La teoría de la argumentación en sus textos

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Capítulo 8

Dialéctica formal

Vamos a explorar un poco más la segunda parte de la definición de falacia, y a esclarecer qué quiere decir que un argumento parece válido. El término “parece” suena a psicológico, y muchas veces ha sido ignorado por los lógicos, confirmándoles en la creencia de que las falacias no son asunto suyo. Los argumentos en contra de la interpretación psicológica de los términos lógicos, sin embargo, también valen contra esa suposición. Que B me parezca seguirse de A, cuando de hecho no es así, implica que cometo un error, pero no justifica calificar de falacia al argumento de A a B. John Smith puede creer que se sigue del estado del mercado minero que la Luna está hecha de queso verde, y, si argumenta así, es muy plausible que su argumento será inválido. Pero si descubrimos que su creencia es una creencia aislada, sin una razón que la sustente, nos inclinaremos a retirar la descripción de “falacia” y a decir sin más que carece de fundamentos lógicos. Y lo mismo valdría aunque descubriéramos que muchas otras personas creen lo mismo. Podríamos, es cierto, hablar de esa creencia como una “falacia popular”, en el mismo sentido en el que consideramos que la creencia de que la Tierra es plana fue una falacia popular en su momento, pero este no es el sentido de falacia que nos interesa. Una creencia asistemática no es un buen candidato al título de “falacia lógica”, ni siquiera cuando es una implicación ampliamente aceptada.

Para justificar la aplicación de la etiqueta “falacia”, lo que parece válido debe tener un análisis cuasi-lógico. ¿Pero qué es la cuasi-lógica desde la que se hace ese análisis?

Una situación en la que no dudamos en hablar de falacia es cuando nos enfrentamos a una doctrina lógica falsa. Si la invalidez del argumento de Smith se debiera a que piensa que las proposiciones universales afirmativas son convertibles, o que se pueden permutar los cuantificadores mixtos, lo identificaríamos como una falacia en esos mismos términos. No pedimos, por supuesto, que el creador de falacias sea capaz de formular clara y explícitamente su falso principio: basta con que advirtamos la presencia de ese principio en su razonamiento. Por debilitar un poco más nuestras exigencias, a menudo basta con descubrir que se está ignorando un principio verdadero, sin necesidad de que se adopte uno falso. Lo importante es que la invalidez debe ser sistemática, y su fuente ha de poder reconocerse en distintas instancias. Dicho esto, está claro que no hace falta, y en última instancia no se debe, describir psicológicamente. Una falacia formal es un argumento inválido generado por una doctrina lógica falsa, y por consiguiente no hay nada psicológico en la apariencia de validez, salvo el hecho de que, por razones prácticas utilitaristas, tendemos a limitarnos a casos en los que es posible que la doctrina falsa sea aceptada o seguida por personas reales.

Hay dos maneras en las que las falacias pueden no ser “formales”. Pueden, como pedir la cuestión, no depender de la invalidez formal, o pueden consistir en argumentos que aunque son formalmente inválidos, lo son sin que las genere ningún principio formal (espurio) que les confiera su apariencia de validez. ¿Cómo analizar tales falacias? La respuesta en los dos casos es que tenemos que extender los límites de la lógica formal, incluyendo características de los contextos dialécticos en los que se proponen los argumentos. Para empezar, hay otros criterios de validez de los argumentos, además de los formales, como los que sirven para prohibir pedir la cuestión. Para seguir, hay concepciones predominantes pero falsas de las reglas del diálogo, que hacen que algunos movimientos argumentativos parezcan satisfactorios e inobjetables cuando de hecho ocultan y facilitan malas prácticas dialécticas. Muchas de las falacias aristotélicas independientes del lenguaje, y de las más tardías incorporadas en otras listas de falacias, se pueden analizar en la dialéctica de una manera que es imposible en la lógica formal. Las falacias dependientes del lenguaje pertenecen a una categoría un poco distinta, y las dejaremos para el capítulo siguiente.

Hay que añadir que la dialéctica formal no se justifica únicamente por el análisis de las falacias, y menos aún por el análisis de las falacias de las listas aceptadas. Es la disciplina que indirectamente nos presentan las discusiones de las falacias de los libros de texto, que representa la raison d’être sobreentendida en esas discusiones, y que probablemente las jubilará como la lógica formal ha jubilado a los tópicos. Su relación con el estudio de las falacias no es sencilla, y encontramos, de vez en cuando, elementos relevantes para ese estudio en teorías positivas del razonamiento. Pero si hace falta una justificación de la supervivencia dispersa de las discusiones sobre las falacias más allá de su valor de entretenimiento, es esta. Tenemos que ver nuestro razonamiento en el único tipo de contexto que hace posibles esos fallos.

Empecemos pues con el concepto de sistema dialéctico. No es sino un diálogo regulado o una familia de diálogos regulados. Suponemos que en un debate, una discusión o una conversación hay varios participantes —dos en el caso más simple—, y que hablan por turnos con arreglo a un conjunto de reglas o convenciones. Las reglas pueden especificar la forma o el contenido de lo que dicen, dependiendo del contexto y de lo que haya sucedido previamente en el diálogo. Rigen el lenguaje y la lógica del hablante, así como otras muchas características de su discurso que normalmente no se estudian bajo estas rúbricas.

En nuestra presente discusión no tendremos en cuenta ningún contacto del diálogo con el mundo empírico fuera de la situación de la discusión. Es cierto que la posibilidad de tales contactos va a menudo de la mano de la formulación de reglas dialécticas, y que hay algunos fenómenos dialécticos —la definición ostensiva, el lenguaje de la percepción, las órdenes y otros— que no pueden ser abordados provechosamente sin ellos, pero nuestro conjunto actual de problemas no requiere tanta generalidad. Nos contentaremos con señalar su omisión, porque sí se nos podrían hacer las mismas acusaciones de los renacentistas a los dialécticos medievales. En la historia filosófica el interés por la dialéctica ha ido frecuentemente acompañado de la pretensión de descubrir nuevos conocimientos por métodos puramente dialécticos, pero eso no forma parte de nuestro plan.

El estudio de los sistemas dialécticos se puede emprender descriptiva o formalmente. En el primer caso hay que atender a las reglas y convenciones que actúan en las discusiones reales: debates parlamentarios, interrogatorios y contrainterrogatorios judiciales, sistemas estilizados de comunicación y otros tipos de contextos especiales identificables, además del mundo de los intercambios lingüísticos en general. Un enfoque formal, por su parte, consiste en definir sistemas sencillos de reglas precisas pero no necesariamente realistas, y una esquematización de las propiedades de los diálogos que pueden desarrollarse conforme a esas reglas. Ninguno de esos enfoques es importante por sí mismo, porque la descripción de los casos reales debe buscar rasgos formalizables, y los sistemas formales deben intentar esclarecer los fenómenos reales, descriptibles. No obstante pondré más énfasis en lo que sigue en un enfoque formal, dado que las cuestiones prácticas que queremos elucidar —la argumentación falaz— ya ha sido suficientemente descrita.

La dialéctica, descriptiva o formal, es más general que la lógica porque esta puede ser concebida como un conjunto de convenciones dialécticas. Es un ideal de ciertos tipos de discusión que todos los participantes observen las reglas de la lógica, y que determinados objetivos lógicos formen parte del objetivo general.

El concepto de sistema dialéctico es, de entrada, muy general y hay muchos sistemas que carecen de interés para el lógico. Podemos por ejemplo imaginar un diálogo que consista en un intercambio de aserciones3 sobre el tiempo. Ni siquiera un intercambio de observaciones así está totalmente desprovisto de interés si se imponen ciertos requisitos adicionales: que las observaciones de un participante sean consistentes con las de otro, que no se repitan o, quizá, que no se impliquen mutuamente. También puede haber algunas especificaciones de la interacción entre los hablantes. Podemos imaginar que, en determinadas circunstancias, un hablante está obligado a indicar su acuerdo o desacuerdo con la observación previa de otro hablante, como si fuera también una pregunta. De hecho un sistema de pregunta y respuesta, en el que A hace preguntas y B debe dar respuestas sintácticamente correctas, es en realidad más sencillo, puesto que el interrogador no participa directamente en la consistencia, pero, aun así, proporciona un entramado dialéctico genérico para los problemas de decisión de todos los cálculos formales. Un hablante que está obligado a mantener la consistencia necesita llevar un registro de aserciones que represente sus compromisos previos, y exigir que cada nueva aserción que haga pueda añadirse a ese registro sin inconsistencia. El registro presenta una especie de persona de creencias: no tiene por qué corresponder a sus creencias reales, aunque en general funciona como si lo hiciera. Veremos que tenemos que hacer frecuentemente referencia a la existencia, o a la posibilidad, de este tipo de registro. Vamos a llamarlos “registro de compromisos” porque llevan un registro de los compromisos de una persona.

Las reglas pueden prescribir, prohibir o permitir; pueden aplicarse a determinadas personas, que desempeñan papeles en un diálogo, y pueden estar condicionadas a alguna característica de la historia previa del diálogo. Normalmente evitaremos las reglas “permisivas”, adoptando la convención liberal de que está permitido todo lo que no está expresamente prohibido. A la inversa, también se podría hacer que todas las reglas fueran permisivas y prohibir todo lo que no permiten. Las cosas prescritas o prohibidas son actos lingüísticos de la persona concernida, entre los que puede estar el acto nulo, y un acto lingüístico se define como la emisión de una locución en un lenguaje dado. Puesto que nos interesan sobre todo los diálogos entre dos personas, podemos prescindir del fenómeno de la dirección discriminatoria de las locuciones para una persona y no para otra, y asumir que todas las locuciones están dirigidas a todos los participantes. Las locuciones que nos interesan son generalmente aserciones o preguntas sacadas de un repertorio preestablecido, aunque puede haber otras de carácter procedimental, y, en cualquier caso, no hay que olvidar que en última instancia es su papel en el sistema dialéctico el que da a ese carácter a las oraciones, y no al revés.

 

Asumiremos que los hablantes respetan educadamente los turnos de intervención, aunque eso no elimina la posibilidad de que la contribución de un determinado hablante pueda analizarse en dos o más oraciones individuales. Si fuera necesario precisarlo, podríamos introducir en cada sistema un conjunto de reglas para determinar quién debe hablar en cada momento. Podríamos estipular, por ejemplo, que todas las contribuciones de los hablantes, excepto la que cierra el diálogo, debe terminar con la locución especial “Pasol”, y que todas las contribuciones excepto la primera deben venir inmediatamente después de que el hablante precedente diga “Pasol”. Esas estipulaciones no protegen de los filibusteros, pero pueden concebirse otras medidas. En este libro no necesitamos ocuparnos de tales cuestiones.

Las reglas, por tanto, son de la forma general “Si C es el caso, las oraciones del conjunto S están prohibidas para la persona P”, donde prescribir A es lo mismo que prohibir todo lo demás. Aquí C es una especificación de una característica de la historia previa del diálogo. Mejor aún, podríamos definir un diálogo incompleto como un diálogo que no termina de una forma estándar, como con la palabra “final”, y entonces C representaría la ocurrencia previa de un diálogo de un conjunto específico de diálogos incompletos, con P como participante. En la práctica nos interesan en general conjuntos fáciles de especificar, como “Si la contribución de la otra parte fue una pregunta de la forma ¿S?, ahora P tiene que decir S, no S, o No lo sé”. Sucede también con mucha frecuencia que la historia pasada del diálogo queda suficientemente resumida en las trazas que deja en los contenidos de los registros de compromisos.

Normalmente tenemos que especificar dos lenguajes: el lenguaje objeto, que es el usado por los hablantes en el diálogo, y el lenguaje normativo, que es el lenguaje usado para enunciar las reglas y que dispone de recursos para describir características de los diálogos en las condiciones de las reglas. De nuevo, para nuestros actuales propósitos no hace falta que seamos muy estrictos al especificar esos lenguajes, aunque los dos pueden ser, en determinadas circunstancias, relevantes para las propiedades de los sistemas.

Un sistema es regulativamente consistente si sus reglas son tales que nunca sucede que el mismo acto sea prohibido y prescrito a la vez; o, equivalentemente, si no hay ninguna circunstancia en la que todos los actos posibles (incluido el acto nulo) estarían prohibidos. La inconsistencia regulativa no siempre importa en un sistema práctico porque a veces la persona que padecería la contingencia puede verla venir y tomar medidas para evitarla. No obstante, es fácil de evitar en esos casos con una pequeña reformulación.

La consistencia regulativa es un concepto aplicable a cualquier sistema. Las cuestiones de consistencia pueden plantearse también en el nivel del lenguaje objeto, a condición de que, como sucede habitualmente, contenga enunciados, en algún sentido razonablemente estándar de la palabra. Diremos que un sistema es semánticamente consistente si nunca es incondicionalmente posible que un hablante, con una única locución o con varias locuciones distintas tomadas conjuntamente, se vea forzado a emitir una contradicción, y semánticamente libre si un hablante nunca pueda verse incondicionalmente forzado a emitir un enunciado no tautológico o algún enunciado de un conjunto, a menos que la disyunción de sus elementos sea una tautología. Es semánticamente libre con respecto a una evaluación (completa o parcial) dada —es decir, con respecto a alguna distribución de valores de verdad a los enunciados contingentes del lenguaje objeto— si ningún hablante puede ser incondicionalmente forzado a emitir una falsedad. La idea de un conjunto de reglas relativo a una evaluación puede ser importante a ciertos respectos, cuando puede entenderse que la evaluación representa información sensorial y creencias compartidas. Un sistema es semánticamente abierto si no hay ningún enunciado, ni siquiera tautológico, que un hablante pueda verse incondicionalmente forzado a emitir, ni ningún conjunto de enunciados del que pueda verse incondicionalmente forzado a emitir uno. Un sistema semánticamente abierto es semánticamente libre. Un sistema semánticamente libre es libre con respecto a cualquier evaluación. Los sistemas semánticamente libres son semánticamente consistentes. Hay que volver a insistir en que estas características se limitan a sistemas en los que aparecen enunciados, y que esta estipulación pone, de algún modo, el carro delante de los bueyes. A la larga si una locución dada es o no es una aserción, una cuestión, o similar depende de su lugar en un sistema dialéctico, y no al revés. Una aserción es, en última instancia, una locución que tiene reglas permisivas que la relacionan con un registro de compromisos efectivo y que determina de forma parecida la permisividad de las locuciones subsiguientes. Una pregunta es una locución para la que hay una regla que exige que la locución subsiguiente del otro hablante pertenezca a un conjunto específico de aserciones.

Frecuentemente hay reglas de diferentes niveles: en un nivel hay reglas que especifican, sintácticamente, qué representa y qué no un diálogo del sistema en cuestión, mientras que en otro nivel hay reglas que distinguen algunos de esos diálogos como más racionales, “mejores”, o como un “triunfo”, para este o aquel hablante, o que los incluyen en una clase más restringida que la de todos los diálogos. Además no siempre está claro cómo tendríamos que aplicar estas distinciones. Considérese la cuestión de la consistencia. Podemos optar por entender que un enunciado inconsistente va contra la sintaxis, y por tanto es imposible en un sistema bien definido, o por entender que es una locución perfectamente posible y que lo único que pasa es que es de un tipo hacia el que tenemos una actitud particular. Puede resultar menos obvio que, a la larga, tenemos las mismas opciones con respecto a distintos rangos de preferencias claramente asintácticas, mal formadas y carentes de significado. En una conversación, si un participante en algún momento hace un ruido inidentificable, podemos ignorarlo y tratarlo como si no fuera parte de nuestra conversación, aunque también podemos, dependiendo de detalles difíciles de regular, optar por tomarlo como una locución a la que damos alguna respuesta, como “¿Qué quieres decir con eso?” o “Eso no responde a mi pregunta”. Una debilidad de los trabajos formales en este campo es que intentan trazar una línea precisa donde no hay ninguna, pero una vez más, tras advertirlo, vamos a pasarlo por alto.

Ya estamos listos para considerar un ejemplo, y el más conveniente es el juego de las obligaciones. Es menos fructífero que otros, como los debates de Lincoln’s Inn4 o las variedades budistas, para esclarecer las falacias, pero es el más sencillo de las variedades que podrían interesarnos. Trataré de dar una versión que capture lo que me parece que es la esencia del juego en su forma más simple, sin pretender ser fiel a los detalles históricos.

El juego de las obligaciones lo juegan dos personas, llamadas “Oponente” y “Respondiente”. El lenguaje usado es un lenguaje proposicional finito, con las proposiciones elementales a1, a2, …, ak y los operadores veritativo-funcionales, a los que se añaden algunas locuciones especiales. (En vez del cálculo proposicional podríamos usar cualquier otro lenguaje finito de un tipo corriente, como el cálculo de predicados de primer orden con un universo finito y una variedad limitada). No formalizaremos el lenguaje de las reglas. El Oponente habla primero y su primera locución tiene tres partes:

Las palabras “Hecho real”, seguidas de una valuación del lenguaje consistente, por ejemplo, en una descripción de estado b1, b2, …, bk, donde cada uno de los bj es aj o ¬aj. Llamaremos “B” a este enunciado.

La palabra “Positum” seguida de un enunciado contingente inconsistente con B. Nos referiremos a este enunciado como “C”.

Las palabras “Propositum 1” seguidas de un enunciado, al que nos referiremos como “P1”.

La primera locución del Respondiente es P1 o su negación ¬P1, y en general cada contribución del Respondiente Pn (1 < n < m-1) consiste en repetir la locución precedente del Oponente o su negación. Las locuciones del Respondiente pueden ser calificadas de “correctas” o “incorrectas” según una regla auxiliar que formularemos dentro de un momento. Las contribuciones del Oponente On (2 < n < m-1) son de la forma: las palabras “Propositum n” (para cualquier n) seguidas de un enunciado contingente Pn. La locución final On del Oponente consiste en las palabras “Gano y final” si Rm-1 es incorrecta, y “Abandono y final” si R1 es correcta y m=11, es decir si el Respondiente ha sobrevivido a los diez proposita.

La regla de respuesta es como sigue. Asociado con el juego hay un registro de compromisos del Respondiente, que consiste en la conjunción de los positum y de todas las respuestas del respondedor hasta ese momento: es decir, tras la enésima locución del respondedor el registro contiene Cn, donde Cj+1 = Cj Rj para cada j=0,1, …m+1. La locución Rn del Respondiente es correcta si (1) es implicada por Cn-1, o (2) es consiste con Cn-1 e implicada por B, y en caso contrario es incorrecta.

Puede comprobarse fácilmente que el sistema es regulativamente consistente: el único aspecto dudoso se refiere al movimiento final del oponente. Al evaluar las propiedades semánticas conviene ver los proposita del Oponente como preguntas sí o no más que como afirmaciones, dado que no plantean cuestiones de compromiso o de consistencia; solo lo hacen las “respuestas” del respondedor. El sistema es entonces semánticamente consistente, abierto y libre.

También puede demostrarse, como una simple consecuencia de la consistencia semántica del sistema que acabamos de bosquejar, la consistencia regulativa de un sistema ligeramente diferente, resultante de meter en las reglas la estipulación de que el Respondiente siempre tiene que dar la respuesta “correcta”. (Por consiguiente la opción “Gano y final” del Oponente no se da nunca). Este sistema es semánticamente consistente pero no es abierto ni, en general, libre. Es, sin embargo, libre, después de que haya aparecido O1, con respecto a una determinada valuación que puede construirse en términos de B y C0 como sigue: a cada enunciado S del lenguaje se le asigna el valor “verdadero” si es implicado por C0, y “falso” si es contraimplicado por C0; en otro caso tiene el valor “verdadero” si es implicado por B, y “falso” si es contraimplicado por B. Podemos por tanto considerar semánticamente libre al sistema con respecto a una evaluación si estamos dispuestos a considerar “hecho real” y “positum” como características del juego, y por tanto no como partes de un movimiento obligado del oponente. Ya Guillermo de Sherwood (?), que veía en el juego de la obligationes una ilustración del principio “De lo posible no se sigue nada imposible”, sabía que este juego es semánticamente consistente.

Vamos a hacer otra modificación del sistema, de un tipo implícito en uno de los ejemplos de Guillermo (?). Supongamos que los proposita del Oponente P1, ..., Pn consisten, no en un único enunciado, sino en un conjunto no vacío de enunciados, y que cada una de las “respuestas” del Respondiente consiste bien en la conjunción de todos los enunciados del conjunto proferido, bien en la conjunción de sus negaciones. Por ejemplo, si Pj es el conjunto de enunciados {p1, p2, ..., pi}, Rj será p1 ∧ p1 ∧, ..., ∧ pi o ¬p1 ∧ ¬p1 ∧, ..., ∧ ¬pi. Consideremos ahora qué sucede si no imponemos el requisito de “corrección” de las locuciones del respondedor, y qué sucede si lo hacemos. En el primer caso está claro que el sistema sigue siendo regulativamente consistente, aunque no semánticamente consistente puesto que el propositum {p, ¬p}, para cualquier p, es tal que ni la conjunción de los enunciados ni la conjunción de sus negaciones es consistente, y ni siquiera la estipulación de que los enunciados p1, p2, ..., pi, del conjunto Pj tienen que ser mutuamente indiferentes convertiría al sistema en semánticamente libre. En el segundo caso —es decir si imponemos el requisito de “corrección”— el sistema no es regulativamente consistente porque es imposible encontrar una Rj “correcta” para responder a una Pj de la forma {p, ¬p}; e incluso si los enunciados de un conjunto son mutuamente indiferentes, es imposible encontrar una respuesta “correcta” tanto a {p, q} como a {p, ¬q}.

 

Los caprichos de este sistema resultan de la exigencia de que el Respondedor evalúe igual cada uno de los enunciados no necesariamente equivalentes de un conjunto. Ilustran por ello el modo de operar de la falacia de la pregunta múltiple.

Pasa algo parecido cuando se usan proposita como “cuestiones sesgadas” de la siguiente manera: cada Pj es un conjunto de dos o más enunciados (contingentes) y cada Rj se elige dentro de ese conjunto. Ese sistema es, en cualquier caso, es sistemáticamente forzoso, puesto que se puede imponer cualquier enunciado p al respondedor dándole, primero, a elegir entre p ∧ q y p ∧ ¬q. Y si se impone la “corrección”, es regulativamente inconsistente puesto que ulteriormente puede plantease la “elección” entre ¬p ∧ r y ¬p ∧ ¬r. Un propositum de la forma {p∧q, ¬p∧¬q} opera en este sistema de manera equivalente a {p, q} en el sistema precedente. Se sigue que una “cuestión sesgada” equivale a una “pregunta múltiple”.

Ahora, y como preparación a la consideración de otros sistemas, vamos a describir con más detalle la organización y funcionamiento de los registros de compromisos. Hemos dicho que esos registros contienen enunciados, pero no está del todo claro qué quiere decir eso, y es mejor ser más explícito y decir que contienen instancias de enunciados del lenguaje del diálogo o de otro equivalente. Podemos imaginar físicamente un registro de compromisos como una hoja de papel escrita, o como una partición de la memoria de un ordenador. A medida que el diálogo avanza se añaden periódicamente elementos y, en determinadas circunstancias, se borran otros. Se añade un enunciado S, en concreto, cuando el hablante lo “afirma” o cuando se le propone y no hace nada por negarlo, y se borra, quizá con otras alteraciones consecuentes, si se “retracta” de él.

La suma total de los enunciados del registro en un momento dado es el compromiso indicativo del hablante. Lo llamo “indicativo” porque en otros contextos que ahora no nos interesan sería necesario considerar también otro tipo de compromisos, imperativos o emotivos. Para diversos propósitos podemos considerar que la conjunción de las múltiples instancias de un enunciado es otra mayor, pero para otros hay que considerarlas distintas.

A primera vista parece un requisito obligado que los enunciados de un registro de compromisos sean consistentes entre sí, pero, si lo pensamos, nos daremos cuenta de que, aunque existe un concepto ideal de “hombre racional” que implica una consistencia perpetua, ese supuesto no es en absoluto necesario para el funcionamiento de un sistema dialéctico satisfactorio. De hecho, incluso cuando están en juego nuestros ideales de racionalidad, nos conformamos con mucho menos: un hombre es “racional”, en un sentido satisfactorio, si es capaz de advertir y remediar las inconsistencias cuando se le señalan. También hemos de darnos cuenta de que la consistencia presupone la capacidad de detectar incluso las consecuencias más remotas de lo registrado, y que eso no tiene sentido para determinados tipos de posibles aplicaciones dialécticas. ¿Podríamos modelizar una discusión entre matemáticos acerca de la validez de un teorema si tuviéramos que asumir que los propios matemáticos son omniscientes? Al discutir una demostración un participante puede estar comprometido con un paso sin estarlo con el siguiente, que puede estar todavía en cuestión. Así sucede, al menos, en el sentido de “compromiso” que es pertinente en los sistemas dialécticos: otros pueden usar el sentido que les plazca.

Al mismo tiempo está claro que algunas consecuencias muy inmediatas de S pueden considerarse compromisos si S es un compromiso, y que no es necesario tolerar las contradicciones flagrantes e inmediatas, como la que se da entre S y ¬S. Hay que establecer un límite, y habrá que establecerlo en las reglas de cada sistema. Algo parecido, aunque lógicamente más difícil, sucede con la retractación.

Cuando un participante cambia de idea sobre un enunciado S y se retracta de él o simplemente lo sustituye por su negación, está claro que S debe ser eliminado de su registro de compromisos. Sin embargo en la práctica muchas veces hará falta realizar otros reajustes compensatorios. ¿Qué sucede con un compromiso S que implica T cuando T es sustituido por ¬T? Si S es p ∧ q y T es p, parece que tendríamos que quedarnos con ¬p ∧ q, pero p ∧ q es equivalente a p∧ (p ≡ q), y el mismo razonamiento nos llevaría entonces a ¬p∧ (p ≡ q), que es equivalente a ¬p ∧ ¬q. La respuesta es que el concepto de retractación no es tan simple como parece a primera vista, y que, de nuevo, las reglas han de establecerse en cada sistema particular.

Hay que insistir en que un compromiso no es necesariamente una “creencia” del participante que lo tiene puede hacer más digeribles esas afirmaciones. No creemos todo lo que decimos, pero decirlo nos compromete con lo dicho, tanto si lo creemos como si no. El propósito para el que se propone un registro de compromisos no es psicológico. Aunque presumiblemente el cerebro de un hablante real debe contener algo remotamente análogo a un registro de compromisos, también contiene muchas otras cosas, y la función teórica fundamental de los registros de compromisos es proporcionar una definición dialéctica de enunciados. […]

Sería instructivo intentar ahora algún tipo de formalización de las convenciones del debate público griego. Por diversas razones es un proyecto muy difícil y no lo intentaré en detalle. Procede, sin embargo, hacer algunas observaciones y comentarios, sobre todo en relación a las falacias que pueden ejemplificarse en él.

El “juego griego” de los primeros diálogos platónicos se parece al juego de las obligaciones (que procede de él) porque en cualquier fase hay dos participantes con roles específicos, el “preguntador” y el “respondedor”. Lo mismo que en el juego de las obligaciones, el preguntador es “socrático” en un sentido que ahora podemos precisar: sus locuciones no comportan ningún compromiso y no tiene un registro de compromisos. Cuando Platón recoge la queja de Trasímaco en La República (337), está objetando la práctica de que haya un participante que no hace ninguna aserción y se limita a hacer preguntas al otro:

– Lo hacen para que Sócrates consiga lo habitual: que él no responda, sino que, al responder otro, tome la palabra y lo refute.

Y cuando Sócrates replica:

– ¿Y cómo podría alguien responder, mi excelente amigo —señalé—, cuando, en primer lugar, uno no sabe, y después, si piensa algo, un hombre nada insignificante le prohíbe que hable de las cosas que está considerando?