La teoría de la argumentación en sus textos

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El filósofo ideal argumenta con amor. Solicita el asentimiento libre, presenta sus argumentos abiertamente y pide críticas abiertas. Arriesga su propio ser y pide a sus coargumentadores que asuman ese mismo riesgo. Busca una relación bilateral con seres humanos.

La argumentación con amor es al menos un ideal en un segundo tipo de argumentación: la argumentación científica. Si se ve la ciencia como infalible, la idea de que los científicos argumentan resultará extraña. Esa concepción implica que los científicos simplemente descubren la Verdad y después se la explican a quienes son inferiores. Dado que se asume que el interlocutor no tendrá otra opción que aceptar esa Verdad, tal relación implica el asentimiento forzado característico del abuso.

Warren Weaver tiene una visión diferente de la ciencia (1964, p. 29):

Si se analiza en profundidad [la ciencia]... en lugar de encontrar finalmente una permanencia y una perfección, ¿qué se descubre? Se descubre el desacuerdo no resuelto y aparentemente irresoluble entre los científicos sobre la relación entre el pensamiento científico y la realidad. ...Se descubre que las explicaciones de la ciencia tienen una utilidad, pero que objetivamente no se puede decir que expliquen. Se descubre que la vieja apariencia externa de inevitabilidad se desvanece completamente, ya que se halla una fascinante arbitrariedad en todos los sucesos. ...Para quienes han caído en la ilusión... de que la ciencia es una fuerza intelectual implacable y todopoderosa, de naturaleza irrevocable y perfecta, las limitaciones aquí señaladas tendrán que ser consideradas como nefastas imperfecciones... Yo no las considero imperfecciones desagradables, sino más bien como las manchas de piel que hacen que nuestra amante sea aún más adorable.

Weaver concluye su ensayo instándonos a devolver (1964, p. 30):

la ciencia a la vida como una empresa humana, una empresa en cuyo núcleo tiene la incertidumbre, la flexibilidad, la subjetividad, la dulce sinrazón, la dependencia de la creatividad y la fe que le permiten, cuando se la comprende correctamente, ocupar su lugar como una compañía amigable y comprensiva para el resto de la vida.

Yo interpreto estas afirmaciones de modo que sitúan a la ciencia en el ámbito de la argumentación pero fuera del ámbito del abuso. Si la ciencia se ocupa de asuntos que son fundamentalmente inciertos, los científicos deben argumentar sus posturas pero no pueden propiamente exigir aquiescencia.

Pero el argumentador científico también debe situarse fuera del ámbito de la seducción. Parafraseando a Johnstone: “Ningún científico que merezca ese nombre desearía conseguir el asentimiento a su postura por medio de técnicas que oculta a su auditorio”. Al igual que el filósofo, el científico también busca el asentimiento libre y es abierto en sus argumentaciones. Mientras diseña un proyecto de investigación, el científico se esfuerza por dar todas las oportunidades para que se demuestre que sus afirmaciones son incorrectas. Emplea un riguroso procedimiento de recogida de datos y expone tal procedimiento a la crítica de los demás. Hace inferencias sobre la base de garantías que sus colegas puedan estar dispuestos a aceptar y los pasos de su proceso de razonamiento son visibles para que todos puedan comprobarlos. No se dirige a los demás científicos como un ser superior frente a sus inferiores, sino como un compañero frente a sus iguales. Al usar una forma abierta de argumentar, hace una invitación implícita a la crítica. Su relación con sus colegas es bilateral.

Por supuesto, no todos los filósofos y los científicos son amantes. Pero, cuando sirven de la mejor manera a los propósitos de la filosofía y la ciencia, argumentan como amantes.

Puede ser útil concluir con cuatro observaciones. En primer lugar, estas clases de transacciones argumentativas no son exhaustivas ni mutuamente excluyentes. Si alguien quiere desarrollar la metáfora sexual, podría investigar las implicaciones para la argumentación de actitudes tales como el romance, el encaprichamiento, la prostitución y la masturbación. Sin duda, algunas situaciones tienen elementos de los tres paradigmas considerados en este ensayo; un argumentador puede tener algunos de los impulsos de un amante y también algunas de las tendencias de un seductor o de un abusador. Además, puede que la situación no sea lo que parece ser. Puede que un argumentador parezca ser un abusador al usar una estrategia de confrontación y, sin embargo, sea un amante en su deseo de que su interlocutor haga una elección libre en la decisión a la que se enfrenta existencialmente. Finalmente, puede que una de las partes de la transacción considere que la situación encaja en un paradigma, mientras que otra persona considere que encaja en otro. Lo que parece amor para una persona puede parecer seducción o abuso para otra.

En segundo lugar, una aparente conclusión bastante curiosa que se puede extraer de los ejemplos que he usado es que las personas que trabajan en la metacomunicación —la discusión sobre la comunicación—, ya sean filósofos o científicos, pueden comportarse como amantes, pero las personas que trabajan en procesos de toma de decisiones y persuasión —por ejemplo, políticos y publicistas— deben abusar o seducir. Dicho de otra forma, la pregunta es la siguiente: ¿debe ser relegada la argumentación retórica, a diferencia de la metaargumentación, a quienes no son amantes? Cuando el poder es la principal preocupación de los argumentadores, ya sea el poder de una idea o el poder interpersonal, ¿son el abuso y la seducción probables, si no inevitables?

En tercer lugar, todas esas tres actitudes pueden usarse para llegar a la “verdad” de una situación. Robert L. Scott argumenta convincentemente que (1967, p. 13):

la verdad no es anterior e inmutable sino que es contingente. En la medida en que podemos decir que existe la verdad en los asuntos humanos, existe en el tiempo; puede ser el resultado de un proceso de interacción en un momento dado. Así que la retórica puede ser vista no como una manera de hacer la verdad más eficaz sino de crear la verdad.

Si la verdad es “epistémica”, como Scott argumenta, entonces surge a partir de la transacción de los argumentadores. La manera como un argumentador se relaciona con otros es una variable importante. La verdad epistémica de una transacción puede ser determinada unilateralmente por medio de la argumentación de un abuso forzoso o de una seducción engañosa, o puede ser alcanzada bilateralmente por medio del asentimiento libre de los amantes.

En cuarto lugar, la argumentación tiene otra función tan importante como cualquier creación intelectual de la “verdad” de una situación, y es la función personal de influir en el crecimiento y la plenitud de quienes participan en la transacción. Natanson destaca la importancia de la función personal de la argumentación (1965b, p. 152):

El filósofo intenta desvelar algo sobre sí mismo. La actividad filosófica es un autodescubrimiento. Las declaraciones filosóficas, orales o escritas, son en primer lugar confesiones y solo después se convierten en argumentos... Incluso aunque los argumentos aparezcan primero cronológicamente, se presentan como una indagación para descubrir su intención original en relación con la persona que tenía esa intención. La persona que busca a un alter ego, el filósofo que busca a un interlocutor, el profesor que busca a su estudiante, todos ellos se encuentran en una situación primaria en la que la retórica y la filosofía son integrales.

Solo el amante puede lograr esta meta personal de la argumentación. Ni el abusador ni el seductor se involucran personalmente en la argumentación. El profesor Johnstone explica por qué (1965b, p. 6):

Las órdenes, las sugestiones subliminales y los movimientos hipnóticos evitan el riesgo de ocuparse de uno mismo. El engatusador, el publicista y el hipnotizador no solo operan sobre la base de que «nadie está en casa» en el cuerpo del interlocutor, sino también la de que ni siquiera ellos mismos están «en casa». Quien engatusa en lugar de argumentar no merece ser tratado como una persona, como tampoco quien consigue el asentimiento de otro cuando este último ha bajado la guardia o mira hacia otro lado.

Solo las transacciones argumentativas en las que todas las partes están personalmente involucradas pueden dar como resultado una interacción completamente humana. Los abusadores y los seductores no se respetan a sí mismos como seres que asumen riesgos y toman decisiones ni atribuyen esas capacidades humanas a sus coargumentadores. Lo que, según dice Douglas Ehninger, puede ser una consecuencia de la argumentación, solo está disponible para los amantes (1970, pp. 109-110):

Entrar en la argumentación con una comprensión total de los compromisos que, como método, implica es experimentar ese momento alquímico de transformación en el que..., en el lenguaje de Buber, el Ich-Es es sustituido por el Ich-Du; cuando el «otro», que ya no es considerado como un «objeto» que puede ser manipulado, es dotado de las cualidades de «libertad» y «responsabilidad» que transforman al «individuo» como «cosa» en una «persona» como «no cosa».

Dado que solo los amantes arriesgan su propio ser, solo los amantes pueden crecer y solo los amantes pueden lograr juntos una interacción genuina.

1 Aunque yo llegué de manera independiente a los paradigmas de abuso-seducción-amor de las relaciones entre los argumentadores, uno de mis colegas, Ronald J. Burritt, me recordó que esta distinción ya se había hecho antes y había sido usada en un sentido similar por Oscar L. Brownstein en la introducción de su análisis del Fedro de Platón (Brownstein, 1965, pp. 394-395). En efecto, los tres discursos de Sócrates ilustran oportunamente los tres tipos de relaciones interpersonales entre argumentadores que se comentan en el resto de este ensayo.

 

2 La palabra que usa Brockriede es rape (N. del T.).

Los conceptos de argumento y argumentar

Daniel J. O’Keefe

Mi propósito en este ensayo es clarificar el equipamiento conceptual de los estudiosos de la argumentación que puede considerarse fundamental: los conceptos de argumento y argumentar. Mi análisis se basará en los significados y usos comunes de palabras tales como ‘argumento’ y ‘argumentar’, pero mis intereses no son simplemente lingüísticos. Más bien tomo esta ruta analítica porque espero que conduzca a algo útil, específicamente a una concepción más clara de los fenómenos que interesan a los estudiosos de la argumentación y a una mejor comprensión de los diversos enfoques que pueden adoptarse con respecto a estos fenómenos. En lo que sigue, abordo primero los términos ‘argumento’ y ‘argumentar’ con miras a disipar ciertas ambigüedades y establecer algunas distinciones básicas. Luego trato de forma más detallada unos puntos relativos a algunos de los conceptos así distinguidos y, finalmente, discuto algunas consecuencias de mi análisis1.

DISTINCIONES BÁSICAS

Los términos ‘argumento’ y ‘argumentar’ son importantes para los estudiosos de la argumentación, pero, desgraciadamente, estos términos tienen usos diversos que, si no son reconocidos, pueden atentar contra la claridad de la discusión. Así pues, creo que importa empezar haciendo algunas distinciones obvias pero no insignificantes.

En otro lugar he subrayado una distinción entre dos sentidos del término ‘argument’ en el habla cotidiana (O’Keefe, 1977). Un sentido es el que se halla en expresiones como “he made an argument [hizo un argumento]”. Al objeto al que se refiere el término ‘argumento’ en tales frases lo he llamado argumento1: he caracterizado el argumento1 como “un tipo de expresión o una especie de acto comunicativo” (1977, p. 121). Un segundo sentido de ‘argument’ se encuentra en expresiones como “we had an argument [hemos tenido una discusión]”. Al objeto al que ‘argument’ se refiere en estas frases lo he denominado argumento2; un argumento2 es “un tipo particular de interacción” (1977, p. 121). Aunque se formula como una distinción entre “dos sentidos de ‘argument’”, se funda en una distinción entre dos tipos diferentes de cosas, dos fenómenos diversos (argumentos1 y argumentos2), ambos referidos por la palabra ‘argument’*.

La distinción es tan obvia que casi resulta trivial. Sin embargo, es más bien fundamental y no reconocerla solo puede llevar a desafortunadas consecuencias para la investigación y la teoría de la argumentación. Por ejemplo, no es probable que un intento de enumerar las “características genéricas del argumento” tenga éxito, debido simplemente a que las características de los argumentos1 son harto distintas de las características de los argumentos2. Parejamente, criticar el modo de Toulmin (1958) de diagramar argumentos1 porque este método pierde de vista características importantes de los argumentos2, es confundir los fenómenos que el proceder de Toulmin pretende iluminar: “si el diagrama de Toulmin y los sistemas similares solo son apropiados para el análisis del argumento1, entonces las críticas acerca de sus limitaciones para describir el argumento2 no son pertinentes” (Burleson, 1979, p. 143)2.

Una distinción similar a la propuesta entre argumento1 y argumento2 se refleja en los usos del verbo ‘argumentar’ y es detectable, en particular, en la diferencia entre “argumentar sobre” y “argumentar que”. La frase “John y Jane han argumentado sobre qué película ver” implica o sugiere que John y Jane han tenido una discusión. Como los argumentos2 involucran de ordinario dos o más personas, no es sorprendente que “argumentar sobre” cuente por lo común con un sujeto plural (“estuvieron argumentando sobre el poder nuclear”). Incluso en las construcciones en que “argumentar sobre” tiene un sujeto singular, es típico añadir o insertar una cláusula “con” (“John argumentó sobre el poder nuclear con algunos manifestantes”). Así pues, el modo “argumentar sobre” de ‘argumentar’ es el relacionado con los argumentos2.

Por otro lado, la modalidad “argumentar que” se relaciona más bien con el fenómeno del argumento1. La frase “John argumentó que deberían ver Citizen Kane” puede emplearse para implicar o sugerir que John hizo argumentos1 a ese respecto. Adviértase que no pretendo que la frase sugiera o implique que John hizo argumentos1, sino solamente que puede emplearse para sugerir o implicar. La razón reside en mi sospecha de que (1) para muchos angloparlantes no hay (al menos en ciertas circunstancias) mucha diferencia entre “argue that [argumentar que]” y “suggest that [sugerir que]” (entre “John argumentó que deberían ver Citizen Kane” y “John sugirió que deberían ver Citizen Kane”), salvo tal vez para marcar la vehemencia con la que se propone la sugerencia; y (2) para muchos angloparlantes no hay (al menos en ciertas circunstancias) mucha diferencia entre “argue that [argumentar que]”, “believe that [creer que]” y “claim that [sostener que]” —de modo que, por ejemplo, cabe caracterizar justamente a un hablante que dice “argumento que P” como si simplemente declarara una creencia (en la línea de “creo que P”), o como si formulara una aserción (en la línea de “sostengo que P”)—.

Aunque hay estas conexiones estrechas entre “argumentar que”, “sugerir que”, “sostener que” y “creer que”, los argumentos1 son, cabe esperar, muy diferentes de las sugerencias, aserciones y declaraciones de creencias. Así que el uso del modo “argumentar que” no es un indicador completamente fiable de un argumento1. Esta es la razón por la que no digo que las frases de forma “S argumentó que P” sugieren o implican que se hicieron argumentos1, sino simplemente que tales frases pueden emplearse para sugerir o implicar. En todo caso debería quedar bastante claro que el modo “argumentar que” de argumentar está relacionado con el fenómeno del argumento1.

Estas distinciones, obvias como son, pueden servir sin embargo para aclarar e iluminar lo que interesa a los investigadores y teóricos de la argumentación. Cabe suponer que el campo de la argumentación consiste en los fenómenos del argumento1 y el argumento2, siendo el propósito de la investigación y la teoría de la argumentación deparar una comprensión de los argumentos1 y los argumentos2.

Pero, tradicionalmente, los investigadores y los teóricos de la argumentación se han atenido a uno de tres focos de atención, como bien ha planteado Wenzel (1980). Uno ha tenido que ver con el argumento2 como procedimiento para llegar a decisiones críticas; un segundo, con el establecimiento de estándares para argumentos1 sólidos (e. g. lógicamente válidos); y un tercero, con la caracterización de los argumentos1 eficaces (persuasivos). Situados en una perspectiva muy amplia, estos tres focos tradicionales pueden verse como “normativos” antes que “descriptivos”. Esto es, la atención se ha centrado en lo que hace un argumento1 “bueno” (lógicamente sólido o exitoso en la persuasión del auditorio), o un “buen” argumento2 (uno que alcanza decisiones más críticas).

Sin embargo, recientemente, los teóricos de la argumentación han vuelto su atención hacia cuestiones descriptivas y explicativas más básicas, hacia los puntos de qué es el argumento1, qué es el argumento2, cómo se relacionan los argumentos1 con los argumentos2 y cómo obran unos y otros en la interacción humana cotidiana. En la sección siguiente planteo varias cuestiones relativas a estos asuntos más fundamentales; todas ellas giran en torno a los conceptos de argumento1 y argumento2, y mi propósito primordial es arrojar más luz sobre estas nociones.

CASOS PARADIGMÁTICOS DE ARGUMENTO

Quiero considerar más detenidamente los conceptos de argumento1 y argumento2 puesto que, presumiblemente, son fundamentales como ningún otro para la argumentación. La estrategia analítica que voy a adoptar es la de examinar casos paradigmáticos de estos conceptos, estrategia que requiere alguna explicación.

Una manera de aclarar el significado de un concepto es dar una definición del concepto. Pero esta estrategia no es la ideal para poner en claro el argumento1 y el argumento2, porque es típico de las definiciones poner límites precisos que incluyen o excluyen casos problemáticos —con el consiguiente desacuerdo sobre la aceptabilidad de la definición—. Por ejemplo, una definición de argumento1 que solo incluyera “predicaciones seriales puramente lingüísticas” (Willard 1979a, p. 212) no satisfaría a Willard, interesado en que “formas no discursivas” cuenten como argumentos; pero otros teóricos pueden abrigar dudas acerca de la sugerencia de Willard de que unas “formas no lingüísticas” sean argumentos1 y así no estarían dispuestos a aceptar una definición tan amplia (véase Kneupper, 1978). Esto no significa que dar definiciones sea siempre una empresa infructuosa o sin sentido. Uno puede llegar a entender mejor la posición de un autor si el autor proporciona algo parecido a una definición para términos en otro caso oscuros; las discusiones sobre definiciones pueden aclarar las posiciones alternativas sobre cuestiones importantes. Pero debido precisamente a que las definiciones incluyen o excluyen casos problemáticos de forma más o menos arbitraria, no llegan muy lejos en orden a analizar los conceptos definidos.

Una estrategia alternativa para aclarar el significado de un concepto consiste en considerar “casos paradigmáticos” del concepto. Por “casos paradigmáticos de un concepto” entiendo señalar esos tipos de ejemplos (casos) que suscitarían un amplio acuerdo en que son efectivamente ejemplos del concepto en cuestión. Centrándonos en tales casos y preguntándonos qué tienen tales casos en común, podemos ser capaces de aclarar el concepto en discusión. Como explica Minas (1977, p. 230), los casos paradigmáticos “cumplen una función útil en la discusión, explicación, argumentación y pensamiento, función consistente en aclarar el significado… A veces es útil para pensar… [examinar] situaciones que (se cree que) ciertas expresiones describen. Las características estimadas de estas situaciones ayudan a aclarar lo que estas expresiones significan”.

Aquí puede ayudar un ejemplo. Si salgo en televisión para pedir contribuciones para mi campaña política, mis esfuerzos serían muy probablemente calificados de “persuasión” por la mayoría de las personas; esto es, tal parecería ser un caso paradigmático de persuasión. Por contra, si golpeo a alguien hasta dejarlo inconsciente y le robo la cartera, esto no se llamaría ordinariamente un caso de persuasión. A partir de estos ejemplos y otros similares, podemos ser capaces de concluir que los casos ejemplares (paradigmáticos) de persuasión envuelven de ordinario la existencia de algún grado de “libertad de elección” o “libre albedrío” en el persuadido —y con ello habríamos avanzado un trecho hacia la clarificación del concepto de persuasión al identificar una característica que los casos paradigmáticos del concepto parecen compartir—. Nótese que cuando tal característica está ausente (o su presencia es dudosa), uno tiene típicamente un “caso límite” del concepto. Considérese la circunstancia de un asaltante que apunta con un revólver a la cabeza de alguien y le pide la billetera; sospecho que la mayoría tomaría esto en el mejor de los casos como un caso límite de persuasión (según se deja ver en la inclinación de algunos a denominar tal ejemplo un caso de “persuasión coercitiva” o de “coerción persuasiva”) —y cabe elucidar la razón por la que una circunstancia de este tipo constituye un caso límite de persuasión por comparación con los rasgos compartidos por los casos paradigmáticos de persuasión (en este caso, porque la “libertad de elección” solo se halla dudosamente presente)—. De ahí que, al centrar la atención en los casos paradigmáticos de persuasión, uno pueda ser capaz de explicar el “núcleo” del concepto y con ello explicar también cómo ocurre que ciertas circunstancias resulten casos discutibles (casos límite) del concepto. De modo similar, centrando la atención en casos paradigmáticos de argumento1 y argumento2 —esto es, qué casos que suscitarían un amplio acuerdo en que son casos del concepto en cuestión—, y preguntándonos qué tienen estos tipos de casos en común, podemos ser capaces de clarificar los conceptos de argumento1 y argumento2.

Hay varios aspectos de este modo de proceder por “casos paradigmáticos” que merecen aclaración. Primero, este tipo de análisis no está orientado a dar una definición. Decir que la circunstancia del asaltante que apunta con su arma a la cabeza de uno no es un caso paradigmático de persuasión no es decir que tal circunstancia no sea un caso de persuasión; algunas definiciones de “persuasión” pueden incluirla, otras excluirla —pero justamente por tratarse de un ejemplo límite no es un caso paradigmático de persuasión—. El propósito de analizar las características de los casos paradigmáticos de (digamos) persuasión no es llegar a un listado de condiciones necesarias y suficientes para que algo sea denominado “con propiedad” persuasión. El propósito es más bien alcanzar una comprensión mejor del concepto examinando los tipos de circunstancias en los que la aplicación del concepto resultaría en gran medida apropiada e inobjetable.

 

Segundo, hablar de casos paradigmáticos de un concepto es distinto de plantear los casos más comunes empíricamente de este concepto. (Pongo énfasis en esto porque Willard [1979a] emplea “caso paradigmático” y “ejemplar” para referirse a los usos que se dan más comúnmente de un concepto. Centrarse en los usos que se dan más comúnmente de un concepto presupone algo parecido a una definición del concepto; no cabe determinar cuál es el mamífero más común en África a no ser que ya se disponga de algún modo de decidir qué cuenta y qué no como mamífero. Así, por ejemplo, la aserción de Willard (1979a) de que “los argumentos típicos rara vez, si alguna, presentan una clara forma proposicional” (212, énfasis en el original), depende directamente de su inclusión de “formas no discursivas” como argumentos1: alguien que defina el argumento1 de modo distinto podría hacer una tabulación diferente de la frecuencia de formas del argumento1. De ahí que preguntarse por los casos paradigmáticos de un concepto, puesto que no implica disponer de una definición del concepto, deja de lado las cuestiones acerca de los “casos más comunes” del concepto.

Tercero, este proceder por casos paradigmáticos aprovecha —y descansa en— nuestra comprensión común y cotidiana de los términos. En cierto sentido, las preguntas pertinentes son de la forma: “¿Estaríamos inclinados de ordinario a llamar esto un caso de X (argumento1, argumento2)?”. Y sin pretender nada más que una aclaración del procedimiento, puede ser útil plantear la cuestión de este modo: “Si uno estuviera explicando el concepto X a un hablante no nativo de inglés, ¿le ofrecería este ejemplo para ayudarlo a comprender?”. Creo que esta última pregunta puede ayudar a centrarse en ejemplos claros y apropiados del concepto en cuestión —justo la clase de ejemplos que ando buscando aquí—. Pero como mi análisis va a descansar en la comprensión ordinaria, puede parecer a veces que me estoy pronunciado sobre lo que es y lo que no es un caso paradigmático; y esto puede dejar la desafortunada impresión de que me considero a mí mismo el único árbitro de lo que sea o no sea un caso paradigmático. La base de mi análisis no consiste, sin embargo, en ningún estatus especial que pretenda solo para mí mismo, sino en mi apelación al sentido de los conceptos en cuestión para el lector nativo: si mis intuiciones sobre los casos paradigmáticos son idiosincrásicas o están sesgadas de algún modo, entonces mis pretensiones no sonarán verdaderas a los oídos del lector, y en esta línea puede decirse que las propuestas avanzadas aquí son susceptibles de confirmación intersubjetiva. A modo de ejemplo: creo que si uno quisiera explicar el concepto de “mobiliario” a un hablante no nativo, no se valdría probablemente del ejemplo de un televisor forrado en madera de nogal; tal objeto no es un caso paradigmático de “mobiliario” (puede ser un mueble —esto depende de una definición—, pero no se trata de un caso paradigmático). La plausibilidad de mi posición aquí descansa en el grado en que mis intuiciones concretan las ideas que se tienen por lo general sobre el concepto de mobiliario, no en una capacidad especial que poseo solo yo. Lo cual se aplica de forma similar a mis análisis de argumento1 y argumento2.

Así pues, el asunto a investigar es este: ¿Qué podemos aprender acerca de nuestros conceptos de argumento1 y argumento2 examinando los tipos de casos que se presentan ellos mismos como casos ejemplares de esos conceptos? En cierto modo este planteamiento puede considerarse paralelo a la discusión anterior sobre los dos sentidos de “argumento” (O’Keefe, 1977), porque allí la cuestión era: ¿Qué podemos aprender acerca de la noción de “argumento” examinando los tipos de casos a los que se aplica comúnmente este término? Y la respuesta fue, a grandes rasgos, que hay una importante distinción digna de consideración entre argumentos1 y argumentos2. En esta línea, el análisis actual puede verse como otro paso más al replantear ahora el argumento1 y el argumento2 cada uno por su cuenta3.

ARGUMENTO2

¿Cuál es un caso paradigmático de argumento2? ¿Qué tipos de ejemplo se podrían ofrecer a un hablante no nativo que quisiera entender qué es un argumento2? Me parece que los casos ejemplares de argumento2 son simplemente interacciones en las que se dan desacuerdos abiertos y extendidos entre los interactuantes. Siempre que haya una expresión de desacuerdo abierta y extendida, se dirá de ordinario que ha tenido lugar un argumento2.

Repárese en que el desacuerdo abierto sin más (frente al desacuerdo extendido) no representaría un caso paradigmático de argumento2. Si John dice: “Vayamos al cine esta noche” y Jane responde: “Mejor quedémonos en casa”, y John dice “Vale”, entonces puede haberse dado un desacuerdo abierto, pero se trata obviamente de un caso mínimo de argumento2. No es el tipo de argumento que se presenta útil de suyo para instruir a un hablante no nativo. Si este desacuerdo se extendiera (en plan infantiloide) de modo que la interacción discurriera “Vayamos al cine esta noche”, “Mejor quedémonos en casa”, “No, vamos al cine”, “¡No, creo que debemos quedarnos en casa!”, “¡No, debemos irnos al cine!”, entonces me parece que uno se sentiría más inclinado a decir que los interactuantes han tenido un argumento2. Puede no haber sido un “buen” argumento2, o “productivo” o “racional” o “maduro”, pero creo que en un sentido cabalmente ordinario y cotidiano cabría decir que John y Jane habían tenido un argumento2.

Esta explicación del caso paradigmático de argumento2 nada dice sobre el intercambio de argumentos1. Ahora bien, algunos teóricos (como Brockriede, 1977) querrían decir que solo son genuinos argumentos2 los intercambios en los que se dan argumentos1. Pero me parece que esto no se compadece con lo que se entiende comúnmente por argumentos2. Por ejemplo, uno puede alcanzar a oír una conversación que discurre en una lengua extranjera y no tener mayor dificultad en concluir que los interactuantes están teniendo un argumento2 —aunque no pueda entender las palabras y por ende no esté en condiciones de decir si se han dado argumentos1—4. O uno puede ver a una pareja en un restaurante que mantiene claramente un argumento2, pero no llega a oír lo que ambos se están diciendo (y por tanto no es capaz de asegurar que se estén dando argumentos1 en absoluto). O uno podría ver a un padre que se topa con dos niños que están manifestando un prolongado desacuerdo sobre sus respectivos derechos a un juguete —pero sin producir aún argumentos1—, y no se sorprendería de oír que el padre dice “Dejad de discutir”.

No estoy sugiriendo que no haya diferencias entre los argumentos2 en los que median argumentos1 y los argumentos2 en los que no se dan argumentos1. Ni estoy sugiriendo que los investigadores y teóricos de la argumentación deberían emplear tanta energía en la investigación de los argumentos2 que no envuelven argumentos1 como la aplicada a estudiar los argumentos2 que los contienen. Solo estoy indicando lo que considero que es nuestra comprensión común y cotidiana de “argumento” (entendido como argumento2). Si a nuestro hipotético hablante no nativo se le dijese que los desacuerdos abiertos y extensos en los que no se dan argumentos1 no son casos de argumentos2, se le estaría, creo, induciendo a confusión al hablante no nativo sobre el significado ordinario de “argumento” (en calidad de argumento2).