Mujeres viajeras

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Lina Beck-Bernard

Claroscuros de la vida en Santa Fe

En la ciudad de Santa Fe, frente a la Plaza de Mayo, a mediados del siglo XIX una casa con mirador replicaba al Arca de Noé. Rodeada por ejemplares de especies ya conocidas y por curiosos especímenes de la fauna autóctona, en ese solar –donde hoy se alza el Palacio de Tribunales– vivía la familia Beck-Bernard.

Las provincias integrantes de la Confederación Argentina habían aprobado en 1853 una Constitución que –inspirada en las ideas de Alberdi– fomentaba la inmigración europea para realizar la transformación productiva del país. A los esfuerzos del gobierno en ese sentido, la provincia de Santa Fe decidió sumar los de agentes particulares. Atraído por la posibilidad de participar del proyecto colonizador, en 1856 Charles Beck creó en Suiza la empresa Beck y Herzog, y un año después se estableció en Santa Fe, donde concretaría la fundación de la colonia agrícola San Carlos. En su experiencia lo acompañarían su esposa, Amelie Bernard, y sus hijas.

En 1824, en un hogar protestante y burgués de Alsacia nació Lina Bernard. Como consecuencia del asesinato de su padre, su niñez alsaciana estuvo signada por la templanza. Su adolescencia transcurrió, en cambio, en la liberal, democrática atmósfera suiza, donde –bajo la tutela intelectual de su bisabuelo poeta– recibió una notable formación: allí estudió latín y griego, ciencias, dibujo e incluso derecho penal. Allí se casó con el holandés Charles Beck y nacieron sus dos hijas mayores, con las que emprendió el viaje a la Argentina.

Lina Beck-Bernard trajo al mundo dos hijas más en Santa Fe y se cree que la temprana muerte de una de ellas en 1861 fue el motivo de que regresara a Suiza antes que su marido. Instalada en Lausana a partir de 1862, se dedicó al estudio de temas sociales –con especial énfasis en la situación de las mujeres– y a la escritura. Tres ensayos expresan sus avanzadas ideas sobre las causas sociales de la criminalidad y sobre sus penalidades: La pena de muerte (1868), Memoria sobre las prisiones de mujeres (1869) y Patronazgos preventivos para las mujeres (1872). La agudeza de su pensamiento se reflejó también en la correspondencia que mantuvo con intelectuales como el novelista ruso Alexander Herzen o con figuras de la política como Giuseppe Garibaldi.

Del propio Garibaldi, y de otros personajes influyentes como Bartolomé Mitre, hizo diestros retratos en Le Rio Paraná. Cinq années de séjour dans la République Argentine. Publicado en París en 1864, el libro ofrece uno de los escasos testimonios que nos permiten conocer cómo transcurría la vida en Santa Fe en el período comprendido entre 1857 y 1862. A diferencia de su marido, Lina no participa de manera activa en el proyecto civilizador que contribuye a validar cuando escribe. Pero sin necesidad de autorización masculina, decide tomar la palabra para narrar lo que observa: la naturaleza y la arquitectura, la vida social y política de la provincia, las costumbres, la religión, la conflictiva interacción de las clases privilegiadas con los indígenas “que permanecerán irreconciliables como lo serán siempre los pueblos desposeídos y los invasores”. Los capítulos funcionan como una especie de muestrario organizado con criterio etnográfico, con abundancia de referencias históricas, detalles e incluso transcripciones que refuerzan su intención documental.

Desde su privilegiada posición social –desde el mirador de su casa–, Lina Beck-Bernard observa los signos de una cultura desconocida en busca de claves para interpretarlos. Observa un mundo en construcción, que debería consolidarse con el triunfo de la cultura republicana y colonizadora sobre la naturaleza primitiva. En su mirada se debaten el imaginario y la existencia. La descripción de lo contemplado convive con la propia experiencia de habitar ese espacio e incluso con la posibilidad de ser ella misma objeto de observación.

Lina es “la señora médica” que con sus gratuitos remedios caseros –ella los venda, Dios los cura– devuelve la salud a “la clase pobre”, que no cree en la vacuna de la viruela, considera incurable la lepra, y que –por convencimiento o por limitaciones económicas– recurre al curandero en lugar del médico.

Ella recibe a cambio su gratitud, “ese elevado don del cielo”. Esta definición de la gratitud revela una perspectiva protestante, que se hace más explícita en otros momentos del libro: “Las mujeres participaban para que admiraran sus hermosas joyas. Los jóvenes, para ver a las doncellas. Los niños, para pelear y fastidiar a todo el mundo. Nadie, hasta donde sé, pensaba en rezar y hacer penitencia”. Con estas palabras describe una procesión religiosa. Del mismo modo, señala que la pompa mundana convierte las celebraciones de la Pascua en una lista de “piadosas saturnales a las que solo la ignorancia profunda, la fe ingenua, la credulidad llevada al extremo, salvan del sacrilegio que por lo demás, parecen constituir”. Para Lina Beck-Bernard la religiosidad colonial es irreverente, frívola e inútil.

En Santa Fe las festividades religiosas –y las cívicas– transcurren al compás de la música interpretada por bandas militares. La existencia de esas bandas revela una curiosa realidad social: “reemplaza a lo que en nuestro país llamaríamos las galeras. Aquí una persona es condenada a cierta cantidad de años de clarinete o fagot del mismo modo que en casa se la condena a trabajos forzados en Brest o Tolón”. Un reo que comete delitos menores es nombrado vigilante. Si el delito es robo premeditado o riña, debe servir como soldado en la frontera con los indios. En cambio, el “ladrón incorregible, malvado y divertido, el canalla que nunca da un golpe, siempre apuñala”, es elegido para la música “y por sus pecados toca en una banda durante tres, cuatro, cinco, seis años o más, según la buena voluntad de sus jueces”.

Lina destaca que “gracias al talento innato de los criollos, indios, negros o mulatos para la armonía”, al oír esa música nada sugiere que los intérpretes estén condenados a tocarla como otros están condenados a la prisión.

A continuación refiere uno de los raros casos en que un delincuente es ejecutado. Aunque no expresa abiertamente su opinión, en su actitud piadosa se percibe el rechazo, que haría manifiesto en sus posteriores ensayos sobre la pena de muerte y los sistemas penitenciarios. De regreso en Suiza, a través de la escritura y de su tarea personal en las penitenciarías para mujeres defendería la función reformadora de la cárcel y la reinserción social.

Lina Beck-Bernard aborda en Le Rio Paraná otro tema polémico: la emancipación de los esclavos. Esta vez, su actitud hacia los criollos es benévola. La alsaciana educada en el recato y la contención de los gestos amorosos valora la afectividad de las “razas españolas”. Esa cualidad, que atempera los prejuicios raciales, suaviza aspectos de la esclavitud, “institución detestable” que no admite matices en Brasil o los Estados Unidos. Su piedad se distribuye entre amos y esclavos. Es solidaria con los patronos porque la emancipación les impone un “alto precio”, y si bien reprueba ciertas actitudes de los libertos, las considera “tristes y degradantes consecuencias de la irresponsabilidad individual y moral de una institución injusta, donde el hombre es una cosa, en lugar de mantener el carácter sagrado de su ser libre, pensante, inmortal”. Su ética le dicta este párrafo.

Más allá de la perspectiva personal, el desarrollo de este tema muestra que la emancipación total de los esclavos y sus hijos se completó en un período de casi treinta años. Y, más importante aún, señalar los trastornos que causó a los amos implica reconocer la fuerza de trabajo que constituían esos esclavos, no sólo en las colonias anglosajonas de América.

La esclavitud –un tema al que Lina volvería en Telma, su segunda novela– tiene relación directa con el motivo de su viaje: la abolición gradual debía dar tiempo a que la inmigración extranjera sustituyera “los brazos de los negros”, pero las guerras civiles, las revoluciones, la corriente de emigración hacia Norteamérica, alejaban a los extranjeros de la idea de establecerse en la Confederación Argentina. Para revertir esa situación su marido había creado la empresa colonizadora Beck y Herzog.

En 1861 la Batalla de Pavón instauró la hegemonía de Buenos Aires. En reconocimiento por sus servicios, en 1864 el presidente Mitre nombró agente de inmigración a Charles Beck. A partir de 1868 fue, durante veinte años, cónsul argentino en Suiza. Desde Lausana, donde moriría en 1888, Lina Beck-Bernard siguió escribiendo obras de ficción sobre temas santafesinos. En La estancia de Santa Rosa y más tarde en Fleurs des Pampas. Scenes et souvenirs du désert argentin, siguió relatando la historia de la colonización que combatió el “desierto” con el arado, y así dio origen a una meca progresista que fue también el origen de muchas familias argentinas.

Lina Beck-Bernard

El Río Paraná. Cinco años en la República Argentina

El arca de Noé

En la provincia de Santa Fe, los animales son muy numerosos. Los caballos salvajes vagan en grandes manadas (tropillas) en el norte, y cuanto más nos alejamos de las zonas pobladas, tanto más abundantes son.

El avestruz gris (ñandú) vive en el Chaco. Sus huevos y plumas son para los indios objetos de comercio. Ciervos, corzos, gamos, que los lugareños llaman venados, viven en los vastos campos. Nada más gracioso que estos encantadores animales, cuya apariencia dulce y expresiva tiene algo de humano.

El aguará guazú, una especie de lobo dorado con crin negra; el puma o león de América, sin voz y sin melena; la vizcacha; la mulita (armadillo); un pequeño zorro llamado zorrino que se defiende del tigre arrojándole a los ojos un líquido acre y corrosivo, son los huéspedes habituales de los lugares deshabitados.

 

El tigre manchado o jaguar, a menudo de enorme tamaño, habita en la espesura, en particular en las islas. En verano, cuando las nieves de la cordillera se derriten, provocan las periódicas crecidas del Paraná. El río invade los refugios de los jaguares, que van de una isla a otra y se acercan a la ciudad. En 1858, cuando el torrente fue extraordinario, tigres y venados entraron en Santa Fe. Un tigre fue asesinado a unos diez minutos de nuestra casa. Eran aproximadamente las nueve de la noche. El animal, perseguido por el agua, había atravesado nadando el brazo bastante estrecho del río Paraná que separa parte de Santa Fe de la isla de Coronda. Asustado por el aspecto de las casas y las cercas, el jaguar rugía de terror. Corrió hasta que algunas lanzas acabaron con su vida.

En las aguas del río nadan el yacaré (caimán), la tortuga, la nutria, el lobo (lobo marino). Las serpientes, en pequeñas cantidades, también están aquí y allá. Las grandes de color anaranjado, decoradas con magníficos dibujos negros, son las menos peligrosas. Las más temidas son las más pequeñas. La víbora de la cruz, que al morder causa la muerte, a veces en pocas horas. O una pequeña serpiente marrón que se esconde en la tierra. Las moscas venenosas, cuando su picadura no es mortal, causan heridas gangrenosas. Tales son los enemigos a los que se debe temer. En Europa, sin embargo, exageramos la frecuencia su peligrosidad, que disminuye con un poco de cautela y algunas precauciones.

En la casa encontramos, raramente, al escorpión. Con frecuencia, ciempiés, cucarachas, ácaros y otros huéspedes más o menos desagradables. En los jardines, magníficos colibríes de un verde esmeralda con matices dorados, otros negros y rubíes, van zumbando a succionar el jugo de las flores que los alimentan. Los llaman picaflores. Tienen por rivales a las abejas, que son salvajes, y su miel, contenida en celdas que parecen de papel gris, tiene un sabor y aroma exquisitos. Encantadores guanacos, una especie de vicuña, se reúnen en el campo, entre Córdoba y Santa Fe. Estos animales superan en la carrera al mejor caballo. Los indios los capturan con el lazo y las bolas. Un día llevamos un guanaco a nuestro patio. No parecía intimidado. Se dejó acariciar por los niños y nos miró pacíficamente con sus grandes y tiernos ojos negros. Con su lana gris-lila, gruesa, sedosa, extremadamente fina, se hacen los bonitos tejidos por los que se destacan las chinas. Los cazadores indios nos trajeron una tarde dos pequeños tigres, a cuya madre acababan de matar. Los pobres animalitos, que sólo vivían de leche, eran del tamaño de un gato muy grande. La cabeza, también grande, ya tenía aspecto feroz. El pelaje, admirablemente dibujado, era más gris que en el jaguar adulto. Con los dientes afilados como agujas, la lengua muy áspera y las garras ya visibles eran verdaderos tigrecitos. Después de examinarlos los puse en el suelo y ellos emitieron un fuerte rugido.

Nuestra casa es un remedo de la célebre barca que tenía la misión de salvar a los animales del diluvio universal. ¡Tal vez el patriarca Noé hizo experiencias como las nuestras! Regalamos a nuestros hijos todo tipo de bípedos y cuadrúpedos, cuyo número va en aumento. Tres ciervas recorren nuestro patio. Una de ellas sobresale por su inteligencia. Nos la ofrecieron junto con un tigre joven. Rechazamos el tigre, pero aceptamos la gama. Fue una verdadera encarnación de la poesía del desierto que esta criatura encantadora nos recordara a la gacela de patas finas con ojos negros y suaves que el moro Hassan ofrece a Doña Blanca en El último Abencerraje. En muy poco tiempo la gama se acostumbró a todos nosotros y nos muestra tanto afecto como un perro inteligente.

Un lazo de cuero trenzado, muy largo, sujeto a su cuello, le permite caminar por el patio. Cada mañana, temprano, escucho el ruido de sus piecitos en las lajas. Viene a mover el picaporte de mi puerta, a saludar. Una vez abierta la puerta, la gama entra, se refleja en el espejo del armario, toma de la mesa las cáscaras de naranja que tanto le gustan y termina echada a nuestros pies mientras leemos o trabajamos. Lo más gracioso son sus juegos con los niños, a los que ama. Sólo le llevó unos días familiarizarse con nuestros perros grandes. En las noches frías, ellos buscan refugio en la pequeña cabaña de la gama, a la que esos huéspedes no asustan. Por la mañana los vemos a los tres asomando la cabeza como si fueran los mejores amigos del mundo. En general, en este país, ni las especies primitivas parecen tener entre sí los furiosos prejuicios que las animan en Europa. He aquí un ejemplo. Una de nuestras gallinas empolla en la cocina, en una especie de nicho de ladrillo cerca de la chimenea. Una pata encuentra este refugio conveniente y se instala allí con el mismo propósito. Los pollitos y los patitos apenas rompieron el cascarón cuando cerca de las dos madres, pata y gallina, se atreve a instalarse la gata, que amamanta a dos gatitos. Nos traen un perro grifón muy joven, lo separaron de su madre demasiado pronto y apenas puede sostenerse. Instintivamente se acurruca junto a la gata, que lo acoge y reparte su leche entre él y los dos gatitos. La valiente nodriza ve llegar a otro pensionista: es un pequeño loro verde, apasionado por la leche, que se pone a mamar junto con los retoños de la gata y el grifón. Este falansterio de bípedos y cuadrúpedos no puede ser más divertido y se prolonga durante varias semanas sin discusiones, con lo que se hacen realidad de manera satisfactoria las utopías de algunos economistas famosos de la actualidad. Sólo se desorganiza por efecto del tiempo, que da alas a los patitos, patas a los pollitos, ideas de carrera y salto a gatos y perros, y más independencia al lorito.

Mi caballo, que es hijo del desierto, aprecia mucho la lechuga, y como el jardín le está vedado, aprovecha el momento en que la ensalada se pone sobre la mesa del comedor para entrar y darse un festín con el fruto prohibido.

Nos regalan un avestruz (ñandú) aún joven, del tamaño de un pollo. En pocos meses alcanza una altura de dos metros o más. Es la aflicción de la cocinera, se come incluso lo que ella guarda en lo más alto de los aparadores. Frutas, pan, mantequilla, carne, todo lo traga, ¡hasta el mango de un cuchillo viejo con un resto de la hoja! Una mulita (tatú) y nutrias de río Salado habitan una caja y un barril que son apropiados para ellos. Tres tortugas caminan lentamente por los patios, a veces entran a nuestras habitaciones y permanecen allí sin moverse, en la misma esquina, ocho días o más. Un hermoso loro de Paraguay, verde esmeralda, de cabeza azul y alas rojas, viene también a inspeccionar seriamente todo lo que sucede. Habla muy bien el español, y a veces lo intenta con el francés. Trepa a las sillas y se instala en los respaldos.

Los carpinchos, pequeños cerdos acuáticos, viven en el tercer patio, en compañía de una cantidad de pollos, pavos, patos, gallinas de Guinea. Dos pavos reales, que en este país son de una belleza notable, caminan orgullosos entre sus compañeros.

A nuestro alrededor, en las casas vecinas, algunas personas crían aves raras o curiosas. El tucán, de un azul violáceo, con un enorme pico naranja. El cardenal, gris, con la cabeza roja. El casero, una especie de pinzón del que aprendemos a cantar. Loros de varios colores. Periquitos verdes. Palomitas encantadoras del tamaño de una curruca, que tienen el elegante nombre de Palomita de la Virgen. Búhos, a los que se les permite volar libremente, para que durante la noche puedan cazar cucarachas, tarántulas y otros seres desagradables. Aunque raramente, en algunas casas vemos aves del paraíso, aves lira y otras especies similares, poco comunes. A veces, también, monos pequeños, que vienen de Corrientes y Paraguay, pero les tememos por su maldad. Los bosques del norte albergan, además de los animales ya nombrados, una especie de cebra, rayada, muy salvaje, esquiva, que siempre huye a las profundidades del bosque, y que los indios llaman la gran bestia o ansa. De un misionero franciscano en el Chaco recibimos este detalle.

Las enfermedades y los remedios

A nuestra casa llegan con frecuencia enfermos que piden remedios. Hay en Santa Fe un excelente médico genovés, el doctor A., hombre inteligente que habla español y francés, hábil observador, íntegro y serio. Si bien es nuestro médico y posee todas las cualidades necesarias para un hombre de su profesión, la gente del lugar (nos referimos a los pobres) en general sólo recurre a él después de haber pasado por las brujerías medicinales del curandero. Hemos descrito en otros lugares a este singular personaje. Y pese a ser muy ajenos para atraer su confianza, a menudo se nos acerca. Así aprendemos a conocer a la clase pobre, infinitamente más interesante aquí que en Europa. En Santa Fe, con pocas excepciones, en las personas que viven en la indigencia hallamos una profunda resignación a la voluntad de Dios –sin segundas intenciones, sin amargura, sin envidia– y gratitud, ese elevado don del cielo.

Al ver las frutas, flores, huevos, leche, o peces del río que nos traen, la gente de nuestra casa no deja de decir: “Esto también proviene de los pacientes de la señora”. Casi todos los días, un bonito ramo se deposita furtivamente en nuestra puerta. Ellos saben que amamos las flores, y los pequeños jardines llenos de encantadoras plantas que aquí rodean a cada choza de barro y caña son despojados en nuestro honor. Los primeros duraznos, los higos más espléndidos, las naranjas de invierno (más raras que las otras) nos son ofrecidos con alegre entusiasmo y siempre con una alusión a la bondad de la señora. Todo esto se dice en unas pocas palabras conmovedoras, a menudo poéticas, y en esta admirable lengua española, concisa, enérgica y graciosa al mismo tiempo. Tenemos la suerte de curar a una mujer, una madre, de una fiebre bastante grave. Este feliz incidente lleva nuestra reputación a la cima. A nuestros seres cercanos les divierte. Pero los pobres, encantados de tener remedios que nada les cuestan, se toman el asunto en serio. En nuestro vecindario a menudo nos honran acudiendo a nosotros, y personas que viven en el campo llegan desde lejos para consultarnos, especialmente cuando tienen niños enfermos. La señora médica es conocida en todas partes. Sus remedios son, sin embargo, los más simples, y derivan su eficacia principal del sentimiento que dictó a Ambroise Paré su hermoso lema: “Yo lo vendé, Dios lo sanó”, una oración profunda, escéptica para con la ciencia, que pone su fe en aquel que todo lo puede. Es cierto que, cuando se estudia un poco de medicina, se deja de confiar en ella, así como a veces quien se convierte en teólogo deja de creer en Dios.

El clima es generalmente muy saludable. El pampero, el viento fresco del sur que barre todas las miasmas, preserva la zona de fiebres endémicas, incluso en las grandes colonias agrícolas, donde se puede arar el suelo virgen sin peligro de emanaciones perjudiciales. Al igual que en todos los países en los que la longevidad es común, también lo es la mortalidad entre los niños. Se les prodigan cuidados poco inteligentes, y las criaturas que nacen sin vigor suficiente mueren en los primeros años. Sólo quedan los fuertes, que envejecen hasta alcanzar incluso un siglo de vida si la apoplejía no los ataca entre los cincuenta y los sesenta años. Las mujeres son extraordinariamente vigorosas. Tienen, sin enfermedad alguna, doce, quince, veinte hijos, que ellas mismas alimentan. Es habitual que una familia tenga doce hijos, pero a menudo ese número se supera, algo inusual en Europa. La madre de una de nuestras amigas tuvo veintiséis hijos; su hermana, veintiuno; ella misma, diecisiete. Otra dama a quien conocemos por su nombre, veintinueve. El capillero y cantor del convento de San Francisco tenía treinta; y su vecino, que era nuestro albañil, me dijo que la cifra no era exacta, ese hombre había venido de Córdoba, donde había dejado cinco o seis hijos, los mayores, que aumentaban la cantidad. Entre la gente del campo, el hábito de permanecer junto a los rebaños y dormir en el pasto húmedo por la noche, expuesta al aire frío –a menudo, helado– del invierno, provoca reumatismo, enfermedades oculares e incluso elefantiasis. La viruela antes azotaba el país y privaba de la visión a un gran número de desafortunados. El general Ferré –exgobernador de Corrientes que ahora reside en Santa Fe– introdujo la vacuna, pero su uso debe enfrentar el prejuicio y la mala voluntad. “Caramba, ¿cómo podemos creer que este pequeño rasguño nos preservará de la viruela? ¿Nos toman por sonzos?”, dicen los criollos.

Gracias a estos razonamientos, la vacuna es despreciada, y la viruela, especialmente en el campo, cobra aún muchas víctimas. Una cosa extraordinaria en este hermoso clima es la existencia bastante frecuente de la lepra (enfermedad de San Lázaro). (2) Nada más aterrador que la aparición de los leprosos, especialmente cuando son mulatos o de piel cobriza. Las manchas blancas y prominentes de la lepra les dan más apariencia de animal que de criatura humana. Cuando la enfermedad es de larga data, la movilidad de los pies y las manos disminuye gradualmente. Al comienzo de nuestra estadía en Santa Fe, todos los viernes estas desafortunadas personas tenían permiso para mendigar de casa en casa pero, temiendo el contagio, la policía retiró esta autorización. Los leprosos fueron relegados a una isla en el río Paraná, a pocas leguas de Santa Fe. Para estos infelices se construyeron viviendas precarias, ranchos de paja y tierra, y cada semana se les enviaba una barcaza cargada de alimentos. La superstición se obstina en ver la lepra como un mal sin remedio, que se perpetúa de padres a hijos, mientras que nosotros hemos visto dos ejemplos de cura que lograron los médicos europeos.

 

El aspecto de esos desafortunados nos inspiró una mezcla de piedad y terror bíblico. Nos sentimos transportados a los días en que la lepra, al decir de los profetas, era instrumento de venganza divina por haber transgredido los mandatos del Todopoderoso. También recordamos la compasión de Jesús hacia los pobres seres afectados por este terrible mal, y nos preguntamos por qué, de los diez que habían sido sanados, sólo uno, un extraño, regresó para postrarse a los pies del Salvador y darle gracias. Antes de ver por nosotros mismos el flagelo del que Cristo los había librado, nunca nos había impresionado ni avergonzado tanto ese ejemplo de ingratitud, innato en el corazón del hombre.

El carnaval en Santa Fe. La Cuaresma. La música militar.

Una ejecución

Después de la fiesta de la Virgen de Guadalupe llegan los festejos de carnaval. Desde la terraza de nuestra casa disfrutamos de la visión de una gran plaza y de varias calles adyacentes. En las casas del vecindario desde hace semanas se realizan los preparativos para el carnaval. Gran cantidad de huevos vaciados con esmero se rellenan con agua perfumada y se cierran en un extremo con un anillo de tafeta verde, azul o rosa, cuidadosamente pegada. Con estos huevos se llenan pequeñas cestas, cajas, bolsas que se distribuyen entre los caballeros de la casa. Si la oferta parece insuficiente, se recurre a los mulatos o negros que comercian con estos proyectiles obligados durante el carnaval. Los aguateros (porteadores de agua) van y vienen sin cesar, vacían sus toneles en tantos recipientes como sea posible imaginar, acumulados detrás de los muros que bordean las terrazas. Concluidos estos preparativos el carnaval puede comenzar. Y, en efecto, comienza con un cañonazo que, el lunes a mediodía, señala el inicio de las hostilidades. De inmediato, aparecen escuadrones de jinetes que, al galope, hacen que sus monturas recorran todos los circuitos posibles. Las damas asoman en las terrazas. Entonces empieza el bombardeo.

Las señoritas arrojan agua a los jinetes. Los caballos, asustados por las inesperadas cataratas de agua, se encabritan, relinchan, ponen a prueba la habilidad de quienes los montan. Los jinetes meten la mano libre en la provisión de huevos y los lanzan hacia las terrazas. Las damas se esfuerzan por esquivarlos pero los proyectiles se suceden con tal rapidez que pronto los peinados y los vestidos muestran la impronta de la batalla. Con audacia, velocidad y destreza se arrojan desde los balcones grandes coronas de adelfas que adornan el pecho del caballo y proclaman así la victoria del caballero.

Los comentarios alegres, los desafíos, las réplicas, las burlas se lanzan como los proyectiles. Suben y bajan de los balcones a la calle y a la recíproca. No bien una tropa de jinetes se aleja, otra aparece para asediar a las bellas dispuestas al contraataque. Este juego que se renueva constantemente continúa hasta el anochecer. A las seis de la tarde otro disparo de cañón marca el cierre de estos extraños torneos, que se posponen hasta el día siguiente.

En la calle, los niños, armados con aparatos propios de un enfermo imaginario, se esfuerzan por rociar a las personas que pasan y lograr que sus chorros de agua entren por ventanas y puertas, ese día tan protegidas como sea posible. Estos juegos nunca terminan sin accidentes: lesiones en los ojos o la cabeza a causa de huevos lanzados demasiado cerca, caída de caballos asustados por el agua y los gritos, que a su vez arrastran a sus jinetes o aplastan a los transeúntes. ¿Qué importa? Nos abandonamos a la diversión, la desaprensión, la alegría. Regresamos a casa completamente mojados, exhaustos, pero dispuestos a comenzar de nuevo al día siguiente. Rosas, el jinete más hábil de su época y su país, nunca dejaba pasar un carnaval sin exhibir su destreza. Llegaba al galope hasta los balcones de las damas más agraciadas de Buenos Aires, aferraba la brida para que su caballo levantara las patas delanteras, lo hacía girar, y antes de que apoyara nuevamente las patas en el suelo lanzaba un ramo de flores al balcón de las damas. Esta muestra de pericia, muy graciosa, que hemos visto en Santa Fe, requiere gran habilidad y flexibilidad en el manejo del caballo.

El martes por la noche se organiza en el Club del Orden un baile de disfraces, al que asistimos. Las damas están vestidas como de costumbre. Los jóvenes llevan algunos disfraces sin lujo alguno. Se lo comento a mi vecina, doña Trinidad. Ella me dice: “¡Ah, antes no era así! En la época de mi padre estos bailes de disfraces eran muy suntuosos. Él mismo apareció dos años seguidos con un magnífico disfraz de duque de Venecia, de terciopelo verde bordado de oro. La capa, adornada con galones y filigranas de plata, era muy costosa. Al morir mi padre, mi madre lo donó a la virgen del convento de los dominicos. Es la capa que lleva Nuestra Señora en las grandes ceremonias. Preste atención cuando la vea pasar por primera vez delante de su ventana”. Nos conmueven sus palabras y su solemnidad.

Llega el miércoles, el carnaval se va. Entramos en la Cuaresma. Es el momento de las procesiones nocturnas, de los sermones de penitencia, de las capillas y de los altares decorados. Las almas devotas están muy atareadas. Casi todas las noches se retira un nuevo santo de su lugar sagrado y se lo transporta de una iglesia a otra. La congregación de las damas vestidoras es requisada. Cada integrante de esta piadosa asociación guarda en su casa un objeto del rico traje de los santos o de la virgen. Su costoso collar de perlas, su rosario –también de perlas– con una cruz de grandes esmeraldas, el broche del manto decorado con veintidós diamantes, la corona –una especie de diadema de plata– de curiosa artesanía.

También los abrigos bordados en oro de Santo Domingo, San Raimundo, San Jerónimo. Este último, cuando le llega el turno de desfilar en procesión, tiene que permanecer en casa, porque la dama en posesión de su capa se halla enferma y no quiere ceder a nadie el honor de vestir a la figura sagrada. Cada día vemos pasar niñas cargadas de floreros, velas, adornos y bordados para los altares y las capillas. Casi todas las noches se ve una procesión con antorchas. Las mujeres participan para que admiren sus hermosas joyas. Los jóvenes, para ver a las doncellas. Los niños, para pelear y fastidiar a todo el mundo. Nadie, hasta donde sé, piensa en rezar y hacer penitencia.

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