotros dos!, ¿queréis vivir?

―¡Sí, capitán! ―respondieron al unísono.

―¿Queréis vivir? ―repitió abriendo bien los ojos.

―¡Sí, capitán!, ¡sí! ―reafirmaron vigorosamente.

―Pues, si eso queréis, idos con el timonel y haced exactamente lo que él os diga. Escuchadme bien porque es de crucial importancia, ¡no podemos perder los herrajes del timón!, ¡no podemos perder el timón!, ¿oído?

―¡Sí, capitán! ―respondieron con el corazón en la boca, y tambaleándose se dispusieron a cumplir lo que se les ordenó.

Cano manejaba el timón intentando capotear las embestidas de las olas para que estas no golpearan de costado, si lo conseguía tendrían posibilidad de salir airosos, pero la tormenta, lejos de amainar su fuerza, iba en aumento, dificultando minuto a minuto la gobernabilidad de la descarriada embarcación. El piloto agradeció la ayuda de los dos pares de musculosos brazos, y entre los tres hombres forcejeaban para mantener posicionado al galeón. El contramaestre, un marinero viejo, de carácter irascible si no se le obedecía, y energúmeno si cualquiera mal usaba los aparejos, apoyó al capitán atándose al trinquete de la proa para secundar sus indicaciones a riesgo de ser arrojado al mar por cualquiera de las olas que los bañaba.

―¡Achicad el agua! ―gritaba el capitán.

―¡Achicad el agua! ―repetía el segundo.

―¡Abatid el palo de la mesana! ―gritaba el capitán.

―¡Abatid la mesana! ―repetía el segundo.

―¡Cuidado con el bauprés! ―gritaba el capitán.

―¡Cuidado con el bauprés! ―repetía el segundo.

―¡Asegurad las estachas! ―gritaba el capitán.

―¡Asegurad las estachas! ―repetía el segundo.

Con ahínco, los marineros braceaban sin dar abasto, iban de babor a estribor y de proa a popa intentando no desfallecer en el intento. En medio de aquella faena el capitán vio a Salazar, el marinero a bordo más experimentado, por cuyas venas hacía mucho no corría sangre sino salitre. Era delgado, de pecho alto, y pelo negro ensortijado; se distinguía entre el resto de la tripulación por la gran cantidad de pecas en la piel, aunque algunos dudaban si realmente lo eran, o si más bien era cutre acumulado, porque según decían quienes bien lo conocían, Salazar nunca se había dado un baño con agua dulce, al menos voluntariamente, y no es que el resto de marineros y grumetes estuvieran muy pulcros, pero comparados con él incluso el más sucio se veía limpísimo.

―¡Salazar! ―gritó el capitán.

El marinero se acercó encorvándose, con las piernas y los brazos abiertos para equilibrarse.

―¡Señor!

―Salazar, busca a mi mujer y a mis hijas. Asístelas; estarán muy asustadas y no sabrán qué hacer. Te las encomiendo ―ordenó poniendo su mano ancha y pesada sobre el hombro del marinero. No hubo necesidad de dar más especificaciones, sus ojos negros templados hablaron por él.

―¡Sí, capitán, velaré por ellas con mi vida! ―prometió dando media vuelta; y esquivando poleas y cabos se dirigió al castillo.

Entre sollozos y lágrimas los pasajeros se aferraron a las oraciones de fray Antonio como su mejor tabla de salvación, quizás un hombre de fe pudiese por la intersección divina mediar por sus vidas, y en el peor de los casos por sus almas, si no lograban ver otro amanecer. El franciscano en voz alta clamaba e imploraba con fervor «¡San Francisco de Asís… en vos confío!… ¡Oh María, madre de Dios y madre nuestra… no nos desamparéis! ¡Ángel santo custodio… acompañadnos! ¡Santos y Santas… auxiliadnos!».

La omnipresencia del peligro y la alargada sombra de la muerte presentida por todos hicieron que en menos de un pestañeo muchos atribulados se arrepintieran de los excesos cometidos en tierra jurando y perjurando no volver a ofender al todopoderoso dueño del cielo, las aguas y la tierra si salían airosos. Otros, en coros disonantes recitaban cuanto Paternóster, Avemarías y jaculatorias recordaban, y no faltaron quienes también maldijeron su suerte y la mala hora en que abordaron el Inmaculada Concepción.

Ana Teresa se sujetaba a una viga manteniendo a duras penas el equilibrio. Intentaba calmar sin éxito el llanto de sus hijas, estrechando contra su pecho a Rosario, mientras Lucía y Carmen eran sacudidas de un lado a otro.

―¡Ayuda, por favor! ¡Ayudadnos! ―gritaba la mujer con la desesperación de no tener control sobre nada, ni siquiera de sus pensamientos, pues no encontraba un adjetivo para calificar aquella borrasca.

Salazar tardó poco en hallarlas, pues los gritos de la aturdida madre lo guiaron con exactitud.

―¡Calma, calma! ¡Estoy aquí para ayudaros! ¡Es solo una lluvia y ya estamos dejándola atrás! ―aseveró a gritos el marinero para sosegarlas mientras se acercaba a las dos niñas. Agarró con firmeza de la mano a ambas, y las acercó a su madre; luego buscó un cordel y las ató al mástil para evitar que se hicieran daño con los bruscos movimientos.

―¡No nos atéis! ¡Llevadnos con nuestro padre! ―replicó Lucía cuando Salazar intentaba asegurarla.

―¡Calla, Lucía!, ¿no ves que por su culpa estamos en esto? ―le recriminó Carmen entre lágrimas.

―El capitán me ha enviado; él está llevando el galeón fuera del temporal. Aquí estaréis mejor, os lo prometo. Ahora abrazaos y asidos fuerte; os ataré por vuestra propia seguridad ―precisó el marinero.

―Por favor, no nos dejéis solas ―suplicó Ana Teresa.

―No lo haré, no lo haré ―respondió, pasando la gruesa cuerda por sus espaldas.

Luego de anudarlas holgadamente, aquel hombre de aspecto sucio y abandonado, con sorprendente pericia se puso a apartar los objetos que pudieran golpearlas. Ana Teresa entretanto recordó las veces que en tierra le escuchó decir a su marido que «en el mal tiempo se conocía al buen marinero», y no tenía ninguna duda, este lo era; solo que hubiera preferido no comprobar con sus propios ojos esas palabras, y mucho menos la ira de Dios mostrándole el rostro de lo que para ella era el verdadero «fin del mundo».

―¡Clemencia! ¡Piedad, oh mi Señor!… ¡calma las aguas y salva a tus hijos, padre celestial! ¡Amada señora!, ¡Virgen santa líbranos de este temporal! ¡Escucha mi plegaria y concédenos vuestra gracia! ―exclamaba Ana Teresa compungida entre llantos.