Las hijas de la flor y olmos

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―Familia ―pronunció con voz reposada―. Quiero, bueno, corrijo; queremos compartir con vosotros una buena nueva. Una maravillosa oportunidad que nos ofrece la vida ―apuntó haciendo una pausa para beber un poco de agua y aclarar la garganta―. Por real decreto he sido nombrado escribano en una floreciente ciudad.

―¡Enhorabuena! ―interrumpió Trinidad con una risotada que contagió al resto de la familia.

―Gracias, muchas gracias… ―contestó visiblemente emocionado―. Como os decía, me han notificado este nombramiento para suplir la carencia de personal en uno de los dominios del reino en el nuevo mundo, lo cual me llena de ilusión y espero que a vosotros también.

Manuel José, al escuchar «nuevo mundo», se quedó sin respiración por un instante. El vino que tenía en la garganta tuvo que escupirlo para que el aire pudiera volver a pasar a sus pulmones.

―¿Nuevo mundo, has dicho? ―preguntó limpiándose la boca con el dorso de la mano―, pero, ¿de qué territorio hablas?

Pedro con una sonrisa en los labios intentó responder, pero Manuel José no lo dejó pronunciar ni una sílaba haciendo una pregunta tras otra.

―¿Acaso estás diciendo que vas a navegar por el «mar Tenebroso»?, ¿acaso es que te marchas a vivir a tierras remotas? ―cuestionaba el abuelo visiblemente alterado, con el ceño fruncido y tosiendo saliva con vino.

―No, no es cualquier territorio ―contestó él intentando apaciguar los ánimos al notar que se caldeaban―. Se trata de una ciudad con mucho porvenir, Cartagena de Indias. Uno de los mejores puertos de América y del mundo sin duda alguna; seguro que habéis oído hablar de ella. Cientos de personas se inscriben en una larga lista con la esperanza de poder emigrar a esa promisoria tierra, tener la oportunidad de atravesar el océano, hacer fortuna y asegurarse un mejor vivir ―explicaba pausadamente para que todos y en especial el padre de Ana Teresa asimilara bien la idea.

―Tienes razón, pero ese no es tu caso ―replicó Manuel José consternado―. Quiero decir, no tendrás sangre azul, ni vivirás en un castillo, pero techo, pan y vino nunca te ha faltado, y, además, ¿qué es lo que has dicho?, ¿escribano?, ¿y por qué a ti?

―Sí, ¡escribano! Un reconocimiento por el buen desempeño y servicio a la corona todos estos años. Verás, tendré una compensación económica mucho mayor a la que ahora tengo, realizaré una labor menos riesgosa que la que he realizado hasta ahora, y podré estar más tiempo con mi familia, cosa que bien sabes ha sido difícil, y es algo que siempre ha deseado Ana Teresa.

―¿Estar más tiempo con la familia? ―preguntó esta vez casi sin aliento Manuel José―. ¿Es que no te vas solo? ―Un nuevo y brusco ataque de tos le ahogó impidiéndole continuar con el interrogatorio, teniendo que beber un trago largo de vino para calmarse―. ¡Lo que oyen mis oídos es una locura! ¡una locura! ―refunfuñaba el viejo ajetreando las manos.

―¡Sí, claro que nos iremos todos! ―afirmó Pedro enarcando las cejas, fulminándolo con la mirada. Entendió con cierta desilusión que nada de lo que dijera le haría cambiar de parecer, entonces un incómodo silencio inundó el salón.

Trinidad, consternada, no pudo evitar llorar amargamente rompiendo aquella mudez, pues supo en ese instante que su familia se marcharía y que nunca más volvería a ver a su hija ni a sus adoradas nietas. La alejaban de su amada Rosario y el dolor que sentía era muy profundo.

―Perdonadme, pero creo que estáis cometiendo un grave error y os dirigís directamente hacia un abismo ―opinó Trinidad desconsolada mirando con pesar a su hija y a su yerno.

Carmen palideció; sus oídos se negaban a escuchar aquellas palabras que la sentenciaban a cumplir una terrible condena, un castigo injusto. Deseaba exigirle a su padre que cambiara de parecer, pero no se atrevía a abrir la boca, y mucho menos si era para contradecirlo. Sus ojos inundados de impotencia dirigieron la mirada hacia su madre en busca de apoyo, de alguna potestad que impidiera tal desastre, pero nada sucedía, ya que Ana Teresa contemplaba la escena enmudecida, con aire pensativo, tan solo levantando el codo para beber más vino y pasar aquel trago amargo.

Lucía, que escuchaba atenta los dimes y diretes, comprendió entonces el porqué de aquella comilona, mas no entendía la reacción de todos. Ella veía una oportunidad única de navegar en alta mar junto a su padre y experimentar con suerte alguna de las aventuras que él le contaba en sus historias; de vivir en un lugar diferente y conocer otros paisajes, al fin y al cabo, si las cosas no salían bien, siempre tendrían la opción de regresar; el reino de España no se movería.

Pedro intentó nuevamente animarlos, no quería causarles dolor, pero comprendió que eso era algo inevitable.

―Sé que la idea al principio es impactante y puede dar algo de miedo, es normal, pero creo que debéis intentar ver las cosas con otros ojos. Esta es una de esas oportunidades que rara vez se presentan en la vida, y por fortuna a mí se me ha presentado. Os aseguro que mañana veréis las cosas de otra manera.

―Pedro, yo creo que cada quien tiene que cargar su propia cruz, y tú estás poniendo una muy pesada a tu mujer y a tus hijas ―resolló Manuel José, quien tenía la intención de seguir hablando, pero su yerno lo observó de soslayo, y clavándole sus ojos de aspecto amenazador lo interrumpió.

―De verdad que lamento mucho que no compartáis conmigo esta alegría, pero os reitero que todo saldrá bien, tengo fe en que así será ―añadió juntando las cejas y apretando la mandíbula se levantó de la mesa cortando de tajo cualquier comentario y dando por terminada la velada que dejaba un amargo sabor de boca en casi todos.

―Pedro, antes de retirarte necesito me permitas unas breves palabras a solas ―solicitó poniéndose de pie con dificultad el padre de Ana Teresa mientras se acercaba a él con una mano apoyada en la cintura y la otra en su hinchada y tensa panza.

Lo tomó del brazo y lo alejó del salón para que nadie escuchara lo que le iba a decir.

―Sabes que eres un hijo para mí, sabes que te has ganado mi admiración y respeto, eso sobra decirlo, pero lo digo. Verás; aunque no lo comprenda y el alma me estalle de dolor por lo que vas a hacer, si consideras que esta decisión es la mejor, cuenta con mi apoyo. Solo espero que hayas pensado esto con mucha sensatez, porque te estás jugando lo único por lo que merece la pena vivir en este mundo ―aseveró mirando a su hija y a las nietas, a la vez que le daba unas palmadas en el hombro―. Piénsalo. Piénsalo bien y no tires en saco roto las palabras de este viejo que ha visto más amaneceres y anocheceres que tú.

―Las agradezco; sé que son sinceras y de corazón, y puede dormir tranquilo, porque en esta vida nada me importa más que ellas ―precisó mirándolas con cierta desazón, pues, aunque ciertas eran sus palabras, ni antes, ni en ese momento, había pensado en ellas, solo pensaba en obedecer a su rey y ganar su favor.

Manuel José no dijo nada más, lo miró resignado, y abatido volvió con las mujeres.

Así pues, en medio de sollozos, se fueron retirando con la cabeza inundada de pensamientos, unos enfadados intentando asimilar la novedad, otros intentando no pensar para no indigestarse, y otros sin siquiera entender lo que sucedía.

En la madrugada de esa noche cuando todos dormían Ana Teresa se despertó sobresaltada.

―Pedro, levántate, levántate, por favor ―llamaba sacudiéndolo. La oscuridad de la habitación ocultaba la angustia en su rostro.

―¿Qué pasa? ―preguntó adormilado.

―He tenido un sueño premonitorio, tienes que escucharme.

―¿Qué?, ¿un qué? ―dijo incorporándose de mala gana.

―Un sueño premonitorio. Fue tan claro, Pedro… ¡Que me escuches, por favor! ― exigió moviéndolo con las manos―. Nos encontrábamos a orillas del río, las crías jugaban en la arena, había mucha gente comiendo y paseando, era de día y el sol brillaba. En eso grandes nubes negras ocultaron el sol y salió de las profundidades del rio un toro negro, robusto, enorme. Tenía los ojos rojos como tizones encendidos y unos cuernos desmesurados y puntiagudos. Cada vez que bufaba, un humo denso salía de su hocico mezclándose con la polvorera que levantaba al escarbar la tierra con las patas. Parecía que esa bestia se hubiera escapado del mismo infierno. Y ahí estaba mirándonos fijamente a todos. La gente comenzó a gritar, y hombres, mujeres y niños huían despavoridos buscando refugio. Unos se tiraban al agua, otros trepaban a los árboles, y otros solo corrían para donde fuere con tal de alejarse. Entonces el animal iracundo se lanzó a embestir con toda su bravura. La tierra se rendía ante él con cada pisada que daba y mis huesos petrificados impedían que pudiera moverme para huir del maléfico astado. En eso vi que iba directo hacia las niñas, iba con sus enormes pitones directo hacia mis pequeñas… yo les gritaba con desespero para que corrieran, para que huyeran, para que se pusieran a salvo, pero ellas no me escuchaban, y tú, Pedro, saliste corriendo directo hacia el animal gritando y moviendo los brazos para llamar su atención. El toro te vio y en efecto corrió hacia a ti, pero fue tan veloz que no tuviste oportunidad de huir asestándote una terrible cornada en la espalda que te dejó tirado en la arena, y no supe más porque me desperté ―recitó agitada―. ¿Acaso no lo ves, Pedro? Es una señal, un mal presagio; algo terrible sucederá, lo puedo sentir ―continuaba hablando juntando las manos en su pecho―. Aún estás a tiempo de cambiar de parecer, aún podemos continuar con nuestras vidas aquí, en nuestra tierra, con nuestra gente.

―¡Pero bueno!, solo esto me faltaba ―exclamó exaltado―, escuchar a estas horas semejante tontería. Esto es lo que pasa por haberte excedido con el vino.

 

Tuvo la intención de seguir reprochándole, pero al escucharla tan contrariada prefirió calmarse y calmarla, igual, ya estaba despierto.

―Mujer, tranquilízate, que solo ha sido un mal sueño y los sueños no son más que eso, sueños; no debes darle importancia. Ana, ya esto lo hemos hablado; mira, sé que estás nerviosa, aún más después de la reacción de tus padres, pero, ¿crees acaso que no soy consciente del cambio que tomarán nuestras vidas? Sé que puede ser abrumador, pero créeme, esta es la gran oportunidad de forjarnos un mejor vivir, o ¿es que piensas que aquí estás en el paraíso?, ¿acaso has olvidado los enemigos del reino? Muchos están alistando sus ejércitos, con ansias de guerra, de hacerse con las riquezas de la corona, y toda guerra siempre va acompañada de hambre, enfermedades, miseria y muerte. ¡Si lo sabré yo!, y no precisamente por una visión en un sueño. Ana, el muerto en la guerra no saca ningún provecho, y yo no quiero ir a ninguna más. ―Pedro tomó entre sus manos las temblorosas manos de su mujer―. Míralo de esta manera: el rey es como un padre, pero son tantos sus hijos que solo unos pocos tienen la fortuna de ser tratados con benevolencia, mientras que otros, ni siquiera son reconocidos, quedando por fuera de sus afectos; pues en nuestro caso, óyeme bien, el padre benévolo nos ha reconocido y nos ha recompensado. ―Hizo una pausa para tomar aire y dejar que su mujer de una vez por todas le dijera lo que callaba―. Ana, tú siempre has sido fuerte, y necesito que lo seas ahora más que nunca. Si deseas puedes quedarte, no te obligaré a venir conmigo, pero el deseo de mi corazón es no separarme ni de ti ni de las crías, mas si decides acompañarme, debes controlar esos sentimientos, porque yo ya tengo suficiente peso con la carga que llevo sobre mis hombros y no puedo con otra más. ¿Entiendes?

―¡Ay, Pedro!, tengo tanto miedo, pero sabes que adonde vayas te seguiré para bien o para mal. Es solo que no dejo de pensar en todo lo que podría pasar.

―¿Y qué es lo que podría pasar?, ¿cuáles son tus temores?

―En realidad temo más por vosotros que por mí. Pienso en las enfermedades que podrían padecer en un viaje tan largo. Pienso en los accidentes que podrían ocurrir. Pienso en la posibilidad de morir ahogados lejos de nuestra tierra. No me malinterpretes, eres muy buen capitán, eso no lo dudo, y esas embarcaciones son muy grandes y seguras, pero hay muchas cosas que no están bajo tu control. La naturaleza es la naturaleza, y es, por mucho, más poderosa que nosotros. Siempre he sufrido por ti cada vez que te hacías a la mar, pero ahora es diferente porque mis hijas estarán también y solo son unas niñas, unas niñas…

―Mujer, tu sentir es más que comprensible, pero no olvides que todos estamos en las manos de Dios, y ni siquiera la hoja más pequeña de un árbol se mueve sin su voluntad. Que esos pensamientos no te quiten la tranquilidad de vivir porque escrita está nuestra fecha de entrada y salida de este mundo, y lo mejor que podemos hacer es vivir con regocijo y dignidad el tiempo que se nos ha concedido.

―Tienes razón, tienes razón, y te prometo que no volverás a escuchar ninguna recriminación o dudas por mi parte ―reconoció Ana Teresa acomodándose nuevamente en la cama.

―Debemos confiar en nuestro Señor y su santa madre, en que todo saldrá bien de acuerdo a su voluntad. Y ahora volvamos a descansar que la noche va menguando, el sol no tardará en salir y tengo pendientes por hacer ―añadió Pedro bostezando y cerrando sus ojos.

Capítulo II

La travesía

Pocas semanas quedaban para el viaje. Pedro se preparaba para emprender la travesía de su vida. La mayor parte del día la pasaba en el puerto dirigiendo la puesta a punto del galeón que se uniría a la flota, y entre las múltiples ocupaciones recordaba mentalmente varias veces al día el santo y seña para no olvidarlo. Además, se instruía tanto como podía en las cosas del nuevo mundo, razón por la que en un par de ocasiones se entrevistó con un jesuita que había vuelto de esas tierras, para que le contara detalles de aquellas latitudes. Repasó cien veces las rutas marítimas atlánticas, y estudió cuanto mapamundi pasó por sus manos, desde uno elaborado por Posidonio, hasta otro dibujado por Juan de la Cosa pocos años después del descubrimiento de América.

Ana Teresa, por su lado, no se quedaba atrás. Asiduamente asistía con sus hijas a misa en la iglesia de Santa Catalina. Vendió las cosas que no podía llevar, incluido el clavicordio, y empacó con esmero toda una vida en un baúl y tres cajas de madera. Ropa, enseres de cocina, comida y hasta un pequeño Cristo de madera tallado por su padre guardó. Llevó a las niñas al médico para que les practicaran una exploración general, ya que el único motivo de peso para cancelar o postergar su viaje, era que cualquiera de ellas fuera diagnosticada de alguna enfermedad. El galeno encontró a las niñas en perfecto estado de salud, al igual que a ella, y solo les recomendó hacerse una purga una semana antes de partir para limpiar el organismo; purga que él mismo preparaba con manteca de vaca, eneldo, miel y ruda, y que solo debía ser tomada en ayuno. Ana Teresa aprovechó la ocasión para aprovisionarse de remedios contra el mareo y el estreñimiento, ya que, de acuerdo a su marido, estos eran males muy comunes en el mar, y como aparte de él, ningún miembro de la familia estaba acostumbrado a este tipo de viaje, pensó que muy seguramente les serían de gran utilidad.

Corrían los primeros días de julio cuando a orillas del Guadalquivir se rumoraba de lado a lado la inminente salida de la flota de «tierra firme». En el puerto considerado «capital de la mar oceánica» estaban ancladas las embarcaciones con las bodegas abiertas para gestionar la estiba, por donde abarrotaban y acomodaban la carga que llevarían; carga fuertemente vigilada, inspeccionada y tasada por funcionarios de la contratación diestros en el arte de la contabilidad, quienes no dejaban subir a bordo judía, ni grano de arroz sin ser tasado.

Luego de dos intentos fallidos de abordaje, el 10 de julio a media mañana se escuchó un cañonazo de leva anunciando el abordaje en firme y próxima partida, entonces tumultos de gente apresurados por abordar se apelotonaban para ser los primeros en subir, mientras muchos de los vecinos salían de sus casas para congregarse en el puerto y despedir a la flota; un espectáculo que nadie se quería perder. En esa ocasión y con razones de sobra, Manuel José y Trinidad acompañaron a su hija y nietas al puerto, donde Pedro les esperaba. Una caminata corta pero enormemente amarga para los abuelos. Cuando llegaron al punto de encuentro, Trinidad, pesarosa, tomó las manos de Ana Teresa.

―Temo por vosotros hija mía, y sospecho que esta será la última vez que te abrace.

―No digas eso, mamá, tus palabras no me reconfortan, te aseguro que un día no muy lejano volveremos a vernos. Mejor piensa que mientras más rápido partamos, más rápido nos reencontraremos ―dijo Ana Teresa con el corazón embargado por la pena, y con ganas de finalizar la angustiosa despedida.

―Es que hay separaciones que resquebrajan el alma, hija, y esta es una de esas; pero así es la vida, qué le vamos a hacer, cada quien debe escoger su camino y caminarlo; yo ya he recorrido bastante del mío, ahora es tu turno. Lamento de corazón que no podamos visitaros, pues, aunque aparentemente tenemos huesos fuertes, la verdad es que estamos viejos y achacosos por dentro, y un viaje así sería demasiado, sería nuestra muerte, y tu padre y yo deseamos, cuando Dios nos llame, morir y ser enterrados en nuestra tierra; pero recuerda que siempre estaréis presentes en nuestros pensamientos y que oraremos todos los días de nuestra vida para que en todo os vaya bien. Cuídate mucho y no permitas que las crías se olviden de esta anciana que tanto las quiere y desde ya añora.

Trinidad abrazó con la fuerza de su corazón a Ana Teresa mojando con sus lágrimas el vestido de la hija. Resignada y sin parar de llorar continuó abrazando a las niñas, en especial a Rosario, a quien no dejaba de darle besos y a la que mintió haciéndole creer que iría unas semanas más tarde a verla, en un esfuerzo por tranquilizar a la pequeña, ya que tampoco quería separarse de su abuela. Las lágrimas de Trinidad contagiaron a Ana Teresa, quien se preguntaba si realmente sería la última vez que vería a su madre y a su padre. Trinidad notó que su hija se desmoronaba, así que tragándose su propio dolor se volvió nuevamente hacia ella.

―Seca esas lágrimas y no derrames ni una más. Si te hubieras casado con el marqués de Mendoza, hoy serías una viuda adinerada, respetada; habrías contraído unas segundas nupcias y no tendrías que irte de aquí, eso sí, en contraparte no tendrías estos tres regalos de Dios, ahora, Ana, enfrenta el destino que elegiste, toma de la mano a tus hijas y sigue a tu marido.

Manuel José tenía el semblante descompuesto, sus ojos parecían un vidrio opaco y las bolsas del párpado inferior se le hinchaban al acumularse las lágrimas que no se permitía dejar salir. Repartió abrazos tibios y efímeros a todos con la clara intención de acabar aquel tortuoso momento y de esconder su tristeza, porque consideraba que un hombre de su edad no podía andar llorando en público como una mujer, así que de un solo tirón les despidió diciendo lo que pudo.

―Os deseo felicidad, buen viento y buena mar. Iros, iros ya, que debéis organizaros. Ana Teresa, recuerda que siempre nos tendrás aquí. Si algún día regresáis, y confío en que así será, os recibiremos con los brazos abiertos. Vosotras, chiquillas, portaos bien, obedeced a vuestros padres y alejaos de los animales que no conozcáis, y Pedro… Pedro, no olvides mis palabras.

―No lo haré ―respondió despidiéndose con un último abrazo y emprendiendo la marcha. Y así madre e hijas siguieron al capitán por la pasarela que los llevaba a la embarcación.

En el galeón Pedro las guio bajo la atenta mirada y el respetuoso saludo de una tripulación uniformada con calzones negros, camisas blancas, chaquetillas grises y bonetes impolutos. Las instaló personalmente recordándole a las crías que a partir de ese momento y durante las próximas semanas quedaba prohibido correr, jugar con los aparejos, intentar escalar los palos, gritar, saltar, empujar, halarse del pelo, lloriquear por tonterías, y por supuesto, interrumpir a los marineros en sus jornadas de trabajo. Ver a sus hijas y en especial a su mujer en el galeón le pareció tan quimérico, que entonces recordó las tantas ocasiones en las que estando lejos de tierra se sintió mortificado al pasar largos días y penosas noches sin ella, extrañándola y soñándola. También vinieron a su mente las veces en que la muerte lo acarició en el mar, como aquella ocasión en que navegando en aguas del Alborán le dejó por recuerdo una costura en más de un tercio de su espalda. Pero el capitán no era hombre cobarde; no le temía a la parca. Consideraba que el fondo del océano era la tumba idónea para el eterno descanso de un verdadero hombre de mar, y deseaba para él mismo que el día en que partiera de este mundo tuviese la suerte de encontrarse navegando sobre las reposadas aguas mediterráneas.

Comenzaba para Pedro de la Flor y Olmos el fin de toda una vida en el mar. Este era su último viaje como capitán, y también lo era para el Inmaculada Concepción, embarcación que gobernó durante los últimos años en los que sumó a su colección personal tantos avatares como satisfacciones navales. El Inmaculada Concepción era un galeón de tres palos, movido por el viento al henchir las lonas de sus velas. Era robusto, de alto bordo, con gran capacidad de almacenaje y de fácil maniobrabilidad a pesar de su tonelaje. De apariencia simple y decoración austera en comparación con algunos otros análogos, tan solo llevaba un cuadro de la Virgen madre que posaba en el corredor de popa. Tampoco tenía mascarón de proa, y no lucía colores llamativos como los que se usaban, ni siquiera en las bandas que recorrían las amuras. Por color, la nave tenía varias capas de una mezcla hecha a base de trementina y carbón, que le daban un tono negro humo muy del gusto del capitán, primero porque según decía estas aumentaban la resistencia al navegar, y segundo porque el color era perfecto para mimetizarse con las olas en caso de algún encuentro con banderas enemigas.

El galeón fue construido con maderas de roble de los bosques de Cantabria, en un astillero de Portugalete al norte de reino y concebido para atender propósitos militares, pero al ser este un viaje sin retorno, prestaría un servicio mercantil, por lo que ahora en vez de llevar a bordo gente de guerra, cañones, sacabuches, culebrinas y medias culebrinas, iba cargado con gente de mar y pasajeros, y las bodegas atestadas de mercancía. La embarcación, que antes podía defender y repeler un ataque enemigo, debía ser ahora abrigada y defendida por las naves capitana, almiranta y los otros galeones armados de la flota. El Inmaculada Concepción se conservaba en óptima condición para navegar a pesar de haber superado por mucho el tiempo que una embarcación de ese tipo podía hacerse a la mar según dictaban las leyes navales, por esa razón, su destino final sería el desguace en el puerto de Cartagena de Indias, en donde aprovecharían las maderas para la construcción de un puente que requería la ciudad.

 

A diferencia de otras embarcaciones fondeadas sobre el Guadalquivir en las que hervía el caos por demoras en la carga, la inspección o la puesta a punto, en el Inmaculada Concepción estaban listos esperando tan solo la orden para zarpar, y Pedro en el castillo esperaba sin tener corre-corres de última hora ni documentos a la espera de validación. «¡La madre del cordero! ¡La diferencia que hace una simple carta!» se dijo una vez más a sí mismo pensando en los muchos dolores de cabeza que se hubiera podido ahorrar si antes hubiera tenido el trato preferencial que le estaban dando. Tras pasar casi dos horas, por fin escucharon anunciar la salida desde la nave capitana, entonces Pedro se dirigió pausadamente a la verga que unía al palo macho con la vela mayor y mandó reunir a toda la tripulación, quienes de inmediato se fueron apiñando en torno a él. El capitán se acomodó el sombrero negro de ala grande que siempre usaba al navegar, se estiró el jubón negro, se reacomodó la espada que reposaba en su cinto, esa que usó por última vez en la Batalla de Lepanto, y levantó sin vacilar la mano diestra haciendo que los cuchicheos cesaran; todos sin excepción sellaron los labios, y hasta el mismo silencio parecía haberse dispuesto a escuchar sus palabras.

―¡Tripulación del Inmaculada Concepción! ―exclamó con voz firme―. Como bien sabéis soy hombre de pocas palabras. Solo quiero deciros que habéis sido y sois una excelente cuadrilla. ―Tras una breve pausa acarició el mástil y recorriendo con los ojos la embarcación continuó―. Maderos, tablas, velas, cordeles… ¡benditos sean por haber sido nuestro hogar en altamar! Sobre estas tablas algunos de vosotros os habéis convertido en verdaderos hombres de mar; habéis crecido en sabiduría, esa que las olas, el sol y los aparejos otorgan. Todos aquí hemos hecho sacrificios, grandes sacrificios. Cada vez que zarpamos arriesgamos nuestras vidas por nuestro trabajo, nuestra pasión, nuestras familias y nuestro rey. Juntos hemos compartido muchas alegrías, pero también hemos sufrido el dolor y la pena de ver partir al otro mundo a compañeros y hermanos de la vida. Ahora el destino me aleja del mar, y os digo que no me voy triste, no. No me voy triste porque sé que tarde o temprano volveré a reencontrarme con él y con vosotros, pero de momento, nuestro cometido es llegar a buen puerto, y con la ayuda de Jesucristo y su santa madre así lo haremos. ¡Sois los mejores marineros que ha parido esta tierra!, ¡ningún mar conocerá jamás unos marineros como vosotros!, ¡bien podéis estar orgullosos! ―voceó levantando el tono de voz―. ¿Y bien?… ¿qué estáis esperando?, ¿que os dé un beso en la mejilla?, ¿que os lea un cuento? ¡Aquí no aceptamos holgazanes! ¡A trabajar!, ¡a mover esos culos y a vuestros puestos! ¡Retirad las amarras!

―¡Sí, capitán! ―gritaron eufóricos al unísono, y con aplausos, silbidos y fuertes pisadas que retumbaron en la cubierta fueron retornando a sus puestos obedeciendo las sucesivas órdenes que escuchaban.

―¡Izad velas!, ¡recoged y atad los cabos!

El capitán con su parsimonioso andar se acercó al timonel conocido por todos como Cano, natural de un pequeño puerto del archipiélago canario, cuna de donde salían los mejores pilotos del reino. Cano era experto conocedor de las rutas a las Indias, ocho años consecutivos navegando a esas tierras con sus propias cartas de marear lo avalaban. El capitán, dándole un golpecito en la espalda, le preguntó si estaba listo, él contestó con total seguridad que sí, entonces dio la orden de dejar atrás el Guadalquivir para enfilarse hacia el mar de las yeguas, recorrido inicial que esperaban hacer en no más de diez días contando con que las condiciones de navegación fueran favorables.

Centenares de almas iban a bordo en las treinta y cuatro naves que conformaban la flota de su majestad aquel verano de 1580. Sobre las aguas serenas las embarcaciones comenzaban a avanzar gallardas e imponentes, con ese fuero de prepotencia que dan los mejores diseños y técnicas de construcción marítima conocidas, mientras en el puerto, multitud de mujeres lacrimosas ondeaban pañuelos blancos despidiendo a padres, maridos, pretendientes, hijos y amigos, deseándoles un buen viaje y un pronto retorno.

Esta era la primera vez que Ana Teresa hacía un viaje de tal magnitud, y pedía a Dios que no fuese el último, pues sentía gran temor a los incontables animales y monstruos marinos que vivían bajo la superficie en el océano profundo. El único contacto que ella había tenido con el mar era a través del alimento que este le proveía, y a duras penas podía creer que ya estaba navegando. Para la mujer de Pedro, el océano era la morada de los peces y no de los hombres, quienes carentes de aletas y branquias se entrometían altivamente en un mundo ajeno y traicionero, siempre a la espera de robarle la vida a los que caían en sus dominios, y es que el peligro ha sido, es y será el eterno acompañante del navegante según creía, no solo ella, sino el resto de la humanidad. Se preguntó entonces por qué Pedro había dedicado su vida a tal ocupación, pero viéndole ahí pletórico en su entorno, impartiendo órdenes que eran acatadas ipso facto y supervisando cada movimiento de la tripulación, entendió sus razones, dándose cuenta de la enorme responsabilidad que entrañaba gobernar un galeón, así como del esfuerzo físico y mental que ello suponía. Ana Teresa descubría una faceta de su marido que hasta ese momento le era desconocida, pues a pesar de que este le contaba cómo era la vida en el mar cuando navegaba, nunca imaginó todo el trabajo que suponía, y se sintió orgullosa y atraída por ese varonil encanto de la seguridad y el poder que Pedro desprendía.

Al sentir el movimiento de la embarcación se apoyó sobre la borda observando cómo poco a poco el puerto, las casitas y las iglesias se veían cada vez más pequeños. Mientras más se alejaban, más fuerte le apretaba un nudo en la garganta, ese mismo que se le hizo cuando su marido le notificó la «buena nueva» de que irían a vivir al «fin del mundo». Desde entonces, cada vez que pensaba en ello, una opresión en el pecho le cortaba la respiración y solo desaparecía cuando las lágrimas afloraban en sus ojos, lágrimas que ahogó al despedirse de su madre, pero que ahora brotaban a caudales al contemplar cómo dejaba atrás lo único que conocía de este mundo. Cuando sus ojos se secaron, dio media vuelta y clavó la mirada en las enormes velas de color marfil que lucían henchidas y esplendorosas, y a pesar de todo ese temor, su corazón albergaba la esperanza de regresar algún día a su tierra con su familia y tener muchas historias para contar.

En el castillo, el capitán tomó en sus manos el catalejo, no para verificar que el horizonte seguía en el mismo lugar de siempre, sino para observar la pasmosa quietud de su mujer que parecía estar pensando en Dios sabe qué. Con la potente lente vio cómo el viento jugueteaba descaradamente con las arandelas del faldón de su vestido, y solo imaginar que cualquier noche en la hora de sueño más profundo pudiera satisfacer su más básico y delirante deseo de llenarla de amor y preñar su vientre, desató en él una sutil pero poderosa vibración que recorrió cada centímetro de su piel haciendo que su corazón bombeara con desenfreno sangre hirviendo que terminó por inundar cada cavidad de su ser. Tuvo que sacudirse las manos y los pies, agacharse, levantarse, volverse a agachar y volverse a levantar, para aislar de su mente aquel deseo, esconder su abultada emoción y enfocarse nuevamente en el trabajo que apenas comenzaba.